Prólogo
Zéned es el nombre de todo el mundo conocido, del continente que rodea el mar interior llamado Mar del Nacimiento en la antigua lengua de Milas. Zéned, el Sueño de la Vida, el producto de los sueños de Seres Inmortales.
Porque las antiguas leyendas cuentan que mucho antes de que el primer hombre caminase erguido por la faz del mundo habitaban en el vacío primigenio unos entes incorpóreos, dueños de un vasto conocimiento y una inagotable sed de saber. Cuál era su origen ningún hombre lo sabe, ni las historias se refieren a ello, pero allí estaban. Pero lo más importante era que, según se dice, tenían el poder de convertir en realidad todos sus deseos.
Por eso soñaron con un hogar, un lugar paradisíaco, hermoso como nunca hubo otro, y este lugar cobró sustancia y les agradó. Y después soñaron con unos cuerpos para ellos mismos; cuerpos gráciles, fuertes y flexibles, con órganos, con carne y con sangre; cuerpos que cada uno eligió acorde a sus gustos, de Hombre y de Mujer, y también ellos tomaron sustancia.
Y bajaron al mundo virgen que ahora crecía y se desarrollaba y le llamaron Zéned porque era producto de sus sueños. Y soñaron con árboles altos y poderosos, con ríos que atravesaban inmensos bosques, con todo tipo de flores encantadoras que les alegraran la vista. Y también soñaron con toda clase de animales terrestres y acuáticos, herbívoros y carnívoros y a cada uno le dieron el ser; y con pájaros multicolores que llenaban el cielo. Y así Zéned rebosó de vida, y como era un mundo joven y además los Inmortales cuidaban de él, pronto fue el lugar bello que todos deseaban.
Pero después de incontables años se dieron cuenta de que algo importante faltaba en su Paraíso, pues ellos, como todos los seres vivientes que habían creado, tenían la necesidad de llenar un vacío que sólo los Hijos podían colmar. Y así se reunieron todos a la sombra de Nar Thillon, el árbol más alto que estaba en el centro del Mundo, y decidieron soñar por última vez. Por eso acordaron que este último sueño sería el más hermoso de todos los que habían tenido hasta entonces.
Discutieron largamente cómo debía ser este sueño y qué era lo que querían reflejar. Y en esta discusión transcurrieron años como muchas vidas de hombres. Así que después de muchas deliberaciones decidieron que soñarían la criatura más perfecta que jamás hubieran creado, y como el mejor modelo que podían concebir eran ellos mismos, decidieron tomarlo. Y además, puesto que quisieron que la nueva criatura debía conocer a quienes agradecer su existencia, determinaron otorgarle entendimiento.
Ahora bien, llegó el momento en que pusieron en marcha su plan y así todos juntos se acostaron y soñaron. Y cada uno incluyó en su sueño lo que le pareció oportuno.
Pero uno de ellos, a quien no osamos nombrar, pensó: "Si esta criatura se parece a nosotros, si tiene nuestra apariencia y posee nuestro entendimiento, puede llegar a ser lo suficientemente poderosa como para discutir nuestro gobierno". Y así implantó en su sueño, muy profundamente, la codicia por lo ajeno y el ansia de dominación, pues se dijo: "Si quiere lo que poseen sus semejantes luchará contra ellos y así, mientras se matan unos a otros no medrarán".
Y sucedió que esa noche, mientras los Inmortales dormían el Sueño que da la Vida, junto a las orillas del Mar del Nacimiento éste cobró forma. Así el Hombre y la Mujer abrieron los ojos por primera vez, pero como aún estaba oscuro y ellos estaban desnudos sintieron miedo y se ocultaron.
Así que cuando llegó el día y el Sol iluminó la tierra, los Inmortales despertaron felices, pues sentían que su obra ya estaba completa. Pero cuando acudieron al lugar donde creían que estaban el Hombre y la Mujer no los hallaron. Hasta que por fin encontraron el lugar en el que se escondían; pero el Hombre y la Mujer se maravillaron ante el poder y la majestad de los Inmortales y, sobrecogidos de temor porque aún no sabían que a ellos les debían el Ser, se ocultaron en lo más profundo de sus cuevas.
Pasaron largos años en que los Inmortales ayudaron a sus Hijos a sobrevivir, ganándose poco a poco su confianza, implantando en ellos la tranquilidad del que se sabe superior. Y con sutiles toques los prepararon para dar un gran paso: el aprendizaje del habla. Pues los Inmortales estaban ahítos del mundo, un mundo que había dejado de tener interés para ellos.
Así que se volcaron en el adiestramiento de las facultades que adivinaban en sus Hijos. Les enseñaron a cultivar la tierra, a forjar metales, a criar ganado, a tejer sus ropas, a construir sus casas. Y estaban contentos porque veían que sus Hijos aprendían con facilidad, dominando en poco tiempo artes que eran nuevas para ellos. Y muchos de los Inmortales se atemorizaron, pues se decían: "Si aprenden tanto y tan rápido, nada quedará que podamos enseñarles y perderemos todo poder sobre ellos". Porque los hombres los adoraban como a dioses y eso les agradaba.
Así que convocaron una Asamblea al pie de Nar Thillon, que entretanto había crecido de tal modo que casi llegaba hasta el cielo.
Y dijeron: "Reservémonos el Saber más alto. No enseñemos a los hombres el Don del Habla, pues ya nada lo distinguiría de nosotros".
Y así decidieron no proseguir el contacto con sus Hijos, prohibieron a todos los de su estirpe que viajase a las tierras de los hombres.
Ahora bien, no todos estaban de acuerdo con aquella decisión, pues se sentían responsables de los seres que habían creado a partir de la Esencia de los sueños. Y entre éstos los que más abogaron a favor de los hombres fueron Meneltharne y Subilande, a quienes aún hoy veneramos. Estos dos tenía espíritus fogosos, y habían elegido cuerpos jóvenes acordes con estos espíritus. Y así, mientras que Meneltharne eligió un cuerpo de Hombre, en cambio Subilande lo escogió de Mujer.
Y pasaron muchos años a escondidas de la Asamblea, ayudando a los hombres en su crecimiento. Y llegó el momento en que decidieron que era hora de que el Hombre y la Mujer aprendieran a hablar. Y les enseñaron una lengua de la que nació el antiquísimo idioma de Milas, que ahora sólo hablan el rey y los nobles de esta ciudad.
Fueron momentos felices para los hombres, mas por aquél entonces comenzaron a despertar en ellos los sentimientos que tan profundamente les había inculcado el Innominado. Y así el hombre luchó contra el hombre y lo mató, cegado por la codicia y el ansia de poder, y un velo de tristeza cayó sobre los Inmortales.
Meneltharne y Subilande fueron castigados a causa de su desobediencia, y la Asamblea convocó una visión. Y lo que vieron fue lo siguiente: en todas partes había guerra, hambre, muerte y destrucción, y el hermano se levantaba contra el hermano y el hijo contra el padre. Así que los Inmortales, viendo en qué había desembocado su Creación, tomaron la decisión más dura que nunca se vieran obligados a tomar. Y así derribaron el Nar Thillon y de su interminable tronco hicieron leña con la que alimentaron la inmensa hoguera de Erech Zéned, el Fuego en el Interior del Mundo, cuyo resplandor podía distinguirse desde los confines de la tierra. Y decidieron irse al lugar más alejado que pudieran encontrar, donde no tuvieran nunca más trato con el Hombre, y así hicieron a los hombres, sus hijos más preciados y causa de la mayor de las tristezas, el regalo de la Libertad.
Ahora bien, el Hombre no hizo un buen uso de ella, sino que continuó guerreando con sus vecinos. Pero como los Inmortales no estaban entre ellos su estirpe decayó, sumiéndose en la barbarie, de la que no emergerían hasta después de muchas vidas de hombres.
Y nacieron las Ciudades, y la primera de ellas fue Milas, la Bella, que reina en el Oriente de Zéned. Y nació el Imperio de Khitar, cuyo irrefrenable empuje que amenazaba con devorar todo el continente, murió en apenas una generación. Y se fundó Landemath, la Ciudad Abierta, en la que todos pueden caminar libremente sea cual sea su origen. Y se cultivaron las inmensas llanuras de Instrunia, que dan alimento a todo Zéned. Y llegaron los Alquimistas, y los Émpatas se dieron a conocer. Y la Hermandad construyó la enorme ciudadela de Sothilion, y se firmaron los tratados entre las Ciudades.
Y se fundó por fin Iramar, la de las Cien Torres, bajo cuya soberanía prospera el sur de Zéned, hasta las mismas Montañas de la Separación, y protege el Paso Sin Retorno que comunica con el Profundo Sur del que nada se sabe, donde viven hombres rudos, desconfiados, valientes y leales de quienes se dice que son los únicos que verdaderamente ansían el retorno de los Inmortales, llamándose a sí mismos los Fieles.
Y fue entonces cuando aparecieron los Centinelas de Iramar, que protegen a los viajeros incautos que quieren atravesar las llanuras del Sur. Pues grandes hazañas se conseguirán y los hombres serán testigos de maravillas como sólo se veían en los tiempos en que los Inmortales aún hollaban las tierras de Zéned.
"Pero de todas las ciudades de Zéned una es la que sobresale entre las demás; y esa es Iramar, la de las cien torres, que reina en el sur del continente. Protege el Paso sin Retorno, la única puerta del mundo civilizado hacia el Profundo Sur, donde viven los Fieles.
Altas y fuertes son sus murallas, de más de treinta pies de altura y con una anchura suficiente en su parte superior como para que pueda circular por ellas un carro de guerra. Pero tras ellas se alza un segundo muro tan imponente como el primero, con grandes torres que permiten vigilar gran extensión de tierra alrededor de la ciudad.
Su comercio es próspero, y los mercaderes de Iramar conocidos en todos los confines del continente, tanto como la calidad de sus mercancías: herramientas, telas, joyas, armas, vino...porque el vino de Iramar es apreciado hasta en la lejana corte del Emperador de Khitar.
El Alcalde de Iramar es la máxima autoridad, elegida por el pueblo en el que se distingue entre extranjeros y propietarios: ningún extranjero puede ser dueño de comercio o negocio alguno, mas después de pasados diez años adquieren la ciudadanía y con ella todos los derechos de las personas libres, como el de propiedad o el de elegir a sus representantes en el Consejo del Pueblo, que nombra al Alcalde por un periodo de cinco años."
- ¡Mozo, tráeme otra cerveza!
Estaba sentado en un banco, con la espalda apoyada contra la pared, y los pies encima de la gran mesa de roble que estaba ante él. Miraba fijamente la jarra vacía que tenía entre las manos, sumido en sus propios pensamientos. Llevaba el cabello corto, como los soldados de Iramar, y de un color intensamente negro, aunque ya comenzaba a clarear por algunos sitios. El fino bigote, del mismo tono, daba cierto aire de distinción a su rostro, de formas suaves y juveniles. A pesar de la edad tenía un aire de picardía infantil que brillaba en sus ojos marrones.
Era el único cliente de "El hogar del segador", una taberna en el barrio burgués de Iramar. No era lujosa, pero sí un lugar agradable y acogedor, con precios razonables, buen alojamiento y mejor trato. Sí, podría decirse que "El hogar del segador" era una de las mejores fondas de la ciudad.
El mozo, que en esos momentos fregaba el suelo eliminando hasta el más mínimo rastro de suciedad, real o imaginario, que pudiera encontrar, le miró sin decidirse a cumplir su orden. Finalmente se dirigió hacia el interior de la casa, sin lugar a dudas a consultar al dueño.
- ¡Gilles de Blaise, maldito hijo de perra! ¡Aún no tienes suficiente con los dos meses de alojamiento que me debes, que todavía quieres desangrarme un poco más! ¡En verdad que si no fueras el hijo de mi difunta hermana, te habría arrojado desde la torre más alta hace ya muchos días! -Edgar, el posadero, estaba completamente fuera de sí, con la cara congestionada y una vena palpitándole en el cuello. Llevaba la camisa desabrochada, mostrando un pecho musculoso. Por lo demás, tenía un gran parecido con el otro hombre.
Gilles miró a su tío con tranquilidad, mientras una pícara sonrisa le bailaba en el rostro. Alzó una mano en señal de apaciguamiento.
-¡Tío, por favor, no te enojes! ¡Sabes que no es bueno para tu úlcera! Además, si me tirases desde la muralla, ¿cómo cobrarías todo el dinero que te adeudo?
-¡Insolente! ¿Cómo te atreves a burlarte de mí?
El posadero dejó caer un puño sobre su sobrino, que si no lo esquivase lo pasara mal. Gilles se levantó precipitadamente, intentando mantener en todo momento la mesa entre su tío y él.
-¡Por amor del Cielo, tío! ¡No nos peleemos! ¡Discutamos el asunto como personas civilizadas: te prometo que te pagaré todo lo que te debo!
-¿Cuándo? ¿Cuándo vas a pagar?- preguntó el posadero, todavía sin fiarse demasiado mientras intentaba acercarse lo más posible a Gilles.
-¡Buena pregunta! ¡Lástima que los negocios no vayan demasiado bien...! Ya sabes que es muy difícil encontrar buenos guardaespaldas hoy en día, con la guerra khitiana y todo lo demás. Además, últimamente hemos tenido ciertos contratiempos que no nos han favorecido en nada...
-¡Ja! ¿Llamas contratiempo a que desaparezca la caravana que tus hombres debían proteger? ¿Y cómo llamarías al hecho de que tu último protegido haya aparecido en el fondo del río con una piedra atada al cuello? ¡No me extraña que nadie en su sano juicio quiera contratarte; resulta más cómodo entregarse directamente al Gremio! ¡Y más barato también!
-Bueno, tío; tampoco hay que exagerar...
-¿Que exagero dices? ¡No tienes vergüenza! -le espetó al tiempo que se subía a la mesa dispuesto a acabar con la discusión de una vez por todas.
-¡Tío! ¡No hagas algo de lo que sin duda yo me arrepentiría! -dijo Gilles al tiempo que retrocedía un paso.
El posadero saltó sobre él. Rodaron por el suelo en un alboroto de piernas y brazos. Edgar, debido a su mayor peso llevaba las de ganar: mantenía a Gilles inmovilizado por el pecho gracias a su propio cuerpo, mientras que con sus manos buscaba el cuello del muchacho. Éste pataleaba en el suelo y golpeaba a su tío en el rostro con el puño izquierdo mientras que con la mano derecha intentaba agarrar las de su oponente.
El estrépito era tal que el mozo, que en un principio había optado por mantenerse al margen de la discusión, salió de la cocina. Sin saber a qué atenerse, decidió hacerse el desentendido y, sigilosamente, se deslizó hacia la puerta de la calle. Sin embargo se quedó a medio camino cuando vio que la salida estaba bloqueada por un guardia de la ciudad, que observaba el espectáculo sin dejar traslucir el más mínimo rastro de emoción.
Vestía los colores y el emblema del Estado de Iramar: una torre roja, rodeada por una luna llena y tres estrellas plateadas, sobre fondo negro. Debajo de una túnica corta y sin mangas, llevaba una cota de malla que le cubría los brazos hasta las muñecas, y un casco de hierro con cubrenariz le protegía la cabeza. Sus cabellos quedaban ocultos por la capucha de la cota, pero sus ojos eran negros. Una cicatriz debajo del ojo derecho, le daba un aire de feroz eficiencia.
-¡Vengo en busca de Gilles de Blaise!- tronó su voz, alta y clara.
Ambos luchadores no se dieron por aludidos, sino que continuaron el intercambio de golpes, en el que Gilles parecía llevar la peor parte.
Fue el mozo el que se aventuró a separar a los contendientes. Se acercó cautelosamente y tocó la espalda de Edgar, sobresaltándolo y haciéndole bajar la guardia. Gilles buscó aprovechar la ocasión para terminar de una vez por todas la trifulca y proyectó un puño hacia adelante con todas sus fuerzas, con la visible intención de dejar fuera de combate al viejo. Pero éste vio la maniobra, y en el último momento se agachó, con lo que el fiero golpe se perdió... encontrándolo el muchacho de lleno en su rostro. Se escucharon dos gemidos de dolor: el del mozo, que una vez más dio muestras de gran sensatez al optar por perder el sentido; y el de Gilles, que lo emitió al tiempo que se sujetaba la mano derecha con la zurda.
-¡Me he roto la mano!- exclamó, mientras que con rostro sombrío se miraba los dedos, que poco a poco estaban tomando un tinte rojizo.
-¡Mira que eres inútil! ¡Tenía razón tu madre cuando decía que nunca debiste haber dejado los estudios! ¡Está claro que la lucha no es lo tuyo!
-¡Por favor, no empieces otra vez con lo mismo! ¡Dejé de estudiar porque ya estaba harto de esos alquimistas almibarados que miran a todo el mundo por encima del hombro! Y ahora ayúdame a levantar a Shem y...
-¡¡He dicho que vengo en busca de Gilles de Blaise!! -vociferó el soldado, con el rostro enrojecido por la indignación. En verdad que su orgullo había sufrido un duro golpe cuando dos payasos se permitían ignorar a un cabo de la guardia del Pueblo de Iramar.
Los payasos, sobresaltados no ya por el imperioso tono de voz, sino por el mero hecho de no estar solos en la estancia, repararon por primera vez en la presencia del soldado. Éste, que intentaba a ojos vista no perder la compostura, miraba a uno y a otro intentando decidir si es que se reían de él o, por el contrario, se encontraba ante dos ciudadanos que sin mucho esfuerzo podrían pasar a engrosar los números del Asilo de Iramar para Débiles Mentales.
-¿Cómo has dicho? -preguntó Gilles.
El guardia dejó pasar unos segundos antes de contestar, posiblemente contando mentalmente hasta cien. Cuando por fin respondió, lo hizo remarcando lentamente cada sílaba.
-Tengo órdenes de encontrar a Gilles de Blaise. ¿Cuál de vosotros es?
-¡Él! -dijeron ambos a un tiempo. Edgar miró a su sobrino con los ojos muy abiertos y, como un relámpago, le golpeó en la frente con la palma de la mano.
-¡Idiota! -le espetó. Luego, señalándoselo al soldado contestó: -Él es el hombre que buscas.
El guardia dejó caer todo el peso de su mirada sobre Gilles, que retrocedió un paso como si hubiera recibido un daño físico.
-Debo acompañarle ante el consejero Durfon con la mayor brevedad posible -comunicó el soldado.
-¿Con qué objeto?
-Lo lamento, pero desconozco el motivo.
-Si es por el asunto de mi visita a la viuda Horner, puedo explicarlo...
El soldado le miró con ojos fríos, mientras que Gilles se empequeñecía a ojos vista. Éste, suspirando y mirando a su tío, que asintió en silencio, dijo:
-Estoy dispuesto. ¡Guíame!.
En el exterior esperaban otros dos soldados, ataviados del mismo modo que su superior y armados con lanzas largas y espadas envainadas colgando del cinto. Gilles se protegió del frío y de la lluvia con su capa de color negro, ceñida al cuello mediante un broche de oro y jade.
Ambos soldados se situaron uno a cada lado de Gilles, ligeramente retrasados, con la mirada atenta y las lanzas prestas ante cualquier posible eventualidad; mientras, el otro soldado se puso a su altura y abrió la marcha sin tan siquiera dirigirle una mirada.
Caminaban con rapidez por las calles del barrio burgués, chapoteando en el agua que ahora caía copiosamente. En ocasiones arreciaba de tal manera que formaba una cortina gris que les nublaba la visión, haciendo imposible distinguir los rostros de aquellos que se cruzaban en su camino, dirigiendo furtivas miradas a los soldados y a él mismo, antes de apresurarse a continuar con sus quehaceres.
Por más que se esforzaba, no podía imaginar la razón por la que era requerido por Durfon. Entraba dentro de lo posible que se debiera a ciertos problemillas que había tenido en su negocio, o incluso a los varios maridos furiosos que andaban tras su pista.
Sin embargo también podría haber otros motivos aún más importantes si cabe (aunque a él le costaba imaginar qué podía ser más importante que esconderse de los asesinos a sueldo que buscaban su cabeza; la verdad es que en Iramar era muy difícil tener un "algo": todo el mundo te buscaba para arreglarte la cara).
Probablemente Gilles no era tan listo como él creía, pero sin duda tampoco tan tonto como pensaba su tío. Esa facultad (la inteligencia, por supuesto, no el "algo") unida a cierta perspicacia natural que él denominaba un no-sé-qué cada vez que alguien le preguntaba al respecto, le hacía estar razonablemente seguro de que la entrevista podría resultar interesante.
Sumido en estos pensamientos apenas se dio cuanta de que se acercaban a una gran casa, rodeada por un alto muro de piedra. La única luz que se transmitía al exterior era una bastante tenue que lucía a través de una ventana en el segundo piso. Intuyó que ese era el destino de su viaje.
Se detuvieron a unos veinte metros de la puerta principal, que se abría en el muro exterior, de hojas metálicas y de unos tres metros de alto por dos de ancho. El soldado que estaba a su lado le susurró que se quedase donde estaba y después de ordenar a los otros que no se moviesen del sitio, se dirigió hacia la entrada. Gilles se arrebujó en su capa y aprovechó para mirar a su alrededor con ojos acostumbrados a descubrir los detalles más insignificantes: los dos soldados que le acompañaban estaban momentáneamente más ocupados en protegerse de la lluvia que de vigilarle; el trecho de calle que se veía desde donde se encontraba, estaba completamente desierto; el tercer soldado se hallaba dialogando con alguien oculto por el muro.
Tras gesticular durante breves momentos, el soldado se reunió de nuevo con ellos.
-Desde aquí continúa solo. Diríjase hacia la puerta y allí le indicarán lo que tiene que hacer.
Gilles asintió, echó una última ojeada a su alrededor, y se dirigió con paso decidido hacia la puerta. No miró hacia atrás, aunque casi podía palpar la tensión del momento. Su mente trabajaba a toda velocidad, buscando cualquier indicio que hiciera saltar la alarma en su cerebro, pero nada parecía fuera de lo normal. En poco más de diez segundos recorrió los escasos metros que le separaban de la entrada.
A través de ella pudo ver un gran jardín, y dos hombres que estaban esperándole, uno de ellos de unos cuarenta años y el otro bastante más joven, armados con una espada corta que les colgaba de la cadera, guardada en una vaina repujada de bronce. No vestían uniforme, si bien en una de las mangas de su jubón llevaban un pañuelo rojo anudado, de una de cuyas puntas pendía un pequeño colgante de plata con la forma de una lira. Su atuendo se completaba con una capa que llevaban con la capucha sobre los hombros y altas botas, casi hasta las rodillas. El más joven llevaba también una pequeña linterna con la que iluminó el rostro de Gilles.
Le hicieron una seña para que entrase y le guiaron hacia la casa. Gilles iba inmediatamente detrás de ellos, rodeado por el círculo de luz de la linterna.
La grava del camino, húmeda por la lluvia que caía ahora como una ligera llovizna, brillaba bajo la luz, y el ruido que hacían al caminar amenazaba con adormecerle. Para despejarse se entretuvo en mirar a su alrededor: frente a él la casa, de la que no podía percibir detalle alguno en medio de la oscuridad; comprendió que al parecer se dirigían directamente hacia la puerta principal. Ocultos entre los árboles pudo contar hasta seis hombres más en actitud vigilante.
A Gilles todo aquello le parecía cada vez más interesante, intrigante y, lo que más le preocupaba, peligroso. Tenía una especie de sexto sentido que le advertía, con razonable éxito, ante situaciones así. Incluso ahora podía oír una vocecita interior que le decía "¡Cuidado!". La verdad es que le había ido bien escuchando a esta voz... o casi. El negocio no andaba bien, perdía dinero, prestigio... clientes. Pero lo más grave era que esto último no era sólo en el sentido comercial de la expresión, sino que los perdía físicamente; es decir, no los perdía: se le morían... algunos. Nunca pudo entender por qué el mercader Heinrich prefirió entregarse al Gremio, que había sido encargado de asesinarle: si hubiese aguantado dentro de su propia cámara de seguridad dos meses más, a buen seguro que las aguas se hubiesen calmado.
Pronto llegaron a la puerta de la casa. Dos hojas de madera maciza, finamente talladas y sin embargo sólidas, se alzaban ante ellos. Figuras humanas componían una historia que no pudo reconocer. Adornos y arabescos llenaban todo el espacio de la madera. Pero en la esquina superior izquierda pudo comprobar la pericia del escultor, pues, aprovechando un nudo bastante más oscuro que la madera que le rodeaba, había tallado un impresionante ojo sin párpado que parecía seguir con su pupila todos los movimientos que hacían.
El mayor de sus acompañantes golpeó las planchas de madera con una argolla de bronce que parecía pertenecer a un caldero tallado. Retumbaron tres fuertes golpes y, tras unos segundos de espera, escucharon el ruido del cerrojo al descorrerse y la puerta se abrió hacia el interior..
En el umbral estaba un joven vestido con la librea de la Ciudad Libre de Iramar, resaltando en ella una lira dorada sobre fondo negro. El pelo rubio lo llevaba corto, y un aro de plata pendía en su lóbulo izquierdo, brillando herido por la luz del candelabro que llevaba en la mano.
-El consejero Durfon espera a este hombre -dijo el que había llamado. El criado asintió y dejó el paso libre. Gilles, antes de entrar, dirigió una última mirada al ojo que tanto había llamado su atención, sólo para ver que en su lugar no había más que un hueco en la madera.
"Muy inteligente" , pensó mientras la puerta se cerraba tras de sí. "Nadie se imaginaría que le están vigilando desde un lugar tan incómodo"
-Seguidme, señor: os llevaré hasta los aposentos del consejero.
Gilles indicó con un ademán que estaba dispuesto, y el muchacho abrió el camino manteniendo la luz elevada sobre su cabeza para iluminarles a ambos. Atravesaron una gran sala de la que no pudo ver techo ni paredes, pues quedaban más allá del reducido espacio iluminado por el candelabro. El ruido de sus pisadas sobre las baldosas de piedra se amplificaba, rebotando por toda la estancia y produciendo el efecto de una multitud a la carrera que parecía venir de todas partes y, a la vez, de ninguna.
Llegaron al muro opuesto, cubierto por un gran tapiz que recreaba unas escenas de la Guerra de los Esclavos, en la que Iramar consiguió la preciada libertad.
El muchacho asió a Gilles por el brazo y apagó el candelabro. Todo quedó a oscuras, pues ninguna luz se filtraba desde el exterior y en la sala no había antorchas.
Temió lo peor, y si bien no se caracterizaba por tener fuego en las venas ni nervios de acero, sino más bien todo lo contrario, se aprestó a vender cara su vida (lo cual no le consolaba en demasía).
Pero para su sorpresa cabía alguna posibilidad de que aún no hubiese llegado su hora. Escuchó el ruido del tapiz al correrse y una puerta que se abría. Un chorro de luz se desparramó a través de la abertura en la pared, procedente de la sala contigua. La abertura no medía más de un metro y medio de alto, por apenas medio metro de ancho.
El muchacho le precedió hasta una pequeña sala circular, donde una escalera de caracol con sus peldaños adosados al muro, llevaba hasta una altura equivalente a la del segundo piso. Una vez más quedó impresionado pues, al no distinguirse ninguna torre en el exterior de la casa, dedujo que esta construcción estaba camuflada por alguna razón y que muy pocas personas sabían de su existencia, sino que la mayor parte de los visitantes del consejero salían convencidos de que detrás del tapiz no había más que un muro de piedra.
-¿Y ahora qué? -inquirió.
-Debemos subir.
Los escalones estaban resbaladizos por la humedad del ambiente. Todo estaba iluminado por la suave luz que procedía de unas extrañas antorchas sin llama, dispuestas de trecho en trecho a lo largo de la pared. Éstas, en lugar de estar rematadas por un paño embreado que hacía las veces de mecha disponían de una pequeña esfera de cristal opaco, de unos diez centímetros de diámetro y del que provenía la luz; sorprendentemente podía mirarlas directamente sin quedar deslumbrado, puesto que el resplandor estaba uniformemente repartido por toda la esfera sin concentrarse en ningún punto determinado, impidiendo así que fuese demasiado intenso, aunque sí suficiente para iluminar los escalones bajo sus pies.
Contó setenta y ocho escalones antes de llegar al final de la escalera. Allí les esperaba otra pequeña puerta disimulada en el muro de modo que sólo un examen atento y minucioso podría revelar su existencia.
El chico golpeó por tres veces y empujó hasta abrir completamente la hoja. Respetuosamente aguardó en el umbral, en una posición que impedía a Gilles observar el interior (a no ser que se pusiera a dar saltitos, cosa que por dignidad no pensaba hacer... de momento).
-Adelante, mi buen Gerth -dijo una voz desde el interior de la habitación.
Éste avanzó cinco pasos, precediendo a Gilles.
-Aquí está el hombre que habéis mandado llamar, señor. -haciendo una leve inclinación de cabeza, el muchacho se apresuró a retirarse, cerrando la puerta tras de sí.
