El Drama de la Guerra
Su título es la mejor explicación posible: un grupo de enanos acaba matando a sus propios hermanos en una guerra, como todas, sin sentido.
Morin el Enano y su gente llevaban varias semanas vagando por Ephel Harad, las Montañas del Sur, en busca de minerales; fin por el que habían abandonado sus tierras, muy al noroeste de allí. Sobrevivían cazando y bebiendo agua de los arroyos y la esperanza se iba apagando. Al cumplirse los dos meses de su llegada a aquella región, el pueblo de Morin, siempre unido, decidió que no podían seguir así, soportando los continuos ataques de las bestias salvajes y buscando sin ánimo metales inexistentes. Puesto que no podían regresar a Barad-Nimbar, donde residía el resto de los de su estirpe, tomaron el único camino posible, y se dirigieron al Este. Tomaron aquel rumbo a su pesar, pues ningún Enano quiso jamás trato con los Hombres que moraban en Dorlandhon, la gris estepa a la que se dirigían. Caminaron hacia allí durante cuatro jornadas con la única misión de pedir ayuda, cosa que no creía probable de esos Hombres tercos y crueles. No les quedaban provisiones, y exhaustos llegaron por fin al último valle de las Montañas del Sur. El río Tharanduin fluía desde allí hacia la llanura, sus aguas rápidas caían pendiente abajo cada vez más caudalosas al recibir los numerosos afluentes que nacían en las montañas.
Hacia el fondo de aquel valle corrieron los Enanos, y bebieron hasta hartarse de las claras aguas del Tharanduin, Con las cantimploras llenas, pero aún hambrientos, marcharon siguiendo el curso del río y a lo lejos veían las llanuras grises de Dorlandhon, y unas nubes oscuras ensombrecían los campos. Al cabo de medio día encontraron un paso y vadearon el río. Estaban ya a poca distancia del llano cuando avistaron entre la neblina gris una alta torre de guardia. En lo alto de la atalaya ondeaban banderas verde y oro, y a su sombra se podía ver a un grupo de Hombres acampados. Cuando los Enanos los distinguieron a lo lejos, siguieron avanzando; pero escucharon el sonido de un cuerno de alerta. Algunos de los Hombres entraron en la torre; y otros, montando en pardos corceles que estaban allí pastando, galoparon mostrando las resplandecientes espadas a los forasteros. Éstos se mantuvieron quietos, y firmes empuñaron sus hachas. Los jinetes se detuvieron a sólo unos pocos metros de los Enanos.
-¡¿Quiénes sois y adónde vais?!-Gritó el que parecía ser su capitán. Y Morin soltó la empuñadura de su hacha y dijo: -Soy Morin, hijo de Nárin, yo y mi pueblo partimos hace ya meses de Barad-Nimbar hacia las Montañas del Sur en busca de oro y plata. No encontramos nada y tras semanas de caminar llegamos aquí en busca de ayuda, ya que nos es imposible volver y no nos quedan provisiones. ¿Ahora podría decirme a quién estoy hablando?
-Me llamo Helbrast y soy el capitán de esta guardia-dijo con expresión severa el jinete; el resto de los Hombres escrutaba a los Enanos.
-¿Entonces nos ayudaréis a volver o nos proporcionaréis provisiones para el camino?-preguntó Morin. Al fin Helbrast musitó pensativo:-Mmm.Sí, os llevaré ante nuestro rey, Istron, Señor de dorlandhon.-Acabó de hablar y dirigió a los Enanos a los caballos que quedaban libres y les invitó a montar en ellos. De mala gana. Dos en cada montura, partieron ladera abajo.
