Recuerdo la caída de Beleriand con amargura, hechos funestos que nunca debieron suceder. Fútiles fueron los intentos, vanas las palabras, pusilánimes en la derrota... y aún había elfos, entre tanta necedad, que henchidos sus corazones de valor albergaban esperanza...
En la colina de Amon-Ereb, en Estolad, donde yacen los huesos de Denethor, Señor de los Nandor, y donde cientos de elfos oscuros y elfos grises perdieron la vida en la batalla contra los orcos que precedió a la llegada Morgoth, antes de que se alzase el sol; se levantaba un fortín, el último baluarte de los noldor en la Tierra Media a finales de aquella edad.
Yo prestaba atención al valle que se abría ante mis pies, protegido tras el parapeto que ofrecían las almenas, con la mano presta en la aljaba que llevaba al costado, acariciando los penachos blancos; en la otra mano sostenía un gran arco hecho con madera de roble. Allí en la tronera, divisaba la explanada y veía la tierra salvaje que se extendía a lo largo de la llanura. Tierra de Acebos la llamaban, pero había muchos bosques de haya y nogal en las colinas circundantes, y abedules y pinos cubrían los valles de alrededor.
Oí las interjecciones de asombro de mis compañeros. Cuando se dieron cuenta de mi mirada atónita solo pudieron sonreír tontamente y señalar al cielo. Mis ojos no dieron crédito en un principio, pues a la tercera hora de la mañana, en el día que se celebraba el solsticio de verano del año 535 de la Primera Edad, una estrella refulgente como ninguna hasta ahora se alzaba por los cielos, y aun de día a esas horas se la veía perfectamente e incluso su luz, casta y pura, atravesaba los jirones de nubes claras.
Lo que subía por los cielos no era sino un Silmaril de Fëanor, uno de los Tres. Y solo podía ser aquel que le fue arrebatado a Morgoth de su mismísima corona por el mortal Beren, con mucho dolor y sufrimiento, y que después dejaría mares de sangre tras de sí, y traería la ruina a Doriath y a Arvenien en las desembocaduras del Sirion.
Y aquello aligeró un tanto el lastre arrastrado por los corazones de Maedros y Maglor, últimos príncipes de la Casa de Fëanor, pues estaba fuera de su alcance y allí, percibían, nada lo podría dañar. Y la esperanza renació en los corazones Eldar y Edain que aún habitaban en Beleriand.
El Silmaril subió y subió hasta que fue imperceptible, pero en la noche se lo podía ver brillar con más intensidad que la mayoría de las estrellas comunes. Y la duda fue sembrada en el corazón de Morgoth, quien acuciado por tales auspicios, cuando hubieron transcurrido cinco años de aquello, en el año 540 de la Primera Edad, atacó con sus mesnadas el último fortín de los hijos de Fëanor.
El pie de la colina estaba rodeado por una gran empalizada de madera, y muchos fosos y trampas había que salvar hasta llegar al fuerte. Una vez traspasada la empalizada no había nada que defendiese la fortaleza eldar excepto su ventajosa posición en la altura y los propios muros y mecanismos de defensa que poseía el castillo. Una gran obra arquitectónica, pese a que había sido construida con prisas por los artesanos y obreros con menos destreza, aún así seguía siendo una mole poderosa de granito y basalto. En el interior las cúpulas estaban hechas de jade verde y múltiples piedras preciosas adornaban el enlosado. Había dos poderosos bastiones de dura roca a los lados de la puerta principal.
Esa calma que precede a la tormenta... aquellas flores blancas y prístinas que rodeaban la colina y que junto a las hierbas verdes se mecían de un lado a otro acunadas por la suave brisa vespertina... después... gritos de confusión y aún más de dolor... sangre y fuego... muerte.
En verdad éramos muy pocos defensores, tan solo unos cientos, triste vestigio del poder de los gnomos, y a Morgoth solo le hizo falta una milésima parte de sus ejércitos, y con 10.000 orcos, se puso fin a la esperanza en la Tierra Media.
