Corazón de Hobbit (Libro II)
"Era Cirith Gorgor, el Paso de los Espectros, la entrada al territorio
del enemigo. La flanqueaban unos altos acantilados, y dos colinas
desnudas y casi verticales de osamenta negra emergían de la boca de
la garganta. En las crestas de esas colinas asomaban los Dientes
de Mordor, dos torres altas y fuertes. Las habían construido los
hombres de Gondor en días muy lejanos de orgullo y grandeza,
luego de la caída y la fuga de Sauron, temiendo que intentase
rescatar el antiguo reino. Pero el poderío de Gondor declinó, y
los hombres durmieron, y durante largos años las torres estuvieron
vacías. Entonces Sauron volvió. Ahora, las torres de atalaya, en un
tiempo ruinosas, habían sido reparadas, y las armas se guardaban
allí, y las vigilaban día y noche. Los muros eran de piedra, y las
troneras negras se abrían al norte, al este y al oeste, y en todas ellas
había ojos avizores. A la entrada del desfiladero, de pared a pared,
el Señor Oscuro había construido un parapeto de piedra. En él
había una única puerta de hierro, y en el camino de ronda los centinelas
montaban guardia. Al pie de las colinas, de extremo a extremo, habían
cavado en la roca centenares de cavernas y agujeros; allí aguardaba
emboscado un ejército de orcos, listo para lanzarse afuera a una señal
como hormigas negras que parten a la guerra.
Nadie podía pasar por los Dientes de Mordor sin sentir la mordedura,
a me nos que fuese un invitado de Sauron, o conociera el santo y
seña que abría el Morannon, la puerta negra."
J.R.R. Tolkien, El Señor de los Anillos "La Puerta Negra está cerrada"
Pronto la noticia de que el ejército iría a Mordor llegó a oídos de Pippin. Al principio se sintió dominado por el terror, pero cuando supo la razón de semejante decisión, se llenó de valor y de una nueva esperanza. Ahora y tras haberse preparado, con el ejército saliendo, se despedía de Merry, tras unos merecidos días de descanso y charla como hacía mucho que no tenían.
Los dos se dieron la mano.
- Pippin, cuídate mucho -le dijo Merry.
Pippin sonrió con cariño.
- Claro que sí, mi querido asno. ¡Nunca menosprecies ni dudes de la fuerza de un hobbit!
Y con una reverencia, como un pequeño soldado, le dedicó una ultima mirada y partió con los hombres.
Como llamado por la desesperación, le volvió el dolor del brazo. Se sentía viejo y débil, y la luz del sol le parecía pálida. El contacto de la mano de Bergil lo sacó de estas cavilaciones.
-¡Vamos, maese Perian! -dijo el muchacho-. Veo que todavía te duele. Te ayudaré a regresar a las Casas de Curación. ¡Pero no temas! Volverán. Los Hombres de Minas Tirith jamás serán derrotados. Y ahora tienen al Señor Piedra de Elfo, y también a Beregond de la Guardia...
Finalmente se durmió, con el último pensamiento consciente puesto en Pippin, y con toda la buena voluntad y buenos deseos que pudo sacar.
- Aragorn... -dijo Pippin- No te veo muy feliz... ¡Vas a ser el Rey!
Aragorn le sonrió divertido.
- Así es, Pippin. Pero no todo ha de ser gloria. La realeza conlleva consigo cosas muy desagradables. Hasta hace unos días solo era responsable de mi propio camino, arrastrando un destino del que tarde o temprano tendría que llegar. Ahora mis ordenes pueden llevar a miles de hombres de cabeza a una muerte sin sentido, aunque con ello logremos salvar a todos los pueblos libres de la ruina.
Pippin se quedó sin saber que decir. Entonces cogió la mano de Aragorn un instante.
- Todo saldrá bien -dijo con una sonrisa, y se le hizo un nudo en el estómago. Le gustaría creer realmente en esa idea, pero algo le oscurecía el corazón.
- Este volverá algún día a ser un lugar bendito y puro, mis camaradas -dijo Aragorn-. Por ello tendremos que luchar. ¡Mirad! Pese a lo corrupto e impuro, la vida sigue adelante -y señaló la corona de flores, hermosa en la cabeza de la estatua. Pippin sintió un agradable calor cuando un pequeño rayo de esperanza penetró en su corazón- Y así será por siempre, si luchamos por ello.
-Y acaso -había dicho Imrahil- el camino que desde allí conduce al paso entre las cumbres sea una vía de ataque al Señor Oscuro más accesible que la puerta del Norte.
