Historias de Khazad-dûm
Relato compuesto por dos historias referidas a este reino: El Daño de Durin, y La Batalla de Azanulbizar.
Historias de Khazad-dûm II
La Batalla de Azanulbizar
De la Guerra entre Enanos y Orcos en el Valle de Arroyo Sombrío.
De la Guerra entre Enanos y Orcos en el Valle de Arroyo Sombrío.
Ocho meses de vagabundeo errático. Ocho meses de arduo caminar... Y al final, Thrór había alcanzado su destino ansiado. Él y su inseparable compañero habían pasado un tiempo en las Tierras Brunas, pero vencido al fin por una extraña necesidad, el anciano Enano había decidido marchar hacia el Norte, cruzar el Paso del Cuerno Rojo y descender al Valle del Arroyo Sombrío, donde el Cauce de Plata corría impetuoso y sus aguas eran más frías que el mismo hielo del norte.
Sus viejos ojos contemplaron ensoñadores tan maravilloso lugar.
A su espalda se desprendió una piedra, y se oyó el sonido de unos pasos apresurados y pesados. Thrór giró sobre sus talones.
-Ven, Nár. -le dijo Thrór a su compañero de viajes, un Enano de Erebor más joven, aunque ya adulto.- Observa la belleza que se extiende ante nuestros ojos. Observa el Kheled-zarâm, y ¿ves esa enorme columna? Ese es el Pilar de Durin el Inmortal, el Padre y primer Rey de mi Linaje.
Nár lo contempló todo no con poco asombro en sus ojos, pues aquel era el ancestral hogar de su raza. Pero se sentía inquieto, y el lugar poca confianza le proporcionaba. Y así se lo dijo a su señor, pero éste rió.
-Pongámonos en marcha, Nár -adujo Thrór, luego, agachándose para recoger su equipo, una corta capa de color gris oscuro con capucha, su casco, y la mochila en la que guardaba diferentes objetos y alimentos necesarios para el caminar. Dos hachas de pequeño tamaño, ideales para ser arrojadas, pendían de su ancho cinturón, mientras que un hacha de dimensiones mayores y doble hoja semilunar asomaba por encima de uno de sus anchos hombros.- Debemos alcanzar las Grandes Puertas antes de que la noche caiga. Quien sabe que criaturas vagan por estas regiones, y quizás tu inquietud no sea infundada. Más ten por seguro que entre los muros de Khazâd-dûm encontraremos seguridad.
Y echó a andar. Nár le siguió, y aunque su mente le decía que las palabras del Enano más viejo eran acertadas, su corazón le gritaba que se alejasen de allí.
Cuando llegaron a las Grandes Puertas las encontraron abiertas. La inquietud de Nár se convirtió en temor, e imploró a Thrór que no entrase, que tuviera cuidado, pero él no le hizo ni caso, y entró lleno de orgullo como el legítimo heredero de Moria que retornaba para reclamar lo que por derecho era suyo.
-¡Mi señor, no entréis pues temo que algo malo pueda pasaros si lo hacéis! -pero Thrór no le hizo caso, y entró. Más no volvió a salir.
Durante tres días Nár permaneció en las afueras, escondido, manteniéndose con sus raciones de viaje. Esperaba el regreso de su señor.
En el tercer día se oyó un sonoro grito, y a continuación el sonar de un cuerno, y vio como un cuerpo era arrojado a la escalinata. Nár temió que fuera su señor Thrór y fue arrastrándose en dirección a la entrada, pero del interior de las puertas le llegó una voz potente, profunda u amedrantadora.
-¡Ven, barbudo! No te escondas pues podemos verte. Más hoy no será necesario que tengas miedo. Te precisamos como mensajero.
Nár se aproximó sin dejar de temblar, y vio que en efecto se trataba del cuerpo de Thrór el arrojado, pero le habían seccionado la cabeza y tenía la cara vuelta hacia abajo. Se arrodilló con lágrimas corriendo por sus barbadas mejillas, y se oyó la risa de un Orco, y la voz anterior habló de nuevo:
-Si los mendigos no aguardan a la puerta y se escurren dentro intentando robar, este es el destino que corren. Si alguno de los vuestros mete aquí otra vez sus inmundas barbas, recibirá el mismo tratamiento. ¡Márchate y dilo! Más si su familia desea saber quien es ahora el rey aquí, el nombre está escrito en su rostro. ¡Yo lo escribí! ¡Yo lo maté! ¡Yo soy el amo!
