Capítulo 1: ¿Dónde está?
Se cuenta entre los gondorianos que a finales de la Segunda Edad hubo una gran batalla donde tanto Hombres, Elfos y Orcos perecieron juntos. Sus cuerpos inertes fueron enterrados sin distinción en la llanura de la batalla. Esto ocurrió ante las puertas de la tierra negra: Mordor. Aquella llanura de muerte no tardó en convertirse en un lugar maldito. Poco tiempo después, las ciénagas invadieron el lugar, dando vida a los pantanos malditos, los únicos en toda Arda donde los espíritus de los muertos se manifestaban, guiando hacia la muerte con sus luces traicioneras a todos aquellos osados viajeros que se atrevían a adentrarse en las peligrosas tierras que moraban. La ciénaga de los muertos. Tierra hedionda y putrefacta. Y sin embargo cargada de melancolía e historias fatídicas de vidas truncadas por la guerra. He aquí una de ellas, la historia de Isilwen.
La batalla contra Mordor había oscurecido la Tierra Media. Sauron había escapado de su prisión en Númenor al ser ésta engullida por las aguas. El diabólico señor oscuro había regresado a su reino de maldad, con el único propósito de arrasar a los pueblos libres que aún se le resistían. Gondor, Rohan, El Bosque Negro, Lothlórien, Rivendel... Tanto elfos como hombres corrían peligro ante Sauron. Así se formó la última alianza, la unión del pueblo inmortal al de los Hombres para destruir la amenaza de Mordor.
En Gondor, que había sido la última escala de los guerreros de la última alianza antes de partir a la puerta negra, aquel día se respiraba un aire cargado, pesado y lleno de temor. Los guerreros habían partido tres meses atrás, y nadie en la gran ciudad blanca sabía nada sobre lo que había podido pasar.
Desde las calles desiertas de la ciudad nadie podría haber visto la figura solitaria sobre las murallas que observaba, en silenciosa espera, el horizonte. Sus cabellos casi plateados eran mecidos por un viento que parecía susurrar una melodía llena de melancolía. Sus ojos grises clavados en el este llevaban grabados en la pupila el temor a la pérdida. Sus labios rosados sobre la pálida tez estaban prietos en una mueca de desespero. Y sus manos, finas como las de la más bella dama, apretaban con fuerza el muro al que estaban aferradas.
La larga espera, llena de angustia, no la dejaban apartarse de aquella muralla, ni dejaba que su mirada se dirigiese a otro lugar que no fuese el este. Allí, las nubes negras que vomitaba el Monte del Destino lo cubrían todo. Su corazón latía esperando que entre las oscuras nubes alguna señal le diese una pizca de esperanza. Pero desde hacía días nada había ocurrido. Nada. Demasiada monotonía, demasiada tranquilidad.
¿Quién era capaz de predecir si esa tensa tranquilidad daría paso a una época de paz o de desolación? ¿Quién podía interpretar las formas que las nubes tomaban en ocasiones? ¿Quién podía sacarla de aquel tormento?
Isilwen, cual fiel centinela en su puesto, había pasado todos los días junto a la muralla, oteando el horizonte oriental, con la esperanza de ver aparecer el sol por la mañana, significando así que la guerra había terminado en victoria. Y sin embargo los días habían transcurrido sin ninguna señal.
Cerró los ojos un instante, intentando relajar su ya castigada vista. Alzó su rostro marcado por las lágrimas hacia el cielo, y se mordió el labio en silencioso rezo. El aire gélido de aquel plomizo atardecer la envolvió en su helada caricia, haciéndola estremecer de frío.
De repente, un ensordecedor trueno sacudió las nubes grises cargadas de lluvia, anunciando el comienzo de una tempestad.
-De nada servirá que vigiles día y noche la lontananza.-
La voz familiar que había pronunciado aquellas palabras sobresaltó sobremanera su corazón, que brincó aterrorizado en su pecho. Isilwen se giró bruscamente, con el rostro pálido.
-Elana...-, susurró visiblemente aliviada, al ver frente a ella a una chica de cabellos castaños.
La joven de expresión risueña sonrió divertida, y asintió al ver que su hermana la reconocía.
-¡Qué exagerada! Ni que fuese tan fea para que te asustes tanto...-, se quejó Elana, con una pícara medio sonrisa bailándole en los labios.