Fuimos exterminados. Los supervivientes huimos al este, a los bosques de Lindon. Entre los que nos salvamos se contaban los jóvenes Elrond y Elros, y nuestros señores Maedros y Maglor y unos pocos más.
Lo único que podíamos hacer era huir, ya fuera al este, tras las montañas azules o al sur, adentrándonos en los grandes bosques meridionales; pues nos estaba vedado ir a la isla de Balar por nuestros pecados.
Y cuando menos lo esperábamos, llegó de occidente la esperanza. Los rumores se sucedían, la noticia se propagaba con gran velocidad. Pues al parecer, un gran número de barcos habían arriado en las costas, y procedían de allende los mares, y todos los días llegaban más y más... y los caladeros no daban abastó, no había suficientes ensenadas. Alguien contó 10.000 barcos y aun más, pero quién sabe...
Un gran ejército había venido del Oeste para librar a la Tierra Media de la tiranía de Morgoth, y ahora llamaban a filas a todos los supervivientes que quedaban para la Batalla Final.
Así pues había llegado el perdón a los Noldor. Después de tantos actos de infamia cometidos, por fin los Valar escucharon nuestras plegarías creyendo expiadas, con suficiente sangre, nuestras culpas.
El Enemigo se replegó, así pues partimos para reunirnos en las Falas con el Ejército de Occidente. Partimos con un grupo de Edain, y centenares de Laiquendi dirigidos por mi señor Maedros y su hermano Maglor y con ellos también iban los jóvenes Elros y Elrond. Del monte Dolmed partió una hueste enana de Belegost y Nogrod compuesta por 10.000 naugrim de hachas afiladas, cotas de anillos y plaquines, que se unió a nosotros en Sarn Athrad. De la Isla Balar llegaron los despojos de Beleriand conducidos por el último Rey Noldor, allí en la Tierra Medía, Erenion Gil-Galad, y con él estaba Cirdan, capitán de los Falathrim.
Mas la grandeza del ejército que encontré en las Falas me dejó sin habla. Jamas un ejército tal volverá a reunirse, ni volverá a congregar a tantos y tantos Príncipes y Capitanes ilustres. Miles de tiendas ocupaban campos enteros. Yo vi con mis ojos un ejército de 300.000 elfos, quizá más, y una gran compañía de Maiar. Dos tercios de los elfos eran Vanyar y el resto Noldor que no partieron al exilio de Aman y que en su mayoría pertenecían al pueblo de Finarfin. Otro ejercito igual ya estaba entablando combate con Morgoth por los pasos del Sirion.
Y hacía allá partimos, comandados por Inwiwe, principe de los Vanyar y de todos los Elfos, y sus dos hermanos Infin e Inrod, y tras ellos, enarbolando el gran estandarte de Manwë, el maiar Eonwë, el más diestro en armas de todos los seres de Arda. El ejército de vanguardia, que ya combatía por los pasos del Sirion, estaba al mando de Finarfin y de muchos capitanes de gran valía.
Dos Reyes enanos, de Nogrod y Belegost, iban en la vanguardia de nuestra legión junto con una compañía de elfos grises capitaneadas por Oropher, aunque Maedros y Maglor marchaban con algunos de los suyos a parte, yo seguí a la Dama de los Noldor.
Cuando llegamos a los pasos del Sirion todo había acabado. Más de medio millón de orcos yacían en montones y enormes pilas despedían un humo nauseabundo. También pude observar los cuerpos de muchos noldor. Algunos decían que el mismo Morgoth se había presentado a la batalla, pues en medio de la batalla apareció un poderoso Titán de armadura negra que portaba una gran maza y un escudo negro y sin blasón, pero los más sabios dicen que era una sombra de Morgoth para infundir ánimo a sus huestes y que acobardado nunca salió de Angband en lo que duró la Guerra; e incluso que fuera Sauron se puede aceptar, mas se cree que este moraba en Tarnuifuin y no acudió a la convocatoria de su Amo por miedo a la reprimenda y a la vergüenza después de ser derrotado en combate singular con Huan el Lobo; pero todo esto son solo conjeturas.
