La Caída de Umbar
Relato que narra parte de la vida y el final de los últimos descendientes de Castamir el Usurpador centrándose en especial en la figura de uno de ellos, Ehteletar.
   Nada más abandonar la posada, el joven se vio asaltado por una multitud de harapientos mendigos, tan prolíficos en los últimos tiempos en Umbar; la mayoría era de piel muy oscura, y largos y azabaches cabellos trenzados y sucios, tan típico entre los haradrim. Pero un par llamó su atención, dos hombres con el cabello no más largo que hasta el nacimiento del cuello, algo ensortijado y de nítidos ojos grises. Y una piel menos tostada.
   No se detuvo a pensar, sino que reaccionó. Con un serpentino movimiento, Ehteletar desnudó su espada larga y atravesó el corazón de uno de ellos, antes de que éste pudiese reaccionar, pillándole por sorpresa. Cuando se desplomó su cuerpo sin vida, una de las manos se abrió y de los holgados pliegues de su túnica raída y sucia surgió un puñal largo, de hoja sinuosa y negra, que rebotó sordamente contra el adoquinado de la calle. Al ver el arma de exótico diseño, Ehteletar torció los labios; ahora sabía con absoluta certeza la identidad del que había enviado a los asesinos contra él. Algo más retrasado que su desdichado compañero, el segundo asesino ya tenía un arma en las manos, una pesada espada de ancha hoja y filo aserrado, pero sus ojos brillaban perplejos alternando la mirada entre él y el cuerpo muerto del primer asesino.
-Sea cuál sea tu paga, si mueres no podrás disfrutarla. -habló el joven guerrero, sin bajar a guardia. Confiaba en que aquel hombre desistiera en su misión, y optase por marcharse. Ciertamente, pocas ganas tenía de matarle. En el rostro del asesino surgieron decenas de expresiones, y por un momento Ehteletar creyó que tendría que matarle. Pero éste giró bruscamente sobre sus talones y echó a correr. El joven soltó un quedo suspiro, relajó la posición y envainó su espada, y mientras esto hacía algo zumbó a su lado, un fugaz destello de algo blanco. Metros más adelante el asesino lanzó un fuerte gemido, y se desplomó sobre los anchos adoquines, muerto a causa de la flecha que se le había incrustado en el centro de la espalda.
   Con pesar por aquella muerte inútil, Ehteletar sacudió la cabeza, sus cabellos largos y lisos meciéndose suavemente al compás del gesto.
-Eres demasiado misericordioso, Ehteletar. -dijo la voz de un hombre joven. Ehteletar se volvió hacia su primo, Belegadan. Cómo todos los Corsarios, su pariente era alto, algo más de metro noventa, de tez blanca y oscuros cabellos castaños, bastante más largos que los suyos y que llevaba recogidos en una coleta. Y sus ojos azulados le observaban sardónicos. Con gesto enfático, se colgó de nuevo el arco largo a la espalda- Hiciste bien al acabar con el primero, pero...
-Olvídalo, primo. -atajó él. Y algo irritado. Echó a andar hacia el puerto principal de la ciudad, sin preocuparse si Belegadan le seguía. Si lo hizo, por cierto, cosa que esperaba.
-Creo que deberías tomártelo en serio, Ehteletar. -apuntó su primo, sin darse por vencido, mientras caminaban.- O sino, una mañana te encontraran con el cuello degollado.
-¿Acaso no me explico bien? Dije que ya bastaba.
-Yo sólo...
-Belegadan.
-Eres el hijo del Capitán de nuestro pueblo, Ehteletar. Deberías pensar en tu seguridad, y eso incluye acabar con todos tus potenciales enemigos.
   Por primera vez, en los ojos del aludido surgió una penetrante llamarada de odio y rabia. Oh si, su deber. ¿Cuántas veces al día le era recordado su ilustre ascendencia, su alto linaje? Ehteletar era el bisnieto de Angamaitë, el poderoso Capitán de los Corsarios que ciento setenta y seis años atrás atacó y arrasó el puerto de Pelargir, allá en la tierra de sus enemigos de Gondor. Pareció que Angamaitë podría haber logrado recuperar lo que los Capitanes Corsarios reclamaban como suyo, el trono de Gondor, pues descendía de Castamir. Sin embargo ocurrió que el rey Minardil acudió desde Osgiliath con un inmenso ejército y venció y expulsó a los Corsarios de Pelargir. En el comienzo de la cruenta batalla cayó Sangahyando, hermano de Angamaitë, acribillado por decenas de flechas. En el transcurso, Angamaitë murió en combate contra el mismísimo monarca gondoriano, pero no sin antes herirlo de muerte.