Después de cabalgar por la llanura y tras atravesar puertas y murallas llegaron a la entrada de una inmensa fortaleza, guardada por cientos de soldados armados y vestidos todos con el uniforme real. La gente de Morin entró por allí y, escoltados en todo momento por la guardia de Helbrast, atravesaron los amplios patios hasta llegar a la puerta del castillo donde habitaba el rey. Allí se quedaron, con los centinelas que guardaban la puerta, los jinetes de Helbrast. El capitán guió por lujosos salones a los Enanos, que miraban hacia todos lados asombrados, hasta llegar a un largo pasillo que conducía al Salón del Trono. Lentamente caminaron bajo la luz de las antorchas y sobre una alfombra escarlata. Al fin apareció al fondo del salón un alto trono y sentado sobre él había un Hombre serio, de mirada severa, que observaba a los Enanos sin mover un músculo. Al llegar ante él los Enanos hicieron sus debidas reverencias y Helbrast se adelantó con Morin y relató al rey la historia de los Enanos. Y el Señor Istron dijo con voz tonante:-Si queréis ayuda para volver a vuestro reino, se os dará; pero a cambio tendréis que uniros a nuestro ejército en la guerra, ahora que estamos enfrentados con los Kheledin.-Entonces Morin replicó que si había que trabajar para el reino de Dorlandhon, lo que mejor sabían hacer los Enanos era trabajar la piedra y los metales y no guerrear contra enemigos desconocidos. Pero Istron no se mostró clemente y dijo que o los ayudaban luchando o serían expulsados del reino sin ayuda alguna. Entonces los Enanos no tuvieron otra opción y después de una jornada de descanso en la fortaleza, fueron vestidos de uniforme y enviados a la vanguardia de los ejércitos que luchaban contra el reino vecino de Kheled.
En la cabalgata hacia en campo de batalla, Sorlan, el más sabio de los Enanos, incitó a sus congéneres a rebelarse y a escapar de allí, donde no conseguirían mas que una muerte terrible. Pero ya era tarde, los Enanos habían escuchado a los Hombres, que despertaron su espíritu guerrero, y ninguno prestó atención a las palabras del viejo Sorlan. Cuando se acercaban al frente de la batalla y la espesa humareda y el olor a muerte y guerra empeñó la mente de Hombres y Enanos, Sorlan saltó sigiloso de su montura, y arrastrándose entre el polvo y los cadáveres, huyó lejos de allí y nadie volvió a verle jamás.
Delante de Morin y su pueblo avanzaba la caballería de Dorlandhon y más allá se acercaban las huestes de los Kheledin, y cegados por un odio infundado, se lanzaron contra los enemigos. Volaban flechas en ambas direcciones y el odio se respiraba en el aire. Así una flecha perdida derribó a Morin; pero su gente continuó luchando hasta el final. Cuando el ejército de Kheled fue aniquilado por completo, el campo que antaño fuera verde era ahora negro y sombrío; donde había habido hierba y flores ahora había heridas de muerte y destrucción. El reino de Dorlandhon había salido victorioso de la batalla; pero nadie se alegró, la guerra no había terminado.
Pasaron años hasta que el último resto del reino de Kheled cayera, aplastado por el ejército del rey Istron. De los Enanos que fueron en un principio muchos habían caído en las batallas y otros los habían reemplazado; porque los Enanos no pensaban ya en volver a Barad-Nimbar, ahora viajaban siempre con las huesttea de Dorlandhon y ya no amaban a ninguna tierra ni a ningún pueblo. Durante decenas de años las huestes de Dorlandhon continuaron conquistando las tierras de pueblos que vivían en paz; y después de las victorias no disfrutaban y siempre querían más, y partían en busca de más enemigos. Los Enanos de la casa de Morin que nacían eran educados para las armas, y no sabían nada de sus raíces y no se preguntaban si existirían mas como ellos.
Así que en una de sus campañas, el ejército del rey Istron se dirigió al norte, a regiones habitadas por Enanos, de pueblos hermanos del pueblo Morin. Así cuando los Enanos de esas tierras se enfrentaron a ellos en defensa de sus territorios, los más ancianos de entre los Enanos del ejército invasor los vieron. Y aquellos que habían formado parte de la compañía de Morin en su viaje hacia el sur, reconocieron a los de su propia estirpe, a sus hermanos, y la ira que les cegaba cesó y despertaron.
Entonces se arrepintieron de todo lo que habían hecho y ordenaron a todos los Enanos de la casa de Morin que dejaran de atacar a sus parientes; pero éstos no veían lo que estaban haciendo y hasta que no hubieron acabado con ese ridículo pueblo que habitaba en cavernas bajo las montañas, no dejaron de pelear.