Por primera vez en mucho tiempo, los ojos de Isilwen se iluminaron levemente, y en sus labios asomó algo parecido a una sonrisa.
-No digas tonterías Elana, con lo bella que eres...-
Su hermana menor frunció el ceño y le sacó la lengua, mientras le espetaba:
-¡Mentira!-
Isilwen negó con la cabeza, fingiéndose dramáticamente abrumada por su actitud infantil, mientras Elana le pasaba un brazo por las espaldas, y la conducía suavemente hacia las blancas escaleras que bajaban de la muralla.
-Anda, volvamos a casa...-
Isilwen se dejó conducir dócilmente hacia el hogar y la protección de la familia. De hecho, llevaba muchos días casi sin dormir. Ni siquiera había pasado por su casa, excepto para mal alimentarse lo justo para no caer desmayada y dormir apenas unas horas.
La espera la había conseguido retener en la muralla, rezando sin descanso, vigilando y suplicando la victoria y vuelta de los soldados que habían partido. Pero al fin y al cabo, había esperado tanto sin que nada ocurriese, que ya no le importaba dejar de vigilar en lo alto de la muralla para volver a la calidez del hogar.
La noche sobrevino la casi desierta ciudad sin que nadie se diese cuenta de ello, y cubrió con su oscuro manto las solitarias calles de la blanca fortaleza.
En el hogar de Isilwen, la paz reinante evidenciaba el sueño en que, los que allí habitaban, estaban sumidos.
En el cuarto principal, el de los padres, una mujer adulta dormía aferrada a una camisa de hombre, mientras que en el lado de la cama donde su marido debía acompañarla, no había nadie.
En el cuarto siguiente, en cambio, Elana dormía plácidamente, tranquila. Y no porque no se diese cuenta de que la guerra asolaba el mundo, sino porque la esperanza la embargaba. Era demasiado joven y aún no entendía de desesperanza.
Al final del pasillo, en la última puerta que al fondo se discernía, mientras la lluvia arreciaba en el exterior, Isilwen dormía terriblemente intranquila. El terror, el miedo, las pesadillas, la angustia, la agonía... Todo aquello la atormentaba sin descanso en su sueño. La duda la carcomía, el no saber qué había pasado en la batalla le abrasaba sin piedad las entrañas. Se revolvía sin cesar en su lecho, intentando ahuyentar el dolor y la tristeza que luchaban por atraparla en su pesadilla.
En su mente, un sin fin de imágenes desfilaban a una velocidad vertiginosa. Fuego, espadas, sangre, gritos ensordecedores, rugidos grotescos y estremecedores. Guerra. Muerte. Era la batalla ante la Puerta Negra. No cabía duda. Entonces lo vio, entre los millares de siluetas que se movían en desesperada batalla, pudo discernirlo. Beleg luchaba a muerte contra los siervos de Sauron.
De repente, la imagen cambió bruscamente, y todo fue oscuridad. Estaba en algún sitio al aire libre. Las estrellas y la luna brillaban en el firmamento. Pero delante suyo no podía distinguir nada en el negro de la noche cerrada. Se giró en busca de algo que le ayudase a orientarse.
Entonces, los vio. Unos ojos marrones, cercanos al color miel, profundos. Muy profundos. Una mirada misteriosa, iluminada por las llamas de una hoguera.
La imagen volvió a cambiar. De nuevo, la algarabía de los gritos y sonidos de una cruenta batalla golpeó con fuerza sus oídos. Aquí y allá, en todas partes, caían cuerpos inertes, caían miles de heridos sufriendo una terrible agonía. Sus gritos y lamentos desgarrarían el más gélido corazón. Y allí seguía Beleg, en pie, protegiendo el cuerpo herido de un compañero, mientras éste se sujeta un costado con las manos llenas de sangre.
Abatió sin problemas el orco que se le había abalanzado, consiguiendo una pequeña tregua. Beleg se giró y arrodilló junto a su compañero, ya delirante. Pero en cuanto intentó cargarlo en sus espaldas para llevárselo lejos de la batalla, un gran orco de horrible aspecto se le abalanzó por detrás. Alzó la cimitarra, y con un grotesco bramido, se dispuso a descargarla con la máxima fuerza de sus brazos, para desgarrar sin piedad a su víctima.