Gilles se encontraba en una amplia habitación circular en compañía del hombre que se había tomado tantas molestias para hablar con él. Miró a su alrededor: la estancia era espaciosa, cómoda y agradable, decorada modestamente; antorchas iguales a las que tanto habían llamado su atención en las escaleras iluminaban todo el espacio sin que se proyectara ninguna sombra; el fuego crepitaba en la chimenea, a su izquierda, caldeando el ambiente de modo que la temperatura era muy agradable a pesar del mal tiempo que hacía en el exterior; a su derecha había una librería repleta, llenando por completo aquella zona de la pared; junto a ella reposaba la escalera de mano que sin duda se utilizaba para llegar a los estantes más elevados; frente a él, el muro se abría en una amplio ventanal con cortinajes que resguardaban el interior de cualquier mirada curiosa; por último, en el mismo centro de la sala, había un gran escritorio de madera, con dos cómodos sillones, uno a cada lado del mismo.
Le daba la espalda un hombre que miraba al exterior abriendo ligeramente las pesadas cortinas: era un poco más alto que él y bastante más fornido, de pelo negro cortado finamente, y vistiendo una amplia túnica de lino que le llegaba hasta los tobillos, teñida de verde y sin presentar adorno alguno. En los pies calzaba unas cómodas sandalias.
-¿Consejero Durfon?
-Puede llamarme Theros, amigo mío; esta no es una entrevista oficial -el hombre se giró para mirarle a los ojos. Gilles percibió que era un poco más joven que él, tendría veintiséis o veintisiete años. En su rostro agraciado bailaba una sonrisa burlona mientras que en sus ojos negros brillaba una chispa mezcla de inteligencia y curiosidad.
-Si no es una entrevista oficial, ¿por qué me ha mandado buscar por unos soldados de la guardia a horas tan tardías? -Gilles se percató de que el tono de sus palabras había sido un tanto brusco, pero no le importó. Por muy Consejero o lo que fuera Durfon, no tenía derecho a tratarle como a un fugitivo.
La sonrisa de Durfon se amplió, mostrando sus dientes blancos. La áspera contestación recibida parecía no haber logrado otra cosa que divertirle. Se acercó a Gilles, tendiendo su mano al mismo tiempo.
-Permítame presentarme pues -dijo con voz suave- Mi nombre es Theros Durfon, Consejero del Pueblo de Iramar.
Gilles miró el rostro del consejero con curiosidad, para luego posar sus ojos en la mano que éste le tendía.
-¿De qué se me acusa?
Durfon miró por un momento su mano y la cerró, al parecer reflexionando sobre sus próximas palabras. Cuando volvió a alzar los ojos hacia Gilles el brillo de ironía había desaparecido de ellos.
-¿Qué os hace pensar que estáis acusado de algo? -Durfon adoptó un frío tono oficial, marcando las distancias puntillosamente y observando el efecto que esta actitud producía en su interlocutor.
Gilles no se dejó amedrentar, sino que dirigió una colérica mirada al consejero, quizá con la intención de atravesarle de parte a parte, si ello fuera posible.
-¿Acaso invitáis a todo el mundo de un modo tan peculiar como me habéis invitado a mí?
-Comprendo -dijo Durfon- Espero que aceptéis mis disculpas: la guardia era necesaria para vuestra seguridad?
-¿Mi seguridad? ¿Es que acaso han quedado atrás los días en que cualquier ciudadano de Iramar podía circular libremente por las calles de su ciudad sin temor a ser molestado? -inquirió Gilles con cierto matiz de ironía; pero por primera vez desde que hubo entrado en la habitación pudo percibir que Durfon estaba bastante más nervioso de lo que quería aparentar; y este hecho tuvo la virtud de hacer que su cerebro comenzara a trabajar con rapidez. -Dejémonos de rodeos, consejero. ¿Qué es tan importante como para tomarse tantas molestias?
Theros Durfon se pasó una mano por los cortos cabellos al tiempo que daba un paseo por la habitación. Gilles no apartaba los ojos de él, esperando una respuesta, pero el consejero parecía absorto estudiando una de las extrañas antorchas que iluminaban el estudio.
Gilles percibió algo de lo que no se había dado cuenta hasta ahora: la suave luz bañaba la silueta de Durfon, aunque si se fijaba bien podía ver como si el aire temblase alrededor del cuerpo del consejero. Parpadeó varias veces, pero el temblor no desapareció. Parecía además que había un ligero amortiguamiento de la luz hasta unos pocos centímetros del cuerpo de Theros Durfon, como un aura.
-Amigo mío, es posible que nadie esté ya seguro en las calles de Iramar -declaró Durfon.- Y algunos de nosotros ni siquiera lo estamos en nuestras propias casas.
Gilles entonces se pasó una mano por la frente, sintiendo un ligero malestar, achacándolo posiblemente a la impresión. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Qué oscuras amenazas se cernían sobre su ciudad?. Se tambaleó y Durfon recorrió la corta distancia que les separaba para ofrecerle su brazo y conducirle hacia uno de los sillones que estaban frente al escritorio.
Esta proximidad del consejero produjo en el cuerpo de Gilles un cosquilleo curioso. Durfon debió darse cuenta de ello, porque retrocedió cautelosamente una vez que le hubo ayudado a sentarse, evitando la mirada inquisitiva de Gilles. Durfon, claramente intentando desviar la atención y no permitir preguntas embarazosas que no parecía dispuesto a responder, cambió bruscamente de tema.
-Supongo que no conocéis las últimas noticias recibidas desde Istrunia.
-Por supuesto que estoy al corriente -replicó Gilles, todavía ligeramente mareado aunque contento de poder hablar sobre algo que creía saber. -Nuestro ejército ha conseguido contener a los kithianos en el río Glad, gracias a nuestro brillante general Ermeth.
-Sus noticias son correctas, si bien atrasadas. Lo que ha comentado ocurrió hace casi veinte días. Hoy la situación es muy distinta.
Gilles estaba pálido, ceniciento: el malestar no remitía y el mareo le impedía pensar con claridad. Le costaba un ímprobo esfuerzo mantener la atención en la conversación.
-Por lo que sé, -prosiguió Durfon- después de aquella victoria, o más bien no-derrota, el general Ermeth mandó emisarios a Milas, Sothilion y Landemath exigiendo el cumplimiento de los tratados y el pronto envío de refuerzos. Entretanto podía ver como cientos de kithianos reforzaban el ejército enemigo. Los exploradores que lograban regresar hablaban de unos doce mil infantes y más de tres mil jinetes y mil aurigas, todos ellos con armaduras de bronce y espadas del más duro acero. Algunos incluso se acercaron lo suficiente para poder ver la tienda-palacio del emperador; decían que era más grande que nuestro Palacio del Pueblo y que su guardia personal la formaban quinientos soldados, fornidos hombres oscuros con largas espadas y armaduras de acero bruñido que reflejaban la luz del sol como en un espejo.
-¿De cuántos hombres disponía Ermeth?
-Pocos más de mil, apenas la mitad de la legión -un suspiro escapó de sus labios mientras estudiaba el rostro de Gilles- En vista de su abrumadora inferioridad el general optó, con buen criterio, por fortificar su posición a la espera de refuerzos, así como del envío de patrullas que le informaran de cualquier novedad en el campamento enemigo. Sin embargo, diez días después llegaron mil Hermanos y trescientos voluntarios de Landemath.
-¡Sólo mil trescientos hombres! ¿Y qué ocurrió con el contingente de Milas? La amenaza kithiana también les atañe a ellos.
-Poco después de la llegada de los refuerzos, llegaron también veinte mercenarios milesios que llevaban un mensaje personal del rey Hlanus III, dirigido a nuestro general. Un esclavo desnudo hizo a pie el viaje desde Milas durante ocho jornadas, pronunciò las palabras del mensaje y murió de agotamiento sin que esos perros pestañearan siquiera.
-¿Y qué decía ese mensaje? - los ojos de Gilles se opacaban por momentos y se frotaba frenéticamente las sienes, presa de violentos mareos.
-"Su majestad el rey Hlanus III el grande, el poderoso, bla, bla, bla... lamenta comunicaros que por el momento le es absolutamente imposible enviarle contingente alguno". ¡Maldito cerdo cebado! Nuestros espías en Milas informaron de que el rey está haciendo levas extraordinarias y contratando mercenarios de todos los rincones de Zéned, incluso del Profundo Sur. Por el momento cuenta con casi veinte mil hombres... ¡y no pudo enviar ni uno solo!
Durfon bufó y resopló como un toro furioso, con el rostro congestionado por la ira y un brillo diabólico en los ojos.
-El resultado de esta traición fue la aniquilación de nuestro ejército. Los kithianos luchan como bestias salvajes, más aún que los fanáticos soldados de la Hermandad o los bárbaros del Sur, despreciando incluso sus vidas: abandonaron en el campo de batalla más de cinco mil cuerpos.
-¿Qué pasó con Ermeth?- preguntó Gilles. Ermeth era el general más carismático del que disponía Iramar en aquellos angustiosos momentos, el único que poseía la capacidad y el valor necesarios para afrontar una crisis de tal magnitud como a la que se enfrentaba la ciudad. El resto de los generales era un atajo de pusilánimes buenos-para-nada que ostentaban el cargo debido a su fortuna y no a su valía.
-Escapó con apenas un centenar de supervivientes, de los cuales más de la mitad están heridos. Ayer por la noche ha entrado en la ciudad sin llamar la atención, de noche, pues además del pánico que se podría apoderar de la población al conocer el desastre de la legión, hemos sabido que el Gremio ha sido encargado de su eliminación.
-¡El Gremio!- musitó Gilles mientras dirigía miradas inquietas hacia el ventanal. Aquéllos eran hombres despiadados, con el único objetivo en sus vidas de matar. Todos ellos eran muy competentes en su trabajo y además nunca cejaban en su empeño: una vez que aceptaban un encargo lo acababan cumpliendo sin importarles tardar un día, un mes o un año, lo que en cierta medida justificaba su casi prohibitivo salario.
-Sí, aunque no es sólo a Ermeth al que han puesto precio a su cabeza: yo mismo he sido advertido. Por eso mi casa es ahora más semejante a una fortaleza que a la comfortable vivienda que era.
Aquello fue demasiado para Gilles de Blaise: los ojos se le pusieron en blanco y cayó inconsciente al suelo, presa de intensas convulsiones. Theros Durfon se arrodilló ante él y le sujetó la cabeza y la mandíbula con el fin de evitar que pudiera hacerse daño, aunque los temblores eran tan intensos que apenas podía mantenerle agarrado.
Apenás diez segundos después, todo acabó tan bruscamente como empezó. Cuando Gilles recuperó el sentido todavía estaba firmemente sujetado por Durfon, que le miraba con curiosidad. Poco a poco su cabeza se fue aclarando, consiguiendo enfocar su visión y dándose cuenta de que el tenue brillo que había rodeado al consejero instantes antes, no existía ya. Lentamente se incorporó, mirando sorprendido a su alrededor como si no comprendiera lo que le había ocurrido.
-¿Qué ha pasado? ¿Por qué estábais sujetándome en el suelo?
-Habéis sufrido un ataque- dijo sencillamente el consejero.
Gilles asintió y continuó la conversación como si no le hubiera sorprendido la respuesta.
-¿Y qué es lo que esperáis de mí?
-Básicamente que os introduzcáis en Milas de incógnito e intentes averiguar si existe algún acuerdo secreto entre Kithar y el rey Hlanus.
-¡Pero si nunca he estado en Milas!- protestó Gilles
-Lo sé, pero también conozco vuestra habilidad para cambiar de apariencia, y no podéis negar que sois un hombre de recursos: nadie más podría sobrevivir en una ciudad en la que casi la mitad de los maridos os matarían con sumo placer en cuanto viesen aparecer vuestro bigote en cualquier callejón.- contestó Durfon con una sonrisa.
Gilles sonrió, a su pesar, y preguntó:
-¿Cuento con alguna ayuda?
-Únicamente vuestro ingenio y una bolsa de monedas milesias. Además es muy importante que nadie pueda relacionaros nunca con la ciudad de Iramar.
-¿Y qué gano yo con todo esto?
-¡Oh!- suspiró Durfon, fingiendo sorpresa y pesar -Pensé que estaríais dispuesto a sacrificaros por vuestra ciudad...
-Y lo estoy, pero me ayudaría mucho hacerlo con la bolsa llena- replicó Gilles.
-Os haré una propuesta que a buen seguro no podréis rechazar: si aceptáis y tenéis éxito en vuestra tarea, obtendréis un cargo oficial en la Ciudad de Iramar, además del agradecimiento de todos sus ciudadanos.
-¿Y si rehúso?
-Entonces, mi buen amigo, aquellos que con tanta insistencia andan tras vuestros pasos, podrán por fin dormir tranquilos, y se quitarán un peso de sus cabezas...
Gilles estalló en una carcajada, y tendió la mano a Theros Durfon.
-¡En verdad que es muy difícil rechazar tan generosa oferta!
-Una última cosa, Gilles: si tenéis oportunidad, debéis matar a su majestad el rey Hlanus III.- Durfon se volvió hacia el ventanal, mirando al exterior, dando por terminada la entrevista. El muchacho que le condujo hasta allí, entró silenciosamente y le indicó la puerta. Al tiempo que se dirigía hacia ella, Gilles se dio cuenta de que su vida había cambiado por completo.
Theros Durfon observaba la figura de Gilles de Blaise en el momento en que éste salía por el portón principal. Se aseguró de que estaba cerrado de nuevo y de que los hombres volvían a sus puestos.
Se acercó a las estanterías llenas de libros, palpó uno de los lomos y apretó hacia adentro. Se escuchó un suave chasquido y empujó, abriendo una puerta oculta que giraba sobre unas bisagras en su parte derecha. Cuando la abertura fue lo suficientemente ancha como para permitirle el paso dejó de empujar y aguardó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad.
-¿Y bien? -preguntó mientras avanzaba un paso.
El hueco era muy pequeño, de apenas dos metros de ancho y otros dos de profundidad, aunque lo bastante alta para permitirle estar erguido. En él se escondía un anciano encorvado, con sólo unos pocos mechones de pelo blanco esparcidos por su cráneo, delgado, el rostro macilento y grandes bolsas de piel colgándole de los ojos. Se vestía con una amplia túnica de color rubí, atuendo tradicional de los miembros del Gremio de Alquimistas de la Ciudad Libre de Iramar, sin ningún otro adorno.
-El resultado del experimento ha sido positivo -dijo con voz rasposa desprovista de emoción.
"Sabed que al sur de los montes llamados de la Separación en la lengua de las Ciudades, existe una gran extensión de tierra hostil al hombre. Porque en ella no crece ni el árbol, ni el cereal, ni planta alguna a no ser los pequeños brotes y matorrales de los que se alimentan los animales, pero que ningún hombre soportaría en su estómago.
Según se dice la tierra sufre terribles sacudidas que rasgan su superficie, mientras que ardientes ríos de roca fundida se abren paso por la llanura, despidiendo tal cantidad de vapores ácidos que se forman espesas nubes que ocultan el Sol. Es por eso que esta región del mundo está sumida en una impenetrable oscuridad, y el frío es tal que las nieves son perpetuas durante todo el año.
Pero el Profundo Sur, pues es así como llamamos a esta región los hombres civilizados de las Llanuras Centrales, es con todo un lugar muy rico: el cobre, el estaño, el hierro, el oro y la plata sólo han de ser recogidas del suelo como si se tratase de fruta madura; y cuenta la leyenda que muy hacia el sur, donde ningún hombre ha osado dirigirse jamás, aún se conservan en pie los palacios de oro macizo que los Hombres levantaron en los Días Antiguos cuando los Inmortales aún habitaban Zéned y las Ciudades no eran más que un sueño del futuro.
Y es en esta tierra donde viven los demonios bárbaros, que se llaman a sí mismos Fieles y que según se dice esperan a que los Padres de todos los Hombres se apiaden de ellos y les recompensen por su lealtad."
-¿Estás seguro de que eran soldados de Iramar, Gildor?
-¿Y de dónde más pueden venir?. El viaje desde las demás ciudades del Norte es demasiado largo y además Iramar controla el único paso practicable a estas alturas del año.
Hablaban sentados en el suelo de la casa del mayor de ellos. El firme era de barro apisonado que, al secarse había adquirido la consistencia de la piedra. La estancia en la que estaban era la única de la casa; una pesada cortina de pieles colgaba del techo, separando la parte comunal de la familiar y otorgando intimidad a la familia. Una hoguera ardía en el centro de la sala, sobre la que se calentaba un caldero de bronce en el que borboteaba la comida, llenando la casa con su olor, mientras que el humo se escapaba por un agujero habilitado para tal fin en el techo de la cabaña.
El mobiliario era prácticamente inexistente: aparte del hogar alrededor del cual estaban sentados había desperdigados por el suelo cubiertos y platos de bronce. A un lado de la puerta, aislada del exterior mediante una piel que evitaba más mal que bien que entrase el aire frío, estaban apiladas las armas del hombre de la casa: hacha de dos filos, puñal, yelmo, armadura de bandas para pecho y espalda, brazales, grebas; todo ello fabricado en acero de la mejor calidad, finamente trabajado, flexible y resistente a la vez, que pocas veces se encuentra en los tesoros de los reyes del norte, untado de grasa de animal para evitar la enfermedad del acero que mata el filo e inutiliza las armas.
Encima de la puerta había un gran escudo corporal redondo, fabricado en madera recubierta de piel y reforzado con placas metálicas; en la parte posterior fuertes correajes de cuero aseguraban el escudo al brazo. Era éste una prueba de la riqueza de la casa, puesto que la madera era muy escasa al Sur de Zéned.
Allí descansaba también el estandarte del clan: sobre fondo amarillo un lobo negro aullaba a una luna de ébano.
-Eso no es una respuesta definitiva. Cualquiera de las ciudades ha podido enviar exploradores en busca de metal o esclavos... - agitaba la cabeza al tiempo que hablaba. Era un hombre de unos cuarenta años, con el pelo rubio y largo, que le caía sobre los hombros libre de ataduras excepto una pequeña tira de cuero sobre la frente. Las facciones eran duras: espesas cejas sobre los ojos azules de mirada profunda y penetrante, el rostro anguloso y los pómulos salientes. Una cicatriz le marcaba el lado izquierdo de la cara desde el labio superior hasta el ojo. La barba le llegaba casi hasta el pecho. Era extremadamente alto, de cerca de dos metros y treinta centímetros de altura, y si bien no era especialmente fornido sí era atlético y más que capaz de empuñar la pesada hacha. Iba únicamente cubierto con un pantalón y una camisa de cuero que le llegaba hasta los codos.
Gildor era diez o quince años más joven que él, y unos cuarenta centímetros más bajo, aunque mucho más musculoso. También era rubio y llevaba la melena y la barba del mismo modo, pero sin ninguna cinta. Aún vestía la cota de malla y los calzones de viaje, sobre los que brillaban las grebas, que le llegaban casi hasta las rodillas. A su lado había dejado la espada, el arco y un carcaj con flechas.
No había tenido tiempo de asearse, por lo que se encontraba incómodo y sucio ante el portaestandarte del clan. El polvo del camino tiznaba un rostro juvenil y el brillo altivo de sus ojos azules necesitaba mucho más que algunas horas de camino para apagarse.
-Sí, pero ninguna tiene estos colores.
Le tendió un trozo de tela manchado de sangre, ahora reseca, en el que aún se podía ver el emblema de la Ciudad Libre de Iramar: la torre roja, la luna y las tres estrellas.
-No cabe duda de que pertenecen a Iramar, pero ¿qué buscaban tan al sur? - Elfric, que así se llamaba el gigantesco hombre, acariciaba con gesto pensativo el paño.
-Oro, metales, esclavos... todo lo que ambicionan los norteños. -Una muestra de desprecio apareció fugazmente en su rostro- Encontré a tres de éstos muertos, y todos llevaban un saquito de oro escondido entre las ropas.
-¿Nada más?
-No, pero había bastantes huellas por toda la zona. Además, quienquiera que se los haya encontrado ha retirado a sus muertos: las cenizas mostraban claramente que hubo dos o tres más.
-Lo que quiere decir que no había pasado mucho tiempo desde entonces o si no el viento hubiese borrado todas las huellas. -Dijo pensativo el gigante- No podemos pasar esto por alto, porque significa que Iramar se dedica al pillaje y al asesinato en lugar de al comercio como hasta ahora. Deberemos andarnos con cuidado de ahora en adelante. ¡Enviaré mensajeros a los demás clanes para que abran bien los ojos!
-¡Ya le dije a la Madre que era peligroso confiar en las Ciudades! ¡Todas son iguales: creen que por vivir en casas de piedra y poseer tanto pan como puedan desear, tienen derecho a llegar a nuestras tierras y cazarnos como a animales, o robar lo que es nuestro por derecho! -dijo el joven, alzando la voz.
-¡No te atrevas a criticar a la Madre! -dijo Elfric violentamente, aunque con el temor pintado en el rostro- ¿no te das cuenta de que puede ser tu ruina?
Gildor bajó la vista, también atemorizado, aunque lejos de dejarse llevar por el miedo comentó en voz más baja:
-¡Pero su actitud pacífica nos lleva a esta encrucijada! ¡Ahora los extranjeros viajan por el territorio de nuestro clan en completa libertad! ¿Quién sabe de lo que son capaces?
-¡Basta ya! -dijo Elfric levantándose enfurecido. Su enorme estatura le hacía dominar a su interlocutor, ayudado de su autoridad como portaestandarte, lo que le reconocía como el más valiente guerrero de su pueblo- ¡No toleraré más comentarios como esos bajo mi techo! La Madre ha hecho lo que debía hacer: Iramar fue la única Ciudad que no exigía esclavos por los alimentos, y ni tan siquiera desean gran cantidad de oro. Pagamos el precio por su mercancía y se marchan contentos. ¡Es la primera vez que ocurre algo así y debemos encontrar a los responsables para juzgarlos!
Gildor se sometió a la autoridad de su anfitrión realizando el signo de obediencia de su pueblo: extendió los brazos al frente con las palmas de las manos hacia arriba, inclinando al tiempo la cabeza hasta que la barbilla tocó su amplio pecho. Así permaneció durante unos instantes, para luego alzar el rostro y mirar a los ojos a su superior, con el orgullo brillando en los suyos desde lo más profundo de su alma.
"Es un hombre valiente" pensó Elfric, "pero su impetuosidad puede causar un daño irreparable al clan". Él apreciaba a aquel muchacho al que había acogido bajo su tutela, hacía ya más de diez años cuando Gildor aún no llegaba a los veinte. Le había enseñado el arte del manejo de las armas y el todavía más complejo de mandar a los hombres en combate. Sin embargo sabía que Gildor moriría joven, porque así lo había predicho la Madre un día: "No te encariñes demasiado con el muchacho, porque morirá en la flor de la vida sin que tú puedas hacer nada". Y la Madre nunca se equivocaba cuando los Inmortales se dignaban enviarle sus visiones sobre el futuro.
Así que había intentado hacer caso a la mujer, aunque sin éxito, porque en Gildor se veía a sí mismo cuando era joven, antes de llegar a ser el portaestandarte del clan del Lobo, el más valiente entre los valientes de las tribus del Profundo Sur. Ahora tenía responsabilidades y no podía hacer las cosas que más le gustaban: vagar sin rumbo por las llanuras, sentir el frío viento en la cara, cazar, competir con los demás guerreros en los torneos de la tribu. La nostalgia le venció por un momento, y también el temor a perder a alguien que se había convertido en el hijo que Enice y él no habían podido conseguir.
-Salgamos fuera y hablemos, muchacho- dijo conciliador.
Se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas, seguido a respetuosa distancia por el joven Gildor. Salieron a la oscuridad de la noche, apenas disminuida por la luz de las antorchas que ardían a la entrada de cada casa. Podían ver el muro de tierra que rodeaba al poblado, esbozado como una barrera de oscuridad sobre el horizonte. Sobre él vigilaban atentos los centinelas del clan.
-Necesitamos algo más que un trozo de tela para lanzar al clan a la guerra- dijo Elfric en voz baja, de modo que nadie más que Gildor pudiera escucharle.
-¿Guerra? ¡Castigaremos a los culpables y se los entregaremos al Consejo de los clanes!
-¿Acaso crees que Iramar tolerará que se toque un solo pelo de la cabeza del más humilde de sus ciudadanos?
-¡Si la Ciudad de Iramar aprecia tanto la justicia como la Madre y tú opináis, a buen seguro que no hará nada al respecto! Al contrario, estará encantada de que la libremos de esos indeseables que mancillan su buen nombre. -dijo Gildor, irónicamente.
-Sin embargo no estamos seguros de donde venían esos hombres. ¡No podemos arriesgarnos a equivocarnos y que Iramar deje de comerciar con nosotros!
-Podemos obligarles a que lo hagan, si unimos a todos los clanes, y podemos comerciar con otras ciudades. ¡Milas está deseando desbancar a Iramar de su posición predominante! Además las ciudades se están enfrentando a la amenaza kithiana, ¡no podrán mantener dos frentes, y menos en estas tierras a las que no están acostumbrados!
-Pero Milas trafica con esclavos. ¡La Madre no aceptará que el clan comercie con ellos!. Y Landemath está muy lejos; seguro que Iramar no les permitirá comerciar con nosotros. -Elfric parecía cansado de intentar hacer que Gildor viese la realidad- Si Iramar es la responsable de que aquellos soldados hayan robado y matado, nos empuja a la guerra.
-¿Y eso te preocupa? -la voz de Gildor estaba cargada de desdén.
El sonido de un hombre que corría les interrumpió. Se volvieron a tiempo de ver a uno de los trabajadores de Gildor llegar hasta ellos casi sin aliento. Aspiró profundamente intentando calmar los acelerados latidos de su corazón y, sonriendo, dijo: -Gildor, tu esposa está de parto. ¡Corre ahora a tu casa!
Gildor rió de alegría y corriendo más rápido que el viento se dirigió a su cabaña, seguido del portaestandarte, que sólo había podido mantener el ritmo del joven gracias a sus largas piernas. Ambos dejaron muy atrás al otro hombre, que volvía caminando lentamente, satisfecho.
Llegaron por fin a la casa y se detuvieron en el umbral, detrás de la piel de toro que hacía las veces de puerta, escuchando. Los jadeos de Lara se entremezclaban con auténticos aullidos de dolor y con las palabras de ánimo que las mujeres que la ayudaban dirigían a la parturienta.
De improviso los gemidos cesaron, se escucharon risas y pronto el llanto de una criatura se elevó por encima de todos los demás sonidos de la noche.
-Buenos pulmones -le dijo Elfric, palmeándole alegremente la espalda, mientras Gildor sentía cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
No pudo contenerse más y entró en la casa, justo en el momento en que la mujer de Elfric depositaba a la criatura recién nacida en los brazos de la joven. Las mujeres le miraron sonriendo pero fue Lara la que le comunicó la noticia: "Es un niño". Elfric, que entraba en ese momento, lo escuchó y le palmeó otra vez la espalda, dejándosela dolorida. No podía reprimir la alegría, tenía ganas de gritar al cielo, a la noche, a las estrellas, que su hijo había nacido. Se arrodilló junto al lecho de su mujer y la besó en la frente, susurrándola palabras cariñosas. Amaba a su compañera tanto, que ahora que estaba con ella los problemas del clan parecían muy lejanos. Nunca quiso admitirlo, pero le aterraba el sólo pensamiento de que algo pudiera ir mal en el parto. Gracias a la sabiduría de la Madre las complicaciones eran fatales sólo en muy raras ocasiones, pero aún había cosas que ni siquiera ella podía solventar.
Ahora todos sus temores se esfumaron. Su mujer estaba a salvo y el niño parecía sano. Sólo después de besar nuevamente a la mujer, esta vez en los labios, se permitió mirar a su retoño. Era un bebé de gran tamaño, mayor que cualquier recién nacido que hubiera visto antes, envuelto en una piel de lobo como exigía la tradición. Únicamente se veía su carita, hinchada y congestionada todavía por el parto, y sus manitas, que dirigía a su boca con verdadera ansia.
Gildor cogió una de ellas, acariciando los pequeños dedos de la criatura, que ahora estaba tranquila, a punto de dormirse cerrando su puñito alrededor de uno de los dedos del padre.
-¡Es fuerte! -dijo Gildor a Elfric, que se había quedado respetuosamente a su espalda- ¡Tienes que vivir todavía muchos años y enseñarle a luchar, como me enseñaste a mí!
-No dudes que lo haré, amigo mío. ¡Le convertiré en el guerrero más grande que haya conocido el clan!
En el exterior de la estancia se escuchó ruido de gente y un murmullo respetuoso se elevó de muchas gargantas. Se volvieron ambos hombres al tiempo que entraba en el espacio comunal una pequeña figura que se protegía del frío exterior con un manto de piel coronado por una cabeza de lobo de pelaje gris y que conservaba todavía los dientes. Una menuda anciana sonrió amablemente a su pueblo desde debajo del fiero rostro del animal, en cuyos ojos se reflejaba el resplandor de las antorchas.