Entonces, cuando todo terminó, y los cadáveres de sus hermanos yacían bajo sus pies, entonces comprendieron y se echaron a llorar y los ancianos dijeron:-Tuvimos que haber escuchado al viejo Sorlan.-Y lamentaron que el odio hubiera silenciado aquellas sabias palabras. Allí por fin el pueblo de Morin se dio cuenta de lo que había hecho, y Báin, el hijo de Morin, no recordó por qué la gente de Dorlandhon había empezado a batallar contra los de Kheled, y no supo contestarse a sí mismo por qué odiaba a los demás pueblos ni pudo saber por qué había atacado a los de su raza o por qué nunca pensó en volver a su tierra, donde los hermanos vivían en paz.
Hacia el fondo de aquel valle corrieron los Enanos, y bebieron hasta hartarse de las claras aguas del Tharanduin, Con las cantimploras llenas, pero aún hambrientos, marcharon siguiendo el curso del río y a lo lejos veían las llanuras grises de Dorlandhon, y unas nubes oscuras ensombrecían los campos. Al cabo de medio día encontraron un paso y vadearon el río. Estaban ya a poca distancia del llano cuando avistaron entre la neblina gris una alta torre de guardia. En lo alto de la atalaya ondeaban banderas verde y oro, y a su sombra se podía ver a un grupo de Hombres acampados. Cuando los Enanos los distinguieron a lo lejos, siguieron avanzando; pero escucharon el sonido de un cuerno de alerta. Algunos de los Hombres entraron en la torre; y otros, montando en pardos corceles que estaban allí pastando, galoparon mostrando las resplandecientes espadas a los forasteros. Éstos se mantuvieron quietos, y firmes empuñaron sus hachas. Los jinetes se detuvieron a sólo unos pocos metros de los Enanos.
-¡¿Quiénes sois y adónde vais?!-Gritó el que parecía ser su capitán. Y Morin soltó la empuñadura de su hacha y dijo: -Soy Morin, hijo de Nárin, yo y mi pueblo partimos hace ya meses de Barad-Nimbar hacia las Montañas del Sur en busca de oro y plata. No encontramos nada y tras semanas de caminar llegamos aquí en busca de ayuda, ya que nos es imposible volver y no nos quedan provisiones. ¿Ahora podría decirme a quién estoy hablando?
-Me llamo Helbrast y soy el capitán de esta guardia-dijo con expresión severa el jinete; el resto de los Hombres escrutaba a los Enanos.
-¿Entonces nos ayudaréis a volver o nos proporcionaréis provisiones para el camino?-preguntó Morin. Al fin Helbrast musitó pensativo:-Mmm.Sí, os llevaré ante nuestro rey, Istron, Señor de dorlandhon.-Acabó de hablar y dirigió a los Enanos a los caballos que quedaban libres y les invitó a montar en ellos. De mala gana. Dos en cada montura, partieron ladera abajo.
Después de cabalgar por la llanura y tras atravesar puertas y murallas llegaron a la entrada de una inmensa fortaleza, guardada por cientos de soldados armados y vestidos todos con el uniforme real. La gente de Morin entró por allí y, escoltados en todo momento por la guardia de Helbrast, atravesaron los amplios patios hasta llegar a la puerta del castillo donde habitaba el rey. Allí se quedaron, con los centinelas que guardaban la puerta, los jinetes de Helbrast. El capitán guió por lujosos salones a los Enanos, que miraban hacia todos lados asombrados, hasta llegar a un largo pasillo que conducía al Salón del Trono. Lentamente caminaron bajo la luz de las antorchas y sobre una alfombra escarlata. Al fin apareció al fondo del salón un alto trono y sentado sobre él había un Hombre serio, de mirada severa, que observaba a los Enanos sin mover un músculo. Al llegar ante él los Enanos hicieron sus debidas reverencias y Helbrast se adelantó con Morin y relató al rey la historia de los Enanos. Y el Señor Istron dijo con voz tonante:-Si queréis ayuda para volver a vuestro reino, se os dará; pero a cambio tendréis que uniros a nuestro ejército en la guerra, ahora que estamos enfrentados con los Kheledin.-Entonces Morin replicó que si había que trabajar para el reino de Dorlandhon, lo que mejor sabían hacer los Enanos era trabajar la piedra y los metales y no guerrear contra enemigos desconocidos. Pero Istron no se mostró clemente y dijo que o los ayudaban luchando o serían expulsados del reino sin ayuda alguna. Entonces los Enanos no tuvieron otra opción y después de una jornada de descanso en la fortaleza, fueron vestidos de uniforme y enviados a la vanguardia de los ejércitos que luchaban contra el reino vecino de Kheled.
