El yelmo de los Elfos
La hierba estaba aún humedecida por la primera lluvia de la mañana. El caballero yacía sobre ella, notando entre sus dedos los frescos tallos de las flores sobre las que había caído. Eran blancas, las symbelmine, las flores de los túmulos de los reyes. Había caído sobre un macizo de estas flores blancas y ahora no se podía mover. Pero ahora las flores se tornaban de rojo, cambiando bajo el peso del caballero. Era al fin y al cabo un lugar bonito, bello para morir. Roneryn, su caballo, yacía cerca de él mostrando su fidelidad hasta el final. Herido de muerte por un desgarrón en el vientre de cimitarra orca, aún resoplaba con los ojos vidriosos contemplando a su amo, malherido como él. Quizás no fuera ésta mala muerte para un caballero de Rohan, morir junto a su caballo tras un combate glorioso. En verdad lo había sido, se decía el joven rohir, un buen combate para el estreno de un caballero. Su lanza había hendido a dos de esas criaturas antes de romperse con la caída de Roneryn. Entonces luchó a espada y pudo resistir hasta que se rompió contra la cabeza del cuarto y último de sus enemigos, un gran trasgo de mirada siniestra armado con una lanza negra. El duro golpe de la hoja de la espada quebró yelmo y cráneo del orco mientras se rompía. Por desgracia la lanza ya se había clavado entre los anillos de la armadura del caballero, una pequeña herida en el costado de la que manaba la sangre lentamente. Pero no fue por ella por la que el caballero yacía en el suelo. Había algo siniestro en la punta de la lanza, una oscura ponzoña que había penetrado junto a la herida. Primero fue un mareo que le hizo caer de rodillas, después un adormecimiento que lo tumbó junto a las symbelmine, ahora la vista se nublaba y los fríos brazos de la muerte comenzaban a envolver al joven caballero. Al menos se alegró de que sus enemigos estuvieran abatidos y conservara, aún rota, su espada cerca de sus dedos. En aquel bello lugar, entre los pastos verdes manchados de sangre negra y las symbelmine manchadas de sangre roja, debía morir. Quizás un día alguien viera sus blancos huesos cubiertos por la armadura con una espada rota cerca de su mano, se apiadaría de su suerte y le concedería el descanso bajo tierra.
El pensamiento del caballero fue hacia una doncella de cabellos oscuros, su dulce Gwydrelyn, su enamorada y la que algún día debía ser su esposa. En esos momentos, cuando la vida se le escapaba a través de sus heridas, el hombre de Rohan deseó poder acariciar una última vez el rostro de su amada. Deseó poder morir en un lecho con la bella Gwydrelyn a su lado. Ella vertería lágrimas en honor a su gallardía y a su juventud, arrebatadas tan pronto por la crueldad de una espada. Sería honrado con honores, enterrado entre lágrimas amargas, pero llenas de orgullo por la muerte de un joven caballero. Su mente enturbiada por el veneno le hacía ver frente a él la cara de Gwydrelyn, triste y sola, con su rostro cubierto de lágrimas por su joven enamorado. Esperaría sola cada día junto a la piedra del valle, aquella en la que ambos se juraron amor eterno. Esperaría mientras las lágrimas se le secaban en su tierno rostro. Esperaría siempre la vuelta de su amado, perdido en las llanuras verdes de Rohan, caído junto a un macizo de flores blancas y rojas. La imagen de su amada esperando inútilmente y marchitándose sin esperanza alguna conmovió al caballero. No podía dejarse morir por una simple herida de orco. Su obligación era levantarse y buscar algún sendero que le conduciera hasta algún lugar seguro. Se lo debía a ella, tenía que intentarlo al menos. Levantarse y seguir adelante, a pesar del dolor y el frío que le calaba los huesos, buscar a Gwydrelyn allí donde se encontrara y morir en sus brazos.
Con gran trabajo el joven empezó a levantarse. Sus manos cubiertas por guantes de recio cuero empezaron a presionar, aplastando las flores blancas y forzando al resto de su cuerpo a reaccionar. Su cabeza, su pecho y sus piernas intentaban reaccionar, con un enorme esfuerzo pero sin cesar de intentarlo. A pesar de las náuseas y la debilidad de sus músculos, debía seguir adelante. Consiguió incorporarse mientras seguía levantándose, con el último esfuerzo de sus músculos, hasta que el mundo volvió a ser algo que contemplaba desde su alta figura. Así de pie contempló el valle en el que había sido herido de muerte y su determinación le forzó a seguir adelante, a buscar a Gwydrelyn. Pero el primer paso volvió a la realidad las pobres esperanzas del caballero, sus piernas flaquearon, su fuerza se agotó y el suelo retumbó con su caída sobre la hierba mojada. Había sido vencido y no podría llegar hasta ella, las tinieblas le envolvían y todo se volvió oscuridad.
