Vida y Muerte

Reflexiones acerca del sentido de la vida de un soldado gondoriano cercano a su fin.
   El tiempo dirá lo que el destino prepara, pero toda esperanza se ha perdido. Los rumores de paz se han esfumado como la calma escapa a la vil tormenta. No hay escapatoria. Hemos de prepararnos para portar la gloria, o al contrario, afrontar la derrota. Los tratos con el enemigo han sido imposibles, como lo fueron en todas las edades de este mundo.

   Las nubes cubrieron la bóveda celeste esta mañana. Ni el más fino rayo de sol consigue penetrar este cielo tan terrible, aquí en Gondor, dominado por alguna brujería que escapa a mi entendimiento. Mi superior acaba de comunicarnos que el juicio final está cerca. Quizá esta tarde libraremos la batalla a la que tanto hemos temido, una batalla que sólo en el peor de los casos se veía venir. El enemigo nos supera en número y posee miles de medios para aniquilarnos. Su superioridad me asusta, me atormenta.
   Me convocan junto a mis compañeros en la plaza central del campamento. En cuanto salgo de la tienda, me percato que la inseguridad han invadido este. Miles de hombres corren desesperadamente hacía el punto de reunión, no sin antes elevar la mirada hacia el cielo, y después, clavarla en el suelo, dominados por esa fuerza a la que estamos sujetos ahora: el miedo.
   Las nuevas del general no me sorprenden en absoluto. Hemos de prepararnos inmediatamente para partir cuanto antes a la guerra. Observó cómo miles de mis aliados comienzan a murmurar palabras sin sentido alguno, perdidas sus miradas en el horizonte, intentando alcanzar, tal vez, el hogar en el que han pasado la mayoría de sus días. El hogar... en los alrededores de la bella ciudad blanca, se ha perdido ahora. Mi anhelo por volver a él también se perdió hace tiempo. Los días que paso en este infierno se me antojan largos, interminables. Llevamos unos seis meses, y parece que han pasado seis años. Me pregunto que estará haciendo mi amada, si estará criando al hijo al que no he podido conocer y si algún día conoceré. Pero, ¿cuándo ha de llegar ese día?
   Regreso a la tienda. Observó a mis compañeros, todos preparados. Tomo mis cosas. Contemplo fijamente a la que ha de ser mi mejor amiga en el campo de batalla. Me acercó lentamente hacía ella, la sostengo tembloroso, la observo. Aún veo en su filo las caras de los hombres y demás criaturas del mal a las que he abatido. Ellos me ven, desean estar en mi lugar. Desean volver a tener el don que les arrebate, la vida. Me pregunto qué sentido tiene la lucha, cuando es la vida lo que nos jugamos en ella hombres que, de alguna manera u otra, somos iguales. Los rostros que refulgen en el acero comienzan a reírse, probablemente, por el destino que me espera al otro lado de las montañas. Quizá deba pedir perdón, pero ¿para qué? De nada me sirve ahora, a un paso de la muerte. El miedo se apodera de todo mi ser, y sólo el coraje de seguir adelante, de terminar cuánto antes este juego cruel me impulsa a darme la vuelta y agruparme junto a los demás.

   El camino es duro, y el aire que respiro es el único alivio frente al panorama en el que me encuentro. Nunca en mi vida había presenciado esta escena, parece que todos sabemos cual será nuestro destino, pero desgraciadamente, no podemos hacer nada. La idea de haber defendido el campamento y las fronteras de mi país habría sido una locura, hubiésemos sucumbido en un par de horas. Ahora comprendo que la muerte también sabe esperar.
   Hemos de atenernos a las órdenes recibidas, pues cualquier huida echaría a perder nuestro honor. ¿El honor? ¿No es lo más honorable de este mundo obtener la vida? No quiero perderla. Perder este regalo significa perderlo todo. Hubiera deseado permanecer oculto, darle la espalda al mundo o no haber nacido. Pero no es posible escapar de este miedo inmenso: La salvación es la muerte.
   Un regimiento se adelanta sobre el nuestro, y escucho como uno de sus hombres realiza una plegaria a su Dios, mientras sendos torrentes de lágrimas surcan su rostro. Aún recuerdo, en tiempos felices, las palabras de aquel individuo ataviado con una túnica de color azabache: "Si alabas a Dios y este no existe, no pierdes nada. En cambio, si criticas u ofendes a este, y existe, puede que lo pierdas todo." ¿Qué más puedo perder que la vida? De nada me sirve aclamar o prescindir de Dios en este instante, ¿o acaso los queridos Valar de los elfos no abandonaron a los hombres hace tiempo? Si Dios ha causado este caos, no creo que haya nada bueno allá arriba. Quizá mi orgullo esté obrando con prioridad frente al poder divino, pero es a la vida a lo que me aferro con más fuerza en la situación que me encuentro, perdido y asustado, aunque mi yo interior sepa cual es mi fatal destino.
   Las montañas llegan a su fin y a lo lejos diviso el color de la muerte. Miles de hombres, orcos y demás criaturas malignas están colocadas perfectamente a lo largo y a lo ancho de todo el sendero. De sus filas llega hasta nosotros una ligera brisa cargada de odio. Un odio que lleva consigo el ansia de sangre, de lucha, de muerte. Me pregunto sí el odio de todos aquellos está justificado. No obtengo respuesta alguna: del exterior no la percibo y mi interior está demasiado ocupado en controlar el pánico.

