La venganza de la araña
En el año 1722 TE, un grupo de sectarios vuelven a la vida para atacar un castillo en el reino de Arthedain, donde un grupo de héroes se preparan para lo que podría ser su última batalla contra un viejo enemigo... y amigo. Final novelado de campaña del juego de rol.

Capítulo1: Presagios

Thaer y Dunuhuet estaban abrazados. Observaban a sus hijos de nueve años, que dormían como troncos.  Thaer se giró hacia su mujer y su bigote se torció en una sonrisa: "tener unos hijos tan dormilones tiene sus ventajas, nuca se despiertan, por mucho ruido que se haga."  Dunuhuet besó a su marido y este respondió con pasión. Llevaban casi quince años juntos y se seguían queriendo como el primer día. Ambos estaban ya cercanos a los cuarenta aunque se mantenían en buena forma. El parto de los gemelos no había afectado mucho a la hermosa figura de Dunuhuet. Quizás esta tuviese alguna arruga al sonreír o en la frente, pero poca cosa. Thaer podía haber ganado un par de kilos, pero no se le notaban. Algunas canas daban toques blancos a su rubio bigote y a su pelo pero  seguía siendo dorado en su mayor parte. Aun se sentían jóvenes y su amor se había forjado en un horno de peligros y aventuras. Una vez en su habitación empezaron a besarse y acariciarse frenéticamente. De pronto Dunuhuet paró y se quedó mirando algo.  Thaer  giró la cabeza y vio en el vano de la ventana una enorme y peluda araña. "¿Qué demonios hace ese asqueroso bicho en esta época y con el viento que hace fuera de su guarida y lo que es peor,  en nuestra ventana?". Se preguntó en voz alta Dunuhuet. Thaer miró a la criatura. Tuvo la  extraña impresión de que ella también le miraba y eso le traía antiguos y funestos recuerdos. Dunuhuet se levantó de la cama y abrió la ventana y se dispuso a golpear al bicho con un jarrón pero de pronto y para pasmo de Thaer la cogió con la mano. "Está muerta, es solo un cadáver seco arrastrado por el viento". La guerrera la arrojó fuera y cerró la ventana. Al volver a la cama preguntó a su marido: "¿Dónde nos habíamos quedado?". Un buen trecho de noche después Thaer permanecía despierto, observando el exterior por la ventana. El viento había cesado. De pronto una araña se encaramó al vano de la ventana  y apoyó sus patas delanteras en el cristal. Thaer cerró los ojos y agitó la cabeza. Cuando los abrió de nuevo la araña no estaba allí. "Has dejado volar la imaginación", se dijo. Finalmente se durmió hasta que ya amanecido lo despertaron unos golpes en la puerta de su casa.

Kivan estaba solo en mitad de la nieve. Miro el cielo estrellado y se llevó una mano a la frente. No recordaba como había llegado allí. Tras él estaba uno de los bosques que rodean la aldea de Nothva Raglaw. Reconocía el lugar, mas no sabia que hacía allí.  Podía ver, pues esta noche hacía luna llena. Miro a su alrededor; algo le decía que no estaba solo. Echó mano a su cadera y se dio cuenta de que estaba desarmado. A pocos pasos de él vio una figura. No sabía si no la había visto antes o si acaba de materializarse allí de la nada. A Kivan se le hizo un nudo en el estómago y empezó a sentir miedo. Era una mujer atractiva, de rostro ovalado, ojos grises, labios hermosos y pelo negro hasta los hombros. Tenia un cuello recto y firme, solo truncado por una horrible y sanguinolenta herida. No es que a Kivan le diesen miedo las mujeres, mas si  los fantasmas y sabia que estaba delante de uno y no del fantasma de un desconocido si no del alma en pena de una compañera suya muerta hace tres años: Morwen, mujer de su amigo y compañero Kethwyd, también muerto intentando vengarla. La espectral figura le miró a los ojos y comenzó a derramar lagrimas de sangre. Kivan se quedó paralizado. "Debéis salvarle, sí no ya a su cuerpo al menos a su espíritu. Debéis matarlo y que no pueda volver a causar más mal. Tú eras su amigo, ayúdale, te lo ruego...". La imagen se hizo borrosa y Kivan sintió un gran vértigo. No podía ver nada. Despertó sobresaltado y cubierto de sudor en su cama. Escucho la suave respiración de su mujer cerca de él y se tranquilizó. "Solo ha sido una pesadilla, solo eso... aunque muy real". Acarició el pelo rubio y sedoso de Leowyn y se levantó para tomar el aire. Se colocó un abrigo y salió a la puerta de su casa. El frío viento le golpeó de lleno. Mientras volvía a recordar la pesadilla una poderosa ráfaga de viento lo empujó hacia atrás. Kivan miro hacia las Montañas Nubladas   y tuvo un mal presentimiento. Con un escalofrío volvió al calor de su casa y de su esposa. Paso el resto de la noche en vela, pensando en el sueño y en lo parecido que era a una lejana carcajada el sonido del viento en las ventanas. 

Por la mañana un muchacho llamó a la puerta de Kivan y le dijo que el thain Thaer quería verle. Al ver que se dirigían fuera del pueblo Kivan preguntó el motivo y el joven  dijo que su padre es un pastor y que esta mañana una de sus ovejas escapó de la cerca  y la encontraron caída dentro de una fosa. Kivan se extrañó: "¿para esto me hacen llamar?. Aun me quedan unas  semanas de vacaciones. En fin...". Cuando salieron fuera de los bosques vio a Thaer cerca de un montón de tierra removida y nieve. Henrik estaba allí, el rostro oculto y los brazos cruzados.  Se saludaron con una inclinación de cabeza. Thaer parecía abstraído mirando la fosa abierta. Cerca de él un pastor se rascaba la cabeza. Kivan se acercó a Thaer y preguntó: "¿Quién a hecho este boquete?". Era una fosa de varios metros de diámetro y un par de ellos de fondo. Thaer lo miró con el rostro lleno de preocupación y dijo: "la gente del pueblo lo hizo hace dos años para enterrar los cuerpos de los sectarios de la araña que nos atacaron cuando íbamos a socorrer al culto de Sonotor, ¿recuerdas?. Consiguieron llevarse a Galmod y a mí me hirieron de gravedad aunque acabamos con trece de ellos.". Thaer señaló tras el montón de tierra y Kivan se acercó allí. Vio huellas en la nieve y se agachó para verlas mejor. Henrik preguntó: "y ahora han profanado la fosa para llevarse las armas que pudiesen tener, supongo... pero ¿y los cuerpos?". Kivan vio más  o menos una docena de rastros que se dirigían hacia las montañas. Eran de guerreros con armaduras pesadas, de eso no había duda. Se alzó con un suspiro y dijo a Henrik: "la fosa ha sido abierta desde dentro. Como ya sabes a veces el mal no descansa ni muerto. Estos hombres fueron nuestros enemigos y mucho me temo que pronto tendremos noticias de ellos". El pastor se sobresaltó al escuchar las palabras de Kivan y dijo: "pero eso es imposible, los muertos no pueden volver a la vida". Thaer se giró y le contestó con el rostro sombrío: "tienes razón, los muertos no pueden vivir de nuevo, más estos ya están muertos". Tras eso se encaminó hacia el pueblo seguido por Henrik. El nórdico se crujió los nudillos ruidosamente y pensó: "ya era hora de que hubiese algo de acción, este pueblo es demasiado aburrido para mí...". Kivan apretó los dientes y los siguió mientras se decía a sí mismo: "Se acabaron las vacaciones".