Pero Gandalf se había opuesto terminantemente, no sólo a causa de los maleficios que pesaban sobre el valle, donde las mentes de los vivos enloquecían de horror, sino también por las noticias que había traído Faramir. Porque si el Portador del Anillo había en verdad intentado ese camino, era menester, por sobre todas las cosas, no atraer hacia allí la mirada del Ojo de Mordor. Y al día siguiente, cuando llegó el grueso del ejército, pusieron una guardia numerosa en la Encrucijada para contar con alguna defensa, en caso de que Mordor mandase fuerzas a través del Paso de Morgul, o enviara nuevas huestes desde el sur. Para esta guardia escogieron arqueros que conocían los caminos de Ithilien; permanecería oculta en los bosques y pendientes del cruce de caminos. Pero Gandalf y Aragorn cabalgaron con la vanguardia hasta la entrada del Valle de Morgul y contemplaron la ciudad maldita.
Estaba a oscuras y sin vida: porque los orcos y las otras criaturas innobles que habitaran allí, habían perecido en la batalla, y los Nazgül estaban fuera. No obstante, el aire del valle era opresivo, cargado de temor y hostilidad. Destruyeron entonces el puente siniestro, incendiaron los campos malsanos, y se alejaron.
La mayor parte del tiempo caminaba inquieto de un lado a otro, levantado la vista hacia los árboles. A veces se sentaba sobre una roca y sacando la espada, la miraba largamente, pensativo. Finalmente se sentó a descansar con parte del ejército. Legolas y Gimli estaban allí, y se acercó a ellos, sintiéndose a salvo en su compañía. Pippin notó que se estremecía de nuevo. No podía quitarse ni de la mente ni del corazón esa extraña sensación de peligro inminente, como si algo estuviera a punto de salir de entre los árboles. Legolas le puso la mano en el hombro.
- Son los árboles que parece que vigilan -le dijo-. Y este silencio... La misma sensación de temor encoge mi corazón, así que no debes angustiarte. Muchos estamos asustados. Me extrañaría que todos quisieran continuar hasta el final.
Y desde que Aragorn y Gandalf regresaron, abandonaron la Encrucijada y siguieron marchando hacia Mordor, con la congoja latiendo en sus corazones y el agotamiento en sus pies.
Tras varias jornadas de camino, Pippin estaba exhausto. Le costaba seguir a la compañía con sus piernas cortas, aunque los hobbits gozaran de una agilidad y velocidad envidiables. Cuando por fin anocheció, se acomodó como puedo en el suelo, cerca de una hoguera, donde pudo descansar por fin sus pobres pies. Esa noche durmió profundamente, sin sueños.
La mayoría de los enemigos había perecido o huido ya hacia las montañas, pero varios de los orcos lograron esquivar al ejército y penetraron dentro de las compañías. Pippin fue cogido por sorpresa y se vio de repente envuelto en un caos de flechas silbando, de espadas entrechocando y de gritos penetrantes. Intentando alejarse o luchar, se extravió en medio de la multitud.
- ¡Gandalf, Aragorn! ¡Gimli! ¡Beregond! ¡Legolas! - llamaba el hobbit con su voz alta y clara, llena de temor.
Y de repente una flecha silbó a su lado. Afortunadamente las flechas eran de muy corto alcance y pronto cayó contra el mismo suelo. Pippin desenvainó su espada, y se mantuvo frente al orco; la espada temblaba ligeramente en su mano. Ahora, Pippin con un ágil movimiento logró esquivarlo y el orco erró el tiro, y se desvió del mortal objetivo hacia el corazón. Pippin sintió un dolor atroz cuando la flecha atravesó las vestiduras y rozó su brazo, quebrando la misma cota de malla. La sangre salpicó el suelo en grandes gotas de un rojo oscuro. Y entonces una rabia similar a la que sintiera en la torre, cuando cogió el arco y salvó a los niños de los wargos, empezó a arder dentro de él, pero esta vez era mucho más fuerte, y el rió embravecido era ahora el mortífero torrente de una presa reventada. Dando un grito penetrante, se abalanzó contra el orco, clavándole la espada en un muslo. El orco vociferó de dolor. Pippin se sentía desfallecer; el dolor del brazo era inmenso, y en un momento de lucidez pensó que la flecha estaba envenenada, o que se había astillado y ahora un pedazo estaba clavado dentro, o algo mucho peor. El orco pareció amedrentado y sorprendido ante el ataque del hobbit, y levantó la espada en defensa. El canto de la espada le golpeó el pecho a Pippin, y pese a la protección del plaquín de metal, el golpe fue lo suficientemente fuerte como para aturdirle y hacerle retroceder un momento. Entonces el orco intentó agarrarle, y en ese momento Pippin levantó la espada, y logró clavársela justo en el cuello, liberando un torrente de sangre oscura. El orco se desplomó, muerto antes de tocar el suelo.