-¡¡¡Beleg!!!-, gritó Isilwen con todas sus fuerzas, al borde de la histeria y la locura.
Sin darse cuenta, se había incorporado de la cama, y había abierto los ojos. La pesadilla había terminado. Estaba despierta, en su habitación. Su cuerpo estaba sudado, su rostro pálido. Sus manos temblaban exageradamente, sus ojos grises estaban llenos de lágrimas que no podían contener, y su corazón latía desbocado en su pecho.
Se mordió con fuerza el labio, sintiendo la rabia y el dolor oprimir horriblemente fuerte su corazón. ¿Qué diablos significaba aquel sueño? ¿Era tan sólo un espectro de su obsesión o, como sus más horribles y temidas sospechas le susurraban, una visión de lo que le podría haber ocurrido a Beleg en el frente?
Apretó con desespero las sábanas que sostenía entre sus manos, e intentó por todos los medios calmar sus temblores, mientras su corazón seguía golpeando con fuerza su pecho. Sus latidos retumbaban tanto en su interior que temió que su madre y su hermana los escuchasen desde sus cuartos.
Tenía tanto miedo... ¡Tanto! No soportaba escuchar la cruel vocecita que en su interior le murmuraba que aquello podía haber ocurrido en realidad, que Beleg podía haber muerto a merced de un desdeñable y malvado orco. Que su amado Beleg había sido herido con la ponzoñosa cimitarra de un siervo de Sauron.
Por más que se tapaba con todas sus fuerzas los oídos para no escuchar las palabras que tanto temía, no lograba hacerlas desaparecer, no lograba hacerlas callar. Una enorme procesión de ideas desfiló vertiginosamente por su aturdida mente, confusas, ininteligibles, imposibles de comprender todas a la vez. Todas ellas susurraban al mismo son, discutiéndose el puesto para poder ser escuchadas. Isilwen puso sus dedos en las sienes y apretó con todas sus fuerzas, intentando borrar por completo el dolor que invadía su frente.
¡No podía! ¡Era incapaz de soportar tal tortura!
Como única respuesta a todas aquellas voces en su cabeza, que le reclamaban atención a gritos, un enorme torrente de lágrimas comenzó a deslizarse por sus mejillas. Caían de entre las manos que ocultaban su rostro, mientras su cuerpo se convulsionaba por sus sollozos incontenibles, y de sus labios brotaban gemidos de desesperación y palabras sin sentido, des las que lo único que se podía entender era el nombre de su amado.
Por un largo espacio de tiempo, Isilwen dio rienda suelta a su llanto, descargando por fin toda la desesperación que había sentido, toda la angustia, el dolor, la duda. Todo lo lanzó en aquel desesperado llanto, en el que las lágrimas no dejaban de brotar de sus enrojecidos ojos. Se mordió los labios con tanta fuerza y durante tanto rato, que los hizo palidecer, e incluso sangrar.
Aquello debía terminar. Aquel suplicio debía acabar pronto, o no tardaría en perder por completo la cordura. Isilwen fue tranquilizándose poco a poco, lentamente. Se repitió una y otra vez que lo que había soñado no era más que el reflejo de todo el sufrimiento que había sentido en las largas esperas junto a la muralla. Que no era más que una ilusión. Y, gracias a ello, consiguió relajarse por completo.
Cuando las lágrimas dejaron de enturbiar su vista, y los amargos sollozos desistieron en su intento de estallar en su garganta, Isilwen se sintió rendida. Se sintió débil y soñolienta. Así que, no queriendo volver a pensar en todo lo que la había atormentado momentos antes, se tendió en su lecho, se acurrucó entre sus sábanas, y cerró los ojos, cayendo dormida al instante.
Aquel reparador sueño sería, quizás, la última tregua que el dolor le concedería.
Las primeras luces del amanecer se empezaban a filtrar por entre las cortinas del cuarto de Isilwen, cuando, mientras ésta dormía plácidamente, alguien empezó a aporrear con fuerza su puerta.
Isilwen se removió entre las sábanas, molesta, aún dormida.
-¡¡¡¡Isilwen!!!!-, se oyó gritar a Elana, desde el lado opuesto de la puerta.