Si más allá de las sombras de la muerte algo nos espera debe ser algo parecido a un extenso campo verde iluminado por la luz del amanecer junto al mar. Un bello lugar donde olvidar las penas de la vida y la muerte. Un lugar en el que las heridas del corazón puedan ser sanadas y nuestros espíritus puedan encontrar la paz. Sin duda ese había sido el destino del joven caballero. Desprovisto de su armadura, cubierto solamente por un fino paño blanco y tendido sobre un paño pardo extendido sobre la hierba. La luz del alba lo había despertado y aunque sus ojos empezaran a distinguir que lo que creyese mar era solo un río, era sin duda una bella visión. El agua corría mansamente por el río, entre las rocas redondeadas, mientras que los árboles cubrían las orillas. Allí en el lugar donde se le había concedido el descanso yacía el caballero, apartado de la luz del sol por la sombra de un sauce. Sanado de sus heridas, aunque aún sin fuerzas ni deseos de levantarse, placidamente volvió a caer en un sueño reparador.
No debía ser cierto que en la otra vida no fuera necesario comer ni beber, pues pronto acudieron ambas necesidades al cuerpo del caballero, sacándolo una vez más de su sueño. Por suerte los deseos debían cumplirse al instante, ya que tanto la comida como la bebida estaban dispuestas a su lado. Un cuenco lleno de agua y un recipiente con algo parecido a asado de carne de corzo satisficieron las necesidades del caballero, que bebió y comió con avidez. Sus fuerzas estaban muy recuperadas y ahora sí pudo incorporarse. Su primer deseo fue bañarse en las aguas del río y tras deshacerse de la túnica blanca se metió en la corriente, reviviendo con las frías aguas. Su mente volvía a pensar en términos más claros bajo el sol del atardecer mientras se secaba. Evidentemente alguien debía haberle curado, pues su herida había sido tratada con una especie de ungüento y tapada con un pequeño lienzo. Esa persona no sólo le había curado, sino que además se había preocupado en alimentarlo y cuidar de que nada le ocurriera. Es cierto que también le había desarmado, quitándole armas y armadura, pero si hubiera querido hacerle algún daño sin duda se lo habría hecho ya. ¿Quién se aventuraría tan lejos en el páramo? Él había perseguido durante dos días el rastro de los orcos para ganar fama con su caza. ¿Sería otro caballero mandado en su busca? Pero era extraño que un caballero llevase esa fina tela con la que lo había vestido, propia de un príncipe de Mundburgo o de los Reinos del Norte. ¿Quién podría ser entonces su salvador?
Por un momento algo estremeció al joven caballero, un ruido entre los árboles río arriba que hizo que se lamentara de no tener al menos su espada a mano. Había un aire extraño en ese paraje, solitario y perdido, como sacado de los cuentos para traerlo hasta él. Una especie de aire mágico y misterioso, propio de elfos y magos, algo que los hombres no debían contemplar. Mientras el sonido se acercaba hasta él pasaron por su mente todos los cuentos escuchados de niño, acerca de brujas y encantamientos. De los terrores que se ocultaban en las florestas perdidas y de los hombres perdidos por la hechicería y las artes oscuras. Una vez más deseó tener su espada a mano pero no la encontró a su lado. Así que buscando algo que le sirviera como arma, cogió un palo largo y armado de esta guisa se preparó para enfrentarse al extraño que se acercaba. Pero todos sus terrores desaparecieron cuando un dulce canto comenzó a sonar. Era la voz de una mujer, cantando en una lengua extraña a los hombres. Un lamento de desesperación por todo aquello que había perdido y todo lo que debía perder. Una oda a las bellas obras de los hijos de los eldar destruidas por las fuerzas oscuras. Una canción a todo lo bello que les había dado esta tierra y que estaban condenados a no ver nunca más. Y a pesar de que cantaba en una lengua que no comprendía el joven vio todas aquellas bellas obras, los altos muros de piedra, los blancos navíos, el arte de la forja, de la herrería y del genio de los elfos; siendo todo consumido entre gritos de agonía y un mar de llamas. Fue entonces, con los ojos arrasados de lágrimas por todo aquello que nunca conoció y que sin embargo tanto le dolía ver su pérdida, cuando la vio.
