Dagor-nuin-Giliath
Una visión acerca de la Dagor-nuin-Giliath y del final de Fëanor

La tristeza y la pesadumbre se apoderaban de Maedhros al recordar los funestos hechos que le habían llevado a esa situación. Sentía tristeza por la matanza de los puertos de Alqualondë y rabia por dejar que su padre abandonase a Fingolfin y a su gente para que regresasen a Valinor humillados, y así  buscar el perdón de los Valar.

Se sumió en la desesperación desde que viera arder las naves-cisne, que sólo la pericia y sutileza de los Teleri  sabían hacer, mientras el resto de sus hermanos permanecían impasibles ante el abandono de su tío y de sus primos.

Ahora recorría los llanos de aquella tierra iluminada por las estrellas a la que habían llegado, no sin pesar y mucho sufrimiento, días antes. Su padre lo había enviado con una cuadrilla de exploradores para investigar y asegurar el terreno mientras el resto de su pueblo levantaba el campamento y las defensas.

Estaba a media jornada del lago Mithrim, al este, a varias leguas de camino. Su paso por entre las hierbas era presuroso. El paisaje era bellísimo: hierbas altas que cubrían las rodillas, parecía un mar verde que ondeaba y se agitaba al viento, como olas que arremetiesen contra la quilla de un barco; flores amarillas  y blancas de un tipo que no supo reconocer, pequeñas charcas de aguas límpidas y brillantes, espejo de estrellas; de cuando en cuando algún acebo o  un pequeño grupo de abedules; también reconoció bosques de nogal y haya en la espesura, al pie de Ered Wethrin.

Pero lo que más impresionó a Maedhros era la claridad con que brillaban las estrellas allí, en la Tierra Media. Se había enamorado de ellas desde el momento en que pusiera el pie en el estuario de Drengist. Cada vez que las miraba olvidaba por momentos el pesar que lo abrumaba.

El reducido grupo de elfos había llegado al pie de una colina. Maedhros estaba absorto torturándose al recordar su traición hacia  su querido pariente Fingon. Una gran amistad los había unido en Aman, y  muchas cacerías habían compartido, y ahora sentía que merecía ser castigado por tantos ultrajes hechos contra sus parientes Noldor y Teleri.

Una voz familiar le sacó de sus cavilaciones -¡Maedhros!- la voz era la de un joven elfo de su casa, de cabellos oscuros como la noche, de nombre Gelmir -Subamos a la cima de la loma y volvamos a informar.

Sin mediar palabra el grupo de gnomos ascendió hasta la cima. Al llegar quedaron estupefactos por lo que vieron al otro lado de la colina. Media milla más allá, en un profundo valle, titilaban las antorchas y el fuego de multitud de hogueras. Un montón de formas oscuras iban de un lado a otro.

Maedhros no supo reconocer a qué pueblo pertenecían, pues no eran elfos, y nunca había oído hablar de tales criaturas. Se trataba de una compañía armada muy numerosa, superaba en tres a uno al contingente de Fëanor.

Maedhros se acercó para verlos mejor, los demás gnomos esperarían su regreso escondidos entre arbustos. La mayoría estaba durmiendo, pero unos pocos despertaron, y entonces Maedhros se irguió y habló con su voz clara de forma que el oscuro valle resonó:

-¿Quiénes sois, hombres de los elfos u  otros que . . .? Decidlo pronto, pues es mejor para vosotros saber que los hijos de Fëanor os tienen rodeados.

Entonces brotó un gran clamor en el valle y pronto descubrió con total seguridad que no se trataba de elfos, pues sus voces eran roncas y desagradables, gritaban y muchas flechas surcaron el aire en la oscuridad hacia aquella voz, pero Maedhros ya no se encontraba allí.

Subía a grandes trancos la colina. Sus compañeros ya estaba listos. Se paró un momento en la cima y oteo el horizonte. En el sur,  a varias millas, otra hueste de esas horribles criaturas iluminadas por millares de antorchas se había puesto en marcha y les sacaba mucha ventaja.

