Muerte por Amalanwë
Un bonito y sorprendente relato corto con un elfo, Ferembimbor, como protagonista de una situación desesperada.
Ferembimbor se encontraba preso de sus pensamientos. Pero a pesar de ello no encontraba la forma de salir de ese extraño hueco, donde había sido arrojado por unos malvados orcos la noche anterior. Paredes de tierra acá y allá, pero lo más triste era que no podía ver la luz de las estrellas, y como cualquier ser con alma de elfo, admirador de Elbereth, las añoraba y necesitba más que el aire libre y el agua fresca. No intentaba salir por medios propios, pues cualquier movimiento desplazaría grandes bloques de arenas y se encerraría aún más...
Todo por una tonta ilusión. Solo quería encontrarla, verla y acariciarla, para quedar inmerso en una gran letanía, como en un sueño ya vivido, pero cuyos vestigios quedan guardados en lo más profundo de las profundidades...Solo quería palparla y descubrir que aún existe y no ha marchitado. Sólo quería sentirla una vez más en la piel de sus manos, y emprender con ella una aventura, como hubiese hecho tiempo atrás, antes de su separación en el barco rumbo a las desaparecidas tierras imperecederas. Y así, sabiendo que yacía en las tenebrosas aguas de un mar ya olvidado, cerró lentamente los ojos.
Lo despertó un leve pinchazo en el costado. Se preguntó cómo lo lastimaría un pinchazo suyo, de ella, de su querida Amalawë que lo había abandonado, quizá por voluntad propia. Husmeó un poco entre las entrañas de la tierra, limitado por su propio cuerpo, pero no descubrió nada.
Se quedó largo rato en silencio, los puños apretados, los ojos cerrados, hasta que un leve rumor de tambores lo despertó. Bum, Bum, Bum...No venía de la superficie. Hubo un silencio nuevamente, y se preguntó si afuera ella estaría haciendo de las suyas. Pero luego comprendió que era imposible, porque Amalawë había quedado muy lejos de allí. Quizá hubiera sido mejor abandonarse en la barca, no volver, abalanzarse contra el agua en un inagotable lamento, y tratar de morir con Su Querida. Hubiese sido inútil. Quizá en aquel entonces no comprendía que sin ella, símbolo de la eterna paz, no podía vivir...Aunque fuera emblema de la guerra, aunque por ella la luna se manchó de sangre...Y se lamentó de su terrible error, de haberla dejado ir así, en un descuido, pero por eso pagó con la cicatriz que le dejó en la mano tras tratar de apresarla en el aire. Y también le dejó una cicatriz en el alma.
Los tambores, que habían callado un momento, nuevamente volvieron a sonar, esta vez con mayor intensidad.
Con desespero intentó alejar la tierra que lo apresaba, pero en ese momento, el filo de una espada resplandeció en su oscuridad, atravesándole el corazón.
Los tambores dejaron de sonar.
Una abertura se había formado en el suelo, o para él, en el techo, y dejaba ver la luz de las estrellas. Ahora había suficiente espacio en la abertura como para meter allí dos o tres orcos.
Ferembimbor observó la empuñadura de la espada y la reconoció de inmediato. Era ella. Su Amalawë, que la creía en el fondo del mar.
"La tierra cambia con furia de tambores. Ahora hay tierra donde debería haber agua..." Diciendo esto, cerró los ojos y se alegró de morir con su dama, su amada espada Amalawë.
Todo por una tonta ilusión. Solo quería encontrarla, verla y acariciarla, para quedar inmerso en una gran letanía, como en un sueño ya vivido, pero cuyos vestigios quedan guardados en lo más profundo de las profundidades...Solo quería palparla y descubrir que aún existe y no ha marchitado. Sólo quería sentirla una vez más en la piel de sus manos, y emprender con ella una aventura, como hubiese hecho tiempo atrás, antes de su separación en el barco rumbo a las desaparecidas tierras imperecederas. Y así, sabiendo que yacía en las tenebrosas aguas de un mar ya olvidado, cerró lentamente los ojos.
Lo despertó un leve pinchazo en el costado. Se preguntó cómo lo lastimaría un pinchazo suyo, de ella, de su querida Amalawë que lo había abandonado, quizá por voluntad propia. Husmeó un poco entre las entrañas de la tierra, limitado por su propio cuerpo, pero no descubrió nada.
Se quedó largo rato en silencio, los puños apretados, los ojos cerrados, hasta que un leve rumor de tambores lo despertó. Bum, Bum, Bum...No venía de la superficie. Hubo un silencio nuevamente, y se preguntó si afuera ella estaría haciendo de las suyas. Pero luego comprendió que era imposible, porque Amalawë había quedado muy lejos de allí. Quizá hubiera sido mejor abandonarse en la barca, no volver, abalanzarse contra el agua en un inagotable lamento, y tratar de morir con Su Querida. Hubiese sido inútil. Quizá en aquel entonces no comprendía que sin ella, símbolo de la eterna paz, no podía vivir...Aunque fuera emblema de la guerra, aunque por ella la luna se manchó de sangre...Y se lamentó de su terrible error, de haberla dejado ir así, en un descuido, pero por eso pagó con la cicatriz que le dejó en la mano tras tratar de apresarla en el aire. Y también le dejó una cicatriz en el alma.
Los tambores, que habían callado un momento, nuevamente volvieron a sonar, esta vez con mayor intensidad.
Con desespero intentó alejar la tierra que lo apresaba, pero en ese momento, el filo de una espada resplandeció en su oscuridad, atravesándole el corazón.
Los tambores dejaron de sonar.
Una abertura se había formado en el suelo, o para él, en el techo, y dejaba ver la luz de las estrellas. Ahora había suficiente espacio en la abertura como para meter allí dos o tres orcos.
Ferembimbor observó la empuñadura de la espada y la reconoció de inmediato. Era ella. Su Amalawë, que la creía en el fondo del mar.
"La tierra cambia con furia de tambores. Ahora hay tierra donde debería haber agua..." Diciendo esto, cerró los ojos y se alegró de morir con su dama, su amada espada Amalawë.