Una maravillosa visión, salida de los versos de la canción, que acudía hasta él envuelta en lienzos blancos y caminando sobre la hierba con los pies descalzos. Era una aparición que no inspiraba temor, una doncella salida de los cantos antiguos, vestida como una reina y bella como la más dulce de las princesas. Su rostro era joven y pálido, mientras que sus ojos demostraban una sabiduría impropia de la edad que aparentaba. Una larga melena negra caía sobre sus hombros, recogida en un broche de oro y acabada en un ceñidor de plata. Sobre la alta frente una guirnalda de hojas adornaba su cabeza como si de una corona se tratase. Sus ojos eran grises, tristes como el cielo nublado, pero con una fuerza interior que hacía pensar en la tormenta y la tempestad. Sin embargo su rostro era dulce, blanco y suave, a la vez como si fuera la más dulce de las doncellas y la más tierna de las madres. Por un instante, la contempló, vestida con sus largos ropajes blancos y grises, a la doncella elfa del bosque, pero fue suficiente este instante para que el caballero se enamorara perdidamente de ella. Cayó de rodillas, como si viera una santa visión mientras la doncella se detenía a escasos metros de él. Sorprendida quizás por su recuperación no pudo evitar que la jarra de vino que sostenía entre sus manos cayera al suelo, rompiéndose en mil pedazos y deshaciendo el hechizo que había mantenido el silencio entre los dos. Ella echó a correr hacia los árboles asustada mientras él se adelantaba para intentar alcanzarla, pero el veneno aún mantenía parte de sus efectos perniciosos en su cuerpo y él estaba demasiado débil para iniciar una carrera. Sus piernas flaquearon y su vista se nubló, las fuerzas terminaron fallándole y cayó nuevamente al suelo mientras la aparición desaparecía de su vista, ocultándose entre los árboles.
Cuando se despertó una vez más yacía sobre el manto. Otro más suave le cubría el cuerpo a modo de manta, mientras que una linterna de luz blanca le guardaba de la oscuridad. Una vez más estaban ahí los dos cuencos, uno con agua y el otro con pan y frutas. Pero la doncella élfica había desaparecido, ni siquiera los cristales rotos habían quedado de su aparición, como si hubiera sido un sueño en vez de una realidad. Sin embargo el joven caballero sabía que no había sido ni un sueño ni una fantasía, porque algo le había quedado de la presencia de la doncella blanca, un recuerdo en su corazón de su presencia y un ansia en el alma de verla una vez más. Apenas recordaba ya a su tierna amada, Gwydrelyn, como si no tuviera cabida una mujer en medio de un cuento de maravillas y elfos. El joven caballero había olvidado en su corazón el recuerdo de su amada, pues tenía en sus ojos la luz de los eldar y en su espíritu la calidez del recuerdo de los Días Antiguos. Fue en una doncella elfa de largos cabellos negros y aspecto de princesa en quien pensó mientras contemplaba las estrellas, iluminado por una luz blanca y quedándose dormido en paz.