De nuevo, la muchacha se dio la vuelta en la cama, y se tapó, de un estirón, la cabeza con las sábanas.
-¡¡Isilwen!! ¡¡Despierta dormilona!!-
Elana empezaba a impacientarse. ¿Por qué demonios no se despertaba? Si no le hacía caso después de aquel grito, tendría que entrar y tomar medidas drásticas.
Esperó unos segundos más. Silencio.
-Hay que ver...-, rezongó entre dientes Elana, antes de poner la mano sobre el pomo de la puerta.
Inspiró profundamente, y abrió de golpe la puerta.
-¡Vamos oso de las cavernas! ¡La primavera ha llegado y debes dejar de invernar!-, gritó en tono burlón mientras corría hacia su hermana.
Ésta, al escuchar los gritos, escondió, enormemente molesta, la cabeza bajo su almohada, tapándose los oídos. Pero de poco le sirvió, porque de pronto se vio desprovista de la calidez de sus sábanas, y empezó a ser zarandeada por su hermana menor.
Evidentemente, esto no le agradó en absoluto a Isilwen, que sintiendo que estaba comenzando a despertarse, empezó a gruñir y murmurar entre dientes.
-¡Vamos! ¡Despierta de una vez Isilwen!-, le gritó Elana, mientras se las veía para arrebatarle la almohada.
De repente, Isilwen se incorporó bruscamente de la cama, y arrebatándole de las manos la almohada a Elana, se la lanzó con tanta fuerza que la hizo caer al suelo.
-¡Wow!-, exclamó ésta al caer, impresionada.- Parece que por fin has reaccionado.-
Isilwen hizo una mueca de desagrado, mientras se frotaba los ojos con el dorso de la mano. Se sentó en la cama con las piernas cruzadas, y, colocándose la almohada en la falda, le preguntó a su hermana:
-¿Por qué me levantas tan pronto? Si apenas acaba de salir el sol...-
En el rostro siempre risueño de Elana se dibujó una hermosa y radiante sonrisa.
-Han vuelto Isilwen.-, susurró.
Al cabo de escasos minutos, Isilwen se hallaba corriendo desesperadamente por las calles de la ahora abarrotada Minas Tirith. La noticia se había expandido rápidamente por toda la ciudad, y todos aquellos que habían esperado y esperado en ella, acudían a la calle principal, por donde los soldados victoriosos entraban.
La gente corría al encuentro de sus familiares y amigos, esperanzados, rezando porque estuviesen sanos y salvos. Y es que, aunque la alegría reinaba en todos los corazones, pues no en vano la guerra había sido ganada y el mundo estaba a salvo de Sauron, también la incertidumbre moraba en ellos. ¿Quién podía asegurar que su amigo o familiar había vuelto de la batalla? Tan sólo los ojos.
Así se encontraba Isilwen, dividida entre la alegría más eufórica, y la agonía más dolorosa. Algo en su interior la llamaba a ser prudente, a no cantar victoria antes de tiempo. Ansiaba fervientemente poder ver, entre la multitud de soldados que entraban llenos de gloria en la ciudad, a su amado Beleg. También a su padre, claro está, y a sus primos, tíos y amigos. Pero en especial a él, al hombre que le había robado el corazón.
No pudiendo aguantar la mezcla de emoción, alegría y duda que aturdían su corazón, se remangó un poco el vestido, y echó a correr aún más rápido hacia el final de la calle donde se encontraba. Al llegar, se topó con un grupo de gente que barraban el paso, y no por diversión, sino porque saliendo de aquella calle se llegaba a la avenida principal, que, desgraciadamente, estaba abarrotada.
Isilwen maldijo su mala suerte, pero, no dispuesta a dejarse vencer, se acercó a la multitud de gente que se apretujaba para poder ver algo de lo que pasaba en la avenida. Murmurando disculpas de vez en cuando, empezó a escurrirse entre la gente, avanzando cada vez más hacia el centro de la calle principal, donde se hallaba la respuesta a los largos días de espera y vigilia junto a la muralla.
De pronto, de entre el laberinto de personas que se agolpaban en la avenida, pudo entrever los cascos de un caballo, luego, un caballero. ¡Ya estaba cerca! Unos empujoncitos más, algunas quejas aquí y allá, ¡y ya está!
