Guardianes de la Sabiduría
Unos jinetes recorren las llanuras en busca de un lider. Sus caballos cabalgan exhaustos a no muy bien saben donde. ¿Encontrarán a su Señor?
Título: Guardianes de la Sabiduría
Nombre: Leandro Rodríguez Salcedo
Cabalgaron durante días y noches atravesando las nieblas que se extendían cada vez más espesas sobre el mundo, pero aún no llegaban a destino. Las Montañas Nubladas corrían a su izquierda, mientras descendían rápidamente hacia el sur. A medida que los días transcurrían, apretaban más la marcha; sus corceles se cubrían de sudor y se quejaban de vez en cuando, pero continuaban, siempre fieles a sus jinetes. Los pocos caminantes que pasaban cerca, corrían a esconderse cuando escuchaban el poderoso retumbar de los cascos y el tintineo del metal. Pues eran expertos en el manejo de muchas armas y todos tenían espadas largas, y algunos llevaban además lanza y arco. Cada uno de ellos estaba entrenado en las artes de la guerra, la navegación y en la vida en el desierto. Cada uno tenía una historia extensa de viajes y peligros que les había conferido un aspecto sombrío y rudo. Pero lo que no sabían las gentes de esas regiones, era que en sus largos años de lucha, como si fuesen monjes guerreros, ninguno había olvidado que sus armas estaban al servicio de los Sabios Eternos Poderes; sólo protegían la libertad de los pueblos y todas las cosas bellas que hoy estaban en peligro. Por eso, cuando combatían, sus pensamientos se dirigían a menudo hacia el oeste, más allá de Mares Infranqueables. Y esto, un observador atento podía verlo en sus ojos: detrás de esa mirada seria y a veces torva que los caracterizaba, se asomaba un espíritu noble y leal que hacía pensar en las Gentes Antiguas.
Eran treinta y dos jinetes y una montura vacía. Habían recibido un llamado y respondieron con toda la celeridad que les fue posible. Todos poseían, pues, el temple necesario para ser capitanes de los hombres, pero ninguno como aquel al que estaban buscando; su propio capitán. Ese viajero que había llegado más allá de las desembocaduras del Río Grande y había conocido las crueles Estepas del Este. El guerrero que luchó en distintos ejércitos, con distintas ropas y distintos nombres. El hombre en el que estaban puestas las esperanzas de los últimos hijos del derrotado Arnor. Muchos eran los nombres de aquel hombre, pero ellos le llamaban Aragorn...
Cuando el sol tocó el horizonte, la compañía disminuyó la marcha y se alejó un poco del camino. Luego desmontaron y encendieron una pequeña fogata. Se envolvieron en sus capas para protegerse de la brisa nocturna y se sentaron en circulo alrededor del fuego, con las armas a sus pies. Cenaron en silencio, con la luz del fuego danzando sobre sus rostros preocupados; todos sabían que se dirigían a la guerra y hacia la Sombra y quizás hacia su propia muerte. Pero no era eso lo que los inquietaba, sino el desenlace inminente de sus largas tareas y vigilancias: la restauración o la pérdida total.
Después de la cena frugal se acostaron a descansar algunas horas, dejando cuatro hombres de guardia; uno miraba al norte, otro al este, un tercero al sur y el último al oeste, cada cual ubicado aproximadamente a treinta pasos del círculo. Mientras las estrellas se multiplicaban en la noche, los centinelas escrutaban el horizonte atentamente, de pie, apoyados en las lanzas e inmóviles. Alguien que los hubiera visto de lejos podría haberlos confundido con los cimientos en ruina de alguna antigua torre. Hacía un par de días que sentían los corazones oprimidos y los miembros más cansados que de costumbre. Sabían que una voluntad poderosa dominaba el territorio y que esa voluntad les entorpecía el paso. Sin embargo nada ocurrió durante el descanso. Las guardias se relevaron una sola vez, y terminadas estas últimas, volvieron a montar. Retomaron el camino y cabalgaron bajo la noche, siempre hacia el sur, buscando el país llamado Rohan.
