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Se cuenta que muchos años después de la caída de Sauron, y del resurgimiento del linaje de Gondor, Melkor, que hasta entonces había estado en un segundo plano, decidió bajar de su morada del Más Allá y recorrer él mismo la Tierra Media, pues grandes eran sus ansias de poder y durante varios siglos había estado como adormecido, esperando que su sirviente Sauron conquistara el mundo en su nombre. Pero cuando éste cayó en la Guerra del Anillo, se quedó pensativo en sus dominios, dejando que el tiempo transcurriera silenciosamente, cavilando, soñando que dominaba toda la Tierra Media. Y con estos pensamientos carcomiéndole las entrañas regresó al mundo que en edades anteriores anduviera, haciendo todo el mal posible.
Pero Melkor no quería ser reconocido, por eso bajó con forma humana, como un Hombre fornido, de cabellos largos y negros. Y el primer lugar al que viajó fue al Bosque de las Hojas Verdes, cerca de unas ruinas que antaño formaran la negra torre de Dol Guldur. Melkor sopesó la posibilidad de volverla a erigir para tener un lugar donde residir mientras durara su inspección, pero rechazó la idea, porque venía de incógnito y no deseaba aún que los hijos de Ilúvatar descubrieran su presencia, si es que aún quedaba alguno en la Tierra Media.
Así, con el tosco disfraz de Hombre Oscuro recorrió todo el Reino Unificado, conociendo a tantas personas como pudo, reuniendo información sobre los Elfos, los Enanos, los Hombres y los Medianos. Y en menor importancia de los Orcos y demás bestias de la Oscuridad. Buscó tanto como pudo la Morada de los Elfos, la que antaño llamaran Imlandris, pero no la pudo encontrar, y tuvo que conformarse con haber reconocido la derruida torre de Isengard, que ahora se encontraba cubierta de enredaderas que hacía casi imposible ver la piedra que ocultaban. Melkor arrancó parte de la enredadera y pasó su huesuda mano por una piedra enmohecida por los años.
«Poco o nada podré sacar de esta piedra, -dijo- pues los años han crecido deprisa y la sabiduría que antaño reposaban en ellas se ha perdido sin remedio»
Luego hizo una visita a Rohan, a Minas Tirith y por último a Mordor. Pero poca información pudo obtener, ya que en aquellos años, mediados de la Quinta Edad (o Primero de los Años Nuevos), los elfos eran solo un recuerdo, un crisol de una mañana despejada, y aunque existían (sobre todo en Minas Tirith) libros que hablaban sobre ellos, nadie sabía con seguridad si alguna vez habían habitado en la Tierra Media. Existían algunas sociedades secretas que afirmaban que los Elfos existieron de verdad, y que no eran leyendas sin fundamento, pero casi nadie les hacía caso y se reunían en secreto para hablar sobre los Años Antiguos.
Tampoco tuvo suerte con los enanos, pues según las leyendas, habían vuelto a las entrañas de las montañas, y allí viven desde entonces y nadie ha vuelto a ver a ninguno.
En cuanto a los Medianos, cuenta la leyenda que empezaron a crecer y a crecer y a parecerse cada vez más y más a los Hombres, tanto que ya casi nadie los distingue, salvo por sus ropajes brillantes y sus peculiares costumbres, como la de excavar agujeros en las colinas o aprovechando huecos en las montañas para construir sus viviendas.
Entonces Melkor, al enterarse de todas estas cosas, supo que el momento de atacar había llegado. «Sin esos entrometidos Elfos, ni esos cabezotas de enanos, y aún sin esos ladrones Medianos, y con los Hombres mortales ansiosos de poder, mi victoria está asegurada», se dijo mientras aparecía una sonrisa burlona en su rostro moreno.
Así pues, y sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia la lejana Harad, donde esperaba encontrar Hombres fuertes que quisieran combatir por su causa. No existían Orcos en aquellos días, por lo que tuvo que conformarse con algunas bestias que merodeaban cerca de Mordor.
Pero aconteció un hecho con el que Melkor no había contado. Y es que, en su afán por conseguir información de los Elfos, se olvidó por completo de los Istari, los magos venidos del otro lado del Mar para combatir el Mal en la Tierra Media. Radagast era uno de ellos, poderoso y grande era, pero prefirió dedicarse por entero al conocimiento de los animales desde un principio. Pero al igual que Gandalf estaba destinado a combatir a Sauron, Radagast estaba predestinado a encontrarse con Melkor. Y ambos se reconocieron, pues estaban hechos de la misma materia y el espíritu no se puede camuflar. Y he aquí, en la soledad desértica del lejano Harad, que ambos se enzarzaron en una batalla de poderes. Y hubo rayos, y mucho humo, y una gran tormenta apareció sobre sus cabezas. Invisibles eran los poderes de ambos, pero mortales para el que los recibiera. Radagast levantaba su mano derecha, y de su palma salía un fino hilo dorado que envolvía el cuerpo entero de Melkor haciéndolo temblar y caer al suelo. Pero Melkor se levantaba deprisa y hacía vibrar todo su cuerpo, y un aura negra lo envolvía, deshaciendo el tejido dorado que lo mantenía inmovilizado. Entonces fijaba sus ojos negros en los de su enemigo, y de él salían dos rayos negros que hacía tambalearse y caer a Radagast. Pero Radagast, tumbado en el suelo, supo que tendría que emplear todo su poder si quería derrotarlo: y entonces su cuerpo empezó a hacerse más grande y sus ropajes se volvieron blancos, casi cegadores, y levantó las manos en dirección a Melkor, y sus ojos eran como dos bolas azules incandescentes que irradiaban energía a todo su cuerpo. Melkor lanzó varios rayos que no hicieron ninguna mella en la bola de energía que Radagast había creado. Un fuerte viento soplaba por detrás de Radagast. Y entonces Melkor, al ver esta transformación, se vio pequeño e insignificante, y retrocedió varios pasos, y salió huyendo hacia sus dominios.
Radagast siguió haciéndose cada vez más grande y más blanco. El viento soplaba cada vez con más fuerza y su cuerpo se consumía en un resplandor dorado que inundó todo el lugar: había vuelto a sus orígenes de más allá del Mar. Así concluye la primera huída de Melkor tras la Guerra del Anillo.