Montaraz
Breve pero emotivo relato en el cual nuestro amigo Iker nos narra como los montaraces de Ithilien, entre los cuales se encuentran Boromir, Faramir e Idienden, son atacados por los ejércitos de Sauron.

La noche era clara, y en el aire podían olerse las miles de flores y plantas silvestres que crecían sanas en la lejana tierra de Ithilien.

Pero mucho se temía Idienden que todo aquello no duraría mucho. En Gondor, hogueras de guerra iban a arder, pues los batidores traían extrañas nuevas, relacionadas con un
Señor Oscuro, que tenía más poder que todos los pueblos libres juntos.

La información que se les proporcionaba a los Montaraces de Faramir era muy escasa, y para cuando era recibida, les llegaba, había sido trastocada por habladurías o engaños de los enemigos.

Pero a pesar de todo aquello, aquella noche de verano en Ithilien resultaba extrañamente cargante, el calor hacía acto de presencia día y noche, y aunque una brisa soplaba suavemente, todos estaban cansados y agotados a causa de la ola de calor. Todo aquello hacía entrar a los Montaraces en un estado de estupor.

Nada se movía por debajo de los puestos de vigilancia Montaraces, excepto algunos animales pequeños, como ardillas o zorros. Nada presentaba una amenaza por el momento.
La luna estaba alta, y Faramir y otros tantos montaraces dormían aún.

Pero algo había de perturbarlos, algo había entre aquella espesa maleza que no gustaba a Idienden, podía sentir como algo se movía, algo maligno, que no tardaría en aparecer. Unos pájaros, de los que aún vivían en aquel lugar, ajenos a la Guerra y a la Batalla, se movieron. Los animales se movían nerviosos. Alguien cruzaba los bosques.

Un zumbido rompió el silencio nocturno, y una flecha cruzó el cielo, impactó sobre un blanco silencioso, un compañero Montaraz de Idienden, el cual cayó sin remedio al suelo, herido de muerte. Su cuerpo quedó quieto en el suelo, y de allí no se volvería a mover.

El ruido no pareció alertar a ninguno de sus compañeros. Idienden se encontraba atónito, sin mover un solo músculo. Otra flecha desgarró el silencio, e impactó junto a Idienden.

Volvió a ser consciente de la situación, y corrió a despertar al Capitán Faramir, hombre valiente y de recursos como pocos, descendiente de nobles de Gondor.

- Señor, Señor, nos atacan por el norte -dijo Idienden- debeis despertar, hermanos montaraces, cumplid vuestro juramento, defended este puesto de vigilancia y a Gondor.

Faramir se levantó en el acto, pues estaba también en duermevela, cogió su arco, e increiblemente puso una flecha en el arco, la tensó, y disparó desde la muralla. Un hombre cayó de un árbol, herido de gravedad. Pues en verdad la habilidad y el nervio del hijo de Denethor era portentosa.

- Sureños- dijo Faramir- ¡despertad, deespertad, vamos!, debemos defender este puesto antes de que lo asedien. ¡A las murallas!.

Los hombres de Gondor despertaron, eran decenas, y por tanto, dispararon flechas sin parar desde la muralla. Pero el enemigo era invisible en la noche, y muchos Montaracs caían sin remedio desde el puesto de vigilancia. Los Sureños estaban acostumbrados a luchar a descubierto, y aquella vez el número y la sorpresa eran un punto a su favor, pero los aliados de Gondor eran feroces y temerarios en la batalla, siguieron disparando a pesar del ataque. Y muchos, por cierto, acertaron blanco en el enemigo, que aunque constante, era débil.

Aunque resistieron durante largos momentos de penurias, los Sureños asediaban a los Gondorianos por todos los flancos, y la caída de aquel lugar era inevitable. Un temor se apoderó del grupo, y los hombres tiritaban de frío y de temor. Unas criaturas oscuras se acercaban a caballo desde la Encrucijada.