Las mujeres que habían ayudado en el parto salieron de la casa seguidos por los vecinos que acudieron a felicitar al nuevo padre. Gildor y Elfric se levantaron y realizaron el símbolo de sumisión del clan, al que la mujer respondió con amabilidad.
-Mi casa es honrada con tu presencia, Madre -dijo Gildor, poniendo cuidado en evitar mirar a la anciana a la cara y manteniendo la barbilla contra el pecho. Se arrodillaron ante la mujer.
-Te pedimos permiso para salir de la estancia, Madre -dijo Elfric respetuosamente. Aún arrodillado era más alto que la anciana, pero la devoción brillaba en sus ojos.
La Madre puso una mano arrugada sobre el hombro de cada uno de ellos.
-Os doy mi permiso -su voz era dulce y suave como la de una joven, y el brillo de sus ojos se avivó al posarlos en Elfric, el portaestandarte del clan del Lobo y su más fiel servidor. Ambos hombres se levantaron y salieron del dormitorio familiar, corriendo la piel que lo separaba de la sala comunal.
Las dos mujeres se quedaron entonces a solas con el niño, que ahora lloraba con toda la fuerza de sus pulmones. La Madre se arrodilló al lado de la convaleciente parturienta y acarició la frente del chiquillo, susurrando palabras de paz en el idioma más antiguo de Zéned. La criatura se calmó al escuchar la suave voz de la anciana y cayó en un profundo sueño reparador.
-Esta noche ha sido muy esperada por todos nosotros -dijo la mujer. Se despojó del manto de piel de lobo, dejando ver una bolsa que llevaba colgando del brazo por una correa de cuero curtido. Metió la mano y sacó lo que parecían huesos de animal marcados con runas. Del fondo de la bolsa extrajo un mantel de seda que extendió en el suelo.
-¿Qué vas a hacer, Madre? -preguntó Lara, intrigada por los preparativos de la mujer.
-No te preocupes, hija mía. Pronto sabremos si este es el momento que todos creíamos.
Elevó el rostro hacia el techo, clavando los ojos en él como si pudiera atravesarlo y mirar fuera, hacia el oscuro cielo de la noche. Comenzó un cántico suave, como un arrullo, que se adueñó de la habitación. Lara no podía entender nada de lo que estaba diciendo la anciana, pero la cadencia de las palabras la tenía como hipnotizada.
-Escuchadme, oh Inmortales, y desentrañad para mí las nieblas del futuro. Haced que sean para mí como el agua en Farad-Nimras, Agua de Cristal.
Después de la letanía respiró profundamente, arrojando un puñado de huesos con cada espiración. Cuando hubo terminado estudió atentamente su disposición y leyó las runas grabadas en ellos.
-Dame a tu hijo -pidió, extendiendo los brazos.
Lara le entregó al pequeño, que durante todo el rato había estado durmiendo plácidamente. La anciana lo sostuvo en sus brazos y una sonrisa iluminó su rostro. Incluso dos lágrimas resbalaron por sus ajadas mejillas.
-¡El tiempo de nuestra espera se ha cumplido!. Los Inmortales nos han considerado dignos y han escuchado nuestra súplica.
-Madre, no entiendo qué quieres decir. ¿Qué significa todo eso? ¿Y qué tiene que ver con mi hijo?
-La espera, mi niña. Por fin ha terminado. Los Inmortales me han hablado y me han dicho que tu hijo será Rey. Los augurios son claros en ese sentido.
-Pero Madre, el Rey no es más que un sueño de los más ancianos de nuestro pueblo- dijo Lara.
La Madre miró a la mujer intensamente con sus ojos cargados de sabiduría. Devolvió al niño a su madre y posó su mano derecha sobre la frente del pequeño.
-Te voy a contar una historia, niña - comenzó la anciana- Es tan vieja que ya se consideraba leyenda cuando yo nací. -Cerró los ojos y prosiguió hablando como si estuviera en trance.- Se remonta muchos años atrás, cuando aún Iramar no se había fundado y nuestros antepasados podían viajar sin trabas hacia el Norte, antes de que los Pactos entre las Ciudades nos obligaran a vivir en lo que ellos llaman el Profundo Sur, condenados a morir de hambre si no es por su "benevolencia". Cuenta la historia que no estábamos divididos en clanes como ahora, sino que los Reyes gobernaban con mano firme y guiaban a los padres de nuestros padres hacia la prosperidad.
"Pero las cosas iban de mal en peor, y nos vimos cada vez más empujados hacia lo más profundo de estas tierras desagradecidas, y el hambre se adueñó de nosotros. Así que el último de aquellos Reyes, Hafner el Alto, se opuso al creciente poderío de Milas, la Ciudad de los Esclavos, que ansiaba el control de la gran llanura de Istrunia, y para conseguir un trato justo que asegurase alimento para sus súbditos se dirigió al Norte con una pequeña escolta, para rogar si fuera preciso un mendrugo de pan, pues no era partidario de la guerra con las Ciudades.
"Fue recibido por el rey de Milas, sus arrogantes ministros y el Maestre de la Hermandad, que le trataron altivamente y sin ningún respeto propio a su rango. Pero se tragó el orgullo por el bien de su pueblo y ofreció todo lo que los hombres de las ciudades ansían: oro, plata, hierro, cobre y estaño, todo excepto esclavos, porque el suyo era un pueblo de hombres libres.
"Y aquí es donde la historia se entristece, porque aquellos hombres cedieron a su codicia y no contentos con aquello que les era ofrecido buscaron un medio para empujarnos a la guerra, con el fin de exterminarnos y reducirnos a la más completa esclavitud. Asesinaron al Rey y a su escolta, mandando luego emisarios con sus cabezas, y exigieron al Consejo rehenes que se convertirían en sus servidores, como precio por la paz.
"Todo ocurrió como ellos deseaban, pues el Consejo se vio obligado a levantar un ejército contra las Ciudades. Pero fueron derrotados y los sobrevivientes vendidos como esclavos en Milas, Landemath, Sothilion y a todo lo largo y ancho de Istrunia.
"Y entonces llegó el Tiempo de las Madres. En las aldeas no habían quedado más que los ancianos, las mujeres y los niños, que no eran aptos para la guerra. Así que las Madres se reunieron y decidieron dividir al pueblo en clanes para asegurar por lo menos la supervivencia de unos pocos. Así fue como cada una de ellas tomó a una parte de nosotros y la guió por la tierra inhóspita, buscando los pocos sitios habitables que hoy ocupamos.
"Desde entonces nuestro pueblo ha estado dividido, aunque siempre esperando que se diese a conocer un heredero de los reyes antiguos. Y hoy, querida mía, es el día.
-¿Quieres decir que mi hijo es Rey?
-Eso es, aunque lo más extraño... -la anciana parecía meditar, buscando las palabras adecuadas- es que los signos indican que hoy han nacido dos Reyes.
-¿Y eso qué significa? No alcanzo a entender... -Lara se vio interrumpida por la anciana, que la mandó callar con un gesto imperioso de la mano.
-Hija mía, regocíjate porque has dado a luz a un Rey, y el clan del Lobo se comprometerá a defender sus derechos ante el Consejo de las Madres. Pero has de saber que su destino es a la vez dulce y amargo: dulce porque está destinado a ser el guerrero más glorioso que haya visto no ya nuestro pueblo, sino Zéned en toda su historia. La llama de sus gestas será tan luminosa que alumbrará al mundo; amargo porque como el fuego que luce demasiado intensamente, su vida se consumirá en pocos años. Mujer, -la Madre enlazó la mano de la joven entre las suyas- tu hijo morirá en la primavera de la vida, no sin antes haber hecho palidecer las hazañas de los Hombres de los días antiguos, y haber luchado contra el enemigo más poderoso de su tiempo.
Dicho esto la anciana bendijo al niño según la fórmula tradicional del clan del Lobo.
-Naces libre en un pueblo libre. Que el honor sea tu guía y tu fuerza nuestra esperanza.
Acarició la cabeza del niño dormido y se puso en pie trabajosamente.
-Debo dejarte, niña. -dijo la mujer- El Consejo debe conocer la noticia inmediatamente, y nadie más que yo tiene derecho a comunicársela. Que los Inmortales velen por ti y por tu hijo.
Salió al frío de la noche dejando a Lara sumida en sus pensamientos. El niño yacía junto a ella, con los ojos cerrados y aferrando la piel de lobo en sus manos. El destino que le esperaba era el más glorioso que hombre alguno pudiera soñar, pero ese mismo destino se lo arrebataría muy pronto. Demasiado pronto. No pudo contener las lágrimas, así que las dejó correr libremente por sus mejillas.
Del exterior le vino el sonido de cien gargantas gritando al cielo de la noche: el clan del Lobo tenía por fin a su Rey.
"Es sin duda Istrunia la región más rica del continente. Hasta donde alcanza la vista los campos de labor están repletos de frutos que sirven para alimentar a las Ciudades. Los silos dan forma a un peculiar paisaje, y las aldeas salpican la llanura.
Fue mucho antes de la fundación de Iramar cuando se procedió a la explotación de las tierras centrales del continente. Porque Landemath, Sothilion y Milas necesitaban grano y ganado para alimentar a sus ciudadanos.
Entonces se fundaron aldeas a lo largo y ancho de Istrunia, con todos aquellos que deseaban un trozo de tierra que cultivar. Y las Ciudades declararon que esta región estaría siempre al margen de sus disputas. Y para vigilar que se cumplieran los pactos decidieron que, por turno, cada una de ellas estaría a cargo del comercio de carne y cereales.
Pero con el tiempo surgieron las discrepancias entre las Ciudades, y guerrearon para hacerse con el control de tan preciadas mercancías. Y estas cuitas se alargaron, hasta que Iramar medró lo bastante para hacer respetar los Pactos por la fuerza de las armas. Y así Milas hincó la rodilla por primera vez, y surgió el odio entre ambas ciudades hasta el día de hoy."
-¡Hola, Milena!
El joven alzó una mano al tiempo que le dirigía una sonrisa. Con su pelo negro, ligeramente rizado, y sus ojos castaños, alto y fornido, era uno de los jóvenes más atractivos de Élitur. Además de un buen partido, ya que como hijo del encargado del silo de la comarca, heredaría este preciado cargo a la muerte de su padre. Así que la mayor parte de las muchachas de la aldea le rondaban intentando llamar su atención. Pero él ya había entregado a Milena su corazón. Y ella le correspondía.
-¡Hola, Maric!- le contestó, dedicándole una sonrisa encantadora. Sus ojos verde pálido brillaron de emoción. Se detuvo, sujetando el cántaro contra su cadera con una mano mientras que con la otra se apartaba un mechón de cabello, no sin cierta coquetería. -Hace un día precioso, ¿verdad?
Su rostro era prácticamente perfecto, ovalado, suavemente bronceado y enmarcado por una melena hasta la cintura que refulgía roja bajo el sol; sus ojos eran ligeramente rasgados y de largas pestañas; su boca, pequeña, con labios carnosos. Era una muchaha alta, con piernas largas, caderas de curvas suaves y talle deliciosamente estrecho; sus pechos eran pequeños y bien formados, remarcados por el corpiño.
-Cierto, un día estupendo. Luego pasaré por tu casa y hablaré con Adam...- la miró marcharse, andando de un modo ingenuamente sensual, y un suspiro escapó de sus labios.
Milena estaba feliz, tanto que sonreía como una tonta mientras se dirigía a su casa. La gente la saludaba al pasar, pero ella no se daba cuenta, inmersa como estaba en sus propios pensamientos. Hoy Maric la pediría en matrimonio, y la sola idea la llenaba de gozo. Sólo una circunstancia empañaba su alegría: sus padres no estaban con ella para vivir ese día; cuando ella nació ya eran muy mayores, y hacía pocos años que habían muerto. Primero su padre y luego, consumida por la pena, su madre, dejándola huérfana. Pero como ya tenía suficiente edad para trabajar, unos vecinos se hicieron cargo de ella a cambio de que ayudara en las labores del hogar.
Se dirigía a la casa después de recoger agua en el pozo comunal, cantando y hablando para sí: se acabó el trabajo duro, se casaría, tendría hijos y sería una mujer respetada; todo el mundo respeta a la familia del encargado del silo. Sería feliz.
Entonces, sin avisar, un leve pinchazo de dolor llameó dentro de su cráneo, aumentando rápidamente de intensidad. Se pasó una mano por la frente, al tiempo que una niebla oscurecía sus ojos. Parpadeó intentando aclarar su visión cuando el dolor explotó con total intensidad, cruelmente, en su cerebro, amenazando con hacerla perder el sentido. Dejó caer el cántaro, que se estrelló contra el suelo con gran estrépito, y gritó; pero tan rápido como había empezado, el dolor remitió y desapareció.
Tenía el rostro húmedo y los ojos muy abiertos. Tenía miedo. A estas alturas no podía recordar cuándo había surgido el primer ataque, pero eran cada vez más frecuentes: antes ocurrían una o dos veces al mes, luego una vez por semana y últimamente, varias veces al día.
Afortunadamente nadie había sido nunca testigo de ellos. Temía que si la familia de Maric se enteraba de que su salud no era del todo buena, podía no aprobar el matrimonio.
Apesadrumbrada, miró los restos de la vasija y el agua derramada por el suelo. Ahora debería ir de nuevo a casa, buscar otro recipiente y volver a la fuente. Pero estaba tan cansada que pensó dejarlo para más tarde.
Con paso inseguro, pues el ataque la había debilitado mucho, se dirigió al hogar que compartía con sus padres adoptivos, dispuesta a descansar un poco. Apenas tardó cinco minutos en llegar, agradeciendo el no haberse cruzado con nadie durante el camino, pues sabía que tenía las señales del sufrimiento reciente firmemente marcadas en su bello rostro.
La puerta de la vivienda estaba abierta, así que entró y la cerró tras de sí. Llamó a sus padrastros, pero no obtuvo respuesta.
La parte baja de la casa era en su totalidad una cocina, con una mesa de madera y tres sillas como único mobiliario. Encima del hogar se abría un agujero en el techo que se convertía en la chimenea. Una pequeña puerta daba a la despensa, donde se guardaban las viandas y algunos aperos de labranza.
Se dirigió a la escalera que comunicaba con el piso superior y subió. Arriba estaban los dormitorios. Abrió la puerta de su estancia y se derrumbó en la cama, exhausta por el cansancio. Se quedó tumbada boca arriba, mirando el techo de madera e intentando luchar contra el sueño que la invadía. Sus ojos se cerraban, y tenía que hacer uso de toda su voluntad para volver a abrirlos. Sin embargo, incluso esto era demasiado esfuerzo, así que se rindió al sopor, durmiéndose casi de inmediato.
Se vió entoces tumbada sobre un lecho de paja en una habitación muy oscura, tanto que ni siquiera habría sido capaz de distinguir su mano delante de los ojos. Ni una pizca de luz se filtraba hacia la habitación, y ni cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad fue capaz de ver algo. Pero si bien las tinieblas físicas no se disipaban, sí lo hicieron lentamente las tinieblas de su mente, recuperando poco a poco todas sus facultades. Escuchó entonces el rumor de una pequeña corriente de agua, y la humedad se hizo patente en sus huesos. Decidió incorporarse, pero no pudo. Ningún músculo de su cuerpo respondía a sus órdenes. El pánico se fue abriendo paso en su conciencia y cuando perdió el control de sí misma y quiso gritar, no oyó su grito.
Se despertó con la respiración agitada y el corazón acelerado y se incorporó, retirándose mechones de pelo rojo que, apelmazados por el sudor, se le habían pegado al rostro. Respiró aliviada al darse cuenta de que sólo había sido un mal sueño.
Pero había sido tan real que aún ahora, completamente despierta, le parecía estar viviéndolo. Un sentimiento de opresión amenazó con aplastar su espíritu. Las paredes de la habitación se le antojaban insoportables, y el mero hecho de respirar se le hacía imposible por momentos.
Decidió entonces salir de la casa para tomar el aire y, recordando lo que había pasado durante el reciente ataque de dolor, acercarse hasta el pozo y llenar otro cántaro de agua. Encontró la vasija en la despensa y salió, cerrando la puerta tras de sí. El manantial se encontraba a casi un kilómetro de distancia del pueblo, pero no le importaba demasiado. Necesitaba aquél paseo.
Mientras caminaba no dejaba de darle vueltas a su sueño. Las vívidas imágenes y sensaciones que había tenido le ponían el vello de punta. Intentó distraerse, mas fue imposible; una y otra vez le asaltaba esta sensación de agobio. Saludaba mecánicamente a los vecinos que se encontraba por el camino, mirando fijamente hacia el frente, pero sin ver nada.
En el manantial estaban algunas mujeres, de todas las edades: llenaban vasijas con la fresca y cristalina agua, mientras que otras, un poco más apartadas, reían y lavaban la ropa.
Suspirando empezó a llenar el cántaro, sin intentar entablar conversación con sus vecinas. Cuando alguna de ellas le dirigía la palabra, lo más que conseguía era una débil sonrisa o algún que otro monosílabo de la demacrada Milena, que volvía prontamente la mirada a la corriente.
Una de las mujeres, haciendo visera con las manos par poder ver mejor, señaló hacia un punto lejano, más allá de la aldea.
-¿Qué es aquello?
Algunas dejaron sus quehaceres y miraron en la dirección que señalaba la mujer.
-Parece una nube- dijo otra.
Milena pareció salir de su sopor y miró a su vez. Efectivamente aquello parecía una nube, pero era demasiado baja pareciendo salir desde el suelo y agrandándose a ojos vista. "Jinetes", pensó Milena. Dejó caer el cántaro y salió corriendo en dirección a la aldea, gritando.
-¡Jinetes! ¡Llegan jinetes!
Las demás mujeres, luego de unos instantes de confusión, dejaron lo que estaban haciendo y salieron en pos de ella. A aquellos que se encontraban en el camino les indicaban por dónde venía el grupo, así que pronto fueron bastantes las personas que volvían al pueblo a la carrera: mujeres, niños que dejaban de jugar, hombres que corrían llevando todavía los aperos de labranza con los que habían estado trabajando la tierra...
Entretanto los jinetes se habían acercado lo suficiente para poder distinguir más detalles. Milena vio entonces el brillo del acero herido por el sol y sintió helarse la sangre en sus venas. Corrió aún más rápido, con el único pensamiento de encontrar a sus padres. Algunos más vieron también lo mismo que ella, puesto que escuchó sus gritos: "¡Soldados!".
Llegando a las primeras casas alcanzó a oir los alaridos de la horda, como un preludio de muerte. Algunos hombres con armas, los más de ellos con muchos años, salieron de sus casas aprestándose al combate.
-¡Mirad!- se oyó.
Decenas de ojos se volvieron hacia el mismo punto, donde se había desplegado la enseña del Dragón Blanco de Milas la Cruel. Muchos de los hombres y casi todas las mujeres comenzaron ahora a correr en dirección al pozo, hacia la salvación; pero ya los jinetes estaban a poco más de doscientos metros de las casas más alejadas del pueblo.
Pasaron como una exhalación, incendiando casas y campos. Eran más de cien y arollaban a los pocos hombres que les hacían frente, regando la tierra con su sangre. Al llegar a la plaza se dividieron y, mientras un grupo partió en busca de los fugitivos, otros procedieron a la destrucción sistemática de la aldea.
Milena corría sin saber hacia dónde dirigirse, llamando desesperadamente a sus padres. Llegó a su casa y entró gritando sus nombres, pero nadie respondió. Subió las escaleras y buscó en todas las habitaciones, pero la casa estaba desierta. Se dio la vuelta cuando escuchó voces en la planta baja, hablando en un idioma que no entendía. Un fuerte ruido de pasos que subían la escalera la alarmó y corrió a esconderse en una de las estancias. Pero alguien la cogió fuertemente por el brazo, al tiempo que recibía un golpe en la cabeza que la dejó sin sentido.
La negrura se disipó y fue sustituida por un fuerte dolor de cabeza que pulsaba al mismo ritmo que los latidos de su corazón. Abrir los ojos le supuso un gran esfuerzo, y en un acto reflejo intentó llevarse las manos a la cabeza, pero sus músculos no respondían. Poco a poco su mente se aclaraba y tomó conciencia de su situación: yacía boca abajo, con la mejilla apoyada en el suelo y las manos atadas a la espalda mediante fuertes cuerdas que laceraban sus muñecas. Cuando pudo enfocar su visión percibió a otras mujeres de su pueblo en la misma situación que ella; muchas lloraban, pero Milena se dijo que no debía darles esa satisfacción a los perros milesios.
Pasado un tiempo que a ella le pareció interminable, alguien tiró de ella hacia arriba, levantándola del suelo, igual que hacían con las demás mujeres jóvenes. El soldado que la sujetaba por los cabellos la miró con ojos de deseo, humedeciéndose los labios. Otros soldados se llevaban a las demás a un lugar apartado, pero éste debía estar más impaciente que el resto. Agarrándola firmemente por el mentón la obligó a besarle en la boca, hundiendo su lengua en la de ella de un modo repugnante. De un fuerte tirón desgarró su blusa y su corpiño, dejando sus pechos al descubierto. Al verlos, los ojos se le abrieron de par en par, y mientras mantenía una mano sujetando sus cabellos, con la otra se los manoseaba ávidamente.
La empujó, tirándola al suelo y tumbándose después encima de ella, le subió la falda todo lo que le fue posible. A Milena el contacto de aquella sabandija le provocaba náuseas, pero el sentimiento que más fuerza tenía en su interior era la ira: odiaba a aquel hombre con todas sus fuerzas, y a todos aquéllos que eran como él. Sintió como un fuego que crecía dentro de ella y que le devoraba las entrañas, extendiéndose por todos sus miembros; dejó de sentir al hombre y, cerrando los ojos, le vió en el suelo, muerto.
Se oyó un grito desgarrador, de un sufrimiento increíble. Milena abrió los ojos y vió cómo el hombre se retorcía de dolor, tapándose los oídos con las manos, por cuyos dedos se escurría la sangre que manaba de ellos. Lanzando un último y desesperado grito cayó de bruces para no levantarse más.
Milena lo miró y una sonrisa salvaje y cruel se dibujó en su bella boca. Sintió apagarse la oleada de fuego, dejándola completamente exhausta.
-¡Una émpata!- gritaban los soldados- ¡Corred por vuestras vidas!
Los que estaban al alcance de su vista corrieron despavoridos, dejando armas y equipo en el suelo. A buen seguro que si supieran que no podía apenas levantar sus párpados, no tendrían tanta prisa. Hasta aquellos que antes habían sido sus vecinos y ahora eran cautivos como ella la miraban con auténtico pavor.
Lentamente se levantó y adecentó sus ropas, tapando sus blancos senos. Los miró uno a uno y como una espada atravesándole el corazón sintió su brutal desprecio. Pero lo peor fue cuando sus ojos se encontraron con los de Maric. Este se volvió, dándole la espalda y para Milena aquello fue el fin de sus ganas de vivir. No vió como un soldado se detenía a unos diez metros de distancia, pero un brutal estallido de dolor en su cabeza la dejó sin sentido.
El soldado se acercó de nuevo a ella, llevando un murciélago sobre su brazo derecho. Con su mano izquierda sujetaba una cuerda que se enrollaba en una de las patas del animal. Para asegurarse dio un fuerte tirón y el animal protestó por el dolor. Pero sólo lo escuchó Milena.
El rastreador negó con la cabeza. Habían seguido las huellas durante varios kilómetros desde que dejaron atrás la aldea arrasada., pero llegados a este punto debieron darse por vencidos. La ceniza y la nieve habían preservado bien las huellas gracias a que no había soplado viento alguno durante las últimas diez horas, pero en cuanto llegaron a un terreno más firme las pisadas habían perdido paulatinamente nitidez.
Gundor miró pensativo hacia el pequeño bosque de vegetación baja, tan común en las tierras del Profundo Sur. Fijó sus penetrantes ojos azules frente a él, intentando atravesar la oscuridad reinante. Era poco más de media tarde, pero las espesas nubes que ocultaban el sol en aquellas latitudes lo sumían todo en la penumbra.
Se volvió hacia los seis hombres que le acompañaban y se dirigió a Elfric, su lugarteniente, maestro y hombre de confianza.
-¿Qué opinas?- preguntó con su joven rostro ensombrecido por la preocupación.
-No lo sé, muchacho. De repente hemos perdido el rastro y no me gusta. Presiento que no pueden estar muy lejos.
El rastreador asintió, dándole así la razón al portaestandarte del Clan, y miró preocupado a su joven rey. Era la primera incursión que hacía como guerrero después de diez años de duro adiestramiento. Era más alto que cualquiera de los otros hombres a excepción de Elfric, aunque Gundor era tremendamente musculoso y el portaestandarte era bastante delgado.
A sus veinte años, Gundor medía más de dos metros y diez centímetros y pesaba casi ciento cuarenta kilos. Toda su figura era imponente y amenazadora, su enorme torso enfundado en una fuerte cota de malla, brazales de acero en sus antebrazos y grebas del mismo material por encima de los calzones de cuero. Llevaba el escudo redondo colgado a la espalda y una gran espada en el cinturón, enfundada en una vaina de cuero con filigranas de cobre. Sobre su cabeza un yelmo de acero y su cabello, trenzado, lo adornaba a modo de cimera como una coleta de oro. Sus ojos, de un azul profundo, eran nobles y algo tristes, quitándole fiereza a su rostro duro y bronceado, apenas cubierto por una fina barba rubia. Erguido junto a Elfric no tenía nada que envidiar a los reyes de antaño.
El Clan del Lobo estaba orgulloso de su rey, y los guerreros habían jurado protegerle con sus propias vidas hasta que hiciese valer sus derechos ante el Consejo de las Madres. Pronto llegaría este momento y todos temían que debería combatir con el otro candidato, Aldir del Clan del Oso. ¿Quién podría imaginarse que después de cuatro siglos sin Rey habían nacido dos en las misma noche?
Gundor miró al suelo, pensativo, con la mano en la empuñadura de la espada. Tenía que hacerlo bien en esta misión encomendada por el Consejo, por su honor y por el de su clan. Si fracasaba, sus posibilidades de ser elegido Rey disminuirían notablemente, y con ellas las esperanzas de su pueblo. Veía adoración en los ojos de sus hombres, y orgullo por tenerle como jefe del Clan. No podía fallarles, debía tomar la decisión correcta.
Todavía meditó unos instantes hasta que apretó las mandíbulas con determinación.
-Desplegaos -dijo a sus hombres. -Entraremos en el bosque a buscarlos. Mantened los ojos bien abiertos.
Avanzaron con precaución, las armas desenvainadas y prestas en sus manos, y la determinación en sus rostros. El explorador en cabeza, Gundor y Elfric detrás de él y el resto de la patrulla un poco más rezagada.
Recorrieron los trescientos metros que les separaba del bosquecillo y penetraron en la vegetación, no demasiado espesa, pues es difícil que algo crezca en el Profundo Sur. Caminaban en silencio, intentando no hacer ruido.
Todo ocurrió con extremada rapidez: el rastreador cayó con la garganta perforada por una flecha, gorgoteando en su propia sangre; por detrás de Gundor se oyeron gritos de dolor, indicándole lo que estaba temiendo. Habían caído en una emboscada.
Miraron a su alrededor para darse cuenta de que estaban rodeados de guerreros, quizás diez o doce. Algunos tensaron sus arcos, mientras que el resto blandía espadas o hachas. Armaduras y escudos completaban una parafernalia bélica completamente carente de blasón o símbolo alguno. Probablemente eran mercenarios.
Después de la primera andanada de flechas sólo un joven guerrero, pálido de miedo, seguía en pie con Gundor y Elfric. Los tres se reunieron en el centro del círculo de muerte, espalda contra espalda, enfrentando al enemigo con sus aceros.
Un hombre desarmado se adelantó del resto, estudiando a los tres como el gavilán observa al conejo que va a matar prontamente, con ojos fríos y desapasionados. Aparentemente no eran más que una incomodidad que solucionar.
-Entrégate y respetaremos la vida de tus hombres.
-¿Quién eres y por qué me buscas? -preguntó Gundor.
-No estás en condiciones de preguntar nada. -levantó una mano enguantada y el sonido de las cuerdas de los arcos al soltarse vibró en la penumbra. Luego un ruido, como de un fardo pesado que cae al suelo.
Gundor se volvió, sólo para ver el cadáver del joven de su clan, atravesado por media docena de dardos. Entonces perdió el control, gritó, lanzándose hacia el guerrero más cercano, volteando la espada sobre su cabeza, lleno de furia asesina. No tenía esperanzas de salir de allí con vida, pero por lo menos tuvo el consuelo de escuchar el grito de guerra de su fiel Elfric, que iba a encontrarse con la muerte en compañía de su rey.