   Tras aquella derrota, el pueblo de Ehteletar tardó cerca de cincuenta años en volver a reponer su número, y volvió a realizar incursiones en Gondor, saqueando cuantos puertos avistaran, llegando incluso hasta las Anfalas. Y ahora, nuevamente, se planeaba una nueva ofensiva contra Pelargir. Su padre, y su abuelo, siempre le habían insistido en lo importante que era aquel puerto, tan lejano para el joven y sin embargo, tan familiar de cuantas veces había oído sobre él. Un magnífico punto estratégico desde el qué iniciar la recuperación de lo que para los Corsarios, y su Capitán, era suyo por derecho: el reino de Gondor.
   En el puerto principal se encontraron con el ajetreo cotidiano, marineros que se movían de un lado para otro, escoltando a aquellos esclavos que habían permitido salir de los barcos para descargar mercancías y coger otras nuevas. Nobles, Corsarios, Haradrim y Numenoreanos Negros, vestidos en tonos oscuros que conversaban, acordaban tratos, o simplemente deban un paseo por el malecón; por supuesto, ni cabía mencionarlo, todos sin excepción advirtieron su presencia y le saludaron. Los primeros como si él fuera un rey o algo similar, mientras que los otros realizaron salutaciones frías y formales. Realmente, a Ehteletar le importaba poco sus reverencias. Belegadan, no obstante, sonreía ampliamente mientras caminaba a su lado, todo su porte estirado y altivo, como un gallo pavoneándose; puede que él no fuera el heredero del gobierno de los Corsarios, pues su madre sólo era una de las tres hermanas del actual Capitán, pero seguía siendo un miembro de la casa gobernante, y eso contaba.
   Pronto dejaron a tras el puerto y tras recorrer varias calles y avenidas llegaron a la enorme mansión en la que vivía el Capitán de los Corsarios y su familia más próxima. El recinto estaba protegido y marcado por una alta verja negra, y en la puerta dos guardias hincaron sus rodillas mientras les abrían paso.
-Saludos, mi señor. -anunció uno de ellos, un hombre de mediana edad bastante conocido para ambos primos. Ancalefion había actuado las veces de maestro de armas para ambos cuando eran aún unos muchachos de corta edad. Ehteletar le devolvió el saludo y continuó andando. A su espalda, su primo Belegadan se retrasó un instante para hablar con Ancalefion. Siempre andaban esos dos juntos y conversando, y aunque creían que él no sé daba cuenta, si lo hacía. Y bien lo sabían los Valar que no le era necesario oír las palabras que intercambiaban para conocerlas. Sus labios dibujaron una delgada y tensa línea; iba a acabar con aquello aquel mismo día, sin demora.
   No bien hubo puesto el primer pie en su hogar, se vio ante él a Menelion, el Mayoral de su padre. Éste, con tono casi ceremonioso y arcaico, le informó que el Capitán aguardaba la llegada de su heredero en la biblioteca. Y ni siquiera le ofreció tiempo para protestar; con enérgicos movimientos le retiró la capa y la espada, pues no estaba permitido acudir ante el Capitán armado. Así fue como el joven se encontró subiendo las escaleras en lo que dura un parpadeo.