Isilwen se hallaba en primera fila, observando con avidez a todos aquellos soldados radiantes que entraban en su ciudad natal y se reencontraban con sus seres queridos.
De repente, un rostro conocido apareció de entre el desfile de caballeros. Montado a caballo, se acercaba hacia ella Aegnor, el mejor amigo de Beleg. Isilwen buscó desesperadamente a su lado, en busca de su amor. Revisó todas y cada una de las caras que se hallaban cerca de Aegnor.
Nada. ¡No estaba! Su corazón empezó a latir cada vez más rápido. No podía ser... Era imposible...
-Isilwen.-, saludó Aegnor, que se había detenido delante suyo.
Aquel saludo la sacó de sus desesperadas y angustiosas cavilaciones, e hicieron que alzara sus asustados ojos hacia Aegnor. -¿Dónde está?-, susurró, con los ojos vidriosos.
Aegnor bajó sus ojos, sombrío, miró hacia un lado, y volvió a alzar la vista. Miró a Isilwen seriamente, mientras ésta se desmoronaba por dentro.
-No lo sé...-
Isilwen se quedó sin aliento. El corazón se le detuvo, congelado. La mirada se le perdió en el vacío. Su mente se quedó totalmente en blanco.
Bajó el rostro, negando con la cabeza. Se llevó las manos, temblorosas, a las sienes. El labio inferior empezó a temblarle casi imperceptiblemente. Las lágrimas nublaron su vista, mientras, de nuevo, volvían a humedecer su rostro.
-No por favor...No Beleg...-, murmuró con la voz totalmente rota.
En aquel momento, sintió como Aegnor le tomaba una mano y le alzaba el rostro suavemente.
-Espera Isilwen, espera. No llores aún, no pierdas la esperanza. Escúchame bien.-, le susurró dulcemente.
Ella, mientras luchaba por contener las lágrimas, volvió a mirarlo, esperando ansiosamente a que él le concediese alguna esperanza. Se aferró a su mano, con la que él le sujetaba la suya, desesperada. Sólo esperando que le diese una buena noticia sobre Beleg.
-No pude encontrarlo, pero dudo mucho que pereciese en la batalla. No, Beleg no.- Isilwen esperó a que Aegnor continuase.- Hay un campamento, cerca de la llanura de la batalla, donde se trata a los heridos. Tanto graves como leves. Estoy completamente seguro de que está allí. Irán volviendo poco a poco.-
La conversación se detuvo un momento, pues Aegnor tuvo que saludar a uno de sus familiares. Sin darse cuenta, soltó la mano de Isilwen, mientras lo abrazaba. Cuando acabó de saludarlo, y éste se fue en busca de otros familiares, Aegnor se giró de neuvo, para continuar hablándole.
-Si en una semana no vuelve iré yo mismo a buscarlo. ¿De acuerdo Isil...? ¿Isilwen?-, Aegnor se detuvo, asombrado.
Donde ella había estado hacía un momento, ya no había nadie. Se había esfumado, como por arte de magia. Aegnor frunció el ceño, confundido.
-¿Qué demonios..?-
Capítulo 2: El camino sigue y sigue...
La luz de la luna iluminaba con sus débiles y blanquecinos rayos de luz el cuarto donde Isilwen se hallaba. Había estado todo el día, después de saludar a su padre y estar con él, (pues también lo había echado mucho de menos) preparando su plan.
No había perdido para nada el tiempo. Sabía que lo que se proponía era una soberana locura, pero no estaba dispuesta a sentarse a esperar ni un día más. Había sufrido demasiado. Ni sus padres ni su hermana sabían absolutamente nada de sus propósitos. De hecho, nadie lo sabía.
Según lo que Aegnor le había dicho antes de que ella misma se fuese corriendo del lugar, tan sólo debía viajar hasta los lindes de la llanura de la batalla. Allí tenía la firme esperanza de encontrar a Beleg.
Se sentó un momento en su escritorio, y encendiendo una vela que tenía a un lado, volvió a repasar el recorrido que se había marcado en el mapa. Todo resultaba bastante precipitado, pero ¿qué iba a hacer, cuando el corazón le pedía a gritos que corriese en busca de Beleg? No quería demorar su marcha ni un día. Por eso se había tomado la libertad de no decírselo a nadie, pues seguramente le abrían impedido marchar.