Luchaba cegado por la ira y la desesperación, sólo veía rostros difusos que se cruzaban en su camino, algunos de los cuales desaparecían después bañados en sangre. Sangre que teñía de rojo la hoja de su espada y salpicaba sus manos y antebrazos.
En medio del frenesí de la lucha sintió un dolor lacerante en la espalda que casi le hizo perder el sentido. Cayó de rodillas, soltando la imponente espada, mensajera de la muerte, y pronto se vio sujetado por férreos brazos. Pero pertenecía a una raza orgullosa y no se iba a dejar vencer tan fácilmente. Se rehízo, poniéndose en pie, aunque la cabeza le daba vueltas. Gritó una vez más el desafío de su clan, al tiempo que levantaba una rodilla, impactando a uno de sus captores en el bajo vientre. Se preparaba para despachar a otro cuando de nuevo un tremendo dolor recorrió sus nervios como una corriente de hierro fundido. Debilitado como estaba, cayó de bruces al suelo, mientras un velo de negrura cubría su visión.
Elfric despertó entrada la noche. Estaba tendido boca arriba, y lo primero que vieron sus ojos fueron las estrellas innumerables que en las escasas noches despejadas pueden apreciarse a simple vista en estas tierras, y la luna, que brillaba clara en el cielo.
Le dolía la cabeza y el brazo de la espada. Se llevó la mano buena a la cabeza y notó la frente húmeda y pegajosa. A la luz de la luna pudo ver que era sangre. Intentó incorporarse, pero intensos mareos le provocaron náuseas, así que optó por descansar unos instantes.
Descansar y recordar.
Porque le vinieron a la cabeza las imágenes de la lucha anterior. Recordó cómo algo le golpeó en la cabeza desde un flanco con tanta violencia que si no hubiese llevado el yelmo de acero la fuerza del golpe le abría abierto el cráneo. El intenso dolor era el último recuerdo que se introdujo en su mente. Entonces un relámpago de lucidez atravesó su conciencia, y ello le hizo preguntarse por el joven Gundor, al que había perdido de vista en medio de la refriega.
Se levantó trabajosamente, en parte porque los mareos habían remitido lo bastante para permitíselo y en parte por la ansiedad que le suponía no saber si el muchacho estaba vivo o muerto. Pudo apreciar que la herida del brazo no era grave, aunque sí bastante dolorosa y escandalosa debido a la pérdida de sangre.
A sus pies yacían dos de los guerreros que se le enfrentaron, con el vientre hendido y los ojos abiertos por la impresión de saberse muertos. Apartó la vista de sus rostros y fue hacia donde había visto dirigirse a Gundor. Allí vio los cuerpos sin vida de otros tres hombres, seguramente abatidos por el chico, pero no vio su cuerpo. Ni siquiera su espada o su escudo. Era como si se lo hubiese tragado la tierra, aunque la conclusión más lógica era que se lo habían llevado los desconocidos.
Abatido, recorrió el escenario de la cruenta escaramuza, con la esperanza de encontrar vivo a alguno de sus hombres. Mas todos estaban muertos. Y era consciente de que él también lo estaría si esos perros hubieran tenido la paciencia de comprobar si su corazón seguía latiendo.
La magnitud de su fracaso fue como un gran peso que le venciera, encorvando su espalda y sus hombros. No sólo había perdido a todos sus hombres, sino que también le había sido arrebatada la esperanza a su pueblo. Una esperanza personificada en la imponente figura del joven Gundor, ese joven al que la Madre le había encargado proteger con su vida.
Decidió entonces volver a su clan. No le movía ahora más interés que recorrer la distancia que le separaba de la aldea y hacer partícipes a todos de tan malas nuevas. Después ofrecería su vida en pago de su deshonor. Recuperó su espada y su yelmo destrozado y emprendió el camino con paso cansino.
El Clan del Lobo había perdido a su rey.
Y él no podía imaginar cómo se lo diría a la anciana Madre.
"Los esclavos son el escalón más bajo de la sociedad de Zéned. Tratados como ganado, sin derechos, ni siquiera pueden desposarse sin el permiso de su amo. Ninguna esperanza les mantiene con vida salvo, tal vez, la de ser libres algún día. Pero no es fácil obtener la libertad, y la evasión está castigada con la muerte en la totalidad de las Ciudades. Gracias a los esclavos pueden mantener su nivel de vida los decadentes habitantes de Milas, y prosperan los negocios de Landemath, y se mantiene bien engrasada la maquinaria de guerra de la Hermandad en Sothilion.
Pero contra toda posibilidad aún brilla un rayo de luz. Porque entre susurros se habla de la Ciudad Libre de Iramar, fundada por esclavos hace más de trescientos años, y una espina clavada en la orgullosa piel de Milas la Cruel. Y es que la ciudad prosperó con rapidez, y se hizo con una posición predominante en el continente, desplazando de ella a la Ciudad de las Maravillas, y derrotó a las numerosas legiones que contra ella se dirigieron.
Y se mantiene un precario equilibrio entre las Ciudades, obligado por la fuerza de Iramar y el cansancio de Milas y la volubilidad de Landemath. Y ese equilibrio y el nombre de Iramar es lo que mantiene la llama de la esperanza en el corazón de los humildes."
Despertó tumbado sobre un suelo de madera acompañado por una incómoda sensación de traqueteo. Un dolor pesado palpitaba en su cabeza, mientras que los miembros le hormigueaban provocándole un cierto malestar. Al cabo abrió los ojos para encontrarse mirando un cielo que conocía bien, el de su tierra natal de Profundo Sur, mucho más al norte que cuando cayó tan tontamente en la emboscada. Se dio cuenta de que estaba en un carro que se movía con dificultad sobre las cenizas que perpetuamente cubren el suelo. Esas mismas cenizas que amortiguaban todo ruido, percibiéndose claramente sobre el murmullo consiguiente el quejido de la madera en movimiento.
Escuchaba también el sonido de hombres marchando a su alrededor, el tintineo de metal contra metal, el pesado sonido de pasos que se repiten hasta la extenuación, la respiración agitada de los hombres, juramentos en voz demasiado baja para que pudiera entenderlos aún en el caso de que comprendiera el idioma.
Era de noche, una de esas raras noches claras que sucedían a multitud de días grises, en los que el sol era incapaz de calentar los cansados miembros de los hombres, incapaz de proporcionar fuerza vital a cualquier otro vegetal que fuera más grande que un pequeño arbusto de hojas afiladas como espinas para conservar un bien más preciado que el oro o la plata: el agua. Incontables estrellas brillaban en el firmamento y la luna, casi plena, iluminaba la escena con su luz pálida, fantasmagórica. Dedicó un breve pensamiento a su tierra natal, salvaje y desagradecida, a la que había que arrancar literalmente la posibilidad de vivir. Una tierra dura, que forjaba hombres y mujeres indómitos, pero más que nada porque si te rendías no tardaba ni un suspiro en tomarse con creces lo que le habías conseguido quitar con tanto esfuerzo.
Fue consciente de las pesadas cadenas que oprimían sus muñecas y sus tobillos. Se sentó en el fondo del carromato, apoyando la espalda contra el borde de la caja y se miró las manos. Gruesas esposas de hierro unidas por una pesada cadena de grandes eslabones, se las inmovilizaban. Lo mismo ocurría con sus piernas; las argollas de hierro de sus tobillos habían sido soldadas a otra cadena del mismo grosor que la de sus manos. Ambas habían sido aseguradas mediante otra, aún más gruesa, que en sus extremos tenía sendos candados que se cerraban sobre las anteriores. Esta última discurría bajo un pasador de hierro atornillado a las tablas de madera del fondo de la caja, reforzadas mediante una placa de duro metal.
La realidad, entonces, cayó como una losa sobre él. Miró a su alrededor, pero no había ni rastro de Elfric. Por lo que él sabía el veterano portaestandarte bien podía haber muerto, como todos los demás que tuvieron la mala suerte de acompañarlo en aquella colina. En un rincón de la caja, alejado de él lo bastante como para impedirle hacerse con ello, había un montón heterogéneo que no tardó en reconocer como su equipo: sobre la bandeja que formaba su gran escudo redondo se encontraba la cota de malla y las demás piezas de metal que llevaba durante la escaramuza; sobre ellas, el yelmo que le había protegido la cabeza y, cruzada encima de la cota, su espada.
El carromato estaba rodeado por hombres armados. Echó una ojeada y pudo contar ocho soldados, con aspecto cansado y más bien poco aire marcial. Llevaban su equipo en completo desorden y no parecían darse cuenta de algo más aparte del hecho de colocar un pie delante del otro, en una incesante marcha. Lanzas cortas, espadas, hachas, escudos y arcos formaban su armamento.
En la parte delantera del carro había otros dos, encargados de conducir a la pareja de mulas que tiraba de él. La dificultad del camino hacía que la estructura traquetease y se bambolease sin aparente solución. En ocasiones el baile tomaba proporciones desmesuradas y entonces los hombres maldecían y gritaban a los animales, escupiendo las palabras con odio.
Unos metros más adelante tres hombres cabalgaban juntos, dos detrás y el tercero algo más adelantado. La tenue luz arrancaba de cuando en cuando ligeros destellos metálicos de las cabezas y brazos de la pareja. En cambio el tercero permanecía en penumbra, mirando escrutadoramente hacia el frente como si pudiera perforar las tinieblas con la sola fuerza de su voluntad.
Alertado por el ruido metálico de sus cadenas, uno de los conductores se volvió para mirarle. Su rostro se desfiguró en una sonrisa desagradable, más similar a una mueca de desprecio, aunque tal vez fuera esto último. Un gorgoteo risueño salió de su garganta y dio un codazo a su compañero, que se volvió a su vez para echar una ojeada sin soltar las riendas.
-¡Parece que ha despertado nuestro durmiente! -dijo en común, articulado con un fuerte acento que no supo identificar. Le dijo algo a su compañero en un idioma que no comprendía y luego se volvió a dirigir a él: -¿Te gusta tu nuevo alojamiento?. -Las carcajadas de ambos hombres rompieron el silencio de la noche.
Entonces el tercer caballero, que parecía ser el líder del pequeño grupo, refrenó su caballo cruzándose en el camino del carromato. Los dos que le acompañaban se situaron a sus espaldas, desenvainando largas espadas que centellearon brevemente bajo la luz de las estrellas y aprestando pequeñas rodelas fijadas a sus antebrazos.
Cuando los guías del carro se percataron de la situación se callaron repentinamente y tiraron de las riendas de las mulas, obligándolas a detenerse a escasos metros del trío a caballo. Los infantes que flanqueaban al vehículo se detuvieron a su vez, sorprendidos por el repentino cambio en la rutina. Al darse cuenta de que el líder estaba esperando algo más adelante, algunos murmuraron para sí separándose del carro. Sus rostros mostraban expectación y temor, sobre todo temor. A los conductores se les había congelado la sonrisa y observaban a los jinetes en silencio, pasándose la lengua por los labios.
Los tres caballos caminaron al paso, acompañados por el tintineo metálico de arreos y armas y los golpes secos de los cascos sobre la gruesa capa de ceniza. Se detuvieron cuando estaban a poco más de un metro del pescante del carromato donde iban sentados y el líder posó en cada uno de ellos una mirada gélida y carente de emoción que Gundor recordaba muy bien. Esos ojos le habían mirado con la misma intensidad y frialdad momentos antes de que su dueño ordenara asaetear al muchacho que permanecía con vida junto con Elfric y él mismo.
Uno de los conductores no pudo sostener esta mirada por más tiempo y vencido por la tensión saltó del pescante, comenzando una frenética carrera sobre las huellas que el carro había dejado en la ceniza. Entonces el caballero levantó su mano enguantada en el mismo e indiferente gesto que Gundor ya había visto antes, y como impelido por un resorte el jinete que estaba a su izquierda espoleó su caballo emprendiendo un veloz galope tras el infeliz que, oyendo tras de sí el ruido que producían caballo y jinete, apretó el paso hasta límites que ni él mismo habría creído posibles momentos antes. Pero cuando apenas había corrido cuarenta metros el caballo le dio alcance y el jinete, inclinándose sobre su montura, volteó la espada que cayó centelleante sobre el fugitivo.
El perseguidor tiró brutalmente de las riendas de su caballo que, encabritándose, pisoteó furiosamente el cuerpo caído. Entonces desmontó y comprobó que no había en él señales de vida, limpiando la espada de sangre en la ropa del muerto. Con presteza montó de nuevo y se dirigió, con calma, hasta su lugar.
El jefe del grupo volvió entonces su atención hacia el segundo guía, que lo había visto todo y temblaba descontroladamente, llorando en silencio, presa del pánico. Cogiéndole bruscamente con fuerza la barbilla, le obligó a mirarle a los ojos. Había en ellos ahora una ligera muestra de curiosidad, mas permanecían tan inexpresivos como siempre.
Para sorpresa de todos, el hombre sonrió mostrando unos dientes blancos perfectamente dispuestos. Era una sonrisa cautivadora, aunque tenía algo de artificial y forzada. Se llevó el dedo índice de la mano derecha a los labios, como el adulto que pide a un niño que guarde silencio, y su sonrisa se amplió aún más, enarcando una ceja en señal de interrogación. El conductor asintió en silencio, con movimientos de cabeza cortos y frenéticos, ansioso por complacer a su amo. Éste acercó su mano y acarició suavemente la mejilla del hombre, que sonrió tímidamente sin dejar de asentir. Entonces el jefe, rápido como el rayo, cerró su puño y lo descargó brutalmente sobre el rostro del soldado que, desprevenido, cayó del carromato golpeándose duramente en el suelo. Permaneció allí tirado, aturdido, mientras la sangre manaba profusamente de su nariz, hasta que el jinete se inclinó, ofreciéndole la mano en señal de ayuda.
Tras unos instantes de vacilación se decidió a aceptarla y así se puso en pie. Obedeciendo entonces a una señal de su jefe se encaramó de nuevo a su lugar, limpiándose la sangre que ahora le bañaba el rostro con la manga de su jubón. Cogió las riendas y esperó, sorbiendo el aire dolorosamente a través de su nariz rota.
El trío de jinetes volvió grupas hacia el norte, indicando al resto de la comitiva que los siguiera. Tanto el carro como los infantes dejaron que se adelantaran un trecho y reanudaron la marcha. El conductor seguía limpiándose el rostro, sin soltar las riendas cuando uno de los guardaespaldas a caballo se giró hacia atrás, lanzando un objeto brillante que fue a impactar directamente en el pecho del conductor. Éste bajó la mirada, asombrado, para ver una mancha oscura que se extendía por su ropa, cuyo centro era el punto en el que sobresalía el mango de hueso de una daga. Comprendió entonces que su vida había terminado y, exhalando un último estertor, cayó sobre el pescante como un fardo.
Su ejecutor se acercó guiando el caballo al paso y, empujando hacia atrás sin grandes ceremonias el cuerpo del conductor, le arrancó la daga y limpió la hoja en los ropajes del muerto, tirándolo luego al suelo. Luego hizo señas a dos de los soldados de a pie, que ocuparon los asientos de sus compañeros con el terror pintado en el rostro.
El jefe del grupo hizo un gesto impaciente que tuvo la virtud de que todo el grupo se pusiera una vez más en marcha, apresurándose para recuperar parte del tiempo perdido. Esta prisa manifiesta hizo que renaciera la esperanza en Gundor, pues esperaba que fuera debida al temor de que su clan tratara de encontrarle. Pero su esperanza se marchitó apenas nada más nacer, ya que una mirada en derredor le hizo ver claramente que si estaban buscándole, lo cual era dudoso, no debían encontrarse muy cerca. No había rastro alguno de antorchas, que sin duda deberían llevar encendidas para ayudarles a seguir su rastro, y la suave brisa de aquella noche no portaba ningún ruido que pudiera identificar con un grupo armado.
Desanimado, se recostó sobre el duro lateral de madera del carro tratando de pensar, pero el persistente dolor de su cabeza pronto le hizo considerar que sería mejor tratar de descansar y, quizá, dormir un poco.
Dolor.
Un dolor que la atormentaba, martilleando su cerebro, extendiéndose por sus miembros hasta la punta de los dedos de sus manos y sus pies. Un dolor que transformaba en un velo de color rojo lo que debería ser la negrura de sus párpados cerrados. Un dolor eterno, que remitía sólo para volver con renovadas fuerzas, alimentándose de la verdadera esencia de su ser, debilitándola a ella al mismo tiempo, hasta el punto de que el débil hilo de sus pensamientos amenazaba con romperse. Quizás eso fuera lo mejor que pudiera pasarle; perder la consciencia, no sentir... no padecer.
A veces Milena era vagamente consciente de lo que sucedía a su alrededor. Oía lamentos de voces que no podía reconocer, entremezclados con aullantes gritos de dolor. Otras veces se sumía en un profundo sopor del que salía débilmente después de lo que parecía una eternidad.
En una de esas ocasiones en las que estaba un poco más despierta, sintió cómo alguien le cogía la cabeza con rudeza y unos dedos le tapaban la nariz hasta que la necesidad de respirar la obligó a abrir la boca. Un brebaje espeso y caliente bajó entonces por su garganta. Tosió, quiso expulsarlo, pero las mismas manos le cerraron con fuerza la boca hasta que llegó a su estómago.
Poco después sus limitados sentidos se fueron embotando. El dolor se fue apagando hasta no ser más que un funesto recuerdo. Los sonidos de su entorno se amortiguaron, apartándose tras una pared intangible. Al dolor le sustituyeron una sensación de extrema debilidad y un fuerte mareo. Luego esta sensación remitió y el sueño se fue apoderando de ella. Tras todo lo que había sufrido, no tardó en rendirse y su consciencia se apagó hasta que no quedó de ella más que un punto luminoso, allá arriba en la negrura de su cabeza.
Soñó.
Al principio se sucedieron imágenes inconexas que se escurrían por entre los resquicios de su mente. Algunas de ellas eran familiares, rostros de personas a las que había conocido y lugares en los que había estado. Trató de aferrarse a sus recuerdos, pero las más de las veces la asaltaban imágenes de personas o lugares completamente desconocidas. Y eran éstas las que en mayor medida la sobrecogían, pues sin duda eran las más vívidas. Los detalles cobraban importancia, los colores eran tan brillantes, el aire refrescaba su rostro tan agradablemente...
Algo en su interior se rebeló obligándola a pensar que aquello que estaba viendo no eran más que los sueños de un delirio provocado. Sin embargo, ¡era tan fácil dejarse llevar! El inigualable sentimiento de libertad la compensó de todos los sinsabores de las últimas horas. Y pensó que no hacía daño a nadie, que incluso si así fuera ya nada importaba.
¿Qué era lo que Milena veía en sus sueños?
Caminaba ascendiendo por la suave ladera de una colina baja, sus cabellos y su vestido ondeando al viento, el sol sobre el rostro, la frescura de la hierba bajo sus pies descalzos. Creyó haber caminado durante horas, pero no estaba cansada. En absoluto. Deseaba llegar a la cima y ver qué había más allá.
Y ese deseo la llevó en volandas y la depositó en la parte más alta de la colina. Y desde allí vio lo que le pareció la ciudad más bonita de todas las Ciudades de las Llanuras Centrales. Los rayos del sol vespertino arrancaban vivos reflejos de los tejados dorados. Los minaretes, altos y delgados como agujas, amenazaban al cielo, orgullosos. La impresionante mole de las murallas rodeaba la parte alta, dejando los arrabales fuera de su protección. Justo frente a ella pudo ver la puerta principal de la ciudad, de oro macizo brillando al sol.
La visión cambió repentinamente. El sol se ocultó tras una espesa capa de nubes negras y amenazadoras. El viento tornó de agradable brisa a feroz ventolera que soplaba desde la misma ciudad, agitando sus ropas y su cabello y obligándola a entrecerrar los párpados. Ante sus propios ojos la ciudad comenzó a decaer de tal modo que parecía que era testigo en pocos minutos del paso de quizá cientos de años. El esplendor pasó a ser decrepitud, dondequiera que posara la vista los edifcios parecían abandonados y algunos semiderruidos. La angustia se apoderó entonces de Milena causándole un fuerte desasosiego que hizo palpitar su corazón acaloradamente durante unos instantes.
Fue justo entonces cuando un insoportable hedor explotó en su nariz. Era el hedor de la muerte, la podredumbre y la decadencia. Sintió náuseas y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no caer desplomada sobre la hierba. Pero se obligó a permanecer de pie y con los sentidos alerta. Y fue cuando percibió lo que hasta entonces había pasado por alto.
En lo más alto de la más alta torre de la decrépita ciudad ondeaba un gastado estandarte. A pesar de la distancia era consciente de hasta el más pequeño detalle que lo adornaba. El pánico amenazó con dominarla, pues no en vano estaba mirando a los ojos del Dragón Blanco de Milas, la Ciudad de los Esclavos, cuyo solo nombre basta para hacer prender el temor incluso en el corazón más valiente.
Y entonces una niebla lo cubrió todo con un pesado manto gris. Parecía incluso que el aire se había vuelto sólido, tal era la espesura de la bruma. Su respiración se volvió rápida, aspirando cada bocanada de aire como si fuera la última. Forzó la vista hacia delante, y si bien al principio era incapaz de atisbar lo que había más allá de un palmo de sus narices pronto la niebla comenzó a disiparse. Pero la ciudad de Milas ya no se encontraba ante ella. Ni estaba de pie sobre una colina.
Se encontraba ahora sobre la cima de una escarpada montaña cubierta de nieves perpetuas. La ventisca rugía a su alrededor y arrastraba grandes copos blancos que caían sobre ella. Pero Milena no sentía frío, y apenas era consciente de lo que la rodeaba. Porque todo lo que abarcaba su vista era una inmensa llanura negra con grandes áreas blancas de nieve, y la tierra estaba cubierta por una gruesa capa de nubes que no dejaban pasar el sol. Aquí y allá corrían estrechos ríos de color carmesí, por los que fluía la piedra fundida, lenta y parsimoniosamente.
A lo lejos creyó percibir unas sombras que se desplazaban en su dirección, negro recortado sobre el gris del entorno. Se maravilló de que pudiera percibirlas a tal distancia, pero inesperadamente las apreció más y más cercanas, tardando en comprender que era ella la que viajaba a una velocidad inimaginable hacia su encuentro. Entonces las sombras cobraron volumen y sustancia, y vio que eran hombres de armas. Y se acercó aún más, hasta que pudo distinguir sus rostros con facilidad. Tres de ellos iban a caballo, uno más adelantado que los otros dos. Tras ellos rodaba penosamente un traqueteante carro de madera, escoltado por seis hombres fuertemente armados.
Dirigió su atención hacia el que parecía ser el jefe del grupo por ir en vanguardia. Un hombre joven, de facciones suaves y agradables, labios finos y nariz recta. Pero a pesar de esta belleza física, tuvo repulsión de él, pues cuando se fijó en sus ojos vio que eran inexpresivos y fríos. Y estuvo plenamente segura que si este hombre tenía alma, ésta sería igualmente fría y negra como un pozo sin fondo y sus sentimientos estaban subordinados a unas agudas inteligencia y malicia. Sin embargo, aunque lo intentó no pudo apartar la mirada de él, pues el aura que le rodeaba era poderosa y destilaba confianza. Entonces el hombre levantó una mano enguantada, haciendo que Milena admirara a su pesar la fluidez de movimientos del cuerpo del jinete.
La comitiva detuvo su marcha; jinetes, carro e infantes. Sin volverse a comprobar si era obedecido, el hombre bajó de su caballo, dándole unas palmadas en el cuello y tendiéndole las riendas a otro de los jinetes, que había descabalgado con rapidez para asistirle. Entonces se dirigió al resto de los soldados, pues Milena no dudó que eso eran, con una voz firme y sorprendentemente atractiva.
-¡Bajadle!-
Dos hombres se apresuraron a cumplir la orden y dejando sus armas a un lado se encaramaron al carro. Uno de ellos rebuscó entre sus ropas y seguidamente se agachó, manipulando lo que parecía ser un grueso objeto metálico. Entonces su compañero le ayudó a tirar de él, no sin gran esfuerzo. Una tercera figura se alzó por encima del borde del carromato, resultando ser el hombre más alto y fornido que Milena había visto nunca. Sacaba la cabeza y más a cualquiera de los dos hombres que estaban junto a él, y su corpulencia doblaba la de ellos.
Sus muñecas estaban aprisionadas por gruesas argollas de hierro y una cadena las unía, fabricada con gruesos y pesados eslabones. Supuso que también los pies del gigante estaban impedidos de alguna forma por la dificultad con la que caminaba y se apeaba de la caja, seguido prudentemente por sus guardianes. Entonces se fijó Milena en su rostro, duro y curtido, enmarcado por su larga cabellera rubia, ahora enmarañada y sucia. Y sin embargo era joven, quizá tanto como ella misma, pues apenas había comenzado a crecerle la barba. Y sus ojos eran claros y dulces, algo melancólicos, pero ilumnados por la fuerza vital del gigante. Vencido y prisionero como estaba algo lo distinguía de los demás. Quizá fuera su porte orgulloso a pesar de las penalidades. O puede que se debiera a que los otros parecían apabullados por su imponente físico. Milena no pudo por menos de comparar inconscientemente a este hombre con el jefe de sus captores. Y si uno era la oscuridad, otro parecía ser la luz. Si uno era un pozo sin fondo, el otro desbordaba vitalidad. Si uno era repulsivo a pesar de su aparente belleza, el otro era atractivo en su ruda naturaleza.
Una vez hubo bajado de la caja del carro, otros dos soldados se situaron a su lado con las armas prestas. Mientras uno de los otros dos recuperaba las armas de ambos, el segundo tironeó de la cadena que unía los grilletes del gigante, obligándole a seguirle bordeando el carro hasta llegar a una de las pesadas ruedas de madera. Le indicó que se sentara en el suelo, de cara a la rueda, y el gigante así lo hizo. Entonces él mismo se inclinó sobre el prisionero, sin duda con la intención de asegurar sus ataduras a los radios de la rueda, cuando todo sucedió sorprendentemente rápido.
El joven se hizo a un lado con gran agilidad, pillando a los soldados desprevenidos, y de un salto se situó detrás del que pretendía atarle. Con un movimiento fulgurante enlazó la cadena que unía sus muñecas sobre el cuello del hombre y apretó, estrangulándole. Los otros tres le golpearon entonces con el asta de sus lanzas, tratando de que aflojara la presión sobre el cuello de su compañero, pero él tensó sus poderosos músculos en un último y brutal esfuerzo. Se oyó el crujido de una tráquea rota y pocos segundos después el soldado dejó de forcejear, los brazos flácidos a los costados y las piernas de trapo. El gigante no parecía ser consciente de la lluvia de golpes que los otros le propinaban. Desenrrolló la cadena del cuello del muerto y dejó caer el cuerpo al suelo.
-¡Imbéciles! -gritó el jefe de la partida- ¡Tres contra uno y no sois capaces de reducirle!
Se dirigió a su cabalgadura y de una de sus alforjas extrajo lo que parecía un garrote de algo así como medio metro de largo. A grandes zancadas se acercó al grupo, manipulando el mango de este extraño garrote. Milena vio entonces cómo su extremo empezó a brillar con una, en principio, tenue luz que aumentó progresivamente de intensidad, iluminando unos pocos metros a su alrededor con un fantasmagórico color azul.
El cautivo estaba entonces encarado a los tres soldados que intentaban someterle. Pero había dejado larga la cadena que lo mantenía prisionero y la hacía girar ante sí con rapidez, formando un escudo que ninguno se atrevía a traspasar.
-¡Ríndete, perro! -le espetó el jefe- ¡No tienes ninguna posibilidad! -Milena percibió el veneno en su voz, y admiró al rodeado bárbaro que contra toda esperanza permanecía en pie. Y fue consciente de que el temor emanaba de los soldados y no del muchacho.
Llegados a este punto, el resto de la soldadesca había tomado posiciones alrededor del gigante. Ya incluso alguno de ellos había tomado la decisión de subirse al carro por la parte de atrás, esperando sorprenderle desde una posición favorable. Milena quiso gritar, avisarle de algún modo, pero sabía que de nada serviría y se contentó con observar sin perder detalle.
Y fue cuando sucedió. El jefe indicó a uno de los soldados que se acercara y éste lo hizo, amenazándo al prisionero con su lanza, pero recibió un impacto brutal con la cadena de hierro que le hizo caer de espaldas con el rostro ensangretado. Y antes de que pudiera recuperar la posición y volver a hacer girar la cadena, otro soldado que se encontraba a su espalda, encaramado a la caja del carro, se arrojó sobre él echándole los brazos al cuello e intentando derribarle con su impulso, mientras que los otros dos que quedaban frente a ellos dejaban sus armas y se abalanzaban hacia delante para ayudar a su compañero. Ni bajo el impulso de esos tres cuerpos cayó el gigante. Se tambaleó, sí, pero no cayó. Intentó recuperar el equilibrio al tiempo que golpeaba con sus fuertes puños los cuerpos que le rodeaban. Y abría conseguido deshacerse de ellos si el jefe de los soldados no se hubiera acercado al grupo, empuñando su garrote que ahora brillaba tanto como la luna llena y le golpeara en las piernas.