Gil Mor se hallaba en un balcón de la torre de los astrólogos de Arthedain. La gran ciudad amurallada se veía desde la altura. El frío viento invernal le calaba hasta los huesos. En su apuesto rostro había preocupación. Tenía el ceño fruncido mientras observaba el cielo. De pronto lo vio. Una estrella fugaz caía hacia el este. Rápidamente tomó un telescopio e intentó seguir su trayectoria. No le gustó lo que vio. Volvió hacia dentro y consultó con algunos astrólogos y sabios que aun estaban allí.  Sacaron varios mapas astrales y uno de ellos, que había observado a la estrella marcó un punto. El erudito afirmó: "esa estrella ha caído desde aquí, la misma parte del cielo donde brillaba la estrella negra que se extinguió hace unos años." Tras varios y complicados cálculos los astrólogos determinaron donde podía haber caído. Desplegaron un mapa pero antes de que alguno dijese nada, Gil Mor señaló un punto: "Me temo que habrá caído aquí." "Es posible", afirmó un estudioso de los cielos. El dedo del mentalista, que se hallaba  en las laderas orientales del norte de las Montañas Nubladas, empezó a temblar.

El viento del invierno golpeaba las almenas del castillo de Bregor Eldanar. Gilagaroth se arrebujó en la gruesa capa de pieles y siguió andando entre los adormecidos guardias. No podía dormir bien esta noche y se encontraba en vela. Los fantasmas del pasado no le dejaban descansar. El recuerdo de su hermano le vino a la mente. Ambos participaron en un ataque contra una secta en Umbar, que planeaba asesinar al señor de los corsarios. Durante el ataque lucharon codo con codo hasta que un grupo de enemigos los separaron como una cuña y mataron a su hermano menor. Loco de ira siguió luchando hasta que terminó la batalla. Entre los prisioneros se hallaba un alto cargo de los fanáticos. Se lanzó sobre él y lo mató, pese a que sus superiores le gritaron que parara. Uno de ellos intentó contenerlo pero acabó herido de gravedad. Cuando pudo recuperar el control se dio cuenta que ya solo tenía dos opciones: la muerte o el exilio.  Antes de que lo apresaran huyó de allí y embarcó hacia el norte, sabiendo que la mayoría de esos sectarios habían huido hacia allí. Así acabó junto con Bregor y sus compañeros. Finalmente consiguieron acabar con el líder de la secta. Al menos su hermano fue vengado. Se tocó la pierna derecha y recordó como hace ya unos años durante la defensa de una fortaleza fronteriza un guerrero  se la destrozó de un hachazo. Cuando despertó en una habitación del castillo de Bregor se hallaba sanado y con la pierna intacta. Le contaron que había sido curado por el agua de una fuente  secreta y que ese don solo podía ser otorgado una vez en la vida.  Piensa devolver los favores que le han hecho, aunque le vaya la vida en ello. Volvió a la cama e intentó conciliar el sueño mas las escenas de la muerte de su hermano no lo abandonaban. Se volvió a levantar y bajó a echar un trago. Mientras bajaba por las escaleras tenuemente iluminadas pensaba: "¿por qué, hermano, me acosas esta noche? ¿Acaso tu alma no descansa en paz? ¿No fuiste vengado?". De pronto escuchó un golpe tras él. El viento había abierto la ventana de su cuarto. Parecía como si trajese una risa lúgubre en su seno.

Bregor y Ardhan se encontraban  sentados en cómodos sillones a la lumbre de una chimenea. Un par de sabuesos dormitaban cerca. El fuego iluminaba el rostro tuerto y marcado del caballero de Gondor, y el hermoso y sonriente del noble Arthedaini. Se hallaban bebiendo unas copas de licor mientras charlaban sobre viejas batallas.  Sin embargo estos recuerdos siempre están llenos de tristeza por los compañeros caídos. Bregor suspiró profundamente y dio un gran trago. Mientras el líquido le recorría la garganta y calentaba el estómago recordó a Lamalas y a Kethwyd. Miró el único y brillante ojo de Ardhan y le preguntó: "¿por que el Mal corrompe tan rápidamente?". La cara de Ardhan se deformó aun más con una mueca de sorpresa. Quedó pensativo y respondió: "a veces nos dejamos llevar por nuestros sentimientos más oscuros: codicia, poder, ansia de venganza... Podemos pensar que lo que hacemos está bien, pero una vez que el corazón se tuerce y no recupera rápido su camino, cae en la oscuridad. Aquel que no sabe distinguir la justicia de la venganza o no controla su poder, es presa fácil." Bregor sonrió, alejando los recuerdos funestos y se levantó para irse a la cama. Ardhan decidió quedarse un rato más, sumido en sus propios pensamientos. Se tocó el parche que le cubría la vacía cuenca de su ojo derecho y murmuró: "la venganza, la venganza..." En ese momento apareció Gilagaroth. Se miraron en silencio y el corsario se sentó en un banco cercano tras coger una botella de vino. "Maldita sea, ¿es que nadie puede dormir esta  noche en este castillo?". "Debe ser la luna llena... o ese condenado viento." Se levantó al poco de consumirse el último tronco y se fue a dormir. Gilagaroth quedó solo en la estancia iluminada por la mortecina luz de las brasas. Terminó la copa y al levantarse golpeó sin querer la botella que rodó y cayó por el borde de la mesa. Al caer al suelo se rompió  formando  un pequeño charco carmesí. A Gilagaroth le pareció un charco de sangre. La sangre de su hermano.