Pippin se quedó mirando el cadáver del orco, respirando con gran agitación. Un torrente tibio de sangre le corría por el brazo. De repente sintió que ya no podía respirar y se desplomó de bruces en el suelo.
- ¡Pippin! Tranquilo. Abre los ojos -dijo una voz.
El hobbit no se atrevía ni a abrir los ojos; lo último que recordaba era un fogonazo de dolor y después un golpe violento que le dejó sin resuello. En el brazo derecho notaba un dolor tremebundo y ardiente, y entonces recordó la lucha con el orco. Se estremeció. Por fin abrió los ojos lentamente; casi vidriosos y fijos en el rostro de Aragorn, al que parecía mirar como si no existiera. Legolas estaba a su lado.
- ¿Puedes hablar? ¿Estás bien? -preguntó.
Pippin gimió. El corazón le martilleaba febrilmente contra el pecho y no se veía capaz de hablar, hasta que cerrando los ojos fuertemente, tragó saliva y se humedeció los labios con un gesto torpe y apresurado.
- Me duele... El brazo... Creo que me ha clavado algo... -dijo.
- No te muevas... -le dijo Aragorn- Te han herido. Deseo realmente que no esté envenenada, porque me temo que ahora no disponemos de las mejores hierbas curativas. En todo caso si es necesario mandaré buscar Athelas rápidamente.
- ¿Athelas? ¿La misma hierba con la que curaste a Merry? -preguntó Pippin con un hilillo de voz.
- Así es.
Pippin cerró los ojos. Recordar a su amigo no hizo más que hacerle sentir peor. Aragorn examinó la herida; el hobbit reprimió un quejido.
- Aquí... -dijo Aragorn- Una esquirla partida de la cota se ha clavado dentro -hizo una pausa; Pippin le miraba expectante, como temiendo su reacción, y respirando entrecortadamente a causa del dolor- Has tenido suerte, no está muy clavada en la carne. Pero tengo que sacarla o envenenará la herida. Aguanta todo lo que puedas, porque será muy doloroso.
Aragorn metió la mano en su cinto y sacó una pequeña daga, fina y afilada. Horrorizado, Pippin cerró los ojos y viró la cabeza. Legolas le tendió una mano y el hobbit la agarró sin siquiera mirarle. El dunadan acercó la daga al fuego y la dejó allí unos instantes, librándola de toda impureza.
- Allá voy... Aguanta... -dijo Aragorn con voz firme y levantando de nuevo la daga, pero su expresión delataba inquietud.
Pippin cerró los ojos aún más fuertemente. Con un gesto casi inconsciente, se acercó y se aferró más a la mano de Legolas, como buscando su protección. El elfo le puso la mano sobre la frente, sudorosa y fría como el hielo. El hobbit contuvo la respiración y enseguida notó un dolor punzante y ardiente cuando el dúnadan hizo un pequeño corte con la daga, y luego el calor embotado de su propia sangre que le corría por el brazo.
-Muy bien, Pippin, ahora aguanta un poco más... Ya falta poco...
El hobbit dio un respingo cuando Aragorn, con un gesto rápido pero delicado, extrajo el trozo de metal; la mano que agarraba la de Legolas se cerró con tal fuerza que los nudillos se pusieron blancos y hasta el elfo reprimió una mueca. El dolor fue tan fuerte que pareció recorrerle todo el brazo hasta el hombro como un fuego envenenado; por un instante le invadió un vértigo atroz, pero apretó con fuerza los labios, logrando vencer el inminente desmayo. Cuando Aragorn por fin le soltó estaba pálido y jadeaba, pero en su rostro perlado de sudor se dibujó una sonrisa de alivio. La mano se soltó de la de Legolas, quien la sacudió un instante.
- ¡Casi me rompes la mano! -rió Legolas- ¿De dónde sacáis los hobbits esa fuerza?
- Nunca menosprecies la fuerza de un hobbit... -jadeó Pippin con una sonrisa cansada.