El golpe no fue especialmente fuerte, sobre todo comparado con los que había sufrido hasta ese momento, pero Milena fue testigo de cómo el bárbaro, al fin, hincaba la rodilla en el suelo gritando de dolor. Ese dolor le llegó a ella como un latigazo, recorriendo su cuerpo hasta los rincones más escondidos.
Sí, hincó la rodilla, y entonces el otro aprovechó para golpearle de nuevo, esta vez en el cuello. Y Milena pudo verle caer pesadamente, como un fardo, con el cerebro inundado por un dolor insoportable.
Estaba arrodillado frente a la Madre, los brazos frente al pecho con las palmas de las manos hacia arriba en el gesto de sumisión del clan, en la habitación central de una pequeña cabaña. Una hoguera en el centro, sobre la que se había situado un gran perol de bronce caldeaba la habitación, expulsando a la noche y al frío perenne del inhóspito territorio conocido como el Profundo Sur.
La anciana se levantó con dificultad, ayudada por dos jóvenes asistentes que la sostuvieron por debajo de los brazos mientras saludaba al portaestandarte arrodillado ante ella. Posó una de sus manos huesudas sobre la cabeza de blancos cabellos del hombre, acariciándolo con cariño. Luego la ayudaron a recostarse de nuevo sobre el montón de pieles sobre las que pasaba la mayor parte del tiempo.
-Vienes a darme una mala noticia -su voz seguía siendo suave y agradable después de todos estos años, pensó -Nunca has sabido mentirme ni ocultarme tus preocupaciones, así que puedes ahorrarte los rodeos... No temas, pues mis asistentes saben todo lo que yo sé... Es necesario para el clan, ahora que siento que las fuerzas me abandonan. -Lo dijo con resignación, como aquél que sabe que su tiempo se ha cumplido y que no queda nada más por hacer.
Elfric alzó los ojos súbitamente, en una clara falta de respeto hacia la Madre. Cierto que de un tiempo a esta parte la había notado más débil, pero ella siempre había quitado importancia al asunto, sonriéndole y calmando su espíritu. Pero ella ya era vieja cuando él no era más que un muchacho aspirante a guerrero, y ya había cumplido los sesenta. El desánimo azotó su espíritu con su aliento gélido, y la sensación de pérdida se hizo aún más grande.
-Madre, se han llevado a Gundor.
Pronunció estas palabras casi sin aliento, temiendo que el sonido de su voz dando a conocer tan funesta noticia fuera suficiente para apagar la débil llama de vida que aún calentaba el frágil cuerpo de la anciana. Ésta tembló levemente, haciendo que una de las jóvenes se inclinara sobre ella y la arropara con una piel curtida de oso, pero ninguna de las tres mujeres pronunció una sola palabra ni parecieron sorprenderse. Sin duda esperaban algo parecido, al verle aparecer sólo en el umbral de la pequeña cabaña.
La Madre suspiró con evidente esfuerzo. Miró a una de sus acompañantes y la hizo un gesto con la cabeza en dirección a Elfric.
-Has hecho un largo camino, amigo mío. Siéntate, descansa y cuéntamelo todo.
El portaestandarte obedeció, agradeciendo con una sonrisa a la muchacha que le ofrecía un cuenco con aguardiente que al primer trago le hizo entrar el calor y desentumecer los músculos. Se habría abandonado a la agradable sensación que le inundó si la pena no pesara aún sobre su corazón. Dejando a un lado el cuenco, comenzó su relato sin omitir ningún detalle, tal y como lo recordaba. La Madre no perdía detalle de sus palabras, mirando fíjamente sus labios como si pudiera leerlas al salir de ellos. Por la cabeza de Elfric pasó el pensamiento de que la Madre podía ver su mente tan claramente como el horizonte en uno de los escasos días claros de su tierra natal. Cuando finalizó de contar los sucesos, las lágrimas brotaban de sus ojos, resbalando sobre sus arrugadas mejillas.
-Y ahora, Madre, me presento ante ti habiendo fracasado en mi misión, deshonrándome a mí, a mi familia y a mi clan. Hace doce años perdí al padre; hoy he perdido al hijo, al que he criado como si fuera de mi sangre. -Inclinó la cabeza sobre el pecho, dejando que sus cabellos nevados ocultaran su rostro a la vista, pero en el silencio de la habitación el sonido de su llanto era claramente audible.
-En verdad son malas noticias, hijo mío, y más ahora que faltan pocas lunas para que el Consejo de las Madres se reúna al fin y decida quién será declarado Rey del pueblo de los Fieles. -Respiró con dificultad- Es un duro golpe para todos nosotros que tantas esperanzas habíamos puesto en él. Pero no todo está perdido, pues aún no sabemos si Gundor está vivo o muerto.
-¡Yo lo buscaré, Madre, y lo traeré de vuelta ya sea vivo para coronarlo o muerto para subirle a la pira! -Elfric habló entre sollozos, esperando que la débil esperanza de la anciana se cumpliera, como otras tantas veces.
-¡No, mi buen Elfric, te necesito a mi lado! -dijo afectuosamente la mujer-. Noticias tan graves deben ser escuchadas por las Madres de los otros clanes y tú eres el encargado de protegerme, pues no son tiempos seguros ni siquiera para nosotras. -Le miró con determinación, y luego se dirigió a sus asistentes-. ¡Preparáos, niñas, pues salimos hacia el lugar del consejo! ¡Enviad mensajeros a los clanes para que convoquen una reunión en el plazo de una luna, y una partida de guerreros escogidos debe ahora partir en busca de Gundor! ¡Debemos actuar con rapidez y evitar que el Clan del Oso trate de forzar la declaración de Aldir como Rey! -Suspiró con resignación, mientras las muchachas se apresuraban a cumplir sus órdenes.- ¡Quieran los Inmortales que no sea demasiado tarde!
Las jóvenes salieron de la cabaña a dar las indicaciones pertinentes, dejando sólos a Elfric y a la anciana.
-No te tortures más, hijo mío. Tú no tienes la culpa, pues presiento que algo o alguien ha dirigido los acontecimientos en la sombra.
-Madre, ¡he fallado en proteger a mi Rey! ¡No hay nada peor que eso! -Elfric alzó la voz y miró a la mujer con ojos enrojecidos por el llanto. -Mi vida estaba orientada a una sola labor, ¡y he fallado! Pero haré lo que debo hacer para restablecer el honor del Clan.
Los ojos de la anciana se ensombrecieron. Posó su mano en la rodilla del hombre y apretó, tratando de infundirle ánimos.
-Sabes que no es necesario, pues sabes que te estimo más que a cualquier otro, viejo amigo. -Sonrió, y su rostro se iluminó con una luz que inundó el corazón de Elfric -¡Tienes que ser el báculo en el se se apoye mi cansado cuerpo!
En el exterior de la cabaña se oyeron pasos apresurados, llanto de mujeres y entrechocar de escudos con espadas, hachas y lanzas. El Clan del Lobo había perdido a su Rey, pero aún quedaba una esperanza. Cuando la Madre salió, su pequeña y frágil figura empequeñecida por la imponente del portaestandarte del clan, en cuyo brazo se apoyaba, el rugido de las gargantas de los hombres ahogó cualquier otro sonido. Elfric se sorprendió al presenciar la fe de su pueblo, y lloró al oir sus palabras.
-¡Elfric, tráenos a Gundor! ¡Tráenos al Rey!
5. Muerte en Landemath
"En las orillas del Mar del Nacimiento se asoma Landemath, la Ciudad Abierta. Cuando las Ciudades sellaron los Pactos entre ellas, surgió la necesidad de disponer de un puerto franco del que todas pudieran disponer sin trabas, y así nació esta urbe que permite el comercio libre entre las potencias de Zéned.
Pero ahora es ella misma una de aquéllas de pleno derecho, con un asiento en el Consejo de las Ciudades y control sobre las llanuras de Istrunia según ordena el Tratado. Porque su poderío no es militar, sino económico, y pocos son los notables de las Ciudades que no deben dinero a algún prestamista de Landemath. Y así las familias influyentes de la ciudad dirigieron su política a obtener beneficio de tan privilegiada posición, y constituyeron una oligarquía que gobierna sin discusión en Landemath.
Pero su cabeza visible es el Murat de los mercaderes de Landemath, Ander Drabben, ya anciano pero aún enérgico, que gobierna con mano firme el rumbo de su ciudad mientras que con la otra allana el camino de su hijo y heredero Anderin Drabben. Porque si bien su cargo es electo y vitalicio, la opinión del murat saliente tiene gran peso en las decisiones del Consejo.
Y es el caso que Landemath está dispuesta a aprovechar su oportunidad, a pesar de la prudencia de Iramar, la fuerza de Sothilion y la envidia de Milas..."
La titilante luz de las estrellas apenas era suficiente para iluminar el camino a través de las ramas de los árboles y evitar que tropezase. No sabía cuánto hacía que estaba corriendo, perdida la noción del tiempo. Lo único de lo que era consciente era de su cansancio. Las piernas le pesaban como el plomo, tenía los pies doloridos y quizás ensangrentados dentro de sus botas, la espada en su mano izquierda le pesaba tanto que tiraba de él hacia el suelo. La cota de malla no cubría ya su torso, abandonada varios kilómetros atrás.
Una raíz le hizo trastabillar al tropezar con ella, cayendo al suelo jadeante por el esfuerzo. Pensó descansar aunque sólo fuera unos instantes, aunque era consciente de que estas cortas pausas que le permitían recobrar algo el aliento se estaban haciendo demasiado frecuentes. No tardaría en derrumbarse, incapaz de levantarse de nuevo, y ellos le alcanzarían. Todavía estaba fresca en su memoria la última vez que se detuvo, como ahora, a descansar: entonces uno de los perros que seguían su rastro apareció de improviso entre los matorrales, dándole apenas tiempo de atravesarlo con su espada y huir. Ni siquiera lo había escuchado acercarse debido al agotamiento, y se había jurado que no volvería a suceder.
Se recostó en el tronco de un árbol, con la espada entre las piernas, y cerró los ojos mas los abrió al cabo. No podía permitirse el lujo de caer dormido; no cuando de ese sueño dependía su vida.
Miró nerviosamente a su alrededor, escuchando, en busca de cualquier signo que aconsejara volver a ponerse en marcha. Ningún ruido extraño perturbaba la paz del bosque, por lo que supuso que había aumentado considerablemente la ventaja que llevaba a sus perseguidores. Se relajó visiblemente y, a fin de mantenerse despierto, revivió en su memoria el inicio de su odisea.
Todo había comenzado tiempo atrás en la ciudad costera de Landemath, la más grande de Zéned y situada a unos veinte días de camino al noroeste de Iramar. Caminaba por el puerto a altas horas de la noche y a nadie más se veía entre los barracones o en los barcos fondeados. La luna llena arrojaba su luz sobre el caminante permitiéndole seguir su camino sin dificultad.
Incapaz de dormir había decidido dar un paseo junto al mar y desde la playa sus pasos se habían dirigido hacia el puerto. Había dejado en su habitación de la fonda todo su equipaje, excepto la espada que pendía de su cinturón y la recia cota de malla que llevaba oculta bajo su jubón.
Se disponía a volver sobre sus pasos cuando un ruido procedente de los almacenes situados frente a él llamó su atención. Intrigado, se acercó cautelosamente hasta lo que era un mísero y oscuro callejón que hedía a pescado podrido y quién sabe qué cosas peores. Reprimiendo las náuseas que le asaltaban permaneció expectante y, no percibiendo nada fuera de lugar, dio media vuelta a fin de continuar su camino cuando a sus espaldas le pareció escuchar un furtivo ruido de pasos que se acomodaban al ritmo de los suyos. Se detuvo, sin escuchar nada tampoco esta vez. Miró a su alrededor sin que nada llamara su atención, pero no hizo sino reanudar sus pasos cuando se dio cuenta de que le acompañaba su escurridizo acompañante.
Decidió no darse por enterado y apresuró el paso, intentando llegar a un lugar más propicio para defenderse, más iluminado y con más espacio para esgrimir la espada caso de que sus sospechas resultaran acertadas. Esta decisión pudo haberle costado la vida y de ello era consciente ahora casi quince días después si la suerte no le hubiera sonreído aquella noche; su perseguidor, quizá confiado por la inesperada candidez de su presa, dio un paso en falso emitiendo un gemido de asco cuando las fétidas vaharadas procedentes del cuerpo gelatinoso que había pisado alcanzaron sus fosas nasales.
Alertado ya sin lugar a dudas desenvainó su espada y se aprestó a enfrentarse con su desconocido asaltante. Ante sus ojos se erguía una figura enlutada casi por completo, excepto una pequeña banda que permitía verle los ojos, azules y fríos, que le miraban con una malignidad tal que hizo que se le erizaran todos los pelos de su cuerpo.
-¿Eres tú el Centinela llamado Duncan? -La voz del desconocido era tan fría como sus ojos, y le atravesó como un punzón de hielo.
-¿Quién quiere saberlo? -A pesar de todos sus esfuerzos no pudo evitar un leve temblor en su voz.
-Tu verdugo.
Y se abalanzó sobre Duncan mientras éste era consciente de un brillo metálico en la mano derecha de su agresor. Se movía tan rápido que el Centinela no pudo evitarlo a tiempo sintiendo como el puñal se hundía en su pecho, atravesando la cota de malla y alcanzando la carne. No obstante tuvo tiempo de hundir su espada con fuerza en el pecho del hombre, ahogándolo en su propia sangre. Cayó silenciosamente sin siquiera un gemido, al tiempo que la vida se escapaba de sus ojos. Duncan permaneció allí de pie, observando el cuerpo del hombre al que acababa de matar, tambaleándose por el hedor y la pérdida de sangre.
El puñal permanecía clavado en su pecho, reluciente, mientras la herida sangraba copiosamente. Llevó una mano a la empuñadura y tiró de él; un dolor lacerante, insoportable, recorrió su espina dorsal al tiempo que la hoja, que había entrado con suavidad, desgarraba brutalmente su carne al salir. Cuando lo hizo por completo la herida presentaba un feo aspecto: el orificio estaba enormemente ensanchado y la sangre salía a borbotones con cada latido de su corazón. Tambaleándose, intentó llegar a un lugar más despejado, mas pronto la negrura cubrió su visión perdiendo el sentido. Nunca supo cuán lejos había llegado.
La muerte se sentó cerca de él, muy cerca. Podía sentir cómo le tendía su gélida mano. Sin embargo varias veces escuchó una voz amable y dulce que tenía la virtud de hacer que se aferrara a la vida con tanta fuerza que la Señora de la Noche hubo de retirarse de forma definitiva de su lecho.
Por primera vez fue consciente de su entorno. Estaba acostado en una cama, algo dura pero cama al fin y al cabo; un dolor sordo recorría su cuerpo, recordándole la grave herida que había sufrido. Estaba vivo, por lo que supuso que por un lance de la fortuna la hoja no había alcanzado pulmones o corazón.
Abrió los ojos y, tras habituarse a la luz que le bañaba el rostro, pudo recorrer con la vista el lugar en el que se encontraba: era una habitación pequeña, cuyo único mobiliario parecía ser la cama en la que se encontraba, una cómoda y un pequeño armario, quizás un ropero, todo bastante desvencijado. La luz provenía de una ventana situada frente a la cama. Agradeció los rayos de sol que reconfortaban su cuerpo, animándole a vivir.
A su derecha estaba sentado un chiquillo de unos doce años sobre una silla alta, con la cabeza recostada sobre el pecho; estaba dormido. Un espasmo de dolor hizo que un quejido escapara de sus labios, despertándose el niño. Le miró con los ojos abiertos por el asombro y, levantándose de la silla, echó a correr gritando:
-¡Madre! ¡Se ha despertado! ¡El hombre se ha despertado!
Aún demasiado débil para incorporarse, Duncan optó por esperar acostado cómo se desarrollaban los acontecimientos. No tuvo que aguardar demasiado, puesto que pronto volvió el chiquillo acompañado de una mujer, seguramente su madre. No tendría más de treinta años, aunque el trabajo continuo y fatigoso había dejado palpables huellas en sus manos y rostro. No era hermosa, aunque no dejaba de presentar un cierto atractivo, con una melena larga y negra y ojos oscuros, grandes y profundos.
-¿Cómo os encontráis, señor?
Duncan reprimió un respingo que hizo que otro ramalazo de dolor recorriera su cuerpo. La voz de la mujer era la que tantas veces había oído en sus sueños y desvaríos, la voz más amable, dulce y hermosa que había escuchado en su vida. Entonces supo quién le había rescatado de la oscuridad y a quién debía la vida. Por eso sonrió al contestar.
-Mucho mejor, aunque todavía demasiado débil, me temo.
-Es normal; la herida de su pecho era muy grave -la mujer apretaba contra sí a su hijo mientras hablaba -Me llamo Janice y éste es mi hijo, Horst. -También sonrió, y con esta sonrisa su rostro ganó en belleza.
-Yo soy Duncan, de Milas. Pero dime, ¿cómo he llegado hasta aquí? No recuerdo nada desde que me atacaron en el puerto. -Notando que la mujer estaba nerviosa no dejó de sonreírle. Saltaba a la vista que le consideraba un noble, pues en sus ojos había reflejado un profundo respeto, acrecentado al oír el nombre de la Ciudad de las Maravillas.
-Mi hijo os encontró en el puerto hará nueve días; estabais caído en el suelo, muy malherido y habiendo perdido mucha sangre. Os trajo a casa con ayuda de unos amigos; también vuestra espada y un puñal que había junto a vos. -Con un gesto le indicó las armas, junto a la silla en la que el niño se había sentado a velar su sueño.
Los pensamientos fluyeron a raudales por su mente. Quién era su atacante y cómo supo su nombre. Más importante aún era el hecho de que sabía que era un Centinela. Siempre viajaban de incógnito, pues la publicidad sería perjudicial para la labor que desempeñaban, pero el desconocido parecía estar al corriente de todo cuanto a él se refería, incluso de que aquella noche había salido a pasear. No cabía duda de que le habían seguido hasta encontrar el lugar propicio para el ataque. Estaba seguro de que esto confirmaba las sospechas de Gilles; el astuto Gilles de Blaise le había informado de que algunos Centinelas habían sido atacados, aunque sin éxito y siempre en lugares apartados de las ciudades o las villas. Juntos habían decidido que emprendiera este viaje hasta la Ciudad Abierta en busca de información, más fácil de encontrar aquí que en otros lugares. Nunca pensaron que fueran quienes fuesen sus enemigos se atreverían a actuar en una gran ciudad. Tanta audacia sólo podía pertenecer a una organización: el Gremio. Un escalofrío le hizo estremecerse: pocos hombres habían tenido la fortuna de haber sido atacados por estos asesinos y vivir para contarlo; de hecho sus honorarios eran tan exhorbitados que no eran muchos quienes podían permitirse dormir tranquilos sabiendo que sus enemigos eran historia.
Intentó incorporarse, pero la herida aún no estaba cerrada y el dolor, junto con un persistente mareo, le hizo desistir. Janice se apresuró a ayudarle con el rostro marcado por la preocupación.
-No debéis intentar levantaros aún, buen señor. -le dijo -Vuestra herida no ha sanado y estáis muy débil.
-He de irme cuanto antes. -replicó Duncan en cuanto el dolor le permitió articular palabra -La otra noche no fui víctima de un robo. Intentaban matarme ¿entiendes? Es muy probable que ahora mismo me estén buscando para terminar su trabajo. Si me encuentran aquí, tu vida y la de tu hijo no valdrán más que la mía.
Pero ella insistió tanto, indicándole que no estaba en condiciones de partir y que estaba segura que nadie sabía dónde estaba, que Duncan acabó por convencerse. Tan deseoso estaba de encontrar unos momentos de paz que en ningún caso se planteó otra posibilidad.
Pasaron varios días en los que Duncan mejoró a ojos vista. Su herida se cerró y el dolor remitió, en gran medida gracias al fuerte vendaje que Janice le ayudaba a colocarse cada mañana. Pronto pudo levantarse de la cama y, aunque al principio ella no se lo permitía, ayudar en las labores de casa. Y un poco más tarde se animó a salir a la calle, ayudado por Horst, y dar paseos cada vez más largos. Fueron días felices, pues madre e hijo eran una dulce compañía y se sentía reacio a dejar que salieran de sus vidas. Pero poco a poco una sombra fue oscureciendo su ánimo, haciéndole sentirse culpable de la situación; y el miedo a que su presencia fuese un peligro para ellos fue convenciéndole de la necesidad de irse para no volver.
-Janice, he decidido que mañana me iré. -le dijo una noche después de cenar -ya estoy repuesto y creo que os he puesto en peligro durante demasiado tiempo.
La mujer bajó los ojos. También a ella le agradaba su compañía, que había traído algo de alegría a sus vidas. Una lagrima resbaló por su mejilla, pero no dijo nada. Duncan le cogió de la barbilla, haciendo que sus ojos se encontrasen con los de él. Sonrió, aunque malditas las ganas que tenía de hacerlo.
-En otras circunstancias no habría dudado en quedarme con Horst y contigo -le dijo -pero no es posible. No me perdonaría que os pasara algo. Mañana iré a la posada y recogeré mis cosas. -le acarició la mejilla y ella asintió, en silencio.
Recordó con amargura lo proféticas que resultaron ser sus palabras. Cuando volvió al día siguiente a despedirse de ellos los encontró yaciendo en el suelo, sin vida, las gargantas abiertas en medio de un charco de sangre. Junto a ellos, una nota: "Tú eres el culpable".
Aquel día lloró junto a sus cuerpos lágrimas de rabia y de dolor. Y ahora, a pesar del agotamiento, las lágrimas volvieron a correr por su rostro. Pero pronto alzó los ojos para darse cuenta de que no estaba solo. Un hombre alto y corpulento le miraba con auténtica atención, sonriente. Vestía una túnica roja sobre unos calzones del mismo color. El humor brillaba en sus ojos y una carcajada resonó en la noche.
-Por fin te encuentro. Hace mucho tiempo que ando tras de ti. -dijo con una voz cargada de ironía -Has sido una molestia más difícil de solventar de lo que pensaba. Me has hecho perder dos hombres muy valiosos.
Duncan hizo un esfuerzo y se puso en pie, apretando la empuñadura de su espada con la mano izquierda con tal fuerza que los dedos se pusieron blancos. Miró a los ojos del hombre, pero no contestó.
-Debes sentirte muy cansado para no hablar, ¿no es cierto? -Hizo una señal hacia alguien situado a su izquierda y dos hombres más aparecieron en el claro, vestidos totalmente de negro como aquél otro en el puerto, aunque sin ocultar su rostro. Dedicaron a Duncan una breve mirada gélida y desenvainaron sus cimitarras.
-Mira a los ojos de la muerte, Duncan. ¿No tienes miedo? -
Ambos guerreros atacaron simultáneamente. A duras penas pudo esquivar el tajo que le propinó el de su derecha y asestar un golpe en la cabeza al otro con el plano de la hoja, haciéndole caer al suelo sin sentido. El primero apenas dirigió una mirada a su compañero y reanudó, metódico, su ataque con más fuerza. Tal fue la violencia de los golpes que le asestaba que Duncan, agotado, tropezó y cayó de espaldas, perdiendo su acero y quedando a merced de su enemigo, que le puso el filo de su espada en el cuello.
-Pudiste haberte salvado, pero ¡qué pena! No has tenido suerte -el hombre de la túnica se situó de pie frente a él, permitiendo que viese en su pecho el sinuoso símbolo del Gremio de los Alquimistas.
Duncan bajó entonces los ojos, asumiendo su derrota. Mas en un arrebato de orgullo alzó su rostro hacia su enemigo y habló por vez primera.
-Podréis acabar conmigo, pero sabed otros muchos vendrán tras de mí. Harías bien en mirar a tu espalda cada noche antes de irte a dormir, no sea que alguien esté esperándote para hacer lo que yo no he podido.
El hombre rió entonces con ganas. Parecía realmente divertido por las palabras del Centinela y ni mucho menos amedrentado.
-Te equivocas, querido amigo. Muchos de tus amigos Centinelas han caído ya, y otros lo harán sin duda. Pronto Gilles y Durfon caerán y nadie podrá impedir que Iramar sea vencida. Pronto su orgullo será pisoteado y Milas tomará de nuevo el lugar que le corresponde. Pronto Khitar hincará la rodilla y los hijos de Sothilion llorarán a sus padres, y las mujeres a sus maridos. Como tú lloraste a la mujer y al chico en Landemath...
-¡Perro! ¡Fuiste tú! -Duncan trató de incorporarse, pero un golpe brutal del guerrero de negro con la empuñadura de su cimitarra acabó con él vencido en el suelo con la boca partida, sin poder hacer nada más que gritar de rabia.
-¡Basta de hablar! ¡Ha llegado tu hora!
A un gesto suyo el guerrero se apartó de ellos. Comenzó a gesticular y a canturrear en un idioma pocas veces escuchado por oídos que no pertenecieran al Gremio de Alquimistas.
-¡Con el alquimista está el aire! -gritó, al tiempo que sacaba un puñado de polvo blanco de un saquito y lo soplaba sobre Duncan.
-¡Con el alquimista está el agua! -y a una orden el guerrero vació una redoma de agua encima del caído que, empapado, les miraba sin moverse.
-¡Con el alquimista está la tierra! -dijo mientras extraía una barra pequeña de sustancia alquímica de entre los pliegues de su túnica -Te prometo que tu muerte no será plácida, amigo mío. ¡Observa el inmenso poder que voy a desatar sobre ti! -con un gesto teatral arrojó la barra sobre el cuerpo de Duncan.
-¡Con el alquimista está el fuego!
Estalló entonces una intensa llamarada que se extendió en un instante por todo el cuerpo del Centinela. Se oyó un grito desgarrado, mezcla de dolor y miedo mientras que el Alquimista, observando con placer cómo se consumía el cuerpo mancillado reía, elevando su tono por encima de las llamas y los gritos.
Minutos después, el cuerpo que había sido Duncan no era más que un montón de cenizas sobre las que brillaba a la tenue luz una hermosa piedra verde que no había sido consumida por el fuego. Era una de las Piedras de los Centinelas, que todos llevan encima y que utilizan para identificarse. El alquimista la recogió, limpiándola de polvo y hollín, admirando su serena belleza y, sonriendo nuevamente la guardó.
-Ya es la hora. ¡Ha empezado la caza!
La comitiva llegó al lugar del consejo en menos tiempo del que cabría esperar. Elfric iba en cabeza con aderezo de gala y llevando en alto, orgulloso, el negro lobo del clan aullando a la luna negra, pues era su derecho como portaestandarte del Clan del Lobo y aún no había llegado la hora de dar el relevo. Tras él, diez guerreros escogidos y fuertemente armados formaban la escolta de honor de la Madre. En el centro de la pequeña comitiva cuatro fornidos jóvenes del clan llevaban a hombros la litera donde descansaba la anciana, visiblemente fatigada aunque animosa. A sus lados caminaban dos muchachas que se encargaban de cuidar a la mujer, atendiendo a su gesto más mínimo.
Se detuvieron junto a un riachuelo, teniendo a la vista la colina del consejo. Los muchachos bajaron la litera depositándola en el suelo, mientras Elfric clavaba el estandarte en el suelo y los hombres se apresuraron a montar la tienda de la Madre.
Las muchachas ayudaron a incorporarse a la mujer, dándole sus brazos como apoyo. Parecía frágil, pensó Elfric con el corazón en un puño, pero intentó sacudir los malos pensamientos de su cabeza. Habían llegado con el propósito de defender los derechos de Gundor como Rey de todos los clanes, al tiempo que esperaban que los grupos de guerreros esparcidos por todo el Profundo Sur dieran con él, vivo o muerto. No escatimarían esfuerzos ni sufrimientos para lograrlo, él el primero.
-Hijos míos, -dijo la anciana -descansad. Yo puedo esperar a que reposéis de la fatiga del camino. Esta noche no hace tanto frío. -un escalofrío del pequeño cuerpo desmintió las despreocupadas palabras. Elfric se dio cuenta de ello y arengó a los guerreros.
-¡Vamos, hombres! ¿Es que nos preocuparemos de nosotros mismos antes que del bienestar de una Madre de Clan? ¿Qué dirían los demás clanes si llegaran y nos vieran descansando mientras nuestro más amado bien sufre incomodidad?
Los hombres pusieron más brío en la tarea, terminando de levantar la tienda. Las mujeres colocaron pieles en el suelo y se acomodó la litera a modo de cama. Entonces Elfric se acercó a la anciana y la levantó sin esfuerzo, llevándola en brazos hasta ella, acostándola y arropándola con devoción.
-Hemos sido los primeros. Descansa ahora, Madre, hasta que lleguen los demás clanes.