En la cabalgata hacia en campo de batalla, Sorlan, el más sabio de los Enanos, incitó a sus congéneres a rebelarse y a escapar de allí, donde no conseguirían mas que una muerte terrible. Pero ya era tarde, los Enanos habían escuchado a los Hombres, que despertaron su espíritu guerrero, y ninguno prestó atención a las palabras del viejo Sorlan. Cuando se acercaban al frente de la batalla y la espesa humareda y el olor a muerte y guerra empeñó la mente de Hombres y Enanos, Sorlan saltó sigiloso de su montura, y arrastrándose entre el polvo y los cadáveres, huyó lejos de allí y nadie volvió a verle jamás.
Delante de Morin y su pueblo avanzaba la caballería de Dorlandhon y más allá se acercaban las huestes de los Kheledin, y cegados por un odio infundado, se lanzaron contra los enemigos. Volaban flechas en ambas direcciones y el odio se respiraba en el aire. Así una flecha perdida derribó a Morin; pero su gente continuó luchando hasta el final. Cuando el ejército de Kheled fue aniquilado por completo, el campo que antaño fuera verde era ahora negro y sombrío; donde había habido hierba y flores ahora había heridas de muerte y destrucción. El reino de Dorlandhon había salido victorioso de la batalla; pero nadie se alegró, la guerra no había terminado.
Pasaron años hasta que el último resto del reino de Kheled cayera, aplastado por el ejército del rey Istron. De los Enanos que fueron en un principio muchos habían caído en las batallas y otros los habían reemplazado; porque los Enanos no pensaban ya en volver a Barad-Nimbar, ahora viajaban siempre con las huesttea de Dorlandhon y ya no amaban a ninguna tierra ni a ningún pueblo. Durante decenas de años las huestes de Dorlandhon continuaron conquistando las tierras de pueblos que vivían en paz; y después de las victorias no disfrutaban y siempre querían más, y partían en busca de más enemigos. Los Enanos de la casa de Morin que nacían eran educados para las armas, y no sabían nada de sus raíces y no se preguntaban si existirían mas como ellos.
Así que en una de sus campañas, el ejército del rey Istron se dirigió al norte, a regiones habitadas por Enanos, de pueblos hermanos del pueblo Morin. Así cuando los Enanos de esas tierras se enfrentaron a ellos en defensa de sus territorios, los más ancianos de entre los Enanos del ejército invasor los vieron. Y aquellos que habían formado parte de la compañía de Morin en su viaje hacia el sur, reconocieron a los de su propia estirpe, a sus hermanos, y la ira que les cegaba cesó y despertaron.
Entonces se arrepintieron de todo lo que habían hecho y ordenaron a todos los Enanos de la casa de Morin que dejaran de atacar a sus parientes; pero éstos no veían lo que estaban haciendo y hasta que no hubieron acabado con ese ridículo pueblo que habitaba en cavernas bajo las montañas, no dejaron de pelear.
Entonces, cuando todo terminó, y los cadáveres de sus hermanos yacían bajo sus pies, entonces comprendieron y se echaron a llorar y los ancianos dijeron:-Tuvimos que haber escuchado al viejo Sorlan.-Y lamentaron que el odio hubiera silenciado aquellas sabias palabras. Allí por fin el pueblo de Morin se dio cuenta de lo que había hecho, y Báin, el hijo de Morin, no recordó por qué la gente de Dorlandhon había empezado a batallar contra los de Kheled, y no supo contestarse a sí mismo por qué odiaba a los demás pueblos ni pudo saber por qué había atacado a los de su raza o por qué nunca pensó en volver a su tierra, donde los hermanos vivían en paz.