   Su padre, efectivamente, le esperaba en la biblioteca. Y cómo siempre que se citaban allí, estaba de espaldas a la puerta, en el extremo opuesto y contemplando a través de las altas cristaleras de los ventanales la ciudad de Umbar. Arsúr hijo Ainamacil hijo de Angamaitë era un hombre impotente, un verdadero dúnadan, un puro hijo de Númenor, cómo solía decir su madre, orgullosa. Era alto, muy cerca de los dos metros, de brillantes y lisos cabellos negros, corta barba y unos ojos tan grises y penetrantes que poco o nada solía escapar a su percepción. Muchos Corsarios le llamaban Mirnúmen, la Joya del Oeste, debido a su inteligencia, su dominio en los aspectos de la guerra, y su gran don de palabra. Pero, toda su merecida reputación se había visto empañada desde la muerte de su hermano menor, Thorontar. El más pequeño de entre los cinco hijos de Ainamacil, Thorontar sólo había sido ocho años mayor que Ehteletar, y al ser el hijo de la vejez de Ainamacil pronto se quedó sin padre y pasó a ser educado por su hermano Arsúr. Su padre educó a su hermano como a su propio hijo, y quizás fuera así la relación existente entre ambos. Pero Thorontar encontró su trágico fin en Dol Amroth, donde murió al ser aplastado por una de las piedras arrojadas desde las murallas de la ciudad. Aquello rompió parte del corazón de su padre, pues su tío era como una segunda extensión de él mismo. Y ahora, dos años después, Arsúr vería cumplida se venganza.
-Padre...
-Entra, hijo. Entra y cierra a puerta. -dijo Arsúr, dándose la vuelta. Entonces miró a su hijo con un frunce en la frente. Miraba al costado de su heredero.- ¿Y tu espada?
-La tomó Menelion, junto con mi capa. Tal y como exige la Ley.
-Deberías haberla retenido. Ya no eres un muchacho, hinya. Menelion debe aprender a respetar a su próximo Señor.
-Si, atarinya. Pero la Ley...
-¡Olvida la Ley, Ehteletar! ¡Yo Soy la Ley! -bramó Arsúr, con el rostro rojo de furia. Sus ojos llameaban y se había erguido en toda su estatura mientras daba un paso hacia su hijo. Éste retrocedió involuntariamente, con los ojos abiertos y llenos de temor ante la súbita reacción de su progenitor. Arsúr pareció advertirlo, pues se le suavizó el gesto, y lanzó un suspiro.- Discúlpame, hijo mío. Discúlpame. Hazme caso en esto. Tú eres mi hijo, mi heredero, y debes demostrarlo. Jamás vuelvas a permitir que alguien tome tu espada, pues fue la espada de tu tío, quién en una ocasión me dijo que si él moría sería tuya como su heredero.
   Ehteletar permaneció en silencio. Aquello lo sorprendió pues había visto muchas veces la espada de Thorontar y no era la que él ahora poseía. Pero no era momento para reflexionar sobre aquel asunto.
-Entiendo, padre.
-Me alegra que lo hagas, Ehteletar. Ahora, hablemos acerca de lo ocurrido en el puerto. -desde luego, al joven no le sorprendió que su padre estuviese ya informado sobre el asunto; Ancalefion se habría encargado de ello, sin duda.- Y decidamos cómo castigar el agravio de los Númenoreanos Negros.

**

-¡Estúpidos! ¡Ineptos! ¡Cobardes!
   Los sirvientes y los esclavos se apartaban presurosos de su camino, temiendo que el colérico joven desatase sobre ellos su rabia y frustración.
   Adûnzagar avanzaba dando grandes zancadas, su rostro apuesto contorsionado por una feroz mueca. ¿Cómo osaba? ¿Quién se creía aquel degenerado descendiente de Fieles? ¡Por la maza de Morgoth! Tres veces había intentado acabar con él advenedizo, y las tres habían fallado. Era hora de actuar con contundencia, dejarse de movimientos soterrados.
   Cómo esperaba, Azrabâr ya se encontraba en la antigua Sala de Audiencias, y como siempre el viejo edecán aguardaba mientras contemplaba los lienzos colgados que había tras los sitiales que simbolizaban el poder entre los numenoreanos negros. Eran cinco los lienzos, y representaban a tres hombres y dos mujeres de belleza sublime. El primero, situado sobre los otros cuatro, era el retrato de Herumor, el primer señor de Umbar de su pueblo, su primer Antepasado. Abajo, su heredero Gimiltârik y su esposa Isilmë, una hermosa mujer de sangre élfica y con sangre real de Númenor, pues descendía de una de las hijas de Tar-Meneldur, tataranieto de Elros Tar-Minyatur, y gracias a ella él poseía la sangre de los Reyes del Mar. La última pareja eran los retratos de Nimruphel, hija de Isilmë y tan hermosa como ésta, y su consorte Adrazâr. Para Adûnzagar, Nimruphel no sólo era su ilustre antepasada, sino el modelo del verdadero monarca a seguir. Su pueblo veneraba a los Antepasados, y pensaba que ella lo observaba desde donde quiera que estuviese, ponderando, evaluando, criticando cada uno de sus actos. Y eso pesaba sobre sus hombros como una montaña. Y, como siempre que veía su retrato, sintió una punzada de tristeza y de rabia; Nimruphel reinó durante mucho tiempo, más que cualquier otro numenoreano pues por sus venas fluía de cerca la sangre de los Elfos, pero acabó muerta, asesinada por su propio hermano Nimrunâr el Desaparecido, llamado por los Dúnedain y Elfos Adanedhel Ethuilion... Pero esa historia no merece ser recordada ahora, pues lo que acaeció al hermano perdido de Nimruphel debe ser contado en otro momento y lugar, y con mayor tiempo.