Entonces Nár dio la vuelta a la cabeza de su señor Thrór y vio marcado en runas de los Enanos, de modo que él lo comprendía, el nombre AZOG. Aquel nombre quedó grabado entonces a fuego en el corazón de Nár y en el de todos los Enanos. Nár se inclinó para recoger la cabeza, sin embargo la voz de Azog le interrumpió:
-¡Déjala caer!¡Lárgate! Ahí tienes tu paga, mendigo barbado. -entonces un pequeño saco golpeó a Nár en el pecho. Al caer al suelo, la cochambrosa cuerda que lo cerraba se desasió y reveló su contenido. Unas pocas monedas de escaso valor, la mayoría afectadas por la herrumbre.
Llorando, Nár huyó por el Celebrant abajo, el Cauce de Plata; más miró una vez atrás, por encima de sus robustos hombros, y lo que vio le encogió de espanto su ya aterrado corazón. De las puertas abiertas habían surgido varios orcos que estaban despedazando el cuerpo de Thrór y arrojando sus trozos a los cuervos negros que acudían a darse un festín cruento.
Y huyó hacia el norte, donde moraba Thráin hijo de Thrór, y el Pueblo de Durin.
**
Esto fue lo que Thráin oyó de labios de un lloroso y tembloroso Nár, pero guardó silencio y se mesó las barbas. Siete días meditó y estuvo sin hablar, hasta que aquel último día se levantó de golpe y dijo:
-¡No es posible soportarlo!
Desde ese mismo día se inició la Guerra de los Enanos y los Orcos, larga y mortal, y casi siempre bajo tierra.
Thráin no tardó en enviar emisarios al norte, este y oeste, pero no fue hasta pasados tres años cuando el ejército de los Enanos estuvo preparado. El Pueblo de Durin reunió a todos sus guerreros, y a ellos se unieron guerreros enviados por las Casas de los otros Padres; pues todo Enano se sentía colérico por el agravio que había sufrido el heredero del Mayor de la raza. Una vez estuvo todo listo, Thráin fue atacando y saqueando todas las moradas de los Orcos que encontraron, desde Gundabad hasta los Gladios. Ambos bandos fueron implacables, y la muerte no hallaba parada ni de noche ni de día. Pero los Enanos, gracias a sus armas y a su furia, se alzaron con la victoria una y otra vez mientras buscaban a Azog en cada escondrijo subterráneo de las Montañas Nubladas. Y así transcurrieron otros seis años. Hasta que...
El gran ejército de los Enanos avanzaba incansable por los llanos orientales de las Montañas Nubladas. A su izquierda, a tres días de marcha, fluía el ancho Anduin hacia el Sur, y más allá de él, estaban las grandes frondas del Bosque Negro, y el inicio de la tierra de Rhovanion. Al sur, a poco más de treinta millas y ya visible en el horizonte para todos, el embrujado bosque de Lothlórien donde residía, según contaban las leyendas, una bruja elfa de pavoroso poder.
Según se aproximaban al Valle del Arroyo Sombrío, los Enanos no podían evitar dirigir recelosas miradas al sur, hacia aquel bosque de misterio, deseando virar pronto hacia el Oeste y alejarse nuevamente de aquel embrujado bosque.
Thorin hijo de Thráin era quien más miradas dirigía. Pero sus motivos eran casi premeditados. Eran un medio para distraer su mente, algo de lo que poco o nada había podido disponer en el transcurso del viaje desde las Colinas de Hierro hasta allí. La noticia de la muerte atroz de su abuelo le había afectado lo indecible. Pese a que Thrór ya era un Enano entrado en la vejez, entre abuelo y nieto había existido un lazo quizás mucho más intenso que en idénticos miembros de otras razas.
-Poco nos falta ya. -dijo una voz profunda y con un ligero timbre tenso, a su derecha. Thorin volvió la cabeza y miró a Frerin, su hermano menor. Frerin miraba fijamente hacia las elevadas cumbres que se extendían frente a ellos, hacia el oeste, sus ojos oscuros brillando intensamente. Su hermano también había querido profundamente al viejo Thrór. De pequeños su abuelo les entretenía con cuentos y narraba las batallas gloriosas de la raza Enana, y las de la Casa de Durin concretamente. Frerin acariciaba el mango de su hacha colgada del cinto. Los orcos lo pagarían, no importaba que hubieran transcurrido nueve años desde el asesinato; los Enanos nunca olvidaban. Y vaya si lo pagarían.
Varios pasos mas adelante, advirtió Thorin, su padre conversaba con su primo Náin. Y entorno a ellos se habían congregado Dáin Pie de Hierro, hijo de Náin, y Fundin pariente de Thráin, y los dos hijos de éste, Balin y Dwalin, y los sobrinos de Fundin, Óin y Glóin, quienes eran los guerreros más jóvenes de todo el ejército. Náin y sus guerreros de las Colinas de Hierro habían sido los últimos en llegar. En total eran ocho miembros de la Casa Real de Durin, descendientes de un linaje antiguo y orgulloso, y de grandes guerreros. Mientras Thorin adelantaba sus pasos, esbozó una sonrisa que nada tenía de alegre. Dentro de poco las piedras de Azanulbizar se bañarían en sangre orca.