La llegada de un nuevo día contempló la vuelta de la doncella elfa junto a su herido convaleciente. Se acercó tomando muchas más precauciones de lo que hiciera antes, pues no deseaba volver a encontrarlo despierto. Con suma cautela observó su quietud y escuchó su respiración acompasada y lentamente se acercó hasta él. Traía en su regazo algo de la miel de flores que preparaba para ella misma, algo del corzo asado que cazara el otro día y más frutas del bosque. Con cuidado retiró el cuenco vacío y lo sustituyó por el nuevo. El otro lo llenó nuevamente de agua en la que dispersó un poco de especia blanca, un remedio para el veneno que tan cerca había estado de matar al hombre. Con cuidado plegó la manta que lo cubría y levantó la prenda que cubría su torso. Cualquier otra mano habría errado en la tarea de hacerlo sin que se despertara, pero las suyas eran más hábiles y cuidadosas, acostumbradas a realizar tareas que requerían mucha más habilidad y concentración. En otro tiempo esas manos tallaban bellas joyas de oro y plata; piedras preciosas que se convertían en diademas, colgantes y anillos; bellas vainas de cuero y oro para espadas y dagas; delicados bordados que adornaban los vestidos de las reinas de los eldar. Siempre habían sido sus trabajos muy apreciados. A pesar de ser una mujer elfa había sido admitida entre los Gwaith-i-Mírdain, los grandes artesanos de Eregion. Muy lejos quedaban atrás los años en que fuera feliz trabajando y creando con sus manos bellas obras de herrería, joyería o cualquier otro arte. Muy lejos quedaba el día en el que participó junto al gran maestro Celebrimbor en la forja de los Anillos de Poder. Pero todo eso había quedado atrás. La destrucción de su vida, la muerte de sus seres queridos, la desaparición de la más bella de las tierras, la infamia que cayó sobre todos ellos. Eregion era desde hace mucho un país desierto y arrasado, los pájaros y las bestias anidaban en lo que antes fueron grandes salones de artesanos. Los noldor habían sucumbido a los males que poblaban la Tierra Media y ahora estaban condenados a dejar este lugar que tanto amaban o verse convertidos en personajes errantes, desheredados y sin hogar. Éste era su último viaje, no había pasado mucho tiempo desde que dejara Imladris para llegar hasta la morada de la Dama Galadriel en Lothlorien. Pero ni siquiera entre los galadhrim pudo encontrar algo de la paz que buscaba y nuevamente partió en solitario. Fue poco después de dejar Lothlorien que encontró a este muchacho, herido de gravedad y con la ponzoña de los orcos en sus venas. Desde entonces lo había cuidado, procurando sanar sus heridas y su espíritu. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué era para ella un hombre menor? Él jamás podría apreciar la merced que le hacía compartiendo con él su comida y sus ropajes. Pero no podía evitarlo. Sentía que debía cuidarlo y devolverle a los suyos. Quizás viera en él al hijo que nunca tuvo o quizás fuera por ser rubio como él…
Se había descuidado, recordando los Días Antiguos. Mientras sus manos extendían un bálsamo sobre la herida del joven caballero sus ojos no habían podido evitar las lágrimas. Era tan desconsolador recordar todo lo que había perdido. No las había notado mientras resbalaban sobre sus ojos hasta caer sobre el pecho del joven. Ni siquiera se había dado cuenta de que ahora él la miraba con una ternura y una adoración infinitas. Ella se incorporó de un salto escapando de las manos temblorosas que el caballero lanzó demasiado tarde para sostenerla. Otra vez más fue demasiado rápida para el hombre y volvió a escaparse entre los árboles. Pero el joven de Rohan no estaba dispuesto a perderla una vez más y ahora sus fuerzas estaban más recuperadas. Sus piernas no flaquearon y su ánimo tampoco y empezó a correr detrás de la doncella elfa. Atravesó los árboles que ella había flanqueado y siguió su blanca figura mientras jadeaba al límite de sus fuerzas. Vio como ella entraba en una pequeña gruta, disimulada con algunos matorrales y la siguió mientras el mundo se tambaleaba ante sus ojos y la sangre le golpeaba con fuerza en la cabeza. Traspuso el límite de la gruta y se encontró dentro de una pequeña sala iluminada con linternas blancas y cubierta de paños grises, en la que pacía un caballo negro y donde le esperaba su doncella elfa armada con un largo arco y apuntándole con una flecha. Ella también respiraba agitadamente por la carrera y en sus ojos se dejaba traslucir el miedo y la inquietud por lo que podría pasar. No quería matar al muchacho pero se vería obligada a hacerlo si él daba un paso más. Entonces él, tras tomar algo de aire, habló:
-Gracias… -las fuerzas flaquearon al muchacho mientras sonreía a su doncella elfa y volvía a caer al suelo desmayado.
Nuevamente se despertó, aunque ya no tenía el cielo sobre su cabeza, sino un techo de piedra. Estaba acostado sobre los paños grises en la gruta de la doncella elfa. El caballo había desaparecido pero no así la elfa. Desde un rincón de la cueva le miraba con cautela. El arco descansaba a sus pies y tenía sobre las rodillas una larga espada con una vaina plateada. Su mirada era grave aunque no parecía albergar ningún mal. Cuando él intentó hablar se limitó a hacerle un gesto, mientras señalaba los cuencos ya conocidos, nuevamente llenos de agua y comida. Junto a ella aparecían dos cuencos idénticos, esperando que él comenzara a comer para hacer ella lo mismo. Así comieron en silencio los dos juntos, aunque separados por un espacio vacío en la cueva. Pero él estaba rebosante de felicidad, espiando cada gesto y movimiento de la doncella elfa, mientras la comía desaparecía entre sus manos, sin hacer caso de las miradas reprobatorias que le lanzaba ella. Cuando finalmente acabaron él quiso acercarse a ella para darle las gracias pero un rápido movimiento que desnudó a medias la espada élfica le disuadió de seguir con sus intenciones.