   Adûnzagar se detuvo frente al maduro hombre, mientras se prometía que demostraría a sus Antepasados, y a su recientemente fallecido padre, que era un digno descendiente. Y para ello, debía comenzar eliminando a los Corsarios y recuperar el control de lo que por derecho y sangre, era suyo.
-Mi señor... -el edecán hizo una pronunciada reverencia al verle acercarse. Resultaba paradójico el ver a aquel fornido numenoreano, con sus brazos marcados por antiguas batallas, y aspecto duro comportarse con tanta sumisión.
-Azrabâr... ¿Cuánto tiempo necesitáis para reunir a todos nuestro hombres de armas?
Azrabâr alzó una poblada y canosa ceja.
-Un día como mucho. Pero...
-Los necesito antes del amanecer, Azrabâr.
-¿Antes del alba? -el ceño del viejo guerrero se acentuó.- Supongo que podría hacerse, mi Señor.
   Los ojos grises de Adûnzagar destellaron, se tornaron duros.
-Entonces comienza a impartir las órdenes pertinentes. ¡Kiayadda! -ordenó en adûnaico. Sin mostrar expresión alguna, Azrabâr volvió a inclinarse y se marchó de la estancia con enérgicos pasos.
   Solo, Adûnzagar avanzó hasta los grandes tronos de mármol y maderas nobles, y se sentó en el de mayor tamaño. Cerró los ojos y se sumió en sus cavilaciones, pero antes miró el cuadro de su antepasada Nimruphel. "Verás, Gran Madre, cómo tu sangre recupera lo que le pertenece. Verás a tu pueblo alzarse con la victoria... aunque Umbar se tiña de sangre".

**

   Un gran estrépito, como el estallido de algo inmenso sacudió los cimientos de la mansión y despertó a Ehteletar. Incorporándose de un salto, el joven corrió al vestidor y se puso rápidamente unos calzones y unas botas, y tomando su espada -Angóre, Corazón de Hierro- salió al corredor sin preocuparse en cerrar la puerta de sus aposentos. En el pasillo el ruido parecía más cercano, y sonaba como el entrechocar de un centenar de aceros.
   Tomó las escaleras casi sin aminorar sus pasos, y bajo de tres en tres, de cuatro en cuatro los escalones. Y al final, cuando llegó al recibidor, se encontró con que éste se había convertido en el escenario de una lucha encarnizada. Reconoció de inmediato a los atacantes; numenoreanos negros, y los encabezaba su propio y joven señor.
   Adûnzagar había matado ya a tres guerreros de los Corsarios, y se enfrentaba ahora al Mayoral. A Ehteletar le sorprendió ver al fiel sirviente de su Casa demostrar tal firmeza y destreza con la espada, e incluso pareció que se alzaría con la victoria... Pero el joven numenoreano era superior, y llegado un momento, tras una finta perfectamente ejecutada, tajo el cuello de Menelion y lo decapitó. Fue entonces cuando Ehteletar saltó la decena de escalones que le faltaban y corrió hacia su enemigo, acabando en el camino con dos numenoreanos que se le acercaron demasiado. Por el rabillo del ojo izquierdo advirtió que su primo Belegadan luchaba no muy lejos, riendo y lanzando estocadas a diestro y siniestro, y cuando le herían reía todavía con mayor fuerza mientras mataba a su agresor. Pero entonces, desde una de las columnas que tenía a la espalda surgió un lancero haradrim que arrojó su arma y empaló al joven Corsario; Belegadan gritó, pero se revolvió y de un tajo acabó con su asesino. Luego, tras soltar una sonora carcajada, cayó muerto.