**
-¡Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu!
Por todo Azanulbizar resonaban los gritos de millares de gargantas Enanas, superponiéndose a los bramidos de los orcos.
Thorin era uno entre los muchos de su pueblo que gritaban, aferraba un hacha de batalla en su diestra y un escudo en la otra, y el filo de su arma tajaba, amputaba y hendía en los cuerpos de cuantos orcos se encontrase. Diez, quince, veinte o más, había perdido la cuenta de cuantos había matado ya. No importaba, mataría y mataría hasta que no quedase ninguno de aquellos malditos seres.
Cuando los Enanos comenzaron su ascensión del Valle, se encontraron con que los Orcos habían salido de Moria y les aguardaban formando un numeroso y oscuro ejército. Al verlos, Thráin y sus seguidores se lanzaron en loca carga, pues en ellos la muerte de Thrór causaba mayor dolor y cólera.
Dos imágenes destellaron en la mente de Thorin. Frerin, su hermano, hecho pedazos por los orcos. Fundin, su pariente, ensartado por dos lanzas barbadas, los dos muertos cerca de una pequeña arboleda que crecía próxima al Lago Espejo. Dos Enanos más de la Casa de Durin muertos. Al menos, tanto Frerin como Fundin habían matado a muchos de sus enemigos antes de caer.
-Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu! -gritó con rabia Thorin, hendiendo el pecho de un orco negro. A su lado varios Enanos corearon sus palabras, mientras los orcos morían bajo sus golpes. Uno de ellos era Nár, quien acompañó a Thrór durante sus errantes viajes y que contempló aterrorizado el fatal destino de su cuerpo. El hijo de Thrían recordaba al maduro Enano como alguien débil, pero los años transcurridos parecían haberle endurecido el corazón. El Enano de Erebor era un guerrero, y parecía poseído, sus ojos brillaban como enloquecidos, mientras su martillo aplastaba los rostros de sus enemigos y su hacha los desmembraba, y sus labios se movían pronunciando una y otra vez el nombre de su señor asesinado.
Aquella batalla fue una de las más cruentas jamás habidas en Tierra Media. Orcos y Enanos, mortales enemigos desde la Primera Edad, se enfrentaron con pasión, por completo entregados al éxtasis de la lucha. Una batalla donde las hachas Khazâd y las cimitarras orcas se tiñeron centenares de veces de la sangre de unos u otros, donde pocos eran los que caían heridos y si muchos los que ya estaba muertos antes de que sus cuerpos cayesen al suelo rocoso.
Y allí donde cayeron Frerin y Fundin, y muchos otros también, Thorin y su padre fueron heridos. Ocurrió que una cimitarra que empuñaba un enorme y fornido orco negro cayó sobre su escudo alzado, y lo quebró, causándole un corte en el brazo izquierdo. Thorin arrojó el escudo inservible y con su hacha cortó una maciza rama de roble, y con ella detuvo los golpes que sus enemigos le asestaban, y más de una vez la empleó a modo de maza o porra, y aplastó con ella muchas cabezas Orcas.
Ciertamente las piedras de Azanulbizar se tiñeron de sangre, pero no sólo de orca, como pensó Thorin, sino la de muchos Enanos también. Y el Lago Espejo, el Kheled-zâram, también se tiñó de rojo.
Pese a todo el valor y la bravura de los Enanos, los Orcos parecían estar a punto de lazarse con la victoria. Pero sucedió que el pueblo de las Colinas de Hierro entró en escena -Thorin ni siquiera se había dado cuenta de su ausencia en el inicio de la batalla-, y Náin hijo de Grór, príncipe de las Colinas de Hierro, primo de Thráin, condujo a sus guerreros vestidos con relucientes cotas de malla hasta los umbrales de las Grandes Puertas de Khazâd-dûm, al grito de "¡Azog, Azog!", derribando con sus piquetas y sus hachas a cuantos Orcos insensatos se interponían en su camino.
Allí se detuvo el heredero de las Colinas de Hierro, y su voz potente resonó en las paredes montañosas cuando gritó:
-¡Azog! ¡Si estás dentro sal fuera, cobarde! ¿O quizás el juego en el valle te parece demasiado rudo?
Entonces Azog, Rey Orco de Moria, salió al valle. Era un orco de inmenso tamaño, de la raza uruk-hai creada por Sauron, y su cabeza estaba protegida por un pesado casco de hierro oscuro y grotesco. Y pese a lo enorme de su tamaño se movía con inusitada agilidad. Junto a él salieron otros Orcos que se le parecían, aunque de tamaño algo menor; eran su guardia personal, que se arrojó sobre los guerreros de Náin vociferando en su oscura lengua.