   Ya hemos tomado posiciones. El enemigo ha empezado a ganar terreno. Una voz surgida de atrás toma forma en mi interior y me impulsa a avanzar rápidamente. El miedo, de repente, ha desaparecido. La furia se apodera de nosotros y sólo la sangre nos tranquilizará. Mientras mis piernas son mi única arma y el contrario se hace cada vez más grande, encuentro la solución a mi anterior cuestión: Sólo el deseo de vivir nos impulsa al odio. Deseo vivir y he de matar. Quiero vivir, porque tengo un lugar al que regresar. La vida es apenas un suspiro y aún no he de expirar por última vez. ¿O es que nacemos para ser destruidos?
   Unos cien metros nos separan del enfrentamiento, y me percato que el gran Señor ha enviado a sus tropas de hombres, hombres del sur y orientales, si mis ojos no me engañan. Las acciones del enemigo son idénticas a las nuestras. ¿También serán iguales sus pensamientos a los míos? Perdí hace tiempo la orientación del bien y del mal, cuando maté por primera vez. Creo que me encuentro más allá de estos dos términos, porque ahora veo a tales simplemente como eso: como dos términos. Si el que hace mal es el que se encuentra frente a mí, él también ha de pensar lo mismo. Alguien que hace mal, también da un rayo de esperanza, a veces.
   Los metales chocan. Las voces forman unos coros fantasmales. Los gritos se elevan sobre el cielo, perturbando a las estrellas. En la dantesca escena, un pensamiento recorre mi cabeza mientras siembro la muerte a diestro y siniestro: Nosotros somos Dios. Tenemos las mismas cualidades que él: ambición, nobleza, cobardía... Y tenemos la oportunidad de robar vidas, de matar, y a la vez, de procrear. Algo suena a mis espaldas. Me doy la vuelta. Dos sombras penetran en mi pecho. Cuando decido alzar la mirada, caigo al suelo, de costado. Otra sombra perfora mi vientre, esta con más rapidez, silbando al viento. El dolor y la rabia se fusionan para dar más fuerza al primero. Ya lo había dicho: Nosotros somos Dios.
   El dolor aumenta. Aunque mi oído sigue activo, la vista ha desaparecido. Estoy muriendo lentamente, y esta idea me espanta. Si al menos pudiera llamar a alguien para que terminara conmigo, el sufrimiento se limitaría a unos instantes. El dolor es insoportable. Mi cuerpo sufre miles de convulsiones y comienzo a vomitar sangre. Por fin comprobaré qué hay al otro lado, esa estúpida cuestión que tanto ha rondado en mi cabeza estos últimos meses.

   Sin embargo, en medio de tales pensamientos, algo me preocupa. ¿Y sí no hay nada? ¿Y si todo termina aquí, tumbado en medio de un charco de sangre y consumiéndome poco a poco? Aunque intento evitarlo, Dios pasea por mis cábalas. Cobra más importancia que toda mi vida, mi mujer, mi hogar. ¿Por qué creer en Dios ahora si en realidad nunca lo he hecho? Sólo mis sueños son capaces de aliviar el dolor que me causa perecer luchando, esos sueños que se mantienen en lo más profundo de nuestro corazón, y que rara vez son revelados a alguien, ya sea por vergüenza o por cobardía.
   El dolor, tras un fuerte espasmo, ha desaparecido. Los recuerdos fluyen en mi memoria y miles de imágenes inundan mi cabeza. ¿Toda una vida para esto? Mi destino estaba aquí, en el campo de batalla. Aunque me agradaría que mi vida hubiese terminado junto a mi mujer, en cualquier lugar y a cualquier hora, pero junto a ella. Me aterroriza admitir que nunca la volveré a ver. ¿Pero qué es el amor en este mundo demente? Al menos, mis recuerdos me seguirán en el camino, sin excepción, desde el más bello hasta el más terrible.

   Por fin he encontrado la paz. Pero tendreis que buscarme, hermanos, a mí y al camino.


^Faramir^