   Ehteletar rezó en su interior por el alma de su primo. Y se encontró frente a su adversario buscado.
-¡Tú! -bramó Adûnzagar, clavando sus ojos enrojecidos y dementes en él. Y cargó espada en ristre, con el claro propósito de empalarle. Angóre era un arma excepcional, y en manos de alguien hábil se convertía en algo extremadamente letal; y Ehteletar era un consumado espadachín. Primero giró su muñeca derecha hacia dentro, desviando hacia un lado inofensivo la espada enemiga, y entonces giró en sentido contrario y tiró del arma hacia arriba. El afilado filo de Angóre saboreó la sangre del numenoreano negro.
   Con un grito, Adûnzagar se apartó veloz, buscando una distancia segura. Tenía la expresión crispada por el dolor, pero no era así en sus ojos, que destellaban llenos de furia desenfrenada, demencia y odio. Ni siquiera se miró el feo corte que le habían infligido en la cara anterior de su antebrazo. Una delgada cascada roja caía desde la extremidad, manchado el enlosado.
   Con un grito que helaba la sangre, el joven señor de los Numenoreanos Negros se arrojó por segunda vez sobre Ehteletar, asestando golpe tras golpe, dirigiendo mortales estocadas al corazón y a la garganta, pero todos fueron hábilmente rechazados. Hasta que Adùnzagar elevó excesivamente su brazo, dispuesto a descargar un golpe con todas sus fuerzas, y él aprovechó la oportunidad. De un salto, Ehteletar se colocó frente a su oponente, cerrándole así la posibilidad de golpearle. Entonces, alzó su propia arma y se la enterró en el pecho.
   Adûnzagar se tambaleó, y toda la locura y toda la rabia se desvanecieron de su semblante, sustituidas por una expresión de perplejidad. La espada se le resbaló de su mano. Se miró el pecho empalado, del que manaba profusamente la sangre, y luego alzó los ojos al techo. Entonces, sus ojos que, se tornaban vidriosos, se clavaron en los de Ehteletar y sus labios susurraron cinco palabras que evidentemente no iban destinadas a él. Mucho más tarde, tras rememorar el momento, llegó a la conclusión de que ni siquiera debió estar viéndole a él. <>.
   Tras la muerte de su Señor, los atacantes no resistieron durante mucho tiempo., pues su moral había disminuido. Al cabo de una hora el padre de Ehteletar y sus guerreros los expulsaron definitivamente. Y se dispusieron a reconstruir los desperfectos y dar sepultura a sus muertos. Los Corsarios pensaron que todo había terminado, pero el destino aún no había acabado con ellos.
   Fue entonces que Umbar y sus habitantes, vieron el transcurrir de un año, y a primeros del 1809 de la Tercera Edad, Ehteletar contrajo matrimonio con Failerien, una joven de alta cuna de los numenoreanos negros, cosa a lo que en un principio se negó el joven. Failerien era pariente próxima de Adûnzagar, y éste había matado a muchos amigos del joven Corsario, sin mencionar al adusto Menelion y a su sobreprotector primo Belegadan. Lo cierto es que le costó mucho a Arsúr convencer a su hijo para que dejase a un lado su dolor y su odio, y pensara en el bien de su pueblo. Si el heredero del Capitán se unía a la hija única del noble más poderoso entre los numenoreanos en ese momento, entonces las tensiones existentes entre ambos bandos desaparecerían. El problema era su cercana relación con Adûnzagar. La hija del hermano de su padre.
   Los primeros meses del enlace fueron una enorme prueba para ambos; pues Failerien sentía también odio hacía él; Ehteletar había matado a su primo, después de todo. Así pues, durante casi un año la actitud del uno al otro fue cuanto menos tensa y fría. Incluso, entre la gente común, corría el rumor de que la joven numenoreana se había arrojado contra su esposo en la misma noche de bodas, y le había arañado el rostro intentado arrancarle los ojos. Sin embargo, todo cambio cuando antes de finalizar el año Failerien dio a luz dos gemelos varones, lo que transformó adicalmente su relación. Élaltalun y Élaltanasar fueron los nombres que escogieron para los recién nacidos, pues su sangre era por dos veces de la más noble que se pudiese encontrar sobe Arda. Y Ehteletar y Failerien eran dichosos junto a sus hijos.