Y cerrando los ojos se dejó desfallecer; notó que luego le alzaban y le llevaban a un lugar cómodo, en donde el cálido fuego de una hoguera calentó su cuerpo estremecido por el frío y el dolor. Poco a poco su consciencia despertó del todo.
- Espero que no me guardes rencor por lo que ha pasado -rió Aragorn, pero se enterneció al ver la expresión agotada del hobbit, y sintió de repente un gran cariño por él- Te aseguro que de haber dispuesto de ello, te hubiera dado algo para mitigar el dolor.
- Estoy bien, de verdad... -mintió Pippin. En realidad estaba mareado y el brazo le dolía horrores; no pudo disimular un gesto de dolor cuando lo movió levemente.
Gimli llegó enseguida de enterarse de lo que había pasado, y aliviado al ver que Pippin estaba bien, no pudo contener un gran suspiro.
- No podría soportar que te pasase algo, Pippin -dijo-. Todos arriesgamos demasiado en esta lucha, y me temo que no eres una excepción.
- ¡No, Gimli! Los hobbits somos demasiado duros -rió, haciendo pronto una mueca de dolor.
Entonces Aragorn se acercó y le tendió un cuenco humeante.
- Ten esto. Te aliviará y te ayudará a dormir -le dijo.
Pippin tomó el cuenco y bebió; estaba muy amargo, pero no pareció importarle. El calor le reconfortó.
Durante largo rato, hablaron los cuatro, como en los viejos tiempos. Pero llegado un momento, Pippin no les oía, o al menos no escuchaba lo que decía. La medicina que le dio Aragorn ya empezaba a hacer efecto y el hobbit se estaba quedando dormido ante la hoguera. Los ojos se le cerraban de puro cansancio y ya empezaba a dar cabezadas. Pronto, su pensamiento se perdió en la lejanía. Y entonces lo vio. Vio el gran Ojo, envuelto en llamas. Y se sintió de repente muy débil, doblegado a un poder aterrador del que no podía escapar. Pero pronto desapareció entre fuego y oscuridad, y entonces un gran estruendo retumbó en todas partes. Un enorme portón negro, terrible y oscuro, perdido entre sombras de pesadilla, se erguía ante él. Escuchó el resonar de los tambores, y de pronto sintió que el suelo temblaba bajo sus pies, con un rugido ensordecedor. Se veía a sí mismo, como desde muy lejos, perdido y desamparado en medio de la batalla. Y vio a Aragorn, que parecía resplandecer como nuevo Rey de los Hombres, pero en su mirada había desesperación. Los tambores no dejaban de resonar, cada vez más fuerte, más cerca...
Y entonces, volvió a oír aquellas palabras que siempre resonaban en sus pensamientos. Por un instante, y por primera vez desde que las oyera, comprendió. Llamas de locura y muerte. La luz que brilla en la oscuridad. La profecía se estaba cumpliendo. Pero la comprensión se desvaneció con la misma facilidad con que había acudido. La confusión y el miedo penetraron en su mente de nuevo, como un torrente imparable y helado. Los tambores le destrozaban los oídos, pero no podía taparlos, no podía moverse siquiera, atenazado por un frío y un horror que nunca antes había sentido. El redoble se acrecentó, y una explosión de fuego y tinieblas irrumpió de repente, bajo la sombra de unas grandes alas que lejos de causarle terror, parecían llenarle de esperanza y respeto.
Y de repente se hizo el silencio, pero no a su alrededor, sino dentro de él; ahora el estruendo y los gritos de agonía sonaban como si estuvieran a una gran distancia. Ningún rayo de luz, ni tan solo un tímido resplandor moribundo, disipaba la niebla y la oscuridad. Muerte, allí solo había muerte.
... en la negra oscuridad... su destino...
... con su vida pagará...
... el Hijo de la Roca y la Piedra del Elfo...
Y despertó sobresaltado, como si hubiera estado a punto de caer a un profundo pozo de oscuridad. Se quedó unos instantes muy quieto, con el corazón latiéndole con violencia, intentando vislumbrar algo en la oscuridad. Entonces se dio cuenta de que tenía los ojos fuertemente cerrados y los abrió lentamente, como si temiera lo que se iba a encontrar. Estaba dentro de una de las tiendas, sobre un lecho desvencijado y revuelto, la más clara señal de un mal sueño que ya ha pasado.
