La insurrección de Númenor y el nacimiento de Feanolwë
Introducción
Con la derrota del señor oscuro Melkor y sus huestes de orcos, trolls, balrogs y dragones a merced de los señores del occidente y el ejército de Valinor; portadores de la luz sagrada de la tierra de Aman, se dio por concluida la primera edad de este mundo. Tras ello, sobrevino un largo período de relativa paz en la tierra y los señores del occidente, o Valar; autoridades del mundo, acordaron llevar consigo a los primeros nacidos; elfos, a las tierras imperecederas pues a éstos Ilúvatar; dios supremo y fuente única de todo poder, sabiduría y vida había concedido el don de la inmortalidad, más los Valar no supieron que hacer con los segundos nacidos; hombres, pues su destino mortal les privaba de contemplar la beatitud de Aman, pero tampoco estaban dispuestos a abandonarlos en una tierra que había sido largamente corrompida por la malicia de Melkor, así, Manwe, el más poderoso de los Valar, consultó, desde lo alto de su torre a Ilúvatar, e Ilúvatar escuchó su llamada y atendió su petición. Y he aquí que de entre el ancho mar que separaba las costas de Aman de la tierra media Ilúvatar, haciendo gala de su poder sobre el mundo, hizo aparecer una especie de isla, que, con el trabajo de Aule, el dios de la tierra y su esposa Yavanna, dadora de frutos contribuyeron a la fundación de la tierra de Númenor, reino de los hombres, dando comienzo a la segunda edad.
Capítulo primero – Elros y la gloria de Númenor
Elros, hijo de Earendil, fue designado por los Valar como primer rey de Númenor. Un hombre alto, fuerte y orgulloso, y tan noble como justo, de alta estirpe de entre aquellos que sobrevivieron a las guerras de la primera edad.
Una vez compuesto el primer gobierno de Númenor, los elfos ayudaron a los hombres a elevarse en las artes terrenales y espirituales; les enseñaron el cultivo de la tierra, así como la forja y manipulación del oro, la plata y multitud de minerales naturales. También, transcurridas ciertas décadas los elfos decidieron que antes de partir de regreso al oeste sería conveniente iluminar los corazones de los hombres libres con la luz sagrada de la tierra de los dioses para que jamás olvidasen su procedencia.
Pasados ya alrededor de 300 años los elfos concretaron que había llegado la hora de la marcha final, habiendo contemplado a lo largo del mandato de Elros como los Númenóreanos alcanzaban toda su gloria y esplendor, tanto física como mental y como la ciudad y el reino de Númenor quedaba por fin terminada. De entre todas las construcciones que elfos y hombres llevaron a cabo la que mas refulgía era el castillo que había sido levantado en el centro mismo de la ciudad a partir de la plata viva para que el rey y su descendencia moraran en el, un castillo de unos 500 metros cuadrados de superficie y 150 pies de alto, que centelleaba a la luz del día, de altos ventanales que servían como cúspide para los arqueros de la guardia real, con grandes y portentosas balconadas que a menudo utilizaba el rey para dirigirse a su pueblo o viceversa, pues el monarca Elros jamás dudó un instante de que en su mano estaba atender cual fuere las peticiones de los Númenóreanos, y por último en la cima de la torre se encontraban las almenas que a la puesta de sol resplandecían de un color rojo-carmesí, en definitiva, un castillo cual gran belleza solo era comparable con una impresionante demostración de poderío que dejaba entrever. Pero por cierto que no solo eran las estancias reales las que gozaban de alto renombre en la isla, hasta el último de los hombres de Númenor había sido curtido en el arte de levantar grandes aposentos y sus hogares no eran simples caseríos de personas menores e ignorantes, si algo habían heredado de la sabiduría de los elfos de Valinor era la construcción de viviendas altas y solemnes a partir de los diversos minerales de los que Ilúvatar había dotado al terreno y que Elros el sabio había, en todos sus años de gobierno gestionado y repartido entre las diferentes ramas en que, a causa de la explosión demográfica, había quedado dividido el pueblo, cada clan con su consulado dependiente del gobierno central.
Así era la inmensa gloria y esplendor de la ciudad trescientos años después de su fundación, un gran castillo en el centro del reino, rodeado de espectaculares ciudadelas en las que habitaban los Númenóreanos en grandes casas construidas a partir del hierro o la roca, cercadas éstas a su vez por largas praderas, fructíferas sin rival y con inmensas campiñas verdes que en tiempo estival se tendían ante fugaces amaneceres dorados mientras que tras las precipitaciones otoñales no muy caudalosas que llegaban de los mares de occidente, unos vapores de color violeta cual volutas de humo se elevaban en forma de espiral de entre los prados acompañados de una suave y embriagadora sensación ambiental a lavanda. Antes de la despedida, los elfos dejaron en el reino una serie de presentes para enriquecer, mas aun si cabía, la grandeza de este pueblo, éstos llegaron desde el occidente y de entre ellos destacaba un vástago del que otrora fuese una de las maravillas de la ciudad sagrada de Valinor, el árbol Telperion, alto y vigoroso, de color blanco nacarado y cuyas hojas bañadas por las aguas primaverales de la tierra bendecida dejaban caer un rocío plateado envuelto en una maravillosa fragancia que liberaba de toda pesadumbre a las mentes agotadas.
Los elfos partieron, Númenor era ahora grande, cerca de diez millones de hombres, mujeres y niños poblaban esta tierra fértil y exuberante, y así, en el apogeo del mundo de los hombres libres la vida del primer rey de Númenor llegó a su fin, la corte real acordó instalar su tumba en el ala occidental del patio del castillo, en recuerdo de su labor en compañía de los elfos para con el pueblo Númenóreano. Su voluntad, que antes de morir había conferido a su hijo Deldénor, quien iba a sucederle en el trono, fue la de marchar hacia el este en ayuda del resto de hombres que, habiéndose negado a luchar en las guerras contra Morgoth, fueron olvidados a su suerte en la tierra media. Pero no fue así, Deldénor fue leal a su padre, mas antes de partir hacia el este y habiendo llegado la primavera lo primero que hizo fue plantar el retoño del Telperion que continuaba bajo custodia real, y lo plantó en una pequeña parcela de césped, de unos 15 metros cuadrados que se encontraba a apenas diez pasos de donde se colocará la tumba de su padre. Allí, él en ese momento rey de Númenor acompañado de la nueva corte y de una multitud de habitantes de la ciudad contempló asombrado un milagro sin parangón, en pocos segundos la semilla brotó y de ella germinó una especie de fresno de tronco plateado, de largos ramales dorados que culminaban en hojas que enrojecían al alba y cuyo resplandor, al igual que el de todo el reino solo conseguía apagar la oscuridad. No era muy grande por cierto el árbol, apenas levantaba 6 pies del suelo pero era lo suficientemente fuerte como para que los rayos solares provenientes del este se reflejasen en el, cuales a su vez iluminaban de colores plata y oro la tumba del rey caído. Un milagro que fue doble: físico; nacimiento del árbol y abstracto, otro nacimiento que ningún ser viviente del reino pudo apreciar, jamás nadie supo que el mismísimo Ilúvatar había consagrado el retoño que entregaran los elfos a los hombres tiempo atrás, poniendo parte de su alma en él. Así, a la primera puesta de sol tras el nacimiento del árbol ocurrió que la parte de Ilúvatar se reflejó en la tumba de Elros y como si de fusión entre cuerpo y alma se tratase nació Feanolwë; alma y espíritu de sabiduría, protector y guardián del reino de Númenor, poderoso e inmortal.