   Pero, como ya se ha dicho, el destino aún no había acabado con el joven Corsario.
   Nuevamente se sucedieron los meses, y cuando corría el mes de Gwaeron -Súlimë en el calendario de los Eldar-, Arsúr hubo de ausentarse de la ciudad durante tres días, pues barcos de Gondor había sido avistados fondeando aguas demasiado próximas a Umbar. De los cuatro barcos que se llevó, sólo uno regresó. El capitán del navío se presentó ante Ehteletar con el rostro sombrío, y le comunicó la trágica pérdida. Arsúr, su padre, había muerto cuando intentó hundir la nave insignia en la que viajaba Telumehtar de Gondor. Y la flota de Gondor avanzaba hacia Umbar. Era el año 1810 de la Tercera Edad.
   Ehteletar, ahora el nuevo Capitán de los Corsarios, no se entretuvo y comenzó a impartir órdenes. Envió mensajeros a todos los señores Corsarios, a todos los líderes Haradrim y hasta el último de los nobles numenoreanos. Debían armar a cuantos hombres pudieran y enviarlos en el plazo de un día, y preparar sus navíos para la guerra.
   Entre tanto, Ehteletar recibía un torrente de guerreros haradrim y numenoreanos, todos ansiando partir y entablar combate contra sus ancestrales enemigos.
   En un día, de los puertos de Umbar surgieron tres docenas de grandes barcos de guerra, los tan temidos dromones. Uno de ellos, el de mayor tamaño, era el único que tenía mascarón de proa, y representaba un águila con las alas extendidas; era el Soronearë, el dromón insignia en el que viajaba Ehteletar.
   Situado en cubierta justo por encima del mascarón, el joven Capitán de Umbar miraba fijamente hacia el frente, hacia el norte, atento ante cualquier señal de la flota gondoriana. Salvo el fiel Ancalefion, no había nadie más junto a él. El joven vestía sólo una cota de malla negra, y la espada de su tío colgaba de su cadera derecha. Su mano acariciaba distraídamente el pomo de la hermosa arma, pero para quien observara la expresión de su zarca mirada no le quedaría duda alguna. Brillaban de cólera y ansia de venganza.
   Ehteletar había tomado una decisión. Una decisión de la que estaría orgulloso su padre, y su abuelo. Haría frente a Telumehtar, arrasaría hasta el último de los navíos de su flota, mataría a aquel ilegítimo soberano de Gondor, y por último pondría rumbo hacia el norte, tomaría Pelargir, a la qué quemaría en honor a su bisabuelo Angamaitë y luego recuperaría el trono que arrebataron a su antepasado Castamir.
-¡Enemigo a la vista!
   El gritó del vigía sacó al joven de sus cavilaciones, y elevó el rostro hacia el palo mayor.
-¿Cuántos son? -vociferó él.
-¡Treinta, mi Capitán!
   Los ojos de Ehteletar relucieron. ¡Así pues ellos poseían superiores fuerzas!
-¡Ordenad a los otros navíos que aceleren la velocidad! -ordenó, mirando con los ojos llenos de júbilo a Ancalefion. Éste asintió y marchó a cumplir su mandato. Quizás, si Ehteletar no hubiese estado poseído por el odio, habría planteado otra estrategia que el simple lanzarse al ataque. Quizás... Pero mucho le había cambiado la muerte de su padre y ahora sólo deseaba cobrarse venganza cuanto antes.