Los Gondoarianos dispararon flechas y flechas, pero los Sureños eran como una marabunta, y jamás retrocedían, eran decenas, y tal vez cientos, y salían de todos los lugares, disparando flechas envenenadas. Faramir comprendió que quedarse allí, era como esperar la crecida de la marea sobre una playa, y por ello, tomó su decisión.

- ¡Volved, Volded!- gritó Faramir- a Osgiliath, allí resistiremos el ataque. Todos a retirada, tocad los cuernos de retirada. Gondor es fuerza, y el compañero caído también era seguidor de ese credo, ayudad a los heridos, pero partid raudos.

Los Montaraces corrieron hacia los caminos secretos, y algunos, a pesar de hacer lenta la marcha, y gracias a la orden de Faramir, habían cogido a los compañeros heridos, y los transportaban a duras penas  por los bosques. Faramir cargó con uno, pero murió antes de poder llegar a destino.
Algunos de los Gondorianos habían quedado en los lugares de vigilancia, y fueron asesinados por las decenas de enemigos.

Caminaron toda la noche, y todo el día. Faramir corría a través de los Osgiliath, buscando a algún alto cargo del ejercito de Gondor, para avisar de la amenaza. Faramir dio gracias de que la Ciudad estuviese vacía de Mujeres y niños.

Encontró allí a uno, y le informó. Su explicación fue escuchada, pero al decir que solo eran unas decenas, lo tomaron como un ataque más, uno simple. Al no haber allí más que milicia, se dobló la guardia, pero no se tomaron más medidas.

Pero había algo en aquel ataque que no era normal. Una extraña fuerza maligna estaba siendo despertada. Todos los Montaraces vigilaban desde las casas de piedra de Osgiliath, y esperaban inquietos, mirando hacia los caminos de Osgiliath. La Noche siguió avanzando, y el Anduin sonaba claro y hermoso en medio de los roces entre armaduras y relincho de caballos.

Los batidores volvieron, gritando y gritando:

- ¡Nos atacan, son cientos, y los Señores Oscuros vienen, ya vienen, están a menos de una hora de Osgiliath!

El ataque era inminente. Los Orcos, los Sureños, y los Nazgûl aparecieron por el camino. Las flechas llovieron, pero nada ocurrió, decenas de orcos murieron en el primer ataque, pero todo fue inútil, la marabunta del lugar de vigilancia, se habían multiplicado por cientos.

El ataque era feroz, una especia de locura se apoderaba de los Montaraces y de los Gondorianos. Los Nazgûl traían con ellos algún poder especial. Los orcos lanzaban flechas lejos, y los Sureños dardos envenenados.

Los Montaraces ordenaron retirada, por última vez. Faramir e Idienden corrían, y los orcos se mofaban de la cobardía de Gondor.

La victoria era imposible, y Faramir lanzaba maldiciones al cielo, pensando en la vergüenza que pasarían al decirle a su padre, Denethor, que habían sido derrotados.

Pensó también en Boromir, y en dónde andaría en aquellos momentos.

Faramir tropezó, y gritó a Idienden:

-¡Corre, sálvate tú, vamos!

Idienden no huyó, sino que ayudó a Faramir, lo levantó, y lanzó unas cuantas flechas a los orcos que se aproximaban.

Los Orcos los habían rodeado sin remedio.

Cuando todo parecía perdido, un cuerno destrozó el silencio de muerte, y Boromir y un grupo enorme de Gondorianos apareció por el otro lado del puente.

Mataron a casi todos los Gondorianos en aquella encarnizada batalla, y las flechas zumbaban por todos lados.

Faramir, Idienden, y Boromir huyeron, pero los orcos seguían corriendo tras ellos.

Así que Boromir colocó cargas explosivas en el puente, y lo detonó. Se tiraron al Anduin, y escaparon a nado hacia la otra parte de Osgiliath.

Un gondoriano habia saltado con ellos. Eran cuatro los supervivientes. Cuatro de cientos de personas.

La vergüenza de haber perdido aquella batalla era enorme, y los cuatro hombres de Gondor volvieron a Minas Tirith.

El Mal había ganado aquella vez...