Anarduabar se encontraba inquieto. Había tenido un sueño en el que revivió su enfrentamiento con Nozgoth, señor de los guerreros de la araña. Vio como el brujo destruía su poderosa maza y como le destrozaba con un conjuro el brazo derecho hasta dejárselo en los huesos. En ese momento pareció Fingil. Esta hermosa doncella había sido rescatada por él y un grupo de aventureros (Kivan, Ardhan, Gilagaroth y otros ya muertos) de una secreta fortaleza en Dagorlad.  El padre de la muchacha se sacrificó en la lucha con un mago para que pudiesen escapar. Consiguió acabar con el brujo pero quedó herido de muerte. En su agonía confió el cuidado de su hija a Anarduabar y este aceptó. La muchacha le contó poco después una antigua historia por la cual su familia estaba condenada a enfrentarse a Nozgoth y sus malvados secuaces, hasta que algún día  encontrasen a alguien capaz de destruirlo. Para ello Fingil acabó como guardiana de la espada de su familia, forjada en Numenor por orden del rey Aldarion para un antepasado suyo que le había salvado la vida. Esa espada debía ser usada para acabar con Nozgoth, un hombre- demonio de oscuros poderes, llamado el devorador de almas. Ella había quedado como último miembro de su familia. Cuando Anarduabar y sus amigos consiguieron encontrar el templo de la araña ella los acompañó y nadie pudo convencerla de lo contrario. En ese momento, cuando Anarduabar se veía derrotado apareció envuelta en una intensa luz dorada.  El demonio medio hombre- medio araña, prole de Ungoliant, retrocedió al reconocer el arma. Mas se dispuso a atacar. Fingil se arrojó a suelo, esquivando la hoja del brujo, ya que la magia de este parecía inútil contra ella. Desde el suelo lanzó la espada a Anarduabar. Este la recogió con su mano izquierda y de un fuerte golpe atravesó al monstruo y lo mató. Poco después consiguió curarse de sus heridas y recuperar el uso del brazo gracias a un agua sagrada que Bregor y sus amigos tenían. Mas en su hombro derecho quedó una marca que lo atestiguaba según Fingil como el elegido. De la unión de ambos, de su estirpe, vendría la ruina total de los seguidores de Nozgoth ya que algunos pudieron huir y esconderse tras la caída de su líder. Anarduabar se rascó el hombro derecho. Sabía que la extraña sensación que tenia sólo significaba una cosa: peligro. Miró a su esposa y se dio cuenta que esta lo miraba a él hace algún tiempo; sus hermosos ojos verdes brillaban en la oscuridad. Ella se incorporó y le echó los brazos por el cuello: "yo también lo siento, esposo mío, el mal se remueve una vez más y me temo que pronto nos encontremos luchando contra el último coletazo de maldad de los guerreros de la araña, mas estoy segura de que aun tardara algo en manifestarse. Cuando se acerquen lo sabremos, la marca que ambos poseemos nos avisará, y esa misma marca es la señal de que hagan lo que hagan nuca podrán vencer." Anarduabar miró a una esquina de su habitación. Allí descansaba la enorme armadura que fuera otrora de su padre,  que era un sectario, el capitán de la guardia del templo y él mismo lo venció y por ello los sectarios lo asesinaron tras su derrota. En la oscuridad parecía completamente negra, mas su mitad izquierda se revelaba azul oscuro bajo el sol. Una capa de seda negra la envolvía en un aura de silencio y oscuridad. El escudo y la gran hacha de dos filos de su familia reposaban a sus pies, ambos con los mismos colores. Sobre el peto descansaba el medallón dorado de su padre, un circulo con una araña dentro. Coronando la armadura un yelmo en forma de cabeza de araña.  Estos objetos habían sido forjados por sus enemigos y  los llevaba como mofa hacia ellos y como recordatorio de su padre. En una habitación secreta cercana descansaba la espada de Tor, un arma fabulosa forjada en Numenor, herencia de familia de Fingil y por tanto ahora suya.  Estaba seguro que pronto la desenvainaría  y sus enemigos se lamentarían de haberse alzado de nuevo.

La luna llena se reflejaba en la superficie del lago. Cerca de allí un  resquebrajado monolito de piedra se alzaba hacia las estrellas, sobresaliendo del suelo cubierto de nieve. A pesar del frío y de la ventisca,  las aguas del lago estaban en calma. En pleno invierno deberían estar heladas, pero sus aguas permanecían como en una primavera esplendorosa. En mitad de la nevada una figura más negra que la noche se alzaba sobre una roca en la orilla. Parecía inerte y estaba cubierta con grandes trozos de nieve, como si hubiera muerto de pie. En el cielo apareció una pequeña línea de fuego. Poco a poco se fue acercando hasta que una pequeña piedra negra envuelta en llamas cayó en el lago.  Las aguas hirvieron y una enorme cantidad de agua se elevó hacia el cielo. Cuando la columna de agua desapareció solo quedó un objeto, flotando a unos metros de la superficie: era una espada de hoja curva, de aspecto siniestro y manchada de sangre. Empezó a girar y se lanzó en dirección a la figura misteriosa. Esta extendió una mano y la cerró  en torno a la empuñadura del arma como si recogerla así fuera algo natural. En sus ojos apareció un brillo amarillento. Alzó su mirada al cielo y de su garganta escapó una carcajada demencial mientras levantaba el arma hacia la luna. Las colinas cercanas amplificaron el sonido hasta el infinito.  La nieve empezó a removerse y de ella surgieron decenas de figuras con armaduras de aspecto aterrador y grandes yelmos en forma de criaturas de pesadilla. En sus ojos brillaba una luz terrorífica. Una de ellas llevaba un gran escudo negro y sin adornos, que brillaba levemente, reflejando la luz de la noche. En su cabeza no había yelmo y dejaba al descubierto un cráneo cubierto de piel seca. En sus cuencas titilaba una luz amarilla. Todas las figuras se dirigieron hacia el misterioso personaje que empuñaba la cimitarra. Cuando estuvieron a unos pocos pasos se arrodillaron ante él. La hoja del lago inundó a los guerreros muertos con una luz oscura. Sus rostros recuperaron el aspecto que debieron tener en vida, aunque sus ojos seguían brillando siniestramente. La figura que la empuñaba usó su mano izquierda para alzar la horrenda mascara en forma de cabeza insectoide negra y plateada, con ocho rubíes que simulaban los ojos de un arácnido, que le cubría la cara. El cráneo descompuesto se llenó con la ilusión de una nueva vida y un rostro apareció. Su cuerpo pareció crecer en tamaño y en fortaleza. Era la cara de un hombre de mediana edad, con una leve barba castaño oscura. Sobre una nariz recta había una cicatriz que la deformaba levemente. Otra cicatriz le llegaba desde la ceja  izquierda hasta la mejilla, aunque el ojo permanecía intacto, brillando con su extraña luz amarilla. Desde la frente  surgía un mechón de pelo de color cobrizo, que destacaba en el resto de su melena castaño oscura. Una cota de mallas negra envolvía su cuerpo y una vaina enjoyada estaba colgaba de su costado. Con una reverencia envainó la espada. Los demás espectros lo miraban sin inmutarse. El siniestro guerrero se giró hacia las Montañas Nubladas, en cuyas estribaciones este descansaba el valle. Una amplia sonrisa surgió de su rostro.  Los guerreros alzaron sus armas. En la oscuridad de la noche, el oculto valle se llenó con cientos de  pequeñas luces amarillas, cual fuegos fatuos que solo presagian una cosa al viajero que se los encuentra: la muerte.