   Hubieron de navegar poco más de dos millas más antes de alcanzar la flota de Gondor. Entonces, el ansiado combate tuvo su comienzo. Tanto los dromones de Umbar como los colosos barcos gondorianos poseían catapultar y balistas, armas de terrible poder que generalmente se usaban en los asedios y en está ocasión se había adaptado para su uso naval. La flota de Umbar fue la que atacó primero; las cuerdas restallaron y las maderas se agitaron cuando de los navíos que surcaban el océano en primera fila arrojaron desde sus cubiertas una lluvia de piedras del tamaño de una buena calabaza y virotes cuyos astiles eran tan anchos como la pierna de un hombre. Las piedras aplastaron hombres, y si no encontraban blanco humano impactaban contra la madera y destrozaban todo cuanto encontraban. Pero las balistas eran más precisas, y sus expertos artilleros las manejaban de con tal mortífera maestría que los proyectiles quebraban los palos del velamen, rompiendo aparejos, y si no, ensartaban a los guerreros o marinos que corrían por cubierta, y por la fuerza los arrastraban durante varios metros. Más de una decena de barcos por cada bando se hundió en las aguas en el transcurso de la primera media hora. Más de dos mil hombres entre gondorianos y umbarianos perecieron en dicho lance, ahogados, aplastados o ensartados. Muchos se arrojaron al agua, intentado huir pero no llegaron muy lejos pues incluso en el agua existía la presencia de enemigos; enemigos que no eran ni de uno ni de otro lado. Ehteletar, desde su puente de mando a bordo del Soronearë, pudo divisar multitud de altas aletas que surcaban la superficie del mar. Los tiburones se dieron un gran festín aquel primer día.
   Se dice, que el combate entre ambas fuerzas duró casi dos días, y que la balanza se inclinó tanto a un lado como al otro. Sin embargo, Telumehtar de Gondor fue acabando metódicamente con cada barco de Umbar con que se topaba, incluido el Soronearë. Se dice que el buque insignia de los Corsarios lanzó sus garfios y abordó el barco del rey gondoriano y que tuvo que enfrentarse a Ehteletar pues ninguno de sus guerreros le ofrecía parangón. Se dice que después de matar al joven Corsario el rey lloró, pues en su adversario muerto no había visto un enemigo sino un pariente lejano que había tomado un camino equivocado. Se dice que Ehteletar, ya herido de muerte, recuperó la cordura, y vio a donde había conducido a su pueblo. Y lloró también por él, por su demencia, y sobretodo, lloró por que nunca volvería a ver el rostro de su esposa ni el de sus amados hijos.
   Y esto le dijo a su vencedor.
-Telumehtar, rey de Gondor. Ojalá nos hubiésemos encontrado en otras circunstancias... pero lo hecho, hecho está. Sólo esto te pido, y es que cuando tomes mi hogar perdones a mi esposa y a mis herederos.
   El rey lo prometió así, y entonces Ehteletar exhaló su último suspiro.
   Pero cuando Telumehtar tomó Umbar y destruyó el poder de los Corsarios, no halló rastro ni de la mujer ni de los gemelos. Y por mucho que buscó no halló rastro de ellos.

"Pero Telumehtar, hijo de Tarondor, recordando la muerte de Minardil y perturbado por la insolencia de los Corsarios, que atacaban las costas aún hasta las Anfalas, reunió sus fuerzas y en 1810 tomó Umbar por asalto. En esa guerra perecieron los últimos descendientes de Castamir, y los reyes volvieron a dominar en Umbar por un tiempo. Telumehtar añadió a su nombre el título de Umbardacil."
De los Apéndices.


Indice de Nombres, sus significados, y frases.
Quenya.
Ehteletar->Fuente o Manantial Noble, o Real.
Belegadan->Gran Hombre.
Arsúr-> Viento Real.
Ancalefion->Halcón Brillante.
Menelion->Hijo del Cielo.
Ainamacil->Espada Sagrada.
Angamaitë-> Diestro con el Hierro.
Sangayhando->Gran Hendidura.
Herumor->Señor Oscuro.
Isilmë-> ---De la Luna. Personificación de la misma en nombre propio femenino.
Thorontar->Águila Real.
Adanedhel Ethuilion->Sindarin, Su equivalente quenya sería Élatan Tuilion: Hombre-Elfo, Hijo de la Primavera.
Soronearë->Aguila Marina.
Failerien->Doncella Noble.
Élaltaglun->Gran Estrella Azul.
Élaltanasar->Gran Estrella Roja.
Atarinya-> Mi Rey, Mi Señor.
Hinya->Hijo Mío.

Adûnaico.
Adûnzagar->Espada del Oeste.
Azrabâr->Señor del Mar.
Gimiltârik-> Pilar de las Estrellas.
Nimruphel->Doncella Élfica.
Nimrunâr->Hombre-Elfo.
Kiayadda!! -> Márchate!!