Suspiró, algo cansada de tantas preocupaciones, y enrolló el pergamino donde el mapa estaba dibujado. Lo ató con una cinta que tenía a mano, y lo colocó en su fardo. Volvió a su armario, tomó dos camisas sencillas, un pantalón y poco más. Al fin y al cabo, el viaje no sería muy largo.
Ella ya se había vestido, con una camisa también sencilla, blanca y de tela fina, un pantalón ajustado de cuero que le permitiría cabalgar con facilidad ( que, por cierto, había tomado prestado de Elana), y las botas que utilizaba para pasear fuera de la ciudad. Metió cuidadosamente la ropa en el fardo, mientras repasaba mentalmente la lista de lo que debía llevarse.
Recordando algo, rebuscó en su armario, del que sacó una manta, que también colocó en la bolsa. La cerró bien, y ató con fuerza los cordeles que tenía. Cuando lo hizo, se la echó a la espalda, y salió sigilosamente de su cuarto.
Procurando hacer el menor ruido posible, se dirigió a la despensa, de donde tomó su zurrón, y comenzó llenarlo de las provisiones que le parecieron apropiados para un viaje como el que estaba a punto de emprender. La pequeña bolsa de cuero no tardó en llenarse por completo, e Isilwen, satisfecha, se colocó el zurrón, y volvió a tomar la bolsa.
Salió al comedor y sala de estar de su casa, ahora desierto y tan sólo iluminado por la poca luz lunar que se filtraban de entre las cortinas que cubrían las ventanas. Todo se hallaba en el perfecto orden que su madre se esmeraba por mantener en la casa.
De repente, un sentimiento de remordimiento oprimió su corazón. Isilwen se llevó la mano al pecho, pero ante la idea de dejar una carta de despedida que no hiciese sufrir tanto a su familia razonó que si en verdad la dejaba, ellos la perseguirían y la traerían de vuelta a Minas Tirith. Y aquello no debía pasar. Llegaría al campamento de heridos, y lo haría en secreto.
Aunque, a decir verdad, Isilwen hubo de reconocer que echaría mucho de menos a su hermana Elana, a sus padres, y todos los momentos felices que pasaba junto a ellos. Pero se consoló con la idea de que el viaje sería breve.
Se giró y caminó decidida hacia la puerta de salida de su hogar, y, echando un último vistazo hacia atrás, salió al exterior, cerrando sigilosamente la puerta. Caminó silenciosamente por las vacías calles nocturnas de su ciudad.
De repente, se paró en seco. Una agradable sensación empezaba a nacer en su pecho. Algo que la hacía arder de emoción y enardecía su corazón. La aventura, lo imprevisto, el posible peligro. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el viaje en el que se embarcaba le iba a dar la oportunidad de ver el mundo en toda su amplitud y con sus propios ojos. Empezaba a gustarle la idea de huir y viajar sola. Sí, mucho.
Una sonrisa acudió a sus labios, e iluminó su bello rostro. Sintiéndose valiente y fuerte como nunca, volvió a ponerse en marcha, con pasos bien decididos, hacia las caballerizas.
Con la oscuridad de la noche como aliada, pudo escabullirse sin problemas dentro de las cuadras, y buscar y encontrar enseguida el caballo de su padre. Se acercó a él lentamente, algo intimidada, pues nunca había montado a caballo sola. Sí que había cabalgado alguna vez, pero siempre detrás de Beleg, con él como jinete y ella como acompañante.
Inspirando profundamente, entró en el espacio que tenía reservado el corcel de su familia. Dejó la bolsa y el zurrón a un lado, y se acercó al animal, intentando por todos los medios estar lo más tranquila posible. Beleg le había dicho una vez que los caballos notaban el temor en los jinetes, y no les gustaba mucho, la verdad.
Así que, intentando serenarse al máximo, y con el corazón agitado en su pecho, acercó su mano a la frente del caballo, y lo acarició suavemente. Primero algo nerviosa, pero luego, viendo que el animal la aceptaba, lo hizo más confiada.