-¡Buen Elfric! -dijo con dulce voz, pasándole una mano nudosa por su arrugado rostro, acariciándole la barba -¿qué haría yo sin ti? -Y suspirando se arrebujó bajo la piel que la cubría, quedándose dormida.
Elfric se acercó entonces a las muchachas y habló en voz baja, para no molestar el sueño de la mujer.
-Cuidad de que nada le falte, y no dudéis en avisarme si algo la perturba.
-Déjala a nuestro cuidado, fiel Elfric, -dijo una de ellas, mirándole con bellos y extraños ojos malvas en su blanco rostro -y no temas, pues hará lo que debe hacer antes de descansar por siempre.
-Nuestras esperanzas van con ella, lo sabes. -dijo él, pesaroso -¡Ojalá Gundor estuviera aquí!
-Esto es una prueba para todos nosotros. Los Inmortales quieren saber si somos dignos de dar un Rey a nuestro pueblo. -dijo ella - Y vete a descansar, pues creo que te necesitaremos llegado el momento de la decisión del consejo. -hizo que Elfric se agachara, pues apenas llegaba al pecho del hombre, y le besó dulcemente en la frente.
Él se despidió con un gesto y salió a la fría noche. El cielo estaba encapotado y apenas veía a su alrededor. Se acercó a la hoguera que habían encendido sus hombres y se sentó a calentarse.
-¡Ojalá Gundor estuviera aquí!
6. Un banquete especial
"...La Ciudad de las Maravillas la llaman unos, mientras que por parte de otros muchos se la conoce como la Ciudad de los Esclavos; es Milas la Cruel en boca de otros, pero simplemente Milas para sus habitantes.
Según los eruditos es la ciudad más antigua de las Llanuras Centrales de Zéned, quizá fundada, si las leyendas son ciertas, hace más de mil años cuando los Hombres aún vivían en aldeas y poblados cerca del Mar del Nacimiento a cuyas orillas se asoma hoy Landemath.
Y así comenzó Milas, poco más grande que sus vecinas. Pero con el transcurrir de las generaciones sus habitantes han hecho de ella lo que hoy es. Porque pronto se dieron cuenta de las oportunidades que las Llanuras Centrales ofrecían ante sus ojos, y vieron que los demás hombres eran débiles, o al menos no tan decididos como ellos. Y arrasaron a sangre y fuego las tierras vecinas ampliando sus dominios, convirtiendo en esclavos a los cautivos, acumulando riquezas y poder, para llegar a ser la Ciudad que un día dominaría el continente.
Y fue en estos tiempos de prosperidad cuando Milas se embelleció con edificios resplandecientes, cubiertos de metales y piedras preciosas. El esplendor de su corte no tiene rival en el mundo conocido, las riquezas fluyen como el agua. y la envidia crece a la par, aumentando el número de sus enemigos.
Pero los milesios, ante tal avalancha de riquezas y bienestar acabaron cediendo a la holganza, acomodándose y perdiendo el ímpetu de antaño. Y así fue que el ejército de Milas pasó de estar formado por gente de la ciudad a ser un grupo de mercenarios que luchaban por oro y no por defender sus hogares y sus tierras. Pero el ritmo de conquistas no cedió, y el flujo de esclavos no disminuyó.
Porque sabed que hoy habitan en Milas casi un millón de almas, de las cuales tres cuartas partes viven en la esclavitud. Y ésta es la clave del apogeo de Milas y de su posterior declinación, pues su orgullo fue mancillado por primera vez cuando un grupo de fugitivos fundó la Ciudad Libre de Iramar hace ya más de trescientos años, resistiendo los repetidos intentos de sus señores para reducirlos de nuevo a su dominio, y humillando a las legiones que contra ella marcharon.
Y es Iramar quien marca la pauta en el continente hoy, y gracias a ella y a su general Ermeth pudo Milas sobrevivir a la amenaza kithiana, casi veinte años atrás. Pero este hecho no hizo sino aumentar el odio de los milesios hacia sus antiguos súbditos. Mas las formas aún se guardan en la corte del rey, pues el poder de Iramar es ahora grande..."
La noche caía sobre la gran ciudad de Milas. Ya el bullicio de sus calles disminuía y no tardaría en desaparecer casi por completo a medida que sus habitantes se retiraban a sus casas en busca de descanso.
Cerca de un millón de personas vivía dentro de las impresionantes murallas o en las chozas que quedaban fuera de su círculo protector, en los arrabales donde no habían tenido más remedio que construir sus humildes casas los más desfavorecidos. Y eso con suerte, pues gran parte de ellos acababan sus días como esclavos de algunos de sus vecinos más pudientes. Como sentenciaba uno de los dichos más comunes en la ciudad, más valía a estos desgraciados perder su libertad antes que pasar hambre y morir. Pues si bien la vida de esclavo era dura y sin esperanza, por lo menos tenían tres frugales comidas durante el día, lo cuál era bastante más de lo que se podían permitir siendo libres.
Eran esclavos la mayor parte de los que vagaban por las calles de los distintos barrios a estas horas finales de la tarde. Seguramente debían cumplir los últimos encargos de sus amos tras una dura y fatigosa jornada, una más en sus miserables vidas. Pocas risas se oían, pues en verdad eran pocos los que tenían alguna razón para reír. Andaban encorvados bajo los pesados fardos que transportaban, o presurosos y temerosos del castigo que podían sufrir si llegaban tarde a sus casas, o preocupados de haber hecho todo lo que se les había requerido.
Pero todos ellos llevaban un grueso collar rodeando sus cuellos símbolo de su esclavitud, del que no se podían separar bajo pena de muerte. Estos collares representaban la categoría social de sus dueños. Desde la casta social más baja representada por bastos aros de hierro fundido hasta los más elaborados, de acero y con adornos de plata o de oro, que llevaban los esclavos pertenecientes a las más importantes casas nobles o a la Casa Real.
Según se acerca el viajero al corazón de la ciudad las casas crecen tanto en tamaño como en lujo. Al pie de la muralla exterior se hacinan las casas de los extranjeros, humildes en algunos casos, precarias en otros. Entre ellas se alzaban las posadas más baratas de Milas, poco recomendables para la salud del viajero desprevenido pues no eran desconocidos los casos en que algún huésped se encontraba, para su sorpresa, un palmo de brillante acero en su pecho.
Colindante con aquél se encontraba el barrio de los artesanos, constituido por casas de dos pisos construidas en madera. Generalmente los distintos talleres se abrían a la calle en el piso inferior mientras que el superior se reservaba para la vivienda familiar. Allí se podían encontrar armeros, herreros, tejedores, curtidores, tintoreros, albañiles, carpinteros y otros muchos que vivían de los trabajos que les encargaban el resto de los ciudadanos libres de Milas, los mercaderes o, los más afortunados, los nobles. Los más prósperos se podían permitir el lujo de tener uno o dos esclavos que ayudaran en los trabajos, aunque tampoco era raro que si el negocio no iba todo lo bien que pudiera esperarse, el mismo artesano se convirtiera en esclavo de otro más afortunado.
Los mercaderes, la casta más poderosa de Milas después de la nobleza y, por supuesto, la familia real, construían viviendas que en algunos casos rivalizaban incluso con las de aquéllos. Construidas en piedra y maderas nobles se podían encontrar verdaderas mansiones en las que trabajaban decenas de esclavos para asegurar el bienestar de sus amos. Éstos, adinerados mercaderes enriquecidos por el comercio con las lejanas tierras del continente de Zéned, entre las que se contaban las ciudades de Landemath e Iramar, la ciudadela de Sothilion donde vivían los miembros de la Hermandad, el exótico imperio de Khitar, las pequeñas villas y aldeas de las llanuras de Istrunia e incluso con las distintas tribus y clanes del Profundo Sur. Oro, plata, piedras preciosas, acero y hierro, especias, telas, vino o esclavos eran las mercancías con las que comerciaban, obteniendo generalmente pingües beneficios. Porque los mercaderes de Milas eran famosos por su astucia en los negocios. Por eso no era extraño que dispersos entre las mansiones de sus dueños, se elevasen grandes almacenes de mercancías en los que cada familia tenía las estancias centrales de sus negocios. Y en este barrio se hallaban los mercados más importantes, en plazas abiertas en las que se acumulaban los productos y en las que se sucedían las subastas en la que los mercaderes, tanto locales como extranjeros, pugnaban por conseguir los mejores lotes con los que enriquecerse posteriormente. Tanto se enriquecían que algunos incluso eran capaces de llegar a comprar un título nobiliario al Rey de Milas, siempre necesitado de dinero para financiar sus necesidades.
Y entonces se trasladaban al corazón de la ciudad, en las cercanías de las murallas interiores que rodeaban el inmenso palacio real con todas sus dependencias. Construían grandes conjuntos de edificios a los que convertían en sus nuevas residencias, en estilos que no desentonaban de los de las más antiguas familias nobles que, orgullosas, se contaban entre las más cercanas a la familia real. Grandes mansiones revestidas de mármol, con jardines privados rodeados de altos muros de piedra, estanques con peces de colores traídos de lejanas tierras, animales de compañía, ejércitos de esclavos que estaban pendientes hasta de la más mínima orden de sus amos, grupos de mercenarios que protegían a las distintas familias, llevando la librea de su Casa. El poder de los nobles residía en su proximidad con la Casa Real, el indiscutible amo en Milas; todo lo que sucedía en su ciudad era controlado por el Rey Hlanus a través de su red de informadores, su policía y su ejército. Y gracias a las privilegiadas relaciones que tenían con él, algunos incluso compartiendo lazos de sangre, los nobles de Milas podían ceder a sus vicios, que eran muchos, refinados y variados.
Pero también la ciudad tenía capacidad para dar satisfacción a los sentidos. Desde la multitud de lupanares o establecimientos de masajes, pasando por termas y casas de humo donde se podía disfrutar de la exótica y carísima hierba que, traída por las caravanas expresamente del imperio de Khitar y consumida inhalando el humo en grandes pipas de agua, hacía olvidar sus preocupaciones a los afortunados que se lo podían permitir. Y por si todo esto fuera poco, los ciudadanos libres asistían regularmente al teatro, a las carreras o al inmenso Coliseo donde tenían lugar los distintos juegos en los que los gladiadores luchaban y morían por dinero y fama.
Y en el centro de la gran ciudad, dominando toda su extensión desde la cima de una colina se alza el Palacio Real, tres o cuatro veces mayor que la más grande de las mansiones de las familias nobles. Rodeadas las inmensas moles de los edificios que lo componen por una no menos impresionante muralla de quince metros de alto, con grandes puertas de madera forrada en acero y torreones que se elevan no menos de diez metros por encima del adarve que rodea el perímetro amurallado.
La música se elevaba sensualmente hacia las alturas acompañada por el bullicio y las risas de los comensales, el ruido metálico de las bandejas, el chisporroteo de la hoguera sobre la que se asaban deliciosas carnes llenándolo todo con el aroma de las salsas. El salón de festejos del Palacio Real de Milas era el lugar al que todos los nobles y mercaderes pudientes de la ciudad deseaban ir, pues no sólo las fiestas que allí se daban eran legendarias todo a lo largo y ancho de la ciudad, sino que el prestigio de las familias aumentaba sin parangón al ser consideradas parte del círculo íntimo de Hlanus IV, el voluble Rey de Milas.
Los afortunados comensales invitados por el rey estaban recostados en mullidos cojines alrededor de una mesa baja, larga y ancha, deleitándose con la belleza de las bailarinas, la destreza de los acróbatas o la pericia de los gladiadores mientras degustaban los sabrosos manjares o bebían los vinos que las caravanas de mercaderes milesios habían transportado desde la odiada Iramar. Pero los vinos de Iramar eran tan buenos que el odio se podía dejar aparcado durante breves instantes en aras del placer de los sentidos. Varios esclavos deambulaban por la sala, sirviendo a los distintos personajes sin permitir en ningún momento que ni las elaboradas copas ni los primorosos cuencos estuviesen en ningún momento vacíos de comida o bebida.
Esta noche, en la mesa central ubicada en un pequeño espacio cerrado del salón, el Rey Hlanus estaba bien acompañado por los extranjeros más preeminentes que habitaban en la ciudad de Milas, los representantes de las potencias que rivalizaban con la Ciudad de las Maravillas por el control de las llanuras centrales de Zéned conocidas por Istrunia.
No perdía de vista a ninguno de sus invitados con sus ojos porcinos, hundidos en la masa de carne que era su rostro, de mejillas fláccidas y prominente papada. Los lacios cabellos castaños le caían sobre los hombros, ceñidos a la frente con una cinta de oro batido de tres dedos de ancho. Su inmensa figura estaba vestida con una túnica de seda púrpura bordada con hilos de oro y en sus regordetas manos lucían anillos de oro y plata, con piedras preciosas engarzadas traídas del lejano Profundo Sur. Tras su sitial se encontraban dos soldados fuertemente armados revestidos en cota de malla y una sobreveste en cuyo pecho alumbraba el Dragón Blanco, símbolo de la ciudad. Sus largos cabellos y barbas pelirrojas los denotaban como mercenarios, pero su inflexible mirada y las manos apoyadas en el mango de hueso de las pesadas hachas de combate bastaban para intimidar a los hombres ligeros de corazón. Hlanus sonreía mostrando unos dientes sorprendentemente blancos; la sonrisa de un lobo entre corderos.
-¿Os estáis divirtiendo, señores?- dijo mientras recorría con sus brillantes y astutos ojos los rostros de sus invitados alrededor de la mesa. Las copas se alzaron en respuesta a su pregunta, en mudo brindis de reconocimiento.
Quien pensara que Hlanus era un necio corría el riesgo de sufrir una desagradable sorpresa; no se llega a Rey de Milas la Cruel ni se mantiene luego el trono siendo un inútil. Y todos los que conocían a Hlanus sabían que podía ser muchas cosas, pero nunca un necio. Casi veinte años hacía que guiaba los destinos de la Ciudad con puño de hierro y guante de seda, desde que su padre Hlanus III murió de muerte natural. Pues nada hay más natural para un rey en Milas que aparecer una mañana en medio de un charco de sangre con el vientre hendido por el filo de una daga.
Hlanus era feliz. Veía respeto en los ojos de los comensales sentados a su mesa, incluso en los de aquél joven advenedizo que era el embajador de la odiada Iramar. Pues se habían reunido para cumplir con el traspaso del control de las Llanuras Centrales de Istrunia. Landemath acababa de ceder su turno a Milas. Ante él se abría un amplio abanico de oportunidades, pues durante los próximos diez años su Ciudad sería la cabeza del Consejo.
Allí estaban todos. A su derecha, en el lugar de honor de la mesa central, se encontraba el Murat de los Mercaderes de Landemath, Ander Drabben. Un anciano con profundos ojos negros bajo tupidas cejas blancas como la nieve, del mismo color que su larga y cuidada barba. Una fina diadema de plata ceñía su calva cabeza. Bajo su gobierno la Ciudad Abierta de Landemath había alcanzado la cima de su esplendor y, orgulloso, lo reflejaba en su vestimenta: la amplia túnica blanca estaba salpicada aquí y allá de hilos de plata y oro; de la oreja derecha colgaba un pendiente de oro que brillaba a la luz de las antorchas; incluso su barba estaba trenzada con finísimos hilos de plata. Miraba a unos y otros con ojos curiosos y perspicaces mientras hablaba con ellos con voz fuerte y clara. Pero a los sagaces ojos de Hlanus no escapaba el incipiente temblor de sus manos que, sin éxito, trataba de ocultar. Sí, poco tendría que esperar Anderin Drabben para suceder a su padre.
A la derecha del Murat se recostaba un hombre robusto, de hombros anchos y cuello poderoso. Llevaba el cabello pelirrojo muy corto, así como recortada cuidadosamente la espesa barba. Su indumentaria era con mucho la más sencilla de sus invitados: cubría su musculoso torso una camisa amplia, abierta, mostrando los abultados pectorales; la ceñía a la cintura con un ancho cinturón de cuero, abrochado por una gran hebilla de plata que era el único adorno suntuoso. En ella lucía orgulloso el Sol Naciente de Sothilion. Completaban su vestimenta unos calzones de cuero negro y unas altas botas de caña del mismo color, casi hasta las rodillas. Hlanus sabía que Hanse Leros era un hombre peligroso, y no dudaba que el Maestre de la Hermandad llevaría un fino estilete dentro de una de sus botas.
Al otro lado de la mesa, a su izquierda, se sentaba el embajador de Iramar. Era evidente que el joven Luc Gladin se encontraba incómodo, y no sólo por su brazo herido que llevaba en cabestrillo. Hlanus se tapó la boca con una mano enjoyada para ocultar una sonrisa de regocijo; recordaba la reunión de este día, en la que el orgulloso embajador tuvo que ceder ante la opinión de la mayoría y aumentar los precios del trigo. Sí, seguramente eso no le sentó nada bien; a lo que hay que añadir el intento de asesinato del que sobrevivió hacía unos días tras abandonar el recinto del Palacio Real y dirigirse a su sencilla residencia en el Barrio de los Mercaderes. El disgusto de Gladin era tanto más evidente en cuanto que sonreía forzadamente y apenas dirigía palabra alguna a sus vecinos. Incluso el color azul cobalto de su túnica parecía estar fuera de lugar en tan triste persona.
Poca atención prestó el monarca a esta detestable persona, dirigiendo su mirada a las dos figuras que estaban más alejadas de él, en el extremo izquierdo de la larga mesa.
Sentado cómodamente se encontraba su invitado personal, Gilles de Blaise. La razón de su presencia en esta cena oficial era que Hlanus se divertía con él. Aún recordaba cuándo llegó a Milas procedente de quién sabe dónde, pues nunca había sido muy comunicativo al respecto. Sus maneras excéntricas y su afilada lengua pronto habían llegado a oídos del entonces príncipe, que se obstinó en conocerlo; y la realidad superó con creces a la imaginación; Gilles era ciertamente atractivo. Y al parecer era inmensamente rico, pues perdía ingentes cantidades de oro en el juego sin apenas pestañear; y como gran parte de este oro iba a engrosar directamente la bolsa de Hlanus IV, éste estaba de lo más contento en su compañía.
El cabello de Gilles seguía siendo negro como la noche, tanto que la luz arrancaba brillos azules, pero los años habían entremezclado hebras de plata en las sienes. Aún llevaba ese bigote pulcramente recortado que en otros tiempos le había dado un aire de madurez a su rostro juvenil y que ahora resaltaba su prestancia. Vestía sin ostentación una sencilla camisa de lino blanco ceñida al cuerpo, pantalones negros y botas bajas de cuero. No cesaba de gesticular y hablar con todos, bromeando y riendo. Aparentemente ninguna preocupación cubría su rostro.
Los ojos de Hlanus IV se posaron finalmente en el kithiano. De pie detrás de Gilles no perdía detalle de los gestos de éste, rellenando su copa y cortando trozos de carne que luego acompañaba con verduras y le presentaba en cuencos de oro de la vajilla real. El rey rebuscó en su memoria el nombre. Kirigi, eso era, el amigo kithiano de Gilles de Blaise: mayordomo, guardaespaldas y confidente. El mejor confidente en realidad, pues Kirigi era mudo desde que su antiguo amo le cortó la lengua. Se decía que el mismísimo emperador de Khitar, agradecido por algún servicio prestado por Gilles, encomendó al kithiano la tarea de velar por su vida, aún a costa de la suya; también se decía que esa relación, en un principio de servidumbre, se había convertido en amistad a lo largo de los años.
Kirigi era bajo incluso para un hombre de su pueblo; apenas medía un metro y medio. Pero era ágil y fuerte, como mostraban sus nervudos brazos y su fibroso torso desnudo, negro como el azabache. En su rostro lampiño brillaban sus ojos, que no perdían detalle de los personajes que se acercaban o podían acercarse a Gilles. Sus cortas piernas estaban cubiertas por amplios calzones ceñidos a la cintura. La mente del Rey no pudo por menos de compararlo con un gran felino, siempre alerta y listo para saltar sobre su desprevenida presa.
-Sire, la fama de vuestras veladas es bien merecida. -La profunda voz de Ander Drabben se dejó oír por encima de la música y el ruido de los comensales.
-¡Creo que he llegado al límite! ¡No podría comer ni una sola más de esas deliciosas lenguas de ruiseñor! -Hanse Leros rió ruidosamente de su propia gracia mirando a sus vecinos que, en el mejor de los casos esbozaron una tímida sonrisa. Sólo Luc Gladin se permitió mostrar su desagrado; llevaba todo el día aguantando a ese patán descerebrado y ya tenía suficiente.
-Pero no penséis que la diversión ha llegado a su fin. ¡La noche es joven, amigos míos! -Hlanus estaba visiblemente contento y, por qué no decirlo, un poco achispado. -Tengo en mente un pequeño juego que espero nos divertirá a todos. Eso sí, para darle un poco más de emoción sugiero que apostemos algo de oro.
-¡Genial idea, Sire! ¡Nada como un poco de riesgo para sazonar nuestras aburridas vidas! -la sentencia arrancó una carcajada del Rey. Una sonrisa burlona bailó breves instantes bajo el bigote de Gilles.
-Pero necesito tu ayuda, amigo mío. El juego necesita de tu colaboración.
Intrigado, Gilles se incorporó ligeramente, mirando al astuto Hlanus. ¿Qué estaría tramando este viejo depravado? Bueno, si eso es lo que quería, mordería el anzuelo para ver hasta dónde llegaba.
-Contad con ello, Sire. ¡Os aseguro que estoy impaciente por ver qué tenéis entre manos!
Después de una pausa teatral, Hlanus posó la mirada sobre cada uno de sus invitados. Se complació en notar todos sus ojos fijos en él, incluso los del odioso Gladin. Entonces, describiendo un amplio arco con su mano derecha llamó su atención sobre sus guardias, de pie tras su sitial.
-Lo que propongo es un combate entre uno de mis guardaespaldas y el tuyo, Gilles. Sin reglas; el que quede en pie gana y se lleva el oro. -Juntó entonces las manos llenas de anillos en su regazo, esperando la respuesta a su reto. Pero no fue Gilles el primero en hablar.
-¡Lo que propones es un asesinato! ¡Esa bestia dobla el peso de este hombre! ¡No tiene ninguna posibilidad! -Luc Gladin gritaba su indignación. -¡Como embajador de Iramar no puedo permitirlo!
El insulto no pasó desapercibido para ninguno de los presentes.
-Estamos en Milas, no en Iramar -La voz del Rey era fría como el hielo. -Y por si lo habéis olvidado, embajador, yo gobierno en Milas.
-¡Calma señores, calma! -Terció Gilles mientras sujetaba de un brazo al indignado embajador que, sin duda, tenía ya la respuesta en la punta de la lengua -La verdad es que la idea nos agrada, ¿verdad Kirigi? -El mudo kithiano hizo un gesto de asentimiento.
-¿Queréis decir que mandaréis a este hombre a una muerte segura por complacer a Hlanus? -dijo Gladin. El desprecio por Gilles asomó en su rostro y en su voz.
-Lo que digo es que mi amigo Kirigi está de acuerdo en esto, así que no veo por qué no voy a sacar algo de beneficio de todo ello -dijo Gilles sin que su atractiva sonrisa se borrase de su rostro. En voz muy baja, apenas un susurro dirigido a Gladin, continuó -y como no cerréis esa bocaza y sigáis empeorando la situación, yo mismo os romperé el brazo bueno.
El asombro superó a su indignación. Gladin trató en vano de recuperar la compostura y pidió una copa de vino. Una joven esclava totalmente desnuda como todos los que servían a los invitados, se acercó dispuesta a cumplir la orden. Quiso la fortuna que tropezara, vertiendo gran parte del contenido de su jarra sobre el embajador de Iramar. El silencio cayó entonces como una losa, mientras que la muchacha, aterrada, trataba de arreglar el estropicio secando la túnica. Pero mientras lo estaba haciendo un gesto enérgico del Rey de Milas hizo que sus dos guardias se pusieran en movimiento con rapidez. Así, mientras uno de ellos la agarraba por la corta cadena que pendía de su collar y la obligaba a arrodillarse con fuertes tirones, el otro liberó el mango de su pesada hacha, dispuesto a hacer cumplir un castigo ejemplar.
-¿Qué estáis haciendo? -acertó a decir un desconcertado Gladin -La chica no ha tenido la culpa. ¡Por amor del cielo, sólo ha tropezado!
Los guardias miraban al Rey, esperando su orden. La esclava, presa del pánico, sollozaba desconsoladamente sin siquiera tratar de liberarse. Gladin miraba a unos y a otros sin comprender que esto estuviera pasando en realidad. Drabben y Leros miraban con indiferencia la escena, pues nada les iba en ello. ¿Qué significaba la vida de una mísera esclava cuando habían debatido durante todo el día el destino de Istrunia por los próximos años?
Hlanus se dirigió entonces al embajador.
-Embajador Gladin, es la segunda vez esta noche que os inmiscuís en mis decisiones. He de deciros que no estoy nada contento y que pediré al Alcalde Durfon vuestra inmediata sustitución. -Esta rotunda afirmación acabó por hundir en su asiento a Gladin, ya completamente vencido por los acontecimientos. -En cuanto a esta esclava, es mía y puedo hacer con ella lo que me plazca. Y ahora creo que su torpeza merece un castigo.
-¡Oh, sería una pena, Sire! ¡Una verdadera lástima! -la voz de Gilles rompió el silencio que siguió a las palabras del Rey.
Ahora le tocaba a Hlanus estar intrigado. Enarcó una ceja e invitó a Gilles a continuar.
-Sire, ¿por qué estropear la diversión? ¿Por qué no apostarnos a la chica en esta competición que tenemos pendiente? Si Kirigi derrota a vuestro guardaespaldas, nos llevamos a la chica; si por el contrario es vencido, os pagaré gustoso la cantidad de oro que acordemos.
Los ojos de Hlanus brillaron de excitación. El diminuto kithiano no tenía ninguna oportunidad contra cualquiera de sus mercenarios bárbaros.
-¿Qué tal entonces si fijamos la apuesta en diez mil dragones de oro? -los asistentes ahogaron un suspiro, tan elevada era la suma. Estaba claro que la chica no valía ni la centésima parte.
-¿Y por qué no quince mil? -dijo Gilles con una sonrisa burlona en los labios, mientras bebía un sorbo de su copa. Gladin acabó por convencerse; este hombre estaba loco.
Tras unos instantes de vacilación, sin duda sopesando las posibilidades como un jugador de ajedrez estudia la mejor jugada, el Rey asintió. Ordenó al guardia que mantenía arrodillada a la esclava que la tuviera a buen recaudo, mientras que el otro procedió a despojarse de sus armas y cota de malla, preparándose para el combate.
Se limpió una zona de obstáculos para que los contendientes pudieran moverse sin demasiados problemas. Los asistentes cruzaban apuestas mientras ambos se colocaban en posición, estudiándose. El fornido mercenario miraba a su adversario con confianza, sabiendo que era mucho más grande, pesado y fuerte, mientras tensaba los músculos pectorales alternativamente o los abultados bíceps de sus brazos. Kirigi le miraba directamente a los ojos, pestañeando apenas, sin perder un solo detalle de su rival. Aparentemente ambos estaban tranquilos.
-¡Estaréis contento! -dijo Gladin a Gilles en un susurro -¡no sólo habéis condenado al kithiano sino también a la chica!
-Espera y verás, embajador.
En esos momentos el Rey dio la señal para que comenzara el combate. Ambos contendientes se movieron en círculos, tratando de ver un fallo en los movimientos del otro en una guerra de nervios en la que vencería aquél que los tuviese más templados. El mercenario hizo una finta amenazando a los pies de Kirigi, pero éste no picó y retrocedió con rapidez, sus ojos siempre fijos en los del contrario. Éste pronto se aburrió del juego y pretendiendo terminar cuanto antes se abalanzó sobre Kirigi. Sorprendentemente el kithiano no trató de esquivarlo y se vio abrazado con una fuerza descomunal.
El mercenario, sin apenas esfuerzo lo elevó del suelo al tiempo que apretaba cada vez más fuerte. Kirigi se debatía en ese abrazo, tratando de liberarse de la presa que, sin duda, pondría fin al combate. Tras varios segundos que parecieron minutos consiguió liberar un brazo que dirigió hacia la cara de su adversario, asiéndole de la barba y propinándole un tirón brutal.
Presa del dolor, el guardia aflojó la presa lo suficiente para que el diminuto guerrero pudiera liberar el otro brazo, golpeando repetidamente en el rostro a su rival. Finalmente, elevando rápidamente una rodilla le propinó un fuerte golpe en el estómago que le dejó sin respiración. El kithiano se liberó por completo, dejándose caer al suelo y en un movimiento grácil y rápido barrer con una pierna los pies de su adversario, que cayó al suelo con estrépito.