Entretanto, Azog se volvió hacia Náin y habló así:
-¿Cómo? ¿Acaso veo otro mendigo llegado a mi puerta? ¿Tendré que marcarte a ti también?
Y sin previo aviso, se abalanzó sobre Náin, y entablaron terrible combate. Pero al Enano lo cegaba la ira y el cansancio ya se acusaba en sus movimientos, más el Rey Orco estaba descansado, y actuaba con astucia y ferocidad. Entonces Náin, reuniendo todas sus fuerzas, asestó un golpe dirigido hacia el vientre de Azog, pero el Orco eludió el embate y le dio una patada en una pierna, de modo que la piqueta que había utilizado Náin golpeó contra la piedra que había estado detrás de Azog y se astilló. Náin cayó hacia adelante. Entonces Azog le hacheó el cuello, y aunque la cota de malla detuvo el filo, el golpe fue tan poderoso que el cuello del Enano se rompió y cayó muerto al suelo.
Azog se sintió llenó de jubilo por aquella victoria. Rió alto y alzó la cabeza para lanzar un grito de triunfo... pero murió en su garganta, pues ante sus ojos su ejército huía en desbandada, y los Enanos iban de un lado a otro matándolos son clemencia, con mortal precisión. Aquellos que lograban escapar a las hachas y piquetas, huían hacia el Sur, corriendo y chillando. Entonces miró a aquellos guerreros que le habían acompañado como guardia personal, yacían muertos por donde mirara. Por primera vez el Gran Azog sintió miedo, pues vio que los Enanos se imponían en Azanulbizar, y dándose la vuelta echó a correr hacia las Puertas.
Pero el Destino quiso que no huyera. Un Enano surgió entonces a su espalda y se arrojó sobre Azog, deteniéndole justo ante las Grandes Puertas. Y era Dáin Pie de Hierro, hijo de Náin, a quién Azog había matado momentos antes. El Gran Orco intentó acabar con el recién llegado, pero sus golpes estaban guiados por el temor y no por la astucia, y el Enano no tuvo dificultades en acabar con él. Dos fuertes golpes con su hacha roja bastaron al Enano para decapitarlo. Aquella fue la primera de sus grandes hazañas en el campo de batalla, y la más importante si cabe pues por aquel entonces era apenas un muchacho en las cuentas de la raza de los Enanos.
Antes de morir, Azog lanzó un grito espeluznante, lleno de dolor y sorpresa. Luego, su cuerpo descabezado se desplomó sordamente sobre las piedras, la negra sangre manchando la roca y fluyendo hacia las cristalinas aguas del Celebrant que fluía cerca.
-¡VICTORIA! ¡VICTORIA! ¡EL PROFANADOR HA MUERTO! -gritó Dáin. Se había subido a una roca, y en su brazo extendido aferraba la sanguinolenta cabeza de Azog que acababa de cercenar. Mientras agitaba la testa, bramó:
"Baruk Khazâd!"
Y cientos de gargantas profundas respondieron:
-Khazâd ai-mênu!!
Pero la lucha prosiguió hasta la caída de la noche, y entonces los orcos que vivían aún huyeron hacia Lórien, donde sería expulsados por los Elfos, y posteriormente vagarían hasta las Montañas Nubladas Septentrionales, pues la derrota ya era inevitable. Y el hijo de Azog, Bolgo, juró venganza por la muerte de su padre antes de marcharse junto a sus guerreros.
Tras la batalla, los Enanos recogieron a sus muertos, y les despojaron de cuantas armas y armaduras portaban, pues no querían que los orcos al regresar los saquearan vilmente. Luego los incineraron, y para ello talaron los árboles que crecían en la ribera del Lago Espejo, que en adelante quedó desnudo. Tal práctica ofendía a los Enanos, pero no estaban dispuestos a dejar a sus muertos objetivos de rapiña y comida de carroñeros. En adelante, si un Enano hablaba a cerca de uno de sus mayores, decía "Fue un Enano Incinerado", y aquello bastaba pues todo el mundo sabía a que se refería.
Había terminado la larga Guerra, pero los Enanos no entraron en Moria, en Khazâd-dûm, sino que abandonaron Azanulbizar, el Valle del Arroyo Sombrío, y partieron de vuelta cada Enano a su hogar. Y aunque al principio Thráin protestó sobre aquella decisión, pues al fin y al cabo él era el legítimo heredero de Khazâd-dûm, Dáin Pie de Hierro logró convencerle de lo contrario. Pues sabían que en Moria moraba todavía un mal mucho mayor. El Daño de Durin.
Ya volverían a Khazad-dûm para reconquistarla.
Pues los Enanos nunca olvidaban.
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