Tras él, aquella enfurecida jauría, le seguían sus pasos. De los labios de Maedhros solo surgió una palabra -¡¡¡Orch!!!

Tras lo cual se pusieron en movimiento. Tenían que darse prisa si querían avisar a tiempo a su padre y a sus hermanos.

El ruido del chocar de los metales en el fragor de la lucha fue lo que despertó de súbito  a  Celegorn. Se enfundó la espada y  salió rápidamente  afuera. Varias tiendas  estaban ardiendo, entre ellas la  de su amado hermano Curufin. Ésto inflamó su corazón y sin saber muy bien que sucedía se unió con prontitud al combate.

Reconoció pronto al enemigo, pues algo tan feo y horrible no podía ser confundido con un elfo, y comprendió con agilidad mental que se trataba de una creación de Morgoth, y lo detestó aún más por haber concebido tal aberración y condenarles a una vida mísera de odio hacía ellos mismos, hacia todas las criaturas libres, y hacia su  propio hacedor.

El primer orco que se cruzó en su camino tuvo la desventura de recibir un mandoble que le partió la cabeza en dos mitades. Sangre y sesos salpicaron su rostro. Amputó, mutiló y cercenó miembros hasta que se abrió paso entre los contendientes.

Llegó hasta el estandarte principal de Fëanor. Allí luchaba su padre y el resto de sus hermanos, y vio a Curufin, El Hábil; y rompió a llorar mientras hundía su espada hasta la empuñadura en el vientre de hierro de una de esas criaturas, abriéndose paso entre la malla; pudo sentir con placer como penetraba la carne y deshacía huesos; y rajó al tiempo que chillaba de locura, y la sangre ponzoñosa ensució su espada e inundó su mano, y al desenterrarla de aquel cuerpo putrefacto que aún se mantenía en pie, las tripas se desparramaron por el suelo.

Fëanor era la mismísima reencarnación de Tulkas Poldorea. Cantaba canciones obscenas mientras las cabezas orcas salían despedidas de sus troncos ayudadas por su espada. Blasfemaba contra los Valar pusilánimes mientras arrancaba las manos de sus brazos, y los brazos de sus hombros. Despedazaba maldiciendo  a Morgoth, El Oscuro Enemigo del Mundo. Y reía cada vez que una simiente suya chillaba al probar el filo agudo de su espada.
 
Los Noldor blandían, acometían y exterminaban  a los orcos, que atacaron por sorpresa cuando no habían siquiera construido una empalizada y que ahora huían despavoridos para salvar la vida.

Perdieron poco tiempo los gnomos en pertrecharse con las lórigas y armaduras. Así cuando Celegorn se puso una cota de malla debajo del sobreveste con el emblema de Fëanor, unas grebas de hierro y un yelmo con protección nasal, subió a lomos de su caballo Rohir, cogió una lanza y un escudo y partió al galope con una gran compañía de jinetes.

Los orcos fueron expulsados de Mithrim y perseguidos a través de las montañas. Decenas de millares fueron exterminados sin piedad, pero en su huida, al otro lado de las montañas, en Eithel Sirion otra gran hueste de orcos se unió a los fugitivos desde el sur, y se volvieron  para atacar a sus perseguidores en un vano intento por alzarse con la victoria en lo que fue la ruina de los orcos; porque Celegorn cruzó las montañas con sus jinetes por un paso más al sur, y advirtiendo la llegada de los refuerzos orcos, atacó de flanco y desmembró  la oscura hueste empujándola hacía el Marjal de Serech. Y allí no tuvieron concesión los orcos, y sus cuerpos se apilaron en montones en el barro ensangrentado, o flotaron en las aguas pantanosas, sobresaliendo algún miembro de entre los juncos.

Diez días duró esa batalla, y de las poderosas huestes destinadas a conquistar Beleriand sólo un puñado de supervivientes regresó a Angband. Fue la Segunda Batalla de las Guerras de las Joyas. La  Dagor-nuin-Giliath, la  Batalla bajo las Estrellas, porque la luna no se había elevado todavía.