Capítulo2: la tela de araña

Una solitaria figura se hallaba arrodillada en mitad de una espesa niebla, removiendo la nieve. En la oscuridad de la noche invernal nadie hubiese sido capaz de verla. Su cota de mallas negra lo hacía casi invisible y anulaba cualquier sonido que pudiese emitir. Una gorgonea mascara de plata cubría su rostro. La figura apartó la nieve y pareció susurrar algo. Quedó un momento inmóvil y de pronto se derramaron en el suelo unas gotas procedentes de la mascara, del lugar de donde debían estar  los ojos. Si fuese de día, la luz del sol permitiría ver a la figura llorando. También dejaría ver unas manchas carmesíes en la nieve y dos hilos del mismo color sobre la mascara. El desconocido lloraba lagrimas de sangre en la soledad de la noche. Lanzó un terrible grito de agonía y dolor que hubiese hecho que cualquiera quedase paralizado de terror. Sin embargo, cuando el grito aun no se había acallado en su garganta, se convirtió en una terrible carcajada y los ojos tomaron un fulgor aterrador. La figura se incorporó. En su mano izquierda empuñaba una espada larga con la hoja cubierta de tierra y algo oxidada. Si fuese de día, también podrían verse manchas de sangre en la hoja.

Unos días después, el pesado manto blanco de la nieve no había desaparecido aun de los campos de Arthedain. El invierno alargaba aun sus dedos sobre la región y el sol apenas calentaba las mañanas. En Barad Estel los soldados patrullaban las murallas, ateridos de frío y adormilados. Los inviernos son largos y aburridos para un soldado. Al lado  del gran rastrillo de acero de la entrada, dos guardias dormitaban. Uno de ellos se desperezó y estiró sus miembros para desentumecerse.  Una figura se movió tras él al amparo de la noche. El guardia escuchó algo pero fue tarde. El golpe fue rápido y no pudo esquivarlo. Cayó de bruces al suelo y su compañero se levantó de un salto desenvainado la espada. El caído se giró en el suelo con una mano en la mejilla. El rostro de ambos se contrajo en una mueca de vergüenza al reconocer al agresor. Bajo una pesada capa de pieles había un peto de acero, reforzado con brazales y espinilleras, todas decoradas con filigranas de oro y plata. Dos espadas curvas y cortas colgaban de su cintura y un yelmo de acero cubría su cabeza, aunque su rostro furibundo podía verse. La figura gritó:
-¡Malditos haraganes! ¡Levantad de una vez! ¡Bregor ha ordenado redoblar la vigilancia para algo, así que tened los ojos bien abiertos!
- Pero señor, -respondió uno de los soldados- ¿qué podría pasar? ¿Por qué tanta precaución?.  En las dos últimas semanas no ha pasado nada. Nadie sería capaz de entrar en la fortaleza y en invierno no tenemos que temer un ataque...
- A mi no me importa tu opinión soldado. Si os vuelvo a coger vagueando os arrepentiréis de ello.
La figura se alejó caminado de la entrada y los guardias quedaron conversando entre ellos:
- ¿ Que puede asustar tanto a Bregor para que llevemos dos semanas en máxima alerta?
- No lo sé, -dijo el otro rascándose la mejilla abofeteada- pero yo que tu me mantendría despierto el resto de la noche, si no quieres despertar la ira del señor Gilagaroth.

A unos metros de allí Gilagaroth se detuvo al ver a Kivan acercarse a él. El montaraz iba bien abrigado y llevaba el arco y la espada. Bajo la chaqueta llevaba su camisola de mallas de acero. En su rostro lucía una barba de varios días.

- Estos soldados no tienen sangre en las venas. -Dijo el corsario- Si supiesen a lo que nos enfrentamos creo que correrían hacia cualquier lugar lejos de aquí.
-  No seas así Gilagaroth. Solo son hombres que buscan una paga. Ellos solo entienden de escaramuzas y de lucha contra orcos y soldados, pero no contra la brujería y los muertos. Si los presagios y temores de Gil Mor son ciertos podríamos estar en un grave apuro y sufrir un ataque en cualquier momento. Entonces veremos si son valerosos o no.
- Que vengan esos asesinos. Acabaré con todos los que pueda y si tengo que morir, que sea esta misma noche.  
- Cuidado con lo que pides amigo. Yo rezo para que todo acabe bien y nadie resulte herido. - Kivan miró su anillo de matrimonio, una hermosa sortija de plata con una esmeralda- No caeré, te lo prometo -se dijo para sí el arquero mientras pensaba en su esposa.

Gil Mor se encontraba en lo alto de la torre del homenaje, escrutando el cielo estrellado y sin luna. Vestía su ligera cota de mallas y en su costado llevaba envainada una espada larga. A pesar de no ser un guerrero, era un espadachín aceptable. Su pelo corto y negro quedaba al descubierto, pues no portaba yelmo. En su mano derecha el anillo de plata de su familia, que era capaz de aumentar su, ya de por sí alta, capacidad mágica, permitiéndole lanzar más conjuros sin cansarse; además contenía magia de protección contra las armas. Esta magia de defensa se veía acentuada con los adornados brazales de cuero que llevaba; regalos de los elfos de Rivendel, le permitían desviar algunos ataques. El mentalista había desarrollado sus poderes de forma algo distinta a la de la mayoría de magos de Arthedain ya que sus poderes le permitían defenderse y combatir mejor; como contrapartida sus poderes de adivinación y conocimiento eran menores, aunque existían. Fueron estos poderes y su entrenamiento con las armas lo que hizo que el rey Arvegil lo enviase hace ya unos doce años a ayudar a Bregor y sus amigos. Desde entonces habían sido compañeros. Esta noche estaba sumido en sus propios pensamientos, que eran tan negros como el cielo. Tenía la impresión de que el ataque llegaría esta noche. No sabía si sobreviviría a él, pero desde que vio caer la estrella decidió trasladarse con Bregor. Esto era algo que todos debían afrontar juntos. Hace cuatro años se separaron y todo estuvo a punto de acabar en desastre. El sacrificio de Kethwyd acabó con la amenaza, pero ahora esta se ha levantado de nuevo. Gil Mor no era optimista ya que conocía el poder que los espectros de la araña tuvieron en vida tras el ritual al que fueron sometidos esos fanáticos. No quería ni pensar en el poder que podían tener ahora. Recordó  la emboscada que sufrieron cuando partieron para socorrer el culto de Sonotor. Solo la rendición de Galmod detuvo la masacre. Thaer quedó gravemente  herido y a él lo derrotó uno de esos soldados oscuros sin muchos problemas. La noche acababa de comenzar y tenía la impresión de que se haría eterna.