Con el animal ya de su parte, comenzó a ponerle la montura, que era una de las pocas cosas que sabía hacer, pues a menudo ayudaba a su hermana Elana a hacerlo ( ella sí que sabía montar a caballo y lo hacía con frecuencia ). Cuando lo hubo echo, ató firmemente la bolsa tras la silla, y se volvió a colocar el zurrón, ya preparada para salir.
Entonces, sin saber porqué, echó un vistazo alrededor, y encontró la capa de viaje de su padre, colgada allí mismo. Dándose cuenta de lo estúpida que había sido al olvidar algo tan fundamental, dio gracias a la suerte que la protegía, la tomó, y se la puso.
Ya estaba completamente lista. Con el corazón palpitando salvajemente en su pecho, se decidió a subir, por primera vez en su vida, a un caballo, para cabalgar ella sola.
-Veamos...-, murmuró, mientras se concentraba en alzar el pie izquierdo para ponerlo en el estribo.
Había visto miles de veces hacerlo a los hombres, soldados, a Elana, a Beleg... No tenía porqué ser tan difícil. Colocó firmemente el pie en su sitio, se asió con fuerza donde pudo, y se impulsó lo más fuerte que le permitieron sus manos.
-¡Ya está!-, exclamó triunfante, al verse en lo alto del caballo.
Pero algo no fue bien del todo, pues en vez de quedarse montada como estaba previsto y era lógico, Isilwen notó aturdida como se pasaba de largo.
-¡Wooow!-
El grito surgió de su garganta sin ella darse cuenta, mientras caía torpemente por el otro lado del caballo. Confundida y con el cabello revuelto y lleno de la paja que le había amortiguado la caída, se levantó como pudo.
El caballo relinchó suavemente, removiendo la crin, con los ojos brillantes y llenos de mofa. A Isilwen le pareció que se estaba riendo abiertamente de ella.
-¡No te rías de mí! Es la primera vez que monto sola, tendré derecho a equivocarme, ¿no?-, refunfuñó ella entre dientes, enfadada. Admitía que lo suyo era realmente cómico, pero, que un caballo se burlase de ella... ¡Eso ya era demasiado!
-Ya verás... Esta vez lo conseguiré...-, murmuró, decidida a recuperar lo que quedaba de su orgullo.
Se arregló el cabello rápidamente, con gestos nerviosos, y se volvió a acercar al caballo. Éste se giró a mirarla, observándola con expresión burlona. La estaba retando a subirse.
Isilwen, notando el reto en la mirada del animal, empezó a temerse lo peor. Había oído alguna vez que aquellos jinetes que montaban a un caballo estando éste en su contra habían acabado por los suelos.
Un escalofrío recorrió lentamente su espalda. La cosa no pintaba bien... O se llevaba bien con el caballo, o acaba por los suelos y sin salir siquiera de la ciudad. A menos que quisiese hacer todo el viaje a pie... Sólo de pensarlo le asaltaron los sudores.
No, no. Tenía que montar el caballo, aunque fuese agarrada a él con pies y manos, como un simio.
Suspiró con fuerza, intentando relajarse. Se cogió a la silla, puso el pie en el estribo y cerró los ojos con fuerza. Dejando ir la mente y tan sólo pensando en la sencilla acción de empujarse hacia arriba con fuerza, se subió a la montura.
Abrió los ojos poco a poco. ¡Lo había conseguido! ¡Se había subido al caballo ella sola!
-¿Lo ves? ¡Te he dicho que lo conseguiría!-, le dijo orgullosa al caballo.
El animal relinchó divertido, resoplando. Isilwen rió también, contenta, y palmeó con afecto el cuello aterciopelado del caballo.
-Bueno caballito, me parece que tú y yo nos llevaremos bien...-, susurró amablemente.
El corcel de oscuro pelaje, al que desde ese momento Isilwen llamaría Thalion (fuerte, en élfico), asintió varias veces, removiendo su negra crin, dando a entender a la joven jinete que la comprendía.
Una sonrisa asomó al rostro de la muchacha, iluminándolo levemente. Cogió las riendas con convicción, y asegurándose de que nadie andaba por las calles, ordenó:
-Adelante.-
Bajo las puertas abiertas de la gran ciudad de Minas Tirith, un silencioso jinete, cubierto por su capucha, avanzaba sigilosamente hacia el exterior, adentrándose en la negra oscuridad de la noche. Nadie pudo verlo marchar aquella noche, pues todos los hombres, por orden del príncipe Isildur (que aún se hallaba de camino, acompañando a su difunto padre) se hallaban en sus casas, disfrutando de nuevo del hogar y la familia.