Nombre: Leandro Rodríguez Salcedo
Cabalgaron durante días y noches atravesando las nieblas que se extendían cada vez más espesas sobre el mundo, pero aún no llegaban a destino. Las Montañas Nubladas corrían a su izquierda, mientras descendían rápidamente hacia el sur. A medida que los días transcurrían, apretaban más la marcha; sus corceles se cubrían de sudor y se quejaban de vez en cuando, pero continuaban, siempre fieles a sus jinetes. Los pocos caminantes que pasaban cerca, corrían a esconderse cuando escuchaban el poderoso retumbar de los cascos y el tintineo del metal. Pues eran expertos en el manejo de muchas armas y todos tenían espadas largas, y algunos llevaban además lanza y arco. Cada uno de ellos estaba entrenado en las artes de la guerra, la navegación y en la vida en el desierto. Cada uno tenía una historia extensa de viajes y peligros que les había conferido un aspecto sombrío y rudo. Pero lo que no sabían las gentes de esas regiones, era que en sus largos años de lucha, como si fuesen monjes guerreros, ninguno había olvidado que sus armas estaban al servicio de los Sabios Eternos Poderes; sólo protegían la libertad de los pueblos y todas las cosas bellas que hoy estaban en peligro. Por eso, cuando combatían, sus pensamientos se dirigían a menudo hacia el oeste, más allá de Mares Infranqueables. Y esto, un observador atento podía verlo en sus ojos: detrás de esa mirada seria y a veces torva que los caracterizaba, se asomaba un espíritu noble y leal que hacía pensar en las Gentes Antiguas.
Eran treinta y dos jinetes y una montura vacía. Habían recibido un llamado y respondieron con toda la celeridad que les fue posible. Todos poseían, pues, el temple necesario para ser capitanes de los hombres, pero ninguno como aquel al que estaban buscando; su propio capitán. Ese viajero que había llegado más allá de las desembocaduras del Río Grande y había conocido las crueles Estepas del Este. El guerrero que luchó en distintos ejércitos, con distintas ropas y distintos nombres. El hombre en el que estaban puestas las esperanzas de los últimos hijos del derrotado Arnor. Muchos eran los nombres de aquel hombre, pero ellos le llamaban Aragorn...
Cuando el sol tocó el horizonte, la compañía disminuyó la marcha y se alejó un poco del camino. Luego desmontaron y encendieron una pequeña fogata. Se envolvieron en sus capas para protegerse de la brisa nocturna y se sentaron en circulo alrededor del fuego, con las armas a sus pies. Cenaron en silencio, con la luz del fuego danzando sobre sus rostros preocupados; todos sabían que se dirigían a la guerra y hacia la Sombra y quizás hacia su propia muerte. Pero no era eso lo que los inquietaba, sino el desenlace inminente de sus largas tareas y vigilancias: la restauración o la pérdida total.
Después de la cena frugal se acostaron a descansar algunas horas, dejando cuatro hombres de guardia; uno miraba al norte, otro al este, un tercero al sur y el último al oeste, cada cual ubicado aproximadamente a treinta pasos del círculo. Mientras las estrellas se multiplicaban en la noche, los centinelas escrutaban el horizonte atentamente, de pie, apoyados en las lanzas e inmóviles. Alguien que los hubiera visto de lejos podría haberlos confundido con los cimientos en ruina de alguna antigua torre. Hacía un par de días que sentían los corazones oprimidos y los miembros más cansados que de costumbre. Sabían que una voluntad poderosa dominaba el territorio y que esa voluntad les entorpecía el paso. Sin embargo nada ocurrió durante el descanso. Las guardias se relevaron una sola vez, y terminadas estas últimas, volvieron a montar. Retomaron el camino y cabalgaron bajo la noche, siempre hacia el sur, buscando el país llamado Rohan.