Una densa niebla se extendía poco a poco entre las murallas del castillo. Apareció avanzando lentamente por el valle cercano y poco a poco fue subiendo por las colinas hasta rodear la fortaleza en una nube blanca. No era tan espesa como para no dejar ver, pero si hacía muy difícil reconocer a las figuras que se movían en ella. Muchos soldados parecían estar nerviosos y empezaban a comprender que algo sobrenatural ocurría. Esta repentina niebla no parecía natural y ahora estaban más alerta, aunque algunos aprovecharon el cobijo del humo para dormitar a salvo de miradas reprobatorias. Ser tuerto no ayudaba mucho a Ardhan a guiarse y a distinguir su entorno. El paladín de Gondor se sentía inquieto, a pesar de estar dentro de la gran torre principal.
- Desde luego que esta niebla no es natural. Hay maldad flotando en ella.
- Eso me parece también a mí.

Hablaba con Galadan Eldanar, tío del señor del castillo y jefe de los montaraces. El veterano dúnadan parecía más viejo esta noche. Cerca de ellos, sus mejores hombres preparaban las armas en silencio y hacían turnos de guardia extras. La niebla había alertado a Galadan y parecía ser la única señal que necesitaba para saber que los enemigos estaban cerca. Sus hombres eran descendientes de aquellos que acompañaron al legitimo señor de Eldanar en su auto impuesto exilio hasta que hace unos años Bregor recuperase el título. Habían sido fieles a la familia, al igual que sus antepasados y ahora se les pedía una nueva prueba de valor. Quizás la definitiva. Cerca de allí estaba Calimethar, amigo de la infancia de Galadan y padre de Kivan, ordenando las guardias en la torre principal.
- Galmod murió por que no pudimos evitarlo. Se entregó  y perdió su vida. El culto de Sonotor fue destruido por nuestra culpa, por que no pudimos protegerlo. Tampoco fui de mucha ayuda en la posterior batalla en el valle del culto. A veces pienso que no merezco este manto de paladín.
- No seas estúpido Ardhan. Siempre has luchado con valor. Nunca temiste enfrentarte con Cykur, aun sabiendo que era uno de los mejores guerreros de Angmar. El que te derrotase dos veces solamente es circunstancial. Tu pudiste haberle vencido también. Si no me equivoco fuiste tú el que salvó a Bregor de las garras de un enorme dragón en las ruinas enanas de Zarak Dûm. Fuiste tú el que se infiltró en Angmar y volviste con una preciosa información para el reino. ¿No fue tu maza la que mató al general que dirigía la expedición de ataque a nuestras fronteras? ¿No volviste de lo más profundo del Bosque Negro tras haber acabado con Lachglin?. Deja de ser tan pesimista, ya que de peores cosas hemos salido y si recibimos un ataque de quien sea lo rechazaremos.
-  Perdona lo irreflexivo de mis palabras, Galadan. Solo pensaba en voz alta. Por supuesto tenéis razón. . Los dones que poseo me permitirán enfrentarme con los muertos de forma muy efectiva, así que lucharé hasta el fin si es necesario y dad por hecho de que me llevaré a muchos por delante si me llegase la muerte por designio de Mandos. Daré mi vida esta noche si eso nos da la victoria.
- Yo me conformaría con que todo fuese una falsa alarma y que mañana nos levantásemos a comer y reírnos de esto. Pero sabed que si desenvaino mi espada no daré un paso  atrás y me tendréis cerca. Voy con Bregor. Cuídate.
- Que los Valar guíen nuestros pasos e iluminen esta oscura noche.

Tras despedirse, el caballero de Gondor salió al exterior en soledad, pues su fiel escudero, Palorad de Pelargir, estaba de permiso en su ciudad este invierno, que parecía prometerse tranquilo. La niebla era un sudario que se pegaba a la piel y ahogaba la respiración. Todo el castillo parecía estar rodeado. Ni el cielo podía verse. Conseguía distinguir las hogueras que ardían en la fortaleza y las figuras de los soldados de acá para ya, pero nada más. De pronto lo vio. Dentro de la niebla se movía  una enrome sombra. Ardhan embrazó el escudo y alzó el martillo. Podía ver un tenue brillo rojizo. Había mal cerca... ¿pero donde?. La figura se materializó en el lado ciego de Ardhan. Medía bastante mas de dos metros y llevaba una coraza y capa negras y un yelmo en forma de araña. Desenvainó en silencio la gran espada que llevaba en la cadera. Una voz  profunda dijo:
-  Están cerca.
Ardhan se sobresaltó y se colocó rápidamente en posición de combate pero pronto reconoció a Anarduabar.
- Si hubiese sido uno de ellos ya estarías muerto. Abre bien el ojo esta noche, caballero.
Casi pareció escupir las palabras. Nunca se habían llevado bien del todo, aunque se respetaban como guerreros y hombres de valor.  Para Ardhan, Anarduabar era demasiado arrogante y para el antiguo sectario el paladín era demasiado blando. El umbareano siguió su camino y Ardhan quedó solo en la niebla.

Anarduabar sentía un cosquilleo en su hombro marcado por la señal de Tor. El mal de la araña estaba cerca. Pronto atacarían. Apretó el paso para llegar cerca de Bregor.

El señor de Eldanar se hallaba conversando con su senescal Telendil, un dúnadan de mediana edad que estaba pertrechado con la espada de su familia, recuperada por Bregor y una hermosa y resistente coraza. El hijo mayor de Bregor, Bregolas Eldanar  les escuchaba de cerca, bien armado  con sus mallas doradas que otrora fueron de su padre y con un recio escudo y una afilada espada larga que aguardaba envainada. Los guardias de las puertas se hicieron a un lado y dejaron pasar a  Anarduabar. Bregor desenvainó su espada, Sulring, la cual gimió de placer al verse fuera de la vaina. Una voz apagada salió de la hoja:

-YA VIENEN.

Unos gritos procedentes de la muralla frontal alertaron a todos. Los guardias del patio se armaron rápidamente y acudieron a defender las murallas. Sobre las almenas había aparecido un oscuro personaje con una armadura negra y dos espadas en las manos. Una mascara cubría su rostro. Los soldados eran incapaces de reaccionar ante la figura, tal era el terror que inspiraba. Tras él, decenas de figuras en negras armaduras subían a las murallas. Los guerreros con pesadas corazas subían los muros con sus propias manos, pegados a las murallas como enormes arañas. Una carcajada de satisfacción surgió del primero de ellos. Sus secuaces se lanzaban desde las murallas al patio y pronto hubo un feroz combate allí, sobre la entrada principal y la muralla central. Muchos soldados de Bregor consiguieron ver finalmente a las figuras que reptaban por las paredes y les arrojaron lanzas y flechas y derribaron a algunas, aunque poco después volvían a aparecer. Un enorme caos cundía en el castillo. Los asaltantes eran terribles de verdad y los soldados no podían hacerles frente, ni aun en una proporción de tres o cuatro a uno. Eran unos cien y en el castillo había más de trescientos hombres de armas pero se estaban viendo superados. Las heridas no parecían afectar a los enemigos y los que perdían un miembro seguían luchando como si nada. Las flechas rebotaban en sus armaduras y las pocas que las atravesaban parecían inútiles. El desánimo cundió entre los hombres de Bregor. Sin embargo una figura detuvo el avance de los espectros. Era Ardhan, que con su mazo golpeó fuertemente el cráneo de uno de ellos y lo destrozó. La figura cayó inerte al suelo y el brillo maléfico de sus ojos se apagó.
- ¡Por Gondor y Arthedain!.
Gritó a pleno pulmón y se lanzó a otra refriega. Uno de los enemigos se disponía a rematar a un guerrero derribado. El caballero de Gondor le golpeó con todas sus fuerzas en la espalda, aplastando la armadura. Escuchó el astillarse de los huesos y se cobró una nueva víctima.
- muertos... son muertos... están muertos...