Le costó un momento tomar conciencia de por qué estaba allí, cuando lo último que recordaba era estar hablando con Beregond ante el calor de la hoguera, y entonces supuso que quizá se había quedado dormido, y le habían metido en la tienda para que no se enfriara. Con este pensamiento se dio cuenta de que estaba tiritando de frío, y se puso la vestidura negra y plata, y agarrando luego su capa se arrebujó en ella. Contuvo un gemido de dolor; la herida le ardía y sangraba de nuevo, tiñendo la venda de un rojo oscuro e intenso. Pensando que debió de hacerse daño, quizá debatiéndose en sueños, apretó la venda con fuerza y salió de la tienda, casi de puntillas, oyendo solo el suave rugido del viento. Bajo su mano, el brazo herido parecía arder y le latía sordamente, y se estremeció. Tenía que encontrar a Aragorn; temía que la herida se le hubiera envenenado por fin, pero su frente estaba tibia, sin rastro de fiebre, y el dolor ya estaba empezando a amainar cuando alcanzó la hoguera. Allí ya no había nadie, y se preguntó cuánto tiempo habría dormido. La noche era demasiado quieta y tranquila, exactamente igual a como estaba antes de dormirse, como si el tiempo no hubiera pasado. Pero en aquel oscuro lugar, ya hacía varios días que no se podía distinguir apenas el día de la noche, y la oscuridad y el miedo convertían el paso del tiempo en algo embotado e irreal. Se sentó ante la hoguera, envuelto en la capa. Todo a su alrededor era silencio, como en su sueño. Temía levantar la vista, pues solo veía oscuros árboles que en la creciente oscuridad parecía que querían agarrarle con sus ramas. Se estremeció.
Y allí, a solas ante el calor de la hoguera, le vino a la mente una canción que cantara Frodo cuando los días eran felices y aún estaban en el Bosque Viejo, algo que ahora parecía tan lejano como si en vez de meses hubiesen pasado siglos:
y muchas sendas que recorrer,
hacia el filo sombrío del horizonte
y la noche estrellada...
Luego el mundo atrás y la casa delante;
volvemos a la casa y a la cama.
se borrarán, se borrarán.
Lámpara y fuego, y pan y carne,
¡y luego a cama, y luego a cama!4
Pippin se sobresaltó. Beregond estaba de pie a su lado, y se sentó envolviéndose en la capa azabache.
- Gracias -dijo- Eso es lo que dice mi gente. Pero no tenemos canciones para grandes palacios en tiempos oscuros... Y nuestras canciones no tratan cosas más terribles que esas que has oído; la lluvia... la noche oscura... Nuestra tierra es tan tranquila que lo que más nos preocupa es llegar tarde a la hora de la cena.
Beregond rió divertido y Pippin se sintió abrumado, pues jamás hubiera imaginado que algo tan cotidiano para ellos sería motivo de diversión para los demás.
- Aún así ha sido una canción muy bonita -luego de decirlo Beregond hizo una pausa; durante unos instantes, los dos contemplaron en silencio las montañas que se alzaban ante ellos y el temor encogió sus corazones- No te he oído cantar en todos estos días -añadió finalmente.
- No he tenido ánimos para cantar, ni tampoco ocasión de hacerlo... -respondió Pippin- Como buen soldado de Gondor, estaría dispuesto a arriesgar mi vida por los hombres si es necesario. Pero aún mantengo la esperanza de que las palabras de esa canción se cumplan muy pronto y pueda volver a mi hogar, al calor del fuego... Y con todos los que quiero.
- Tienes un corazón de oro, mi joven mediano.
Pippin sonrió amargamente, y la herida volvió a dolerle.
- Están ahí, están ahí -repetía con la voz débil y quebrada por el miedo.
- ¡Pippin, calmate! Sal de ahí, ya ha pasado. Estás a salvo -dijo Aragorn.
Pippin se irguió, y como alentado por todo el terror pasado, le volvió el dolor en el brazo. Entonces vio que Aragorn estaba a su lado, y Pippin sintió que se sonrojaba. Con todo lo que había ocurrido, se le había olvidado decirle lo de su herida. Tuvo que soportar una pequeña reprimenda por parte de Aragorn, pero a su vez estaba aliviado porque por fin iba a dejar de sentir dolor. No sabría explicarlo, pero Aragorn parecía ocultar un extraño poder, un calor reconfortante que curaba todos los males. Recordó las casas de curación, y se sintió a salvo y en paz. Aragorn machacó unas hierbas, la curó con ellas y la vendó de nuevo.