Pero en su locura Fëanor no quiso detenerse y persiguió a los pocos supervivientes que quedaron a través de las llanuras de Ard-galen, pensando así llegar hasta el mismísimo Morgoth.

Fëanor seguía a lomos de su caballo repartiendo mandobles aquí y allá, desmembrando miembros, descoyuntando huesos. En su ansía Fëanor se había adelantado demasiado a la vanguardia de sus mesnadas y a sus hombres les costaba seguirle. Sólo unos pocos amigos seguían a su lado cuando se separó de su ejercito.

Estaba en una llanura donde los pastos ardían por todos lados, los orcos se aferraban con uñas y dientes a su corcel y Fëanor les tenía que cortar los brazos una y otra vez, hasta que abrumado por el peso del número le dieron por tierra. Varias astas de lanza se alzaron de la panza y el costillar del animal.

Fëanor se incorporó y en ese momento llegaron sus  compañeros que levantaron un muro de lanzas a su alrededor. Como atendiendo a un mal presagio una horda de enemigos cinco veces mayor rodeó al reducido grupo de gnomos y los acosaron hasta la extenuación.

Fëanor pudo sentir la presencia de espíritus de gran poder, quizá maiar. La respuesta no se hizo esperar: unos demonios con forma humana, pero dos veces más grande, que exhalaban llamas por la nariz y prendían sus crines, destrozaron en pocos instantes a los noldo que siguieron a Fëanor. Empuñaban armas ígneas como látigos de seis puntas, espadas o hachas de doble filo, y con estas a menudo cortaban en dos a algún osado gnomo.

Ya sólo quedaba Fëanor, imperturbable, lleno de heridas. Aun así seguía decapitando a tantos orcos como se pusieran al alcance de su espada. Un demonio le rodeo la cintura con su látigo y éste cortó la llama. Su sobrevesta empezó a arder. Otro latigazo le dio en el hombro y su brazo se convirtió en una antorcha.

Pero él seguía manchando su cara de sangre negra y espesa, y saltaban manos y pies, brazos y piernas, pero al cabo Gothmog, el Señor de los Balrogs, le echó por tierra. Allí habría perecido si en ese momento no hubieran aparecido sus hijos; y los Balrogs lo dejaron y volvieron al Infierno, a Angband.

Entonces los hijos levantaron a su  padre y lo cargaron de vuelta a Mithrim. Pero al acercarse a Eithel Sirion, Fëanor  ordenó que se detuvieran; porque estaba mortalmente herido, y sabía que le había llegado la hora. Y desde las laderas de Ered Wethrin, contemplando por última vez las cumbres lejanas de Thangorodrim, las más poderosas de las torres de la Tierra Media, supo con la presciencia de la muerte que jamás poder alguno de los Noldor podría derribarla; pero maldijo tres veces el nombre de Morgoth y encomendó a sus hijos atenerse al juramento y vengar la muerte del padre. Y en un circulo junto a su padre juntaron las manos con las de su padre y renovaron una vez más el juramento:

"Sea amigo o enemigo      u odiosa prole
de Morgoth Bauglir,         se mortal oscuro
que en días venideros          sobre la tierra more,
ninguna ley ni amor           ni alianza de Dioses,
ni poder ni misericordia,     ni inmutable destino,
le defenderá por siempre     de la feroz venganza
de los hijos de Fëanor,           si se apodera de ellos o los roba,
o al encontrarlos guarda   los hermosos y encantados
globos de cristal      cuya gloria jamás morirá-
los Silmarils.      ¡Por siempre hemos jurado".


Entonces Fëanor murió; pero no tuvo entierro ni sepulcro, pues tan fogoso era su espíritu que al precipitarse fuera dejó el cuerpo reducido a cenizas, que se desvanecieron  como humo; pero nunca reapareció  en Arda, ni abandonó las Estancias de Mandos. Así acabó el más poderoso de los Noldor, por cuyas hazañas obtuvieron  a la vez la más  alta fama y la más pesada aflicción.