Un adiós
Bonito y poético relato corto con un (a mi juicio) marcado ambiente becqueriano.
Era medianoche. Era medianoche y la Luna llena se remontaba a través de un amplio sendero trazado en el firmamento, dejando caer a su lento paso un velo de blanca y pálida luz. Reinaba una gran quietud entre la oscuridad, todo restaba adormecido, amparado en la soledad de la noche.
La luz de la Luna caía sobre la fresca hierba, sobre las flores que levantaban sus delicados pétalos de cara a los astros. Soplaba una débil brisa, que pasaba de puntillas por entre la tupida espesura, haciendo susurrar las finas hojas de los árboles, trayendo consigo la fragancia de las flores, la esencia de sus almas en permanente serenidad.
Busqué con la mirada. Entonces, te vi.
Te vi entre los macizos de violetas, caminando muy despacio, lentamente, con el rostro, al igual que las flores, alzado hacia la bóveda de la noche, vestida de blanca seda por la Luna. Parecía que errabas perdida, extraviada y extrañada, bajo el encantamiento de la nocturna vigilia. Pero no era así, pues conocías bien la senda. Y venías hacia mí, acudías a mi encuentro.
Me viste entre las sombras y te detuviste. Allí te quedaste, entre las quietas violetas, mirándome con la intensidad que sólo tus ojos hechiceros podían transmitir, escrutando mi alma al desnudo, por lo que habría sido un largo rato si el tiempo no se hubiese detenido antes, por la misma gracia que me permitió aquella misma noche estar contigo. Luego te acercaste a mí y no te detuviste hasta poder sentir mi helado aliento en tu rostro, tan hermoso, tan blanco y tan tremendamente triste... Alzaste la mano para tocar el mío, pero como arrepentida, como recordando súbitamente algo, no consumaste el gesto, tu intención se extinguió antes. Me susurraste quedamente algo que sólo yo pude oír. Fue lo único que me dijiste aquella noche, y quedó impreso en mi alma para siempre. Aquello y mi alma eran las únicas cosas que me quedaban de aquel mundo.
Mis dedos se entrelazaron suavemente con los tuyos, de la misma manera en que lo hacía la brisa, que musitaba entre la floresta. Me acerqué más a ti y deposité en tus labios nuestro último beso. Toda la eternidad pareció saltar y girar a nuestro alrededor, todo lo perecedero pareció no importar ya, marchitarse y perderse, como la luz evanescente de la Luna que se elevaba por encima de nosotros dos y que no tardaría en abandonarnos.
Me separé de ti, con gran esfuerzo de mi voluntad. Vi tus cristalinos ojos empañados, embargados por un profundo pesar. Vi rodar una lágrima pura, abriéndose paso sobre la tersura de tu rostro, y resbalar hasta precipitarse a tus pies.
Nunca más, por lo menos en este mundo, volveré a sentir la dulzura de tus labios, la suavidad de tu piel, el calor de amor... la impresión de tus labios fue la última que se fijó en mí, y estos, sin despegarse, dejaban escapar un silencioso adiós.
El brillo inmaculado de la Luna comenzó a desvanecerse del todo, el hechizo se rompía, las frías sombras se enseñoreaban de la noche. El tiempo volvió a fluir, pero la quietud del lugar se acentuó.
Mientras tú te alejabas, con la bella cara vuelta hacia mí por última vez, me vi captado en tu mirada, en el espejo de tus ojos pesarosos. Vi como tú también te desvanecías, entre las estáticas sombras, hasta que finalmente siquiera alcancé a ver tus ojos flotar sobre los macizos de fragantes violetas. Nada. Toda la belleza del mundo había tocado a su fin para mí. Había tocado la hora...
La hora de que regresase a mi solitaria y quieta tumba.
La luz de la Luna caía sobre la fresca hierba, sobre las flores que levantaban sus delicados pétalos de cara a los astros. Soplaba una débil brisa, que pasaba de puntillas por entre la tupida espesura, haciendo susurrar las finas hojas de los árboles, trayendo consigo la fragancia de las flores, la esencia de sus almas en permanente serenidad.
Busqué con la mirada. Entonces, te vi.
Te vi entre los macizos de violetas, caminando muy despacio, lentamente, con el rostro, al igual que las flores, alzado hacia la bóveda de la noche, vestida de blanca seda por la Luna. Parecía que errabas perdida, extraviada y extrañada, bajo el encantamiento de la nocturna vigilia. Pero no era así, pues conocías bien la senda. Y venías hacia mí, acudías a mi encuentro.
Me viste entre las sombras y te detuviste. Allí te quedaste, entre las quietas violetas, mirándome con la intensidad que sólo tus ojos hechiceros podían transmitir, escrutando mi alma al desnudo, por lo que habría sido un largo rato si el tiempo no se hubiese detenido antes, por la misma gracia que me permitió aquella misma noche estar contigo. Luego te acercaste a mí y no te detuviste hasta poder sentir mi helado aliento en tu rostro, tan hermoso, tan blanco y tan tremendamente triste... Alzaste la mano para tocar el mío, pero como arrepentida, como recordando súbitamente algo, no consumaste el gesto, tu intención se extinguió antes. Me susurraste quedamente algo que sólo yo pude oír. Fue lo único que me dijiste aquella noche, y quedó impreso en mi alma para siempre. Aquello y mi alma eran las únicas cosas que me quedaban de aquel mundo.
Mis dedos se entrelazaron suavemente con los tuyos, de la misma manera en que lo hacía la brisa, que musitaba entre la floresta. Me acerqué más a ti y deposité en tus labios nuestro último beso. Toda la eternidad pareció saltar y girar a nuestro alrededor, todo lo perecedero pareció no importar ya, marchitarse y perderse, como la luz evanescente de la Luna que se elevaba por encima de nosotros dos y que no tardaría en abandonarnos.
Me separé de ti, con gran esfuerzo de mi voluntad. Vi tus cristalinos ojos empañados, embargados por un profundo pesar. Vi rodar una lágrima pura, abriéndose paso sobre la tersura de tu rostro, y resbalar hasta precipitarse a tus pies.
Nunca más, por lo menos en este mundo, volveré a sentir la dulzura de tus labios, la suavidad de tu piel, el calor de amor... la impresión de tus labios fue la última que se fijó en mí, y estos, sin despegarse, dejaban escapar un silencioso adiós.
El brillo inmaculado de la Luna comenzó a desvanecerse del todo, el hechizo se rompía, las frías sombras se enseñoreaban de la noche. El tiempo volvió a fluir, pero la quietud del lugar se acentuó.
Mientras tú te alejabas, con la bella cara vuelta hacia mí por última vez, me vi captado en tu mirada, en el espejo de tus ojos pesarosos. Vi como tú también te desvanecías, entre las estáticas sombras, hasta que finalmente siquiera alcancé a ver tus ojos flotar sobre los macizos de fragantes violetas. Nada. Toda la belleza del mundo había tocado a su fin para mí. Había tocado la hora...
La hora de que regresase a mi solitaria y quieta tumba.