Al ponerse el sol
Nuestro amigo Emilio nos envió la introduccion de una novela que estaba escribiendo. Por lo que nos contó en su momento, tiene de todo, batallas, aventuras e incluso historia de amor...

El hombro aún le ardía, pero eso no importaba, ya casi se había acostumbrado al dolor. El veneno hacía su efecto, se había extendido como una mancha de sangre en un río tranquilo. Sabía que el veneno seguía ahí, aunque apenas podía sentirlo.

 Casi no sentía nada.

 Una brisa fría llegó del norte, agitando las capas de sus compañeros, de sus amigos. En cualquier otro momento se hubiera puesto en pie, dejando que el viento le rodeara, llevándole a todos aquellos lugares donde había soplado alguna vez, ya fueran las costas del Mar de los Hielos, los Bosques de Ymnar o las Montañas de Asuryan. Pero esta vez no se puso en pie, sino que permaneció tendido en la hierba junto a aquella enorme columna de piedra, mirando al cielo de la tarde mientras el sonido de los lamentos llenaba el aire. Un sonido grave, continuo, un sonido como de voces que estuvieran clamando en la distancia.

 El frío le entró en el cuerpo. Un frío invernal, sin vida, y le pareció que la brisa le arrastraba como un vendaval arrastra las hojas muertas de los árboles. El frío entró en su cuerpo y comenzó a temblar.

 Pero entonces ella se inclinó y le abrigó con su capa.
 -Por favor, aguanta -le dijo.
 Intentó responder, pero ningún sonido salió de sus labios.
 -No hables -ella volvió a hablar dulcemente, y él hizo caso.

 No dijo nada, y la miró a los ojos, a esos ojos que tanto le fascinaban. Aquellos grandes ojos oscuros, profundos como el pozo donde se sentía caer. Ojos hermosos, y tristes, ojos cubiertos de lágrimas.

 Sabía lo preocupada que estaba por él. Sabía que le había velado muchas noches en el refugio, a la tenue luz de la hoguera, cuando todavía podía caminar y esgrimir la espada. Sabía que había derramado lágrimas por él mientras veía como le ayudaban a caminar cuando huían. Sabía que no le dejaría aunque todos los soldados del Imperio la buscaran.

 De hecho, los imperiales ya se acercaban. Sus tres compañeros estaban de pie, cerca, las armas preparadas. Les habían seguido desde muy lejos buscando venganza, y parecía que se iban a salir con la suya.

 Al menos, él ya no podía luchar. No podía hacer otra cosa más que permanecer quieto, y esperar su destino.

 Hubiera dado todo el oro del mundo por poder ponerse en pie y tomar de nuevo su espada, aquella que una vez tomó de la mano de un amigo muerto. Hubiera dado todo el oro del mundo por combatir una última vez con sus compañeros, porque aún recordaba los días en que los cinco luchaban juntos: cuando las sombras de la noche se alargaban en las Montañas, los imperiales tenían miedo porque ellos estaban cerca.

 Ahora sólo quedaban cuatro, y él yacía sin poder hacer nada. Pero sus tres amigos aún estaban allí, podía ver las siluetas a su alrededor, y estaba convencido de que no se irían.
 El mayor se encontraba a unos pasos, con el arco en la mano. Rápido como las aguas del Denah al bajar de las Montañas, abatiría muchos imperiales antes de que le dieran alcance.

 El más joven tampoco estaba lejos, con la espada inquieta. Frío como el viento de las Llanuras, su arma mataría sin piedad a todos los enemigos que le hicieran frente.
 Por último, de pie junto a él, se encontraba su mejor amigo, con los cabellos rubios al viento. Sus ojos brillaban como la Estrella del Cazador en una noche oscura; los soldados no se atreverían a enfrentarle, porque había fuego en su mirada.

 Y, cuando comenzó al fin la última de las batallas, juntando las pocas fuerzas que le quedaban tomó fuertemente la mano de la muchacha. Quería sentir su piel por última vez. Quería decirle cuánto la amaba.

 El mundo se oscureció a su alrededor, dejó de ver y dejó de oír. Pero su corazón continuaba latiendo, y tuvo la sensación de que su historia no acababa, sino que comenzaba de nuevo, del mismo modo que cuando el día muere, nace la noche, al ponerse el sol.