Kivan descargó su arco por tercera vez contra la misma figura, que luchaba contra un soldado. La flecha atravesó finalmente la coraza a la altura del muslo pero el guerrero en la negra armadura ni se inmutó y con un golpe de espada destripó a su rival. Tras eso se encaró hacia Kivan, que acababa de cargar de nuevo su arco. Este lo tensó hasta el máximo y apuntó al guerrero que cargaba contra él. Se sintió perdido y lo último que pasó por su mente fue la imagen de su mujer. La flecha salió disparada y atravesó el cuello del enemigo, que frenó su avance y empezó a tambalearse. De repente Ardhan apareció allí y la remató de un golpe en el yelmo.
- Son muertos vivientes, simulacros de personas, ilusiones. No intentéis herirlos en las extremidades sino destrozar su cabeza o el cuello y los destruiréis. No son más que esqueletos resecos.
Kivan bajó la vista al cuerpo caído y vio un cuerpo muerto y congelado, no el de un hombre recientemente muerto en combate, como cabría esperar. Dejó el arco y desenvainó su espada para lanzarse al combate en compañía de Ardhan.

 El caballero de las Rynd Aratoran empezó a entonar una plegaria mientras luchaba y un aura de luz blanca lo envolvió. Los enemigos le rehuían y gritaban de dolor cuando se le acercaban. Kivan le cubría las espaldas y pronto se encontraron dirigiendo a un grupo de aguerridos defensores. Sin embargo, los guerreros de la araña avanzaban hacia el edificio principal. Muchos de ellos llegaron a las puertas y empezaron a golpearlas con hachas y mazas. Los maderos crujían ante los envites. Finalmente la puerta se abrió ante los asaltantes. Una espada silbó en el aire y destrozó al enemigo más cercano. La poderosa figura de Anarduabar salió al exterior, en sus manos la espada de Tarontor, reliquia de Númenor y ruina de estos guerreros. Tras el se lanzaron a la lucha los montaraces de Eldanar y de un saltó apareció el mismísimo Bregor Eldanar, que no pensaba seguir de brazos cruzados mientras otros luchaban por él. Sulring resultaba letal para sus adversarios y cada golpe que atravesaba una armadura acababa con un rival. Entre Anarduabar y Bregor mataron a muchos de los que se apiñaban en la entrada. Galadan decapitó a un guerrero que intentaba entrar dentro. Telendil venció a dos de ellos en la misma escalera, aunque resultó herido al recibir un golpe de maza en la cabeza. El yelmo resistió, pero quedó abollado e inútil y tuvo que sacárselo y arrojarlo a un lado. Siguió luchando con el rostro tinto de sangre. Anarduabar partió en dos la cabeza de un rival, la mágica hoja despidió un fuego blanco al hender el yelmo. Alzó la vista y vio salir de la niebla otro enemigo. Este empuñaba una espada corta de dos filos y un enorme escudo negro y liso. No llevaba yelmo  y mostraba un rostro maduro, con una barba grisácea; se podía ver que le faltaba una oreja. Era Rígalo, su antiguo maestro. El capitán de la guardia de Barad Estel se encaró hacia su nuevo rival. Ya lo había vencido una vez y volvería a hacerlo una segunda.

 Los dos guerreros se observaron unos instantes y de pronto se lanzaron el uno contra el otro. Las dos hojas chocaron con una fuerza tremenda, impulsadas por brazos vigorosos. Una de ellas se quebró y cayó, rota hasta la empuñadura, sobre el suelo de piedra. Anaruabar alzó su arma intacta. Rígalo retrocedió unos pasos y cogió un hacha de mango corto que le colgaba de la cintura. Con un rápido movimiento la lanzó con todas sus fuerzas contra su antiguo pupilo. Este alzó el escudo de guerra, y el hacha, con un fuerte crujido, se clavó en el centro. El guerrero lo sopesó. Ahora estaba desequilibrado por el peso extra. Aun así siguió aguardando. El guerrero de la araña retrocedió otros pocos pasos y recogió una lanza que estaba tirada cerca. El patio estaba lleno de armas y de cadáveres. La arrojó con idéntico resultado. Anarduabar arrojó el bollón de metal a un lado y empuñó la espada con ambas manos mientras avanzaba contra su maestro. Este se había hecho con una maza de acero negro, que estaba junto al cuerpo de uno de sus hombres.  Rígalo luchaba algo encorvado, protegiéndose con el enorme escudo rectangular casi todo el cuerpo, mientras giraba la maza sobre él de forma amenazadora. La espada de Tor golpeaba contra el escudo negro una y otra vez, pero este aguantaba las estocadas y Anarduabar se veía obligado a esquivar los mazazos. Finalmente uno le alcanzó en un hombro y le hizo recular. Su maestro se lanzó sobre él y en ese momento brilló de nuevo la hoja de Tor. Atravesó el escudo negro por su parte superior y allí se quedó clavada.  El veterano sectario lo arrojó tras de él, con la temible arma forjada en Númenor clavada firmemente.  Anarduabar se encontró inerme ante su antiguo valedor. Se miró sus enromes puños guarecidos de hierro y esperó. Cuando su maestro estuvo cerca le lanzó un terrible derechazo que le alcanzó en pleno rostro. El golpe habría derribado a un hombre normal, más este aguantó de pie. Un brillo tétrico iluminó sus ojos. Anarduabar recordó que no eran hombres, sino solo espectros que animaban cuerpos ya muertos. La maza descendió sobre su cabeza. Alzó el brazo izquierdo para protegerse y pudo amortiguar parte del golpe, pero quedó atontado y se tambaleó. De pronto su maestro le trabó las piernas con las suyas y cayó al suelo con un estrépito metálico. Rígalo se alzó sobre el caído dispuesto a rematarlo. Desde el suelo y entre los sonidos de lucha, Anarduabar escuchó como una voz dulce lo llamaba, aun entre la niebla. Una luz dorada lo envolvió, al menos para los ojos que podían verlo. Rígalo se detuvo unos instantes. De entre la niebla una enorme hacha de dos filos llegó deslizándose por el suelo.  Anarduabar la recogió y lanzó una furiosa estocada a la vez que la maza amenazadora descendía. La maza voló por los aires y junto a ella la mano de su antiguo portador. Rígalo se alzaba, mirando el muñón como si solo fuese un leve rasguño. Ni una gota de sangre manaba de la herida. Anarduabar se incorporó. Se acercó a su escudo y arrancó el hacha clavada en él. La arrojó a los pies de su maestro, que lo observaba sin moverse.