- No está envenenada, pero es cierto que debiste de lastimarte. Ten más cuidado ahora, y sanará pronto - le dijo.
Pippin sentía escalofríos cuando Gandalf hacía sonar las trompetas de plata, y los heraldos pedían a gritos el sometimiento de los enemigos. Nadie nunca contestaba. La paz era tal que casi se podía palpar en el ambiente, y esto era peor que la guerra. Porque era el silencio que predecía la ruina.
A veces, por la mañana, se sentía más animado, pues como hobbit nunca perdía la esperanza, ni aún al borde mismo de un precipicio que se sabe que conducirá a un abismo mortal. Pero al caer la noche, el miedo y la desesperación le dominaban como unas garras frías y robustas. Y en su corazón, Pippin sentía que viajaba hacia la muerte.
A veces caminaba firme, sin signo alguno de cansancio, pero otras trastabillaba tanto que finalmente le hacían ir en una de las carretas, o a caballo montado con alguno de los hombres. Pero la herida sanaba muy deprisa, y también el desánimo y el peso desaparecían del corazón del hobbit.
Aragorn los miró, no con cólera sino con piedad: porque todos eran hombres jóvenes de Rohan, del Lejano Folde Oeste, o labriegos venidos desde Lossarnach, para quienes Mordor había sido desde la infancia un nombre maléfico, y a la vez irreal, una leyenda que no tenía relación con la sencilla vida campesina; y ahora se veían a sí mismos como imágenes de una pesadilla hecha realidad, y no comprendían esta guerra ni por qué el destino los había puesto en semejante trance.
-¡Volved! -les dijo Aragorn-. Pero tened al menos un mínimo de dignidad, y no huyáis. Y hay una misión que podríais cumplir para atenuar en parte vuestra vergüenza. Id por el sudoeste hasta Cair Andros, y si aún está en manos del enemigo, como lo sospecho, reconquistadla, si podéis, y resistid allí hasta el final, en defensa de Gondor y de Rohan.
Abochornados por la indulgencia de Aragorn, algunos lograron sobreponerse al miedo y seguir adelante; los demás partieron, alentados por la perspectiva de una empresa honrosa y a la medida de sus fuerzas; y así, con menos de seis mil hombres, pues ya habían dejado muchos en la Encrucijada, los Capitanes del Oeste marcharon al fin a desafiar la Puerta Negra y el poder de Mordor.
- Legolas, Gimli -dijo Aragorn-, venid con nosotros. Pippin, también tú, si así lo deseas. Este hecho merece contar con un testigo por cada pueblo de la Tierra Media, y tú tendrás ese honor en nombre de los Medianos.
Y casi sin darse cuenta, Pippin se vio allí, ante la Puerta Negra, acompañado de los hombres soberanos, de elfos y enano, representando al pueblo de los hobbits, y sintiéndose en ese momento más pequeño e indefenso que nunca antes en su vida,
Oyó entonces por última vez el tronar de los tambores, oculto en los miedos y recuerdos más profundos de su mente. Y la Puerta se abrió.
La encabezaba una figura alta y maléfica, montada en un caballo negro, si aquella criatura enorme y horrenda era en verdad un caballo; la máscara de terror de la cara más parecía una calavera que una cabeza con vida; y echaba fuego por las cuencas de los ojos y por los ollares. Un manto negro cubría por completo al jinete, y negro era también el yelmo de cimera alta; no se trataba, sin embargo, de uno de los Espectros del Anillo; era un hombre y estaba vivo. Era el Lugarteniente de la Torre de Baraddür, y ninguna historia recuerda su nombre, porque hasta él lo había olvidado, y decía: "Yo soy la Boca de Sauron." Pero se murmuraba que era un renegado, descendiente de los Númenóreanos Negros, que se habían establecido en la Tierra Media durante la supremacía de Sauron. Veneraban a Sauron, pues estaban enamorados de las ciencias del mal. Habían entrado al servicio de la Torre Oscura en tiempos de la primera reconstrucción, y con astucia se había elevado en los favores del Señor; y aprendió los secretos de la hechicería, y conocía muchos de los pensamientos de Sauron; y era más cruel que el más cruel de los orcos.
Este era pues el personaje que ahora avanzaba hacia ellos...
La bella dama elfo apuró el paso; el leal Celegîlroch, como si notara la congoja que apresaba el corazón de su jinete, aceleró sin demora, y ahora parecía volar más que galopar por el linde del bosque.
Pronto sonaría la hora del destino.