Ciranda
Relato breve muy descriptivo, que te deja con ganas de seguir leyendo más sobre Ciranda :)
Las leyendas hablaban de esta ciudad simplemente como un mero refugio de los últimos de la estirpe de nuestro guía: Lirdeian.
A mi juicio ésta era la ciudad más bella que mis ojos han vislumbrado en su vida, y a su lado las ciudades humanas que yo conozco son meros cubiles de suciedad y miseria.
La primera visión que tuve de ella fue en el momento en que nos desvendaron los ojos , ya dentro de la ciudad, y se nos condujo a través de la calle principal hacia la Torre Resplandeciente.
Lo que veía mientras caminaba era maravilloso. Las piedras con las que se había construido cada muro, cada calle y cada estatua eran de un color blanco inmaculado y emitían una débil luz por sí mismas. Las formas de las casas eran muy fluidas, y los balcones y otros salientes de éstas no estaban unidas a las rocas sino que... ¡Formaban parte de la roca en sí! Las barandas y los balcones surgían de la estructura de la casa como una parte más de ésta. Ante tales maravillas no nos extrañó ver, después de observar más cuidadosamente, formas, figuras y relieves ocultos en la blanca estructura de los edificios y que, según cómo incidiese la luz, aparecían y desaparecían.
Se nos ofreció una visita al Templo de Dienor, antes de ir a la Torre Resplandeciente, que no rechazamos, así pudimos contemplar otra maravilla sin par.
El templo era una sublime obra de arte..., lo más impresionante eran, sin duda alguna, sus colosales pilares –que calculo que ni entre los siete que formábamos nuestro grupo podíamos abrazarlos– esculpidos de formas en-trelazadas de ángeles que realmente parecía que abandonarían sus estado pétreo para llegar volando hasta mí y darme la bienvenida.
Una vez dentro, nos llamó la atención la gigantesca bóveda en el centro del templo donde se mostraban magníficas pinturas en las que aparecían el pueblo de los ángeles arrodillado ante la presencia de una imagen del todopoderoso Dienor.
Y el ambiente... parecía que había una aura... ¡No! ¡presentía y aún sigo creyendo que había una aura omnipresente de paz y alivio! En aquel templo nuestra misión se olvidó del todo y nos embargó una sensación de seguridad y confianza.
Acto seguido, Lirdeian nos invitó a mirar por un enorme hueco situado justo debajo de la bóveda rodeado por una brillante baranda de... ¡Oh Señor!... ¡de platino puro! Era digno de admiración –no porque la baranda fuera de platino como veréis más adelante–, que incluso algo tan insignificante como una simple baranda estuviera trabajado de forma tan hábil, harmoniosa y bella. He de decir que llegado este punto, nuestro amigo enano casi se cae de rodillas ante tal obra de artesanía.
–Dejad de mirar esa baranda y mirad lo que resguarda ésta, pues seguro que lo que veréis por la Sima Celestial os gustará más. – dijo Lirdeian con su acostumbrado tono amable pero esta vez acompañando su sugerencia por una débil sonrisa.
Yo fui el primero en asomarme y he de decir que ninguna otra maravilla que vi en esta bendita ciudad fue comparable a la felicidad y al deleite de ver a través de la Sima Celestial lo que teníamos debajo: reconocí mi ciudad, mi patria, vi la mansión en que vivía antes de emprender esta arriesgada aventura... vi Redivek. Mis compañeros me tuvieron que coger al desmayarme ante la visión de Redivek desde el cielo, desde Ciranda.
A mi juicio ésta era la ciudad más bella que mis ojos han vislumbrado en su vida, y a su lado las ciudades humanas que yo conozco son meros cubiles de suciedad y miseria.
La primera visión que tuve de ella fue en el momento en que nos desvendaron los ojos , ya dentro de la ciudad, y se nos condujo a través de la calle principal hacia la Torre Resplandeciente.
Lo que veía mientras caminaba era maravilloso. Las piedras con las que se había construido cada muro, cada calle y cada estatua eran de un color blanco inmaculado y emitían una débil luz por sí mismas. Las formas de las casas eran muy fluidas, y los balcones y otros salientes de éstas no estaban unidas a las rocas sino que... ¡Formaban parte de la roca en sí! Las barandas y los balcones surgían de la estructura de la casa como una parte más de ésta. Ante tales maravillas no nos extrañó ver, después de observar más cuidadosamente, formas, figuras y relieves ocultos en la blanca estructura de los edificios y que, según cómo incidiese la luz, aparecían y desaparecían.
Se nos ofreció una visita al Templo de Dienor, antes de ir a la Torre Resplandeciente, que no rechazamos, así pudimos contemplar otra maravilla sin par.
El templo era una sublime obra de arte..., lo más impresionante eran, sin duda alguna, sus colosales pilares –que calculo que ni entre los siete que formábamos nuestro grupo podíamos abrazarlos– esculpidos de formas en-trelazadas de ángeles que realmente parecía que abandonarían sus estado pétreo para llegar volando hasta mí y darme la bienvenida.
Una vez dentro, nos llamó la atención la gigantesca bóveda en el centro del templo donde se mostraban magníficas pinturas en las que aparecían el pueblo de los ángeles arrodillado ante la presencia de una imagen del todopoderoso Dienor.
Y el ambiente... parecía que había una aura... ¡No! ¡presentía y aún sigo creyendo que había una aura omnipresente de paz y alivio! En aquel templo nuestra misión se olvidó del todo y nos embargó una sensación de seguridad y confianza.
Acto seguido, Lirdeian nos invitó a mirar por un enorme hueco situado justo debajo de la bóveda rodeado por una brillante baranda de... ¡Oh Señor!... ¡de platino puro! Era digno de admiración –no porque la baranda fuera de platino como veréis más adelante–, que incluso algo tan insignificante como una simple baranda estuviera trabajado de forma tan hábil, harmoniosa y bella. He de decir que llegado este punto, nuestro amigo enano casi se cae de rodillas ante tal obra de artesanía.
–Dejad de mirar esa baranda y mirad lo que resguarda ésta, pues seguro que lo que veréis por la Sima Celestial os gustará más. – dijo Lirdeian con su acostumbrado tono amable pero esta vez acompañando su sugerencia por una débil sonrisa.
Yo fui el primero en asomarme y he de decir que ninguna otra maravilla que vi en esta bendita ciudad fue comparable a la felicidad y al deleite de ver a través de la Sima Celestial lo que teníamos debajo: reconocí mi ciudad, mi patria, vi la mansión en que vivía antes de emprender esta arriesgada aventura... vi Redivek. Mis compañeros me tuvieron que coger al desmayarme ante la visión de Redivek desde el cielo, desde Ciranda.