Kirigi se incorporó apenas sudoroso, mirando con ojos brillantes al Rey de Milas. Junto a él se escuchaban los gemidos del mercenario, al que repentinamente se le habían acabado las ganas de pelear. Entonces el kithiano levantó su puño izquierdo y lo abrió, dejando caer un grueso mechón de pelos rojos.
Gilles se levantó y aplaudió. Pronto le siguieron los demás, mostrando su admiración. Kirigi sonrió entonces, blanco sobre negro, y se dirigió a su puesto habitual a la espalda de Gilles.
Hlanus cerró la boca que se le había quedado abierta he hizo un gesto al otro mercenario para que liberara a la joven.
-Tómala Gilles, ¡es tuya! -dijo cuando se hubo repuesto de la sorpresa. -Mañana haré que te lleven el oro.
Haciendo una amplia reverencia Gilles saludó al Rey.
-Gracias, Sire. Vuestra generosidad me abruma. -sonrió al ver que Hlanus hizo un gesto de aburrimiento con la mano.
Se dirigió entonces a la muchacha tras coger su capa de viaje y cubriendo con ella su desnudez le preguntó su nombre al tiempo que la hacía levantarse. Ella no contestó, tan asustada estaba. Ni siquiera se atrevía a mirarle a los ojos. Pero Gilles la acarició suavemente el negro cabello murmurando palabras dulces para tranquilizarla.
Todos los ojos estaban fijos en ellos cuando dejó a la vista el collar que era el símbolo de su esclavitud. Era de fino oro recubierto de terciopelo rojo. Recogió el espeso pelo negro de la muchacha, buscando el cierre en la nuca. Entonces asió el collar con ambas manos y de un rápido y fuerte tirón lo abrió, arrojándolo al suelo.
-Eres libre, niña. Puedes hacer lo que te plazca con tu vida.
Ella abrió mucho los ojos y, arrodillándose, le besó la mano inundándosela de lágrimas. Kirigi la cogió por los hombros y, con dulzura, la sentó en el asiento que Gilles había ocupado. Él se sentó junto a ella, pasándole el brazo sobre los hombros sin dejar de sonreír en ningún momento. Era curioso el contraste entre su piel de ébano y la nívea de la joven.
-Bien Gilles. Sin duda eres un personaje peculiar -dijo Hlanus con una media sonrisa. A simple vista nadie podría decir su estado de ánimo, pero Gilles parecía saber cómo tratar con él.
-Sire, podemos decir que ha sido una locura pasajera. Sabéis que a veces, sólo a veces, me gusta llamar un tanto vuestra atención. No sé, me gusta figurar -la encantadora sonrisa de Gilles iluminaba una vez más su rostro; era condenadamente consciente del efecto que tenía en personas de ambos sexos, así que no se recataba en desplegarla.
Gladin, Drabben y Leros estaban sentados en sus respectivos reclinatorios, mirando con disimulo a Hlanus IV de Milas, famoso por sus arrebatos y cambios de humor. Éste sonrió a su vez, y para sorpresa de los presentes su rostro fue entonces casi atractivo. Entonces batió palmas y dos esclavos se acercaron con premura, cargando con el peso del mercenario derrotado. El otro retomó su posición tras el Sitial del Rey, el rostro hierático y mirando al frente.
-Señores, creo que la diversión ha terminado por hoy. -dijo el Rey, suspirando- Ha sido un largo día, espero que preludio de una época de esplendor para las Ciudades. Tengo varias ideas que deseo poner en práctica para aumentar el rendimiento de las granjas de Istrunia. -Luc Gladin no pudo evitar una mirada cargada de rencor- Es hora de que esos campesinos perezosos sepan que ya no hay cabida para más excusas. El grano debe fluir, y Milas se ocupará de ello.
-Sabias palabras, Sire -acotó Ander Drabben, siempre comedido en palabras y gestos -Landemath os apoya sin reservas.
-¡Y por supuesto Sothilion! -resonó la voz de Leros.
Todos los ojos se volvieron entonces hacia Gladin, que mantenía la vista en la copa que tenía ante sí. Sin embargo su vacilación duró poco. Su mirada se enfrentó con la de Hlanus.
-El Alcalde Durfon estudiará con detalle la decisión del Consejo. Iramar se pronunciará llegado el momento -los ojos de Hlanus se convirtieron apenas en rendijas tras las que se adivinaba el brillo de su inteligencia. Drabben y Leros intercambiaron significativas miradas. "Al menos es valiente", se dijo Gilles.
Estas ambiguas palabras no serían suficiente para Hlanus. Era el tercer insulto que recibía esta noche y, para alguien que odiaba tanto a Iramar, debía ser muy duro hacerles frente. Todos los presentes sabían que la fuerza de Iramar sostenía todos los actos de su embajador. No, el momento no había llegado todavía, pero quizá pronto este advenedizo tendría que tragarse sus palabras. Y puede que también su lengua.
-¡Pongamos fin a esta velada! -el Rey de Milas volvió a batir palmas y de las sombras reinantes en el fondo de la sala se acercó un hombre vestido en negra túnica hasta el suelo, con amplias mangas que ocultaban sus manos entrelazadas sobre el pecho. Con paso deliberadamente lento se situó a la derecha del sitial de Hlanus, los ojos brillantes reluciendo casi tanto como su cráneo desnudo a la luz de las antorchas.
-¡Esto es un insulto! -gritó el Maestre de la Hermandad, Hanse Leros, levantándose y derribando la mesa junto a la que estaba sentado. Drabben dio un respingo, mientras que Gladin se limitó a sonreír con cinismo. Gilles miró con curiosidad al hombre, sin dar más importancia al hecho, mientras que Kirigi seguía dedicando toda su atención a la chica, sobresaltada por la explosión del robusto guerrero. -¿Te atreves a traer a un émpata a nuestra reunión? ¿Éste es el significado que los milesios dais a la hospitalidad? -su voz era un trueno y la ira se reflejaba en su rostro, mientras escupía las palabras una tras otra.
-Mi querido amigo, no tienes por qué preocuparte. Alerdes no tiene la capacidad de leer las mentes, ni de controlarlas, pero su cerebro es como una antena que recibe las emisiones de otros émpatas y una fuente inagotable de noticias. -esto pareció tranquilizar al Maestre Leros, que volvió a sentarse respirando agitadamente. Los esclavos se apresuraron a recoger las viandas caídas y las bebidas derramadas en su arrebato de furia.
Alerdes se inclinó y habló largo rato en susurros a los oídos del Rey. Susurros inaudibles para el resto, que se miraban unos a otros sin saber que hacer. Esta situación duró unos pocos minutos hasta que, incorporándose, el émpata sacó de entre las mangas de su túnica una mano que sostenía una pequeña bolsa de cuero. Entonces hizo una inclinación de cabeza en señal de respeto y reconocimiento y caminó con el mismo paso lento hacia la oscuridad, como si se desvaneciera en el aire.
Hlanus miró pensativamente la bolsa mientras parecía sopesarla. Una sonrisa iluminó entonces su rostro, mostrando ampliamente sus blancos dientes. Levantó la cabeza y se dirigió a Gilles.
-Mi muy estimado amigo, permíteme que te haga un último obsequio. -dijo al tiempo que le arrojaba la bolsita que Gilles, sorprendido, acertó a coger en el aire.
La abrió y miró su contenido. Entonces el corazón le dio un vuelco, aunque consiguió evitar que los demás se dieran cuenta de su turbación. "Lo sabe, el viejo zorro lo sabe". Pero se sobrepuso y se las arregló para que una sonrisa apareciera en su rostro. Una leve inclinación de cabeza para agradecer el gesto y guardarse la bolsa en un bolsillo del pantalón fue la única licencia que se permitió por miedo a traicionarse.
-Sire, siempre he dicho que vuestra generosidad es sólo superada por vuestra inteligencia -dijo, con los ojos fijos en los de Hlanus. Pudiera ser fruto de su imaginación, pero creyó ver un destello de burla en los ojos del Rey.
-Aprecio tus palabras en lo que valen, amigo. -¿acaso también ha habido un asomo de burla en la palabra "amigo"?; "No, veo fantasmas donde no los hay. No tiene motivos para sospechar. ¿O sí?" pensó Gilles.
Minutos después, el embajador de Iramar, Luc Gladin, hablaba con Gilles en los jardines de palacio mientras ambos se dirigían al portón exterior, a cerca de un kilómetro de distancia de la puerta del edificio principal. Unos pasos detrás de ellos caminaba Kirigi, guiando a la muchacha que se dejaba llevar como un cordero asustado. Habían conseguido unas bastas zapatillas de trabajo para ella, intentando hacerle más cómodo el camino hasta la casa que Gilles tenía en el barrio de los extranjeros, en el exterior de las murallas. Las luces que se filtraban a través de los ventanales de cristal plomado, junto con el pálido brillo de una luna ya decreciente era suficiente para seguir el camino.
-Este loco nos conducirá a una guerra que no puede ganar. Iramar no permitirá que el caos reine en Istrunia porque eso sería el fin de las Ciudades. Desde que Khitar se ha replegado dentro de sus fronteras no ha habido una amenaza más grande que la que Hlanus supone hoy. -Gladin se mostraba seguro de sí mismo y de su razonamiento mientras trataba de demostrar su valía ante aquél hombre tan desconcertante. No entendía por qué Theros Durfon, Alcalde de la Ciudad Libre de Iramar, no sólo le tenía en muy alta estima sino que incluso se dignaba llamarle amigo.
-Creedme cuando os digo, embajador Gladin, que Hlanus sabe muy bien lo que hace -dijo Gilles en un tono que recordaba el que un profesor utiliza con un alumno lento de entendederas -No cometáis el mismo error que los nobles de esta Ciudad; pensaban que Hlanus sería fácilmente influenciable cuando heredó el trono de su padre asesinado y ved ahora en qué se han convertido.
-¡No creeréis en serio que puede tener éxito y nosotros no! -dijo con asombro el embajador.
Gilles se detuvo, haciendo que el otro hiciera lo mismo. Kirigi, prudentemente, hizo lo propio mientras que sin dejar de abrazar a la joven oteaba a su alrededor en busca de posibles peligros.
-Sólo digo que algo tiene entre manos. Y que Sothilion y Landemath le apoyan abiertamente, lo que significa que también piensan que puede salirse con la suya. -suspiró, atusándose el fino bigote- Iramar debe ser prudente, decídselo a Durfon de mi parte. Hace veinte años casi nos destruye la invasión kithiana; a duras penas el general Ermeth los rechazó. Vos érais poco más que un niño, pero yo lo recuerdo bien: las demás Ciudades abandonaron a Iramar a su suerte esperando que cayera.
-Pero casi fue igual de desastroso para Milas. Si no hubiese sido por nosotros, habría sido derrotada -prosiguió Gladin mientras reanudaba la marcha.
-Cierto, ¡y por eso nos odian más aún! Aquello fue un duro golpe para su orgullo -Gilles estaba cansado. ¿Es que no podía introducir una pizca de sensatez en esta dura mollera? -Sed prudente, Gladin, por vuestro bien y el de todos. Se acercan tiempos difíciles, lo presiento.
El embajador no contestó, así que continuaron caminando en silencio uno junto a otro, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Sólo se oían sus pasos sobre la fina y cuidada hierba del camino. En otras circunstancias habría sido un agradable paseo.
Así llegaron al portón exterior, al pie de las macizas murallas del reducto interior que era el Palacio Real. Un grupo de soldados fuertemente armados y vestidos con cota de malla y llevando en su pecho el Dragón Blanco de Milas montaban guardia. Cuando vieron acercarse al grupo reconocieron al embajador de Iramar y al curioso personaje que se decía era una compañía preferida del rey. Les abrieron paso, pero no mostraron respeto sino una hostilidad encubierta, cambiando a una cierta sorpresa cuando repararon en la oscura figura de Kirigi y la joven cubierta por la capa de Gilles. No les perdieron de vista hasta que la oscuridad ocultó al cuarteto de sus ojos vigilantes.
Aquella noche, tras acomodar en la habitación de invitados a la joven, que dijo llamarse Ada una vez que hubo comido algo caliente, Gilles y Kirigi se hallaban sentados a la mesa de la cocina junto a la chimenea. Ambos tenían en las manos un tazón de leche caliente, y Gilles llevaba puesto sus zapatillas favoritas, la ropa de cama y su gorro de dormir. La bolsa que el Rey Hlanus le había dado estaba sobre la mesa.
-Amigo mío, el peligro acecha. Hlanus ha comenzado a mover sus fichas y aparentemente con éxito -dejando el tazón humeante cogió la bolsa y, tras abrirla, dejó caer su contenido sobre la mesa. Ante los asombrados ojos de Kirigi, tres hermosas piedras de jade brillaron a la luz del fuego.
-Ahora debemos movernos y averiguar quién ha caído y dónde. Manda un mensajero a Iramar y advierte a Durfon, pues temo por su vida.
El kithiano se levantó y, antes de dejarle sólo, le apretó el hombro con afecto. Gilles agradeció el gesto y puso su mano blanca y fina sobre la de su amigo, confidente y guardaespaldas, que se retiró en silencio presto a cumplir la orden de Gilles. Éste suspiró y comenzó a jugar con las piedras con la mirada perdida.
-¡Y por las nuestras!
7.Día de mercado.
“...Y sólo se sabe que de vez en cuando en Istrunia nacen niños especiales. Pero en verdad más les valdría no haber nacido, pues desde muy jóvenes sufren las consecuencias de los temores de sus vecinos. Porque nada se teme más que aquello que resulta desconocido. Y desde que despertaron los hombres han tratado de destruir lo que temen, y así ha sucedido con los émpatas.
Muchos años han pasado desde que fueran numerosos y respetados, tratados quizá como un pálido reflejo de lo que los Inmortales habían sido en Zéned y que los hombres aún guardaban en su memoria. Y raro es ahora el lugar en el que se les tiene el mismo aprecio, salvo Khitar y el Profundo Sur. Pues de Khitar se dice que el mismo Emperador tiene en muy alta estima a los pocos que en esa tierra habitan y que les tiene reservado un lugar privilegiado en su corte. Y aunque poco es lo que se conoce del Profundo Sur, sí hay rumores de que entre sus tribus nacen niñas con extraños dones, y que estas niñas son especialmente veneradas por su pueblo.
Pero no es así en las Llanuras Centrales, donde las Ciudades rigen el destino del continente. Pues allí son marcados, y para ello se les afeita hasta el último pelo de sus cabezas sin importar que sean hombres o mujeres. Y la mayor parte de ellos son humillados y reducidos a la esclavitud, pues nada teme más el populacho que un émpata tome conciencia de su poder. Aunque también son útiles instrumentos de los poderosos, que tratan siempre de obtener el mayor provecho de ellos. Para eso se crearon las escuelas en las que se les enseña a potenciar algunas de sus capacidades, y la mayor y más conocida de ellas es la Escuela de Émpatas de Milas, donde al menos se obtienen gladiadores que diviertan a la plebe...”
Clareaba el día cuando la reducida comitiva comenzó a ascender el sinuoso camino que cruzaba las primeras estribaciones de los Montes de la Separación. Nunca en su vida había estado Gundor tan cerca de las imponentes montañas, que eran el cinturón que cerraba y constreñía el Profundo Sur separándolo de las fértiles Llanuras Centrales. Altas y macizas, no habría alcanzado a ver sus nevadas cimas a la mortecina luz ni aunque se hubieran visto libres de la espesa niebla que pocos centenares de metros por encima de sus cabezas hacía a modo de techo oprimiendo aún más su corazón.
Los últimos dos días habían transcurrido en medio de la rutina del viaje. Las jornadas eran largas ya que el joven cabecilla de sus captores, siempre en vanguardia a lomos de su brioso semental, estaba especialmente interesado en llegar cuanto antes a la cordillera, quizás temeroso de que el Clan del Lobo hubiese mandado partidas de guerreros en busca de su presa. Y por eso había llevado a sus soldados al borde del agotamiento haciéndoles caminar incansablemente rodeando el traqueteante carromato en el que viajaba Gundor cargado de cadenas. Pues desde la última vez en que había tenido ocasión de enfrentarse a ellos, matando a uno e hiriendo gravemente a otro, no le habían permitido siquiera bajar de la plataforma a estirar las piernas.
Levantó la cabeza lo justo para mirar al frente por encima de la línea de los paneles laterales del carro y entonces distinguió lo que parecía ser su destino, pues a poca distancia brillaba un fuego de campamento en la cima de la colina que estaban ascendiendo. Y comenzó a dar vueltas a la idea de que si la fortuna dejaba de serle esquiva por una vez, ésta podría ser una buena oportunidad para escapar; pues el único paso practicable de las Montañas de la Separación, que en las Ciudades era conocido como el Paso Sin Retorno, se encotraba hacia el Este a varias jornadas de marcha. Quizá si la noticia había llegado a su poblado sus hombres se habrían puesto ya en camino. No se atrevía a reconocerlo, pero la esperanza renacía poco a poco en su pecho.
Y así, lenta y penosamente, el grupo serpenteó colina arriba hasta llegar a la cima en la que, efectivamente, hallaron un pequeño campamento formado por tres tiendas de tamaño regular distribuidas alrededor de una hoguera cuya luz bastaba para eclipsar al débil sol que inútilmente trataba de perforar con sus rayos la espesa capa de nubes. Alrededor del fuego se arrebujaba en sus capotes un grupo de soldados con la mirada perdida en las oscilantes llamas. Pero pronto se apercibieron del recién llegado grupo y se levantaron con aire más bien poco marcial, algunos recogiendo el casco del suelo, otros los cinturones de los que pendían cortas espadas rectas. Uno de ellos se dirigió apresuradamente a la entrada de la tienda central, perdiéndose en la penumbra del interior.
El jinete desmontó, imitado inmediatamente por sus dos acompañantes y, dirigiendo un gesto displicente a los infantes que acompañaban el carro les ordenó que hicieran bajar al cautivo, prestando apenas atención de que sus órdenes fueran cumplidas. Sí lo fueron aunque extremando las precauciones y apartándose los guardias del guerrero que tan ferozmente había tratado de recuperar su libertad días antes.
Gundor se levantó, remoloneando unos instantes en lo alto de la plataforma a fin de desentumecer las piernas, estudiar con mayor detalle el lugar y tratar de percibir cualquier muestra, por leve que ésta fuera, de que su Clan trataba de encontrarle.
Un nuevo personaje emergió entonces de la tienda central, seguido con paso torpe por el soldado que había entrado antes en ella. Caminando majestuosamente, con paso lento y seguro y sin dignarse a mirar a la soldadesca se encaminó hacia el recién llegado jefe. Su cráneo calvo y su pálido rostro de alabastro brillaban a la cambiante luz de la hoguera; sus ojos reflejaban cada matiz dándole una apariencia casi animal. Cuando se acercó lo suficiente pudieron ver en la pechera de su sencilla túnica negra una Rosa de los Vientos bordada en refulgente hilo de plata. Se detuvo a escasos pasos del carromato, pareciendo ser consciente por primera vez de él.
-Navegante Adaron –dijo el joven con voz suave e inclinando la cabeza a modo de saludo.
-¡Llegas tarde, Telgard! –respondió el otro con aspereza. –El tiempo extra también será contado.
El otro pareció digerir las palabras del émpata y por unos momentos su máscara glacial dejó traslucir su cólera. Apretando las mandíbulas se despojó de los guantes de montar.
-Creedme, –dijo al cabo –el dinero no será problema.
-Entonces empecemos. –se volvió al soldado que le acompañaba- Llama a los demás. No hay tiempo que perder.
El soldado obedeció al instante y transmitió la orden al resto de sus compañeros, que se desperdigaron rápidamente en dirección a las tiendas. El émpata miró entonces a los componentes del segundo destacamento, al parecer sorprendido de que no estuvieran ya en frenética actividad.
-¡A qué esperáis, perros! ¡Bajad al bárbaro inmediatamente y llevadlo al Origen! –y a grandes zancadas se dirigió a una zona relativamente apartada de la cima de la colina.
Gundor no esperó a que le obligaran a bajar, sino que por su propio pie se dirigió al extremo de la plataforma y bajó a tierra con gran estrépito de cadenas. De las tiendas habían salido ya otros émpatas, pudiendo contar hasta siete. Pausadamente se dirigió a la misma zona, seguido cautelosamente por el resto de los soldados y, un poco más allá, por Telgard y sus guardaespaldas.
Se encontraron con un círculo dibujado en el suelo, del que salían como rayos los rumbos mayores de la rosa de los vientos transformada entonces en estrella de ocho puntas. Cada una de ellas estaba ocupada por uno de los émpatas, siendo el Navegante Adaron en persona el que mantenía la Dirección Principal.
Le abrieron paso, indicándole que se colocara dentro del círculo. Así lo hizo, mientras uno de los soldados colocaba a sus pies sus reducidas pertenencias, escudo, espada, yelmo y cota. Entonces entró también en el círculo su joven captor, sólo, deteniéndose frente a él a escasos tres pasos de distancia y sonriéndole con una mueca de desprecio. Miró las gruesas cadenas que aprisionaban los tobillos y las muñecas de su cautivo y las señaló con gesto ausente.
-Te molestan. –dijo alegremente. –No te preocupes, en cuanto seas vendido en la plaza y domado por tu nuevo dueño, estarán de más.
Gundor quiso atravesarlo de parte a parte. La ira tiñó de rojo su rostro, sus músculos se tensaron y sus tendones crujieron por el esfuerzo. Podría matar rápidamente a este muñeco y luego trataría de ocuparse de los soldados. Su muerte serviría de inspiración para los bardos de su pueblo.
-Seguro que deseas matarme –levantó los fríos ojos para cruzar su mirada con la de Gundor. Éste se sorprendió por lo desapasionado del comentario –pero no te atreves, ¿verdad?. Toda tu imponente fuerza y no tienes la voluntad de usarla. ¡Qué desperdicio! –Y escupió en el suelo, a los pies del gigante, retándolo.
Pero Gundor no cayó en la provocación. Aguantó la mirada de Telfard, con el rostro como una máscara de piedra. Guardó este momento en su memoria, dispuesto a no olvidar. “La vida es como una calle muy larga y con muchas esquinas. En alguna de ellas te encontraré y entonces pagarás por todo lo que has hecho.”
Telfard apartó la vista de Gundor y alzó las cejas inquisitivamente mirando a los émpatas que los rodeaban. Todos estaban profundamente concentrados así que nadie vió cómo guardaba en la manga de su chaqueta de montar un fino estilete de brillante acero. Y nadie vio las gotas de sudor que perlaban su frente.
-¿Podemos comenzar? –preguntó en el mismo tono casual de siempre.
El Navegante Adaron cerró los ojos y se arrodilló sentándose sobre los talones. Los otros siete émpatas le imitaron, arrodillándose cada uno sobre el punto que marca su Dirección en la Rosa de los Vientos. Entonces un murmullo comenzó a oírse, casi por debajo del umbral de la audición, pero apoderándose de los pensamientos de quien se exponía a él. Fue elevándose sobre el ambiente circundante, hasta que pareció que el mismo aire cantaba, arrullándolos.
Gundor miraba con curiosidad y, por qué no decirlo, algo de aprensión. Porque el hombre teme lo que desconoce y lo que no comprende, y los poderes de los émpatas están más allá de su comprensión. La visión de aquellos ocho hombres arrodillados, concentrando hasta la más pequeña fibra de su ser en su tarea le hacía sentirse incómodo, como el que se encuentra en una boda a la que no ha sido invitado. También Telfard miraba a su alrededor aunque, como de costumbre, era imposible descifrar su expresión.
Pareció que el aire mismo temblaba, adquiriendo una consistencia casi aceitosa. Las náuseas atacaron a los dos hombres, leves al principio, pero intensificándose con el tiempo. Sólo su fuerza de voluntad les hacía permanecer de pie mientras el terreno asemejaba cada vez más la apariencia de una ondulante serpiente. Les invadió la extraña sensación de que, mientras ellos permanecían estáticos el resto del mundo comenzaba a girar, lentamente para ir adquiriendo mayor velocidad. Hasta que todo el paisaje tornó borroso y no pudieron distinguir nada más allá de los límites de la Rosa.
Los émpatas continuaban concentrados, aislados del mundo que los rodeaba, sus rostros bañados en sudor, algunos con evidente esfuerzo. Sólo Adaron permanecía tranquilo, tejiendo con su mente los hilos del Viaje, deformando a su antojo los límites de la realidad para conseguir el resultado deseado. Los siete acólitos hacían bien su trabajo, delimitando y reafirmando los cambios que él producía, generando un hueco en la realidad alternativa que haría llegar a los viajeros a su destino con un error mínimo.
Alrededor del grupo comenzaron a producirse chispazos de energía en rápida sucesión. Algún observador avisado habría podido tener visiones fugaces de lejanos parajes de Zéned, como si volara a lomos de una veloz águila gigante y las tierras pasaran bajo sus pies con enorme rapidez.
El canto había llegado a su punto culminante, presagiando el final del ritual, cuando uno de los émpatas menores abrió los ojos emitiendo un desgarrador grito de dolor y desplomándose al suelo. La concentración de los otros siete pendió entonces de un hilo mientras Adaron mantenía firme su espectral presa sobre el ritual. Pero el esfuerzo fue demasiado para sus jóvenes acompañantes y otros dos cayeron debido al agotamiento.
Aquello comprometía el éxito del Viaje y Adaron lo sabía. Sin cejar en su empeño abrió los ojos y habló, elevando su voz por encima del ruido reinante.
- ¡Un poco más! ¡Sólo un poco más!
Las rapadas cabezas de los cuatro acólitos brillaban a la luz de las hogueras, bañadas en sudor. Sus rostros mostraban muecas de dolor debido al extremo esfuerzo al que estaban sometidos. Tan cerca del final, y al mismo tiempo tan cerca del fracaso. Adaron decidió con rapidez, manipulando una vez más los hilos del Viaje con una habilidad asombrosa. No quería perder más hombres valiosos y aunque finalizar el ritual precipitadamente entrañaba un cierto riesgo para el viajero, en este caso no dejaba de ser asumible: un esclavo y ese odioso Telfard. No sería él quien lamentara su pérdida.
Los viajeros se ocultaban progresivamente ante sus cansados ojos, mientras una neblina los cubría de pies a cabeza. O más bien se podría decir que el aire se volvía opaco en el interior de la Rosa. El caso es que se desvanecieron de su vista aunque sabía que seguían allí, de pie en el centro del círculo. Hasta que súbitamente desaparecieron cubiertos en relámpagos cegadores, sin emitir siquiera un sonido. Y entonces un fuerte viento le derribó a él y a los cuatro acólitos que respiraban agotados, mientras el aire circundante se apresuraba a ocupar el espacio vacío que habían ocupado los viajeros. Un sonido fuerte y breve, como el de un trueno, les ensordeció.
El ruido llamó la atención de los soldados que guardaban el campamento, unos cientos de metros más allá. Tres de ellos se apresuraron entonces a dirigirse hacia el Origen, envueltos en el estrépito metálico de sus arreos. Al llegar se encontraron con los cuerpos desmadejados de los émpatas, aparentemente muertos. Pero algunos de ellos se movían, gimiendo y llevándose las manos a la cabeza.
Adaron fue uno de los primeros en recuperarse del shock, incorporándose lentamente y con la mirada extraviada, que progresivamente fue recuperando su viveza. Apartó las manos de los soldados que trataban de ayudarle a incorporarse y se dejó caer sobre los talones.
¡Estoy bien! –ladró- ¡Id a ayudar a los demás!
Los hombres retrocedieron asustados, antes de obedecer e ir a ayudar a incorporarse a los acólitos que volvían en sí, algunos sin una verdadera conciencia de dónde se encontraban o qué había pasado. Afortunadamente para ellos se recuperaron con prontitud. Con la ayuda de los soldados se sentaron, mirando a su alrededor con ojos interrogadores y respirando agitadamente.
Pero dos de ellos no volverían jamás a sentarse en ninguna otra Rosa de los Vientos. Los supervivientes sintieron un enorme alivio al pensar que no habían sido ellos, que habían estado cerca del desastre y habían vivido para contarlo. Los soldados, consternados, se apresuraron a llevarse los cuerpos hacia el campamento.
En el círculo central no había rastro del esclavo ni de ese insolente joven milesio ni de ninguna de las pertenencias que habían depositado en el suelo, frente a ellos. Evidentemente el Viaje se había iniciado con éxito pero también se había torcido, casi al final, sin ninguna causa aparente. Días después y ante el Consejo de Navegantes ya habían dado por sentado que la tensión y el esfuerzo del ritual habían acabado con la resistencia de uno de los acólitos y posteriormente de un segundo; entonces el resto no pudo continuar, ni siquiera bajo el férreo control de un Navegante tan experimentado como Adaron. En verdad pocos pensamientos dirigieron a los dos viajeros, aun a sabiendas de que era ciertamente complicado asegurar su destino.
Adaron se levantó entonces y con gesto enérgico indicó al resto que le imitara.
-Nada más hemos de hacer en este lugar. –indicó- Apresuraos y borrad toda señal del ritual. Levantemos el campamento antes de que nos encuentren. –Y con paso aún titubeante se dirigió hacia la tienda central.