- Tómela maestro. Así morirá empuñando un arma.

Estas eran las primeras palabras que pronunciaban durante el combate, el cual había transcurrido en un silencio sepulcral. El espectro se agachó y la recogió. Al erguirse se dirigió a su pupilo:

- Has luchado con valor y con honor. Me has derrotado, dos veces ya. El alumno ha superado al maestro.

En eso momento Anarduabar escuchó un grito tras él. Se giró velozmente, con el corazón turbado. Su maestro sopesó el hacha y la lanzó con todas las fuerzas que le quedaban. Esta recorrió el espacio que los separaba en unos instantes. Anarduabar escuchó el silbido tras él, pero no pudo reaccionar. El hacha pasó  junto a su cabeza y se estrelló contra la espada alzada de un guerrero de la araña. Este trastabilló y el arma le cayó de las manos. Antes de que se recuperase Anarduabar lo derribó de un empellón y descargó un terrible hachazo sobre él. Un brillo tenue se alzó unos instantes sobre el cuerpo caído y desapareció. Así se señalaban las muertes de aquellos demonios, cuando los espíritus atormentados abandonaban aquellas cáscaras vacías de vida tiempo ha. Junto al cuerpo se alzaba de pié una mujer joven y hermosa, de tez pálida y cabellos negros. Anarduabar la rodeó con su brazo izquierdo para protegerla y se giró a su maestro, el cual comenzó a hablar:

- Nosotros no matamos mujeres ni niños. No hay honor en ello, ¿recuerdas?. Abandonaste la secta debido a que muchos capitanes olvidaron esta máxima. Y has demostrado estar por encima de ellos, de tu propio padre... y de mí.

Tras estas palabras se agachó junto a su escudo. Lentamente bajó su única mano hacia la empuñadura de la espada que estaba clavada en él. Anarduabar reprimió un grito de advertencia. Fingil miraba serenamente. La mano se cerró sobre la empuñadura, mientras con una bota metálica sujetaba el escudo. Una luz brillante salió de la espada. Con un grito agónico, Rígalo la arrancó de su prisión. Avanzó unos pasos; mientras, la luz que lo dañaba no disminuía. Tendió la espada a su pupilo y este la tomó. Su maestro le sujetó las manos en un último apretón y se lanzó sobre él con violencia. La espada atravesó su peto a la altura del corazón. La luz se apagó y el cuerpo inerte cayó al suelo.

Tras inclinar la cabeza como despedida, Anarduabar se alejó de allí con Fingil bien sujeta. Ambos se dirigieron hacia la entrada del edificio principal, unos metros más atrás. Entre la niebla vieron a Bregor junto a un montón de cadáveres. Se apoyaba en Sulring. Un par de guerreros lo cubrían. Telendil estaba cerca. Se pasó una mano por la frente para limpiar la sangre mientras arrancaba su espada de un cuerpo caído. Bregor se irguió. El poderoso yelmo de guerra en el que brillaba la Elendilmir, joya que fue entregada a Eldanar por Elendil en persona, se giró a un lado y a otro y la voz de Bregor surgió de él:
- Bien mis guerreros, el ataque a la torre principal ha sido rechazado. Sin embargo aun hay lucha  en el patio. Vamos allá, donde nuestras armas son más necesarias.  ¡Por Eldanar! ¡Por Arthedain! ¡Seguidme mis valientes soldados!.

Antes que nadie pudiese decir nada más, saltó de la escalera y se perdió corriendo entre la niebla; solo podía distinguirse un brillo azul. Varios hombres lo siguieron. Anarduabar se dirigió a Telendil:

- Te confío a Fingil en mi ausencia. Entrad dentro y protégela. Toma algunos hombres, pues temo que vuelvan a por ella. Yo he de ir junto a Bregor, que es mi misión el protegerlo.

 Tras eso desapareció en la dirección en la que Bregor había ido. Este avanzaba a grandes zancadas por entre la niebla. Entre la blancura de esta veía figuras que luchaban y ruidos de batalla por todas partes. Había llegado ante la puerta principal. Sulring silbaba una melodía terrible mientras subía y bajaba en el aire. Un guerrero se giró a tiempo para ver como la hoja élfica se le hundía hasta la empuñadura por una axila, allí donde solo una  malla lo protegía. Con un horrible gemido se desplomó, pues nada había más letal para los siervos del oscuro que esa hoja cubierta de encantamientos en los días antiguos. Un grupo de sectarios tenían rodeado a unos pocos defensores contra una esquina de la muralla. Bregor apareció con un grito de guerra y cayó entre los enemigos. Derribó al más cercano y detuvo un golpe de espada con el escudo pero un hacha le golpeó en el costado. La malla forjada por expertos armeros elfos resistió, aunque sintió el golpe; posiblemente dejaría un buen morado, pero nada más. Bregor se encontró rodeado por tres rivales. La cosa podía haber sido seria pero la llegada de los hombres que lo seguían  giró las tornas y los sectarios se vieron obligados a replegarse.

 Kivan y Ardhan luchaban con denuedo. Seis hombres los seguían aun de los diez que los acompañaban desde un principio. Kivan tropezó en la niebla con el cuerpo caído de un sectario. Cerca de allí vio dos  más. Alzó la vista y se dio cuenta de que se hallaban en las puertas de la torre del homenaje. Las escaleras y sus aledaños estaban llenos de cadáveres, tanto de hombres leales como de espectros malignos. Mirando abstraídamente la entrada se encontraba Gilagartoh. Tenía el hermoso peto abollado y manchado de sangre. En los brazos y piernas numerosos cortes sangraban. Jadeaba, como quien a realizado un gran esfuerzo y esgrimía un hacha de guerra (lo que significaba qué había perdido sus alfanjes durante la batalla). Cuando estuvieron al lado, vieron lo que observaba. En la entrada a la torre había una inmensa tela de araña. La entrada principal había sido forzada. El corsario habló en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular:

- Están dentro. No sé cuantos son, pero será mejor que acabemos con esos hilos y entremos. Me temo que los de dentro estén en apuros. Y allí están la señora Finduilas y los hijos de Bregor.

- Y Fingil...

 Ardhan miró a Kivan y comprendió. El paladín alzó la voz:

- Traed una antorcha y quemad esos hilos, ¡rápido!. Hemos de entrar cuanto antes.