Así fue como Isilwen partió sin ser vista de su ciudad natal, embarcándose en un clandestino viaje hacia la desolada llanura de la batalla, en busca de su amado Beleg.
-Bueno...-, suspiró Isilwen.- Ya estamos de camino...-
Thalion resopló graciosamente, asintiendo.
Una risilla escapó de los labios de la joven, divertida por el gesto del caballo. Parecía haber entre caballo y jinete una especial compenetración, como si algo los ligase a entenderse perfectamente el uno al otro. Quizás era el viaje que emprendían. O quizás no...
Isilwen sacudió aquellas ideas de su mente, al darse cuenta de que se estaba exponiendo demasiado a las torres vigía de las murallas blancas. Quizás no habría nadie observando, que era lo más probable en aquel día, pero más valía asegurarse de no tener ningún sobresalto...
Agarró las riendas desde más adelante, haciéndolas más cortas, tensándolas. Estiró suavemente hacia la izquierda, obligando a Thalion a cambiar de dirección y girar. Poco a poco y en silencio, caballo y jinete se acercaron a la base de la gran muralla, siguiendo su camino desde aquella posición. Ya ningún vigía podría verles partir hacia el este.
Isilwen suspiró aliviada, dándose cuenta entonces de que, por un momento, su corazón se había acelerado, atemorizado por la sensación de peligro.
Soltó un poco las riendas, dejando que Thalion fuese cabalgando algo más libremente. Confiaba en aquel corcel. Seguramente debía saberse el camino que ella deseaba seguir... No en vano lo había recorrido dos veces, de ida y de vuelta, llevando en su lomo a Deonvan, su padre.
Se removió en la silla, incómoda. ¡Cómo demonios debían soportar los soldados viajar tanto tiempo en una posición tan incómoda! Le estaban empezando a entrar agujetas... Empezó a buscar, en vano, una posición algo más confortable que le permitiese viajar más a gusto. Pero al cabo de más de una hora de cabalgata, habiendo desistido en su búsqueda de la posición ideal, decidió que ya se había alejado bastante de la ciudad. Buscaría un lugar donde poder dormir decentemente...
Estaba claro que no hallaría ninguna posada de camino a un campo de batalla ( aunque en su más alocadas esperanzas había llegado a pensarlo ), pero esperaba encontrar algún lugar un poco resguardado. Como una cueva, o algo por el estilo.
Sin embargo, parecía que no encontraría cueva alguna por donde estaba cabalgando...
Isilwen suspiró, algo malhumorada. Parecía que nada de lo que había pensado para el viaje iba a ocurrir... Ni posadas donde dormir, ni cuevas, ni bosque donde viajar un poco más resguardada de todo, ni comodidad cabalgando... ¡Nada! La mala suerte la perseguía como un nubarrón negro. Y poco le extrañaría si ese nubarrón empezara a molestarla con lluvia y algunos truenos.
Si es que era demasiado cómico... Una simple doncella gondoriana viajando a solas, a caballo, hacia un campo de batalla desierto, donde pretendía encontrar a alguien desaparecido... Sería el objeto de mofa de toda la ciudad si alguien se enteraba...
El amargo sentimiento de estar haciendo el ridículo se aposentó sin escrúpulos en el pecho de Isilwen, provocándole un malestar insoportable.
Inspiró con fuerza, cerrando los ojos, y expiró suave y lentamente, concentrándose en no pensar más en aquellos molestos sentimientos. Se limitó a pensar en que todo lo que hacía era por encontrar a Beleg, tan sólo por volverle a ver. Vivo o muerto, pero volverle a ver. Lo hizo mientras sentía la fría brisa de la noche acariciándole el rostro, mientras las estrellas titilaban tímidamente en el firmamento, acompañando a su bella reina, la luna.
Pero cuando volvió a posar la mirada en el camino, los vio. Unos ojos marrones, cercanos al color miel, profundos. Muy profundos. Una mirada misteriosa, iluminada por las llamas de una hoguera.
En un acto instintivo, su mano se dirigió a la empuñadura de un arma inexistente.