El ruido y la claridad la despertaron. Los primeros rayos de sol atravesaban sus entrecerrados párpados, haciéndola dolorosamente consciente del inicio de un nuevo día de cautiverio. Aún así trató de abandonarse un poco más al sueño. Pero no lo consiguió, rodeada como estaba de cuerpos temblorosos, olores y sonidos. Así que decidió abrir los ojos y enfrentarse a su nueva vida.
Se encontraba en el interior de una gran jaula con gruesos barrotes de madera, a través de los cuales se podía ver una pequeña plaza rodeada de edificios bajos de piedra y madera. El suelo de la jaula, también de madera, estaba cubierto por una capa de paja donde los cautivos podían permitirse unas horas de inquieto descanso. Una pesada lona, atada a los remates de los barrotes, hacía las veces de techo y protegía a los infelices de la intemperie. En la plaza había una gran plataforma de madera, a modo de escenario, en cuyo centro se alzaba un grueso poste sobre el que descansaban unas argollas soldadas a robustos aretes de hierro, brillando a la incipiente luz del sol.
La gente comenzaba a congregarse frente a la plataforma, aprovechando que todo parecía indicar que el tiempo iba a ser agradable. Casi todos los asistentes eran hombres, aunque aquí o allá se podía ver alguna mujer rodeada de malencarados guardaespaldas. La calidad de los ropajes le decían a Milena que aquéllos no eran ciudadanos corrientes, pero también había algún sayo pardo o verde cubriendo sin duda a algún artesano que había hecho fiesta esa mañana. Las conversaciones eran animadas y algunos de ellos se apartaban de los grupos para mirar al interior de la jaula con ojos escrutadores. De vez en cuando señalaban con la mano a alguno de ellos, mientras reían felizmente a la espera del comienzo del espectáculo.
Los cautivos de Élitur, unos cien en total, se apiñaban en el reducido espacio de la jaula, en los lugares más alejados de la puerta de madera que daba a la plataforma. Pero lejos de sentirse arropada por ellos Milena estaba terriblemente sola. Sus antiguos amigos y vecinos la ignoraban o la miraban con temor. Incluso Maric se apartaba de ella y ni siquiera habían hablado durante las cortas pausas en el camino hasta Milas. Y lo peor de todo es que no podía reprochárselo ya que ni siquiera ella habría sabido qué hacer si alguno de sus conocidos fuera capaz de matar a alguien con sólo un pensamiento. O al menos eso creían ellos, pues no sabía cómo había podido hacerlo. Y aquel trance tampoco había ayudado mucho que digamos a calmar los ánimos: de repente se quedó quieta en medio de la fila, mirando al horizonte pero sin responder a las voces de los soldados ni reaccionar a los tirones que daban a sus ligaduras para obligarla a avanzar. Y tan pronto como vino, se fue.
Aquello había ocurrido dos noches atrás y desde entonces el rostro de aquel muchacho no se había ido de su cabeza. Soñaba con él, pero nunca tan nítidamente como aquella vez sino que parecía oculto detrás de un vaporoso velo.
El revuelo de la plaza terminó por sacarla de su ensoñamiento. Se levantó, como todos los demás, para ver acercarse a un destacamento de soldados en reluciente acero y el blanco dragón de Milas sobre el pecho, armados con lanzas cortas y dagas colgadas al cinto. Encabezándolos, un hombre vestido de finas sedas, paso arrogante y unas tablillas de cera bajo el brazo y tras él dos fornidos esclavos vestidos únicamente con una amplia faja de color blanco y cuyos collares distintivos eran de acero negro. La muchedumbre se dispersaba a su paso como las ovejas ante el pastor; los soldados apenas tenían que esforzarse para mantener el orden.
El grupo se dirigió directamente hacia el escenario, subiendo pausadamente las escaleras laterales. Tras ellos la multitud se agolpaba otra vez, en esta ocasión siguiendo ansiosamente con la vista tan peculiar cortejo. El funcionario hizo un aparte con el que parecía ser el jefe del destacamento, indicándole con gestos de la mano la dirección de la jaula. El soldado asintió y seguido por el destacamento se dirigió a la puerta de la estructura.
Los cautivos se arremolinaron buscando protección en la proximidad física de sus vecinos. Se abrazaban unos a otros, preguntándose lo que iba a suceder a continuación, mientras uno de los soldados abría el macizo candado que cerraba la puerta de su prisión.
El destacamento entró entonces con mecánica precisión. Eran ocho hombres que formaron a izquierda y derecha de la puerta, esperando que su comandante hiciera lo propio mientras miraban con ojos impertérritos a los cautivos. Eso sí, con las armas prestas a repeler cualquier intento de rebelión.
Pronto se puso de manifiesto que tanta precaución resultaba excesiva, pues pocas ganas les quedaban a esos pobres diablos de resistirse a nada. El cambio brutal que habían experimentado sus tranquilas vidas había causado estragos en su ánimo, quebrándolos como una rama seca en otoño. Las mujeres sollozaban y los hombres, cabizbajos, se resignaban a su suerte. Esperaban tensos, pero incapaces de otra cosa que no fuera mirarse unos a otros con ojos llenos de duda. Seguramente se preguntaban todavía si todo aquello no sería un mal sueño. Pero el creciente sonido de las conversaciones en la plaza les devolvia a la cruda realidad.
El jefe de los soldados penetró también en la jaula, caminando con paso deliberadamente lento. Se detuvo unos pasos por delante de sus hombres y se quitó los guantes de cuero, colgándolos del cinturón.
-Ya sabéis lo que hay que hacer. –dijo pausadamente. –Acabemos pronto.
Se dedicaron entonces a separar a los hombres de las mujeres, utilizando implacablemente las astas de las lanzas para golpear tanto a unos como a otros y hacerles formar en fila, todo ello en silencio, como si para aquellos soldados los cautivos no fueran más que animales.
Milena estaba decidida a no dejar que la golpearan más, así que se dirigió sin que nadie se lo exigiera a la cola de las mujeres esperando allí pacientemente lo que fuera que iba a suceder. A su alrededor la situación recobraba la calma inicial, a medida que los guardias se iban imponiendo a los cautivos y éstos se dejaban llevar dócilmente. Pronto las dos filas estuvieron formadas, a escasos tres metros una de otra. Aquí y allá continuaban escuchándose los sollozos de las mujeres que, sin embargo, no osaban dar rienda suelta al llanto y trataban de controlarse por miedo a que los milesios se cansaran de ellas y comenzaran a golpearlas.
Formó de nuevo el pequeño destacamento, disponiéndose en dos filas enfrentadas a las de los cautivos. El oficial salió entonces de la tienda y se dirigió hacia el funcionario que, entretanto, anotaba cuidadosamente quién sabe qué datos en sus tablillas. Cuadrándose ante él, le saludó con respeto. El murmullo de las conversaciones en la plaza creció por momentos, mientras que los ciudadanos libres de Milas esperaban expectantes el inicio del espectáculo.
-¡Comenzad con los hombres! –dijo con gesto cansado el funcionario.
Los esclavos del funcionario obligaron a salir al primero de la fila, que apenas se resistió. Era Aren, el vecino que vivía tres casas más arriba que la suya, allá en Élitur. Le empujaron hasta el poste en el centro del escenario y alli le ataron las muñecas a las gruesas argollas de metal, de forma que quedara frente a la multitud. Entonces le despojaron de sus ropas, que a estas alturas no eran más que harapos y le dejaron completamente desnudo. No protestó, pero la vergüenza y la humillación hicieron que enterrara la cabeza en el blanco pecho. Milena pudo ver que su cuerpo temblaba, convulsionado por el llanto.
-¡Vecinos de Milas! –gritó el funcionario con una voz profunda que se escuchó hasta en los lugares más alejados de la abarrotada plaza. -¡No perdáis la ocasión de llevaros a casa a un robusto mozo o una hermosa joven! ¡Mirad lo que nuestros amados soldados han traído para ofreceros!
Se adelantó entonces mirando a la expectante concurrencia, pausando deliberadamente su discurso y acercándose al pobre Aren que parecía haber decidido que aquello no iba con él. Pero el funcionario le jaló los cabellos y le obligó a mirar a la multitud congregada.
-¿Cuánto ofrecéis por este hombre? ¡Seguro que alguno de vosotros tiene para él un trabajo en su casa! –preguntó. -¿Qué os parece si empezamos la puja con quince piezas de plata?
Durante unos instantes no sucedió nada, hasta que cerca de la plataforma alguien se decidió a levantar la mano. El funcionario lo señaló con alegría.
-¡He ahí un hombre inteligente! ¡Creedme, quince piezas de plata es una ganga! ¡No me digáis que nadie va a ofrecer al menos veinte!
Un poco más allá se elevó otra mano, al tiempo que una voz gritaba “¡Veinte piezas!”. Luego de una pausa, el primer hombre volvió a levantar la suya: “¡Veintidós!”. Esta vez la pausa fue más larga, sin que nadie decidiera subir la puja.
-¿Qué os dije? ¡He ahí un hombre inteligente! ¡Te llevas una verdadera ganga, amigo! ¡Ven mañana a por tu título de propiedad!
Los soldados se apresuraron entonces a desatar a Aren, le dieron su ropa y le obligaron a bajar del estrado, sin darle siquiera tiempo a ponérsela. Ya entonces le habían cubierto el cuello con una gruesa argolla de metal que cerraron por detrás. Él se dejó hacer, mientras dejaba de ser un hombre libre y se convertía en un esclavo que, finalmente, siguió dócilmente al que se había convertido en su amo.
Continuaron durante horas la misma rutina. Hombres y mujeres eran empujados al poste central, de uno en uno, desnudados completamente y subastados. La mayoría no se resistían y apenas protestaban, pero alguno puso en apuros a los esclavos y los soldados del destacamento. A Cullen, el herrero, tuvieron que propinarle una serie de golpes tal que luego apenas pudo sostenerse en el estrado. Pero antes tuvo tiempo de partir los labios a uno de ellos y romperle la nariz a otro de sendos cabezazos. No es de extrañar entonces que la puja por él hubiera llegado a los treinta y cinco dragones de oro y que, para retirarlo, su nuevo dueño tuviera que improvisar una camilla de la que tiraban otros dos de sus esclavos.
Pero por quien más pagaron fue por la dulce Deena, tímida y bella como las doncellas de las historias de antaño y apenas una niña todavía a sus escasos dieciséis años. Cuando los soldados la ataron al poste y le rasgaron el vestido, los perros milesios silbaron, gritaron y comenzaron a pujar por ella, enardecidos por su piel blanca y sus suaves formas redondeadas que le era imposible cubrir. La puja se alargó mientras los dos últimos pretendientes elevaban continuamente la suma, tratando de desanimar al contrario. Finalmente una oferta de ciento cincuenta y ocho dragones de oro hizo que Deena pudiera irse con su nuevo dueño, que resultó ser una mujer bien vestida con el pelo cubierto de hilos de oro, grandes pendientes en sus orejas y gruesos anillos en los dedos, acompañada por dos robustos esclavos varones y dos atractivas hembras cubiertos únicamente por vaporosas sedas translúcidas y con los collares de metal forrados en terciopelo negro. La ayudaron a bajar del estrado y, con delicadeza, la cubrieron con una manta para abrigarla. La señora no quiso colocarle allí el collar y así acompañada Deena se perdió en la distancia, hacia un futuro sin esperanza. Milena no volvería a verla nunca más.
Ya el sol iniciaba su descenso, ampliamente sobrepasada la mitad del día cuando Milena se encontraba cerca de salir a la plataforma y ser subastada, decidiéndose su destino en unos instantes dolorosos y humillantes. Pero quizá su destino no fuera ser cocinera, criada o prostituta, pues los soldados y esclavos que sacaban a los desgraciados al exterior detuvieron su degradante actividad cuando un murmullo recorrió la plaza creciendo rápidamente de intensidad.
Dos hombres, un soldado recubierto de desgastado acero y una especie de sacerdote con la cabeza rapada de quién sabe qué dioses, subieron ágilmente a la plataforma y parlamentaron con el funcionario que dirigía la subasta. Éste negaba enérgicamente con la cabeza mientras el soldado señalaba hacia la jaula. Parecieron convencerle, pues se abrió paso entre ellos sin contemplaciones y se dirigió hacia el recinto de los cautivos, seguido por los otros dos.
Los soldados entonces empujaron violentamente al triste resto de los habitantes de Élitur hasta el otro extremo de la jaula y los hicieron formar, mientras los tres hombres entraban por la puerta. Milena reconoció entonces en el soldado al jefe de los jinetes que atacaron su aldea, conservando todavía los calzones de montar y la cota de mallas sobre cuero sucios del polvo del camino. Sus ojos se encontraron y él la señaló, dirigiéndose los tres hacia ella.
-¡Sacad a ésa de la fila! –ordena el funcionario a los soldados, que la cumplen con rapidez. Dos brutos la rodearon y tiraron de ella sin contemplaciones, haciéndola tropezar y casi caerse. La llevaron junto a ellos, que la miraban con curiosidad.
El funcionario agarró su barbilla con brusquedad, haciéndola daño y obligándola a mirarle a los ojos, negros y brillantes en medio de una cara lasciva. La obligó a girar la cabeza a uno y otro lado, admirándola.
-¡Una lástima! ¡Habríamos sacado una buena cantidad por esta zorrita! –rió el hombre- ¡Seguro que se retuerce de placer bajo un hombre de verdad!
Milena se liberó de la repugnante garra y escupió al hombre en la cara, manteniéndose erguida y mirándole desafiante a los ojos. Él se tomó su tiempo, cogiendo de uno de los pliegues de su túnica un pequeño pañuelo bordado y limpiándose a conciencia. Pero cuando terminó la propinó un sonoro bofetón tan fuerte que Milena se tambaleó y a punto estuvo de caer. La mejilla se le coloreó de un vivo color rojo, marcándose en ella los dedos que la habían golpeado. No se permitió ni un gesto de debilidad ni posó su mano sobre la herida pero clavó sus verdes ojos en él.
-¡Puta! –gritó el hombre fuera de sí- ¡Da gracias que han de llevarte de aquí o te encontrarías con una nueva sonrisa roja bajo la barbilla! –tras mirarla breves instantes con los ojos brillantes de odio indicó al segundo hombre que se la llevara -¡Si te vuelvo a ver por aquí, será la última vez que veas el sol! –dijo antes de volverse y salir de la jaula, seguido de cerca por el jinete que había venido desde Élitur.
La mano del hombre se posó sobre la de Milena, reconfortándola con un contacto suave y delicado. Era la primera vez en su nueva y deprimente situación que un hombre la trataba con respeto. Éste llevaba la cabeza completamente rapada, incluso las cejas bajo las que sus ojos negros con las pupilas dilatadas por la oscuridad reinante en aquél sofocante lugar eran como pozos insondables. No podía calcular su edad, pero no aparentaba más allá de cuarenta años, quizá menos. Llevaba una túnica discreta de color gris perla que le cubría desde el cuello a los tobillos y en el pecho una lechuza bordada con finísimos hilos de plata. La guió hacia el exterior de su prisión y así salieron bajo el brillante sol que la hizo parpadear para acostumbrarse a la luz.
Bajaron las escaleras de madera hasta el empedrado de la plaza, sin prestar atención al sonido de la voz del funcionario que marcaba la reanudación de la subasta. Milena sólo tenía ojos para el hombre que la acompañaba sin pronunciar palabra mientras cruzaban la plaza entre la multitud en dirección a una de las callejuelas laterales, dirigiéndose al corazón de la gran Ciudad de Milas. A medida que se alejaban de la plaza les resultaba más fácil caminar, pues se encontraban con menos transeúntes. Pero aquél hombre no variaba su pausado ritmo. Era como si en lugar de llevarse a una cautiva a quién sabe qué lugar ni con qué propósito, estuviera paseando con una amiga, disfrutando de la calidez de la mañana.
-Me llamo Durofel –su voz era cálida y suave con un acento extraño que no había oído jamás pero que le añadía atractivo Como su apariencia, aquella voz carecía de edad.
Siguieron caminando durante un rato, recorriendo una serie de callejuelas que los llevaron a desembocar en una calle mayor por la que circulaban carros, caballeros y transeúntes. Era una amplia avenida, bien pavimentada y bastante más limpia que las otras zonas de la ciudad que Milena ya había podido visitar. Pronto se vieron envueltos en la vorágine de las calles, los improperios que los carreteros se dirigían unos a otros en busca de poder seguir sus caminos a costa de los demás o de los peatones, de los puestos ambulantes de comida y sus penetrantes olores que hicieron a Milena dolorosamente consciente de que no había probado bocado desde la mísera sopa aguada que les habían dado los guardias la noche anterior tras entrar en la ciudad y meterlos en la jaula.
Como si hubiera podido escuchar sus pensamientos, Durofel se detuvo frente a uno de estos puestos y compró dos porciones generosas de empanada de carne, ofreciéndole una a ella y quedándose el segundo trozo para él. A pesar de intentar contenerse lo comió con avidez para encontrarse con que, al terminarlo, el hombre le ofreció el suyo que no había siquiera probado, al tiempo que con un ademán de la cabeza la invitaba a cogerlo. Así lo hizo, y esta vez pudo deleitarse con el picante sabor especiado de la carne y la harina cocinada mientras reanudaban la marcha.
Casi disfrutó aquellos momentos. Casi, porque de cuando en cuando los temores sobre su futuro la oprimían el pecho. No se atrevía a mirar a Durofel, aunque intuía que el hombre era una buena persona. Quizá por fin su suerte había cambiado. Sólo quizá, no se atrevía a esperar más que lo que estaba viviendo tras los desengaños sufridos durante los últimos días. El rostro de Maric y su mirada cargada de desprecio, odio y miedo, sobre todo de miedo, era un puñal que le atravesaba el alma. Entonces quiso morir, pero ahora lo veía de otra forma.
Y fue en ese momento cuando lo vió. Sobresaliendo entre la multitud más de una cabeza, pudo verlo cuando todavía se encontraba a unos trescientos metros de donde ella y Durofel se encontraban. Al principio no quiso creerlo, pero a medida que se acercaban no pudo reprimir su asombro. Se detuvo al tiempo que un gemido apagado escapó de sus labios, suficiente para que su acompañante se percatara de su sorpresa. Siguió entonces la línea de su mirada, encontrándose con la del gigante, sureño por su apariencia, cargado de cadenas y que cegado por el sol caminaba lentamente con el rubio cabello brillando al sol. Se encontraba rodeado de un numeroso grupo de soldados que se abrían paso entre la multitud sin ningún miramiento, al frente de los cuales caminaba un joven noble milesio al que apenas conocía pero del que en las tabernas y burdeles de la ciudad se rumoreaban truculentas historias de sangre y faldas, Telgard el de las Manos Hábiles. Sólo el cielo sabe cómo se había ganado su sobrenombre aunque Durofel estaba seguro que ninguna de las posibilidades que se le ocurrían sería de su agrado.
-¿Le conoces? –dijo al tiempo que indicaba hacia el joven gigante.
Milena negó con la cabeza, aunque sus hermosos ojos verdes no podían separarse de él. Durofel asintió entonces, mientras le sujetaba una mano con ademán cariñoso.
-Pero no es la primera vez que le ves, ¿verdad? –Milena volvió a negar, débilmente. -¿Un sueño, quizá una visión? –la pelirroja asintió esta vez, cruzando por primera vez su mirada con la de Durofel. –Entiendo. No te preocupes, niña; por eso he ido en tu busca.
Y siguió caminando unos pasos, antes de detenerse a la espera de la chica que aún permanecía a la espera de que el grupo pasara a su lado, a poco más de dos metros de donde se encontraba. Percibió otra vez la oscura aura del noble milesio y luego la más luminosa del sureño. Aunque esta vez parecía algo menos brillante, como si la esperanza que una vez rebosara en él se hubiera evaporado después de incontables penalidades.
-¿Qué miras tú? –le espetó un soldado mientras pasaba junto a ella. -¡Camina si sabes lo que te conviene! –Pero entonces se percató de Durofel y su túnica gris con la lechuza bordada en el pecho. Los ojos del soldado se abrieron de par en par, y la voz se le quebró. –Señor, disculpadme. No sabía que estaba con vos. Pero deberíais cuidar de ella si no queréis que sufra daño.
-Seguiré vuestro sabio consejo, soldado. Ahora seguid vuestro camino, no querréis que ése al que llaman Telgard os eche de menos. –Durofel indicó a Milena que le siguiera, echando a caminar y dejando al soldado con la boca abierta.
De cuando en cuando Milena se volvía, hasta que la imponente figura del joven se perdió en la distancia. Lo último que pudo ver fue su cabeza elevada sobre las de la multitud que le rodeaba, y su hermoso cabello rubio ahora sucio y descuidado. Parecía un náufrago en medio del océano. Miró a Durofel, que respondió suavemente a la pregunta que adivinaba en sus ojos.
-Seguramente le llevan al Palacio Real, que queda por allí. –hizo un gesto vago con la mano, indicando algún punto en la dirección en que los soldados se habían llevado al cautivo. –No es más que un desgraciado que ha tenido la mala suerte de caer prisionero de Telgard y que probablemente sea presentado ante nuestro rey Hlanus. Con su tamaño terminará en el Coliseo, matando o muriendo como gladiador.
Sonrió, reconfortándola, mientras que la empujaba suavemente para que reanudara la marcha. No aceleró el ritmo sino que mantuvo la hermosa apariencia de estar dando un paseo.
-No te apures niña. Si es la mitad de fuerte de lo que parece seguro que lo hará bien en la arena. Puede que incluso viva bastante para ganarse la libertad. –volvió a sonreír- Pero tranquila, tu destino es otro bien distinto. Enseguida llegaremos a la Academia.
Le contó entonces que la Academia era el lugar en el que se educaba a aquellos que mostraban tener lo que allí se llamaba el Don. Le explicó que era una institución casi tan antigua como la propia Ciudad de Milas y que en el pasado habían habido otras similares en el resto de las Ciudades de las Llanuras Centrales e incluso más allá. Pero con el paso del tiempo habían ido cayendo en desuso hasta que la Academia de Milas fue la única que quedó en pie.
Le contó también que allí se procuraba desarrollar el potencial de los émpatas. Según entendió Milena, algunos tenían ciertos poderes de curación; otros eran capaces de escuchar los pensamientos de otras personas, haciendo de ellos unos funcionarios y espías cotizadísimos aunque afortunadamente tan escasos que no había aparecido ninguno en los últimos cincuenta años; otros podían proyectar su conciencia y comunicarse con otros semejantes a ellos, siendo apreciados como mensajeros; había quienes eran asaltados por visiones del futuro, del presente o del pasado, generalmente sin poder controlar cuándo o cómo; algunos eran capaces de mover objetos con un pensamiento; los más ricos eran aquellos que podían modificar el tejido de la realidad, enviando objetos o personas a muchas leguas de distancia.
Entonces supo Milena que cuando los soldados llegaron a Milas escoltando a los cautivos de Élitur, el jefe del destacamento acudió a la Academia y refirió lo que había sucedido durante el ataque y cómo ella había matado a uno de los asaltantes sin haberle puesto la mano encima. La Academia pronto se interesó por esta nueva dotada y envió a Durofel a recogerla. Afortunadente llegaron antes de que le correspondiera el turno de salir a la plataforma de subastas. Probablemente había evitado un futuro oscuro como sirvienta o prostituta en alguno de los múltiples burdeles del barrio de los extranjeros aunque, según le dijo Durofel, su singular belleza podría hacerla labrarse su porvenir en las casas de placer del barrio noble. Quién sabe si convirtiéndose en la concubina de alguno de los jóvenes herederos de las antiguas Casas de la Ciudad.
Pero estaba destinada a algo mucho más importante. Su Don la convertía en alguien especial, y en la Academia la enseñarían a controlar esos accesos a la parte más oculta de su mente. Tras unos años de paciente entrenamiento podría abandonar a sus maestros y establecerse por su cuenta o permanecer en la institución y formar a los que llegarán en busca de lo mismo que ahora se presentaba ante ella. Y también debería aprender a defenderse, pues seguramente en su vida se encontraría con gente que la temería, e incluso que trataría de matarla por nada más que el miedo que les causaba. Y ésta era la parte más dura de su nueva vida, pues si finalmente decidía salir de los muros de la Academia tendría que estar huyendo permanentemente de la incomprensión, el miedo y la intolerancia.
Así caminando llegaron a una estrecha calle lateral que tras unas pocas decenas de metros desembocaba en una amplia plaza apenas concurrida y en cuyo extremo opuesto se alzaba un imponente edificio de piedra, de cuatro pisos de alto y que ocupaba una superficie equivalente a un bloque completo de casas.
Cruzaron la plaza y se dirigieron a lo que parecía ser la puerta principal. Al acercarse pudo ver que era tan impresionante como el resto del edificio, grande y de madera de ébano tan pulida que podía ver su reflejo deformado en las delicadas tallas que con motivos geométricos cubrían las dos hojas. Durofel llamó utilizando un pomo de acero bruñido y esperaron a que alguien respondiera a la llamada. Al poco las dos hojas se separaron en silencio, abriéndose ante ellos un espacioso pasillo abovedado que, siguiéndolo, los llevó a desembocar en un precioso y amplio patio interior rodeado por soportales por donde pasear en los cálidos días del verano. El interior del patio era un hermoso jardín y así donde quiera que los ojos de Milena fueran a posarse había verdes setos, frondosos árboles y bellas flores cuya fragancia inundaba el aire que respiraba. El sonido de los pájaros alegraba el oído y elevaba el ánimo de los caminantes que paseaban por los distintos caminos de gravilla que, cual los radios de una rueda, se encaminaban hacia el centro del patio en la que se alzaba una cantarina fuente tallada en piedra blanca en la que animales de leyenda se enfrentaban unos contra otros, siendo el más orgulloso el Dragón Blanco de Milas. Mientras cruzaban tan bello lugar vieron un cierto número de paseantes, tanto hombres como mujeres, que vestían de un modo similar a Durofel sólo que con túnicas de distintos colores: blancas, amarillas, verdes, azules... Y todos ellos tenían la cabeza completamente rapada, así que Milena únicamente podía distinguir su sexo gracias a las formas de los cuerpos cubiertos por las ropas.
En el extremo opuesto del patio a aquél por el que habían entrado se abría una puerta a los pisos superiores. Durofel la guió hasta la tercera planta y allí a través de un largo corredor con puertas a ambos lados. Unos minutos después se detuvieron frente a una de ellas, la abrió y la hizo pasar al interior de una sobria aunque acogedora habitación.
-Te alojarás aquí mientras dure tu estancia en la Academia. –le dijo- Ahora descansa. Más tarde volveré a buscarte. ¡Aprenderemos mucho el uno del otro, ya lo verás! –le sonrió y sin aguardar respuesta salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.
Milena se quedó entonces a solas, así que decidió inspeccionar la estancia. Había una gran cama de madera cubierta por buenas sábanas de lino. La probó y sonrió, pues era cómoda y acogedora; por la ventana entraban los cálidos rayos del sol y según pudo ver al retirar las cortinas finas y traslúcidas que colgaban desde el techo hasta el suelo, daba al patio interior. También había un armario de madera que bien pudiera ser castaño o roble. Al abrirlo vio unas mantas y colgando del interior tres túnicas blancas. En la pared opuesta a la cama se abría una puerta que daba a un baño con un espejo de cobre pulido y una bañera de bronce lacado en blanco. Sobre una mesita de madera se apoyaba una jofaina también blanca bajo la cual había unas toallas.
Se enfrentó con el espejo y apenas reconoció la cara que le devolvía lamirada. Los hermosos ojos verdes todavía estaban allí, pero su mirada era triste y aparecían hundidos por el cansancio y las noches de insomio y pesadilla. En su rostro estaba marcado el golpe que había recibido en la jaula del mercado y sobre los labios aún se podían ver pequeñas manchas de sangre. Pensó en su largo cabello rojo. Supo que tendría que despedirse de él más pronto que tarde, pero también que era un precio escaso por un futuro que al fin parecía sonreirle.
Miró otra vez la blanca bañera y decidió darse un baño. Se sentía sucia después de tantos días de viaje y no sabía cuándo volvería a buscarla Durofel. Buscó un barreño con agua pero no había ninguno en el baño. Pensó entonces que quizá debería buscar a alguien que le dijera dónde conseguirlo hasta que se fijó en unas pequeñas ruedas que había sobre la bañera y de las que salían unos pequeños tubos de bronce. Giró una de ellas y un chorro de agua fría cayó sobre el fondo, así que volvió a girar la rueda para cerrarlo. Cuando giró la segunda abrió los ojos con sorpresa y rió: el chorro de agua era tibio, pero pronto se calentó y humeó. Jugando con las dos ruedas consiguió una temperatura adecuada, se apresuró a desnudarse y se metió en la bañera.
En mucho tiempo no había sido tan feliz.