 Kivan se acercó a una hoguera que ardía en el patio y regresó con un leño encendido. Justo cuando las llamas se acercaron a la red, cinco figuras se descolgaron de las paredes del edificio sobre Ardhan y los demás. Habían estado aguardando el momento necesario y tomaron por sorpresa al paladín y sus compañeros. Uno cayó sobre Kivan y lo derribó. Este sintió el peso opresivo del demonio y el frío tacto de la armadura de acero. El sectario le agarró la muñeca derecha mientras se incorporaba en cuclillas sobre él y alzaba una espada de bordes aserrados. El montaraz movió rápidamente la cabeza a un lado y la espada golpeó en el suelo de piedra. El espectro no esperaba el choque y el arma se le cayó de la mano. Kivan aprovechó el desconcierto y se escurrió de la presa, rodó por el pavimento y recogió su espada élfica. Descargó un fuerte golpe sobre su rival mientras este recogía la espada, pero no consiguió herirlo. Las dos hojas chocaron y llenaron el aire con diminutas chispas. El sectario golpeó de nuevo describiendo un semi circulo de arriba abajo. Kivan alzó su espada, pero el golpe fue muy fuerte. La hoja aserrada se escurrió por el borde de la de Kivan y la punta del arma se le hundió en el hombro. Kivan apretó los dientes y empalideció. La herida, aunque no muy grave sangraba profusamente. Con un grito de guerra Gilagaroth saltó sobre el sectario y le golpeó con el hacha desde atrás, aplastando el yelmo del oscuro guerrero. Un tenue brillo envolvió el cuerpo de este y cayó al suelo inmóvil. Antes de que Kivan pudiese si quiera dar las gracias otro espectro apareció entre la oscuridad y la niebla. Esgrimía una lanza de mango negro y punta dorada. La armadura era de color verdoso y bajo el yelmo brillaban dos luces amarillas. Miró a ambos guerreros y cargó sobre Kivan, que se encontraba tambaleante. Sin embargo el corsario se interpuso y alzó el hacha de guerra. La lanza le traspasó el hombro derecho y Gilagaroth cayó de espaldas con el arma clavada profundamente en sus carnes. Un terrible dolor se le extendió por el brazo y pronto se dio cuenta de que no podía moverlo. El sectario desenvainó un largo puñal y se dispuso a acabar con Kivan. Con su mano izquierda Gilagaroth agarró el asta de la  lanza y tiro de ella con todas sus fuerzas y no cejó en su esfuerzo hasta que la punta salió fuera, junto con un chorro de sangre. Kivan se defendía de su rival aprovechando el mayor tamaño de su arma, pero sabía que tarde o temprano este encontraría una oportunidad de golpearlo. Además estaba herido en un hombro. De improviso su rival trastabilló y casi cae al suelo. El rastreador vio su oportunidad y descargó un tajo que golpeó el horrible yelmo y acabó por derribar a su enemigo. Antes de que se pudiese erguir de nuevo Kivan empuñó su hoja con ambas manos y la hundió profundamente en la espalda del caído. Un brillo fantasmal indicó que había sido vencido. Junto a los pies del guerrero se encontraba su lanza. Eso era lo que le había hecho tropezar. Kivan se agachó junto a Gilagaroth. Este lo miró con expresión adusta y dijo:

- Bien, al menos parte de mi deuda esta saldada. Ayúdame a incorporarme y dame un arma y veremos si consigo saldar el resto.

Kivan bien sabía que el corsario no cejaría hasta caer muerto o vencer y que podía soportar muchas heridas. Sin embargo esta parecía seria, aunque eso no le importaría. El hombre del sur se incorporó y recogió la espada aserrada y tras sopesarla miró al resto de guerreros. Solo Ardhan seguía en pié. Los demás estaban muertos o heridos de gravedad. Uno seguía consciente, pero tenía una pierna rota.

 Justo cuando Kivan se acercaba a la entrada con la antorcha, Gilagaroth miró las estrellas.  Y eso le dio una ventaja preciosa. Vio caer sobre ellos a sus rivales. No tuvo tiempo mas que para golpear al que caía sobre él. El espectro cayó al suelo y el sureño descargó dos golpes más hasta matarlo.  El guerrero que iba a caer sobre Ardhan sintió como algo lo quemaba desde dentro y se encontró cegado por una luz. Su golpe no fue muy certero y solo consiguió abollar la armadura del paladín. Este se rehizo e invocó el poder de los Valar. Su martillo, regalo de los enanos de Moria, brilló con una luz dorada que hería la vista a los no muertos. Ardhan golpeó a su rival y el resplandor pasó del martillo al sectario, el cual se desplomó con un gemido agónico mientras su torturado espíritu abandonó el cuerpo descompuesto. Ardhan siguió luchando contra los otros, pero antes de que pudiesen vencerlos los guerreros que los seguían estaban heridos o muertos. Aun así, los guerreros de la araña fueron vencidos. Tras comprobar como se encontraban los caídos se aproximó a Kivan y Gilagaroth. Este último sangraba por una herida abierta cerca de su hombro derecho. Kivan también estaba herido. Los tres se miraron en silencio y el montaraz prendió fuego a la tela, que empezó a consumirse rápidamente. Entraron en la torre y pronto encontraron los cadáveres de varios guardias y el de un guerreo de la araña. Si los defensores había conseguido huir estarían siendo empujados cada vez más arriba. Los tres compañeros empezaron a subir las escaleras. De vez en cuando encontraban cuerpos caídos, casi siempre de defensores. Sin embargo, en un trecho de la escalera había dos sectarios. Estaban atravesados por decenas de pivotes de ballesta.

- Parece que los ballesteros de Bregor han entrado en acción. Lastima que se necesiten tantos dardos para matar a un demonio de estos. Mucho me temo que estén acantonados en el techo. ¡Vamos!.

 Kivan y Gilagaroth renqueaban tras Ardhan. Estaban debilitados por la fatiga y la pérdida de sangre, pero no dejaban de subir escalones y registrar habitaciones. Pronto llegaron a las estancias de Bregor y Finduilas. Allí habían mas cadáveres. Muchos. Varios eran de sectarios y otros muchos de guardias y ballesteros. Habían al menos dos decenas de defensores y media docena de espectros. Derribado a varios metros encontraron el cadáver de otro demonio. La armadura estaba fundida en el pecho, destrozada en múltiples puntos y con los correajes quemados. Se preguntaron quién habría podido hacer esto y se prepararon para seguir subiendo.  Sin embargo Ardhan se arrodilló junto al cadáver de un defensor y emitió un suspiro. Era Telendil. El fiel senescal de Bregor había caído defendiendo a las mujeres. Tenía el rostro manchado de sangre y una profunda herida en el pecho que había dejado la armadura cubierta de rojo. Estaba apoyado contra la pared y con su espada en la mano. El campeón del Bien se lamentó la perdida y se incorporó dispuesto a vengarlo. Kivan meneó la cabeza abatido cuando lo vio, pensando en cuantos hombres buenos debían morir esta noche. Gilagaroth escupió sobre el cadáver de un sectario, al que propinó un puntapié. Antes de que Ardhan o Kivan dijesen algo, empezó a subir las escaleras y pronto escuchó como sus compañeros lo seguían.