En las llanuras de Ard-Galen se libró una de las más cruentas y largas batallas de aquella guerra. A mi me hirió la cimitarra de un orco de gravedad al comienzo de la batalla, así pues me retiraron de la batalla y es poco lo que vi, pero nunca se me olvidará aquella terrible marea negra compuesta por cientos de miles de orcos, y millares de Trolls, y mil balrogs y cientos de dragones de fuego y dragones frios.
Ni en toda una vida podría contar lo que oí de aquella batalla, pero al final venció la luz y la marea negra fue barrida. y los ejércitos de Angband fueron aniquilados, y las batallas se sucedieron y los orcos y trolls fueron masacrados. Y las montañas se agitaban y vomitaban fuego y los ríos candentes bajaban de las laderas, y el suelo se sacudía y se agitaba con frecuencia y expulsaba gases letales y llamas. Y los maiar luchaban contra los ángeles caídos (balrogs), y los dragones y les daban muerte, aunque murieron muchos de ellos. Y los dos hermanos de Ingiwe murieron a las puertas de Thangorodrim, y fue en ese instante que Morgoth intentó rechazar el ataque con una carta que se guardaba en la manga y que mantenía en secreto. Y un ejército de dragones alados salió de las montañas de hierro y como una tormenta de fuego cayó desde los cielos y masacró a los elfos de la luz hasta hacerlos retroceder, y muchos maiar murieron también. Cien mil elfos perdieron la vida bajo las llamas de los dragones y cuando todo parecía perdido desde los cielos llegó Earendil con una hueste de las águilas de Manwë, todas gigantescas como dragones, y hubo una gran batalla en los cielos que duró todo un día y una noche, pero finalmente Earendil, con su barco en llamas, deslumbrando con el Silmaril a Ancalagon el Negro, el más grande de todos los dragones, le traspasó con su lanza consagrada por los dioses, y que le regaló Oromë, y el Dragón cayó de los aires envuelto en fuego y derribó la torre de Thangorodrim.
Luego la lucha se trasladó por la infinidad de túneles de Angband. Y la guerra subterránea duró muchos años y mientras tanto la tierra se sacudía, se dilataba y se abría. Y por la fisuras y las grandes grietas entraba el mar y había grandes olas y maremotos y las costas desaparecieron. Muchas tierras fueron engullidas y Morgoth casi destruye toda Beleriand en su holocausto y cataclismo por ganar la guerra.
Finalmente como es conocido por todos, Eonwë encontró a Morgoth y le rebano los pies y le puso la Angainor forjada para él, y fue llevado a Aman y Manwë lo expulsó al vacío exterior de donde no puede regresar mientras los Valar gobiernen el mundo. Pero mucho se perdió en la Guerra de la Cólera que duró casi 50 años y más de 400.000 elfos murieron en ella.
Yo volví a Eressea y nada he vuelto a saber de los príncipes que aun luchan y sangran para poner remedio a las heridas de la Tierra Media. De Galadriel supe que abandonó la guerra con su esposo al poco de comenzar, nunca por cobardía, sino porque estaba cansada de tanta desolación y muerte. Gil-galad fue rey en Lindon y con él estaba Elrond, Cirdan se quedó para construir barcos para los que se quisieran embarcar rumbo a las Tierras Imperecederas. A los hombres se les concedió la tierra del don y Elros fue su Rey.
Yo nunca podré quitarme la amargura de esos días, ni siquiera aquí en Aman, así pues he decidido quitarme la vida y aguardar en las estancias de Mandos a que llegue el fin, ni Manwë permitirá que vuelva a reencarnarme ni yo lo deseo. ¡Que amargo puede ser el final!