Pero el joven caballero no se rindió. Empezó por darle nuevamente las gracias por sus cuidados y por preguntarle quién era, como le había encontrado y que le había dado para curar sus heridas. Sin embargo la elfa siempre contestaba con miradas que reflejaban una paciencia y un hastío eternos y ni una palabra salía de su boca. El muchacho siguió insistiendo, hablándole dulcemente a pesar de no obtener nunca una respuesta. Comenzó por explicarle que era un caballero de Rohan, de su familia, de su tierra y de sus gentes. Terminó por hablarle sobre sus ilusiones, sus esperanzas y sus deseos. Ella siempre contestaba con miradas, nunca decía nada, pero sus miradas pronto tornaron de la impaciencia a la comprensión. Siempre esperaba que una de sus maravillosas sonrisas acudiera tímidamente a sus labios mientras él no cesaba de hablar. La contemplaba maravillado mientras tallaba un pequeño objeto. Al principio solo parecía un tosco objeto de metal con forma de piedra, pero poco a poco fue dándole bellas formas y recabando sus bordes con pequeñas líneas de oro y plata. Esperaba su vuelta con ansiedad cada vez que ella iba a cazar o a recoger fruta y miel del bosque. Siempre la esperaba con una sonrisa y palabras de bienvenida, que ella pretendía querer ignorar, pero que esperaba con ansiedad con cada vuelta. Los días pasaron en la pequeña gruta, con los cuidados de la dama elfa y los largos monólogos del joven caballero. La ponzoña del veneno fue desapareciendo hasta que ya no debilitó más al rohîr y éste volvió a encontrarse en la plenitud de sus fuerzas. La partida y la separación de ambos parecían inevitables.
Una mañana despertó al caballero el sonido de un canto maravilloso. Lo había escuchado antes, junto al río en el que sanó sus heridas. Era la voz de la doncella élfa, que le regalaba una vez más con su bello canto antes de despedirse mutuamente. El caballero lloraba cuando el canto acabó y la elfa sonreía, regalándole la más bella de sus sonrisas. Con sumo cuidado se acercó al caballero con su armadura entre sus brazos. Con ella lo armó, ciñéndole armadura y espada, limpias y bruñidas, dejando que él sostuviera gallardamente el escudo y dejando al yelmo para el final. Parecía cambiado y en efecto algo nuevo había en él. Bajo la gallarda tez de caballo que lo adornaba en un principio alguien había añadido un nuevo broche en forma de hoja verde con bordes dorados y plateados. Era un regalo espléndido, propio de un príncipe, pero que ella le había querido hacer. Él, que nunca cesó de hablar desde que estuvieran juntos ahora se quedó sin palabras mientras ella le sonreía, contenta de que una vez más sus manos hubieran tallado algo bello y que su joven amigo lo llevase de aquí en adelante. Lentamente se acercó a él y con suma dulzura lo besó en la frente y le dejó el yelmo entre las manos.
-Parte ahora, caballero de Rohan. Me has recordado días más felices que los de ahora y por eso te agradezco el tiempo que hemos pasado juntos. Las eldar no regalan jamás un beso en vano y tú has sido bendecido por la doncella de la forja. Recuérdame hijo de los hombres.
Así antes de que el joven pudiera reaccionar la doncella elfa montó en su negro caballo, armada para el viaje y lista para partir. Le dedicó un último signo de despedida y partió al galope, perdiéndose una vez más entre los árboles con su capa escarlata ondeando ante el viento de la mañana. A la salida de la gruta el joven encontró otro caballo, menos fuerte y gallardo que el de la elfa, pero sin duda preparado para marchar sin descanso. Montó de un salto, recordando una vez más el gozo de cabalgar y ciñéndose el precioso yelmo con la hoja de oro y plata como emblema. Por un instante pensó en seguir a la dama elfa en su recorrido pero no era eso lo que ella le había querido, su último y a la vez único beso había sido en la frente no en los labios. Se preparó para espolear el caballo en dirección contraria cuando un grito desgarrador le frenó en seco. Un terrible grito de dolor que venía de la dirección en la que había partido su doncella.
Con fiereza el joven espoleó el caballo en una terrible cabalgata en la que todos sus temores le herían el corazón. El caballo saltó un último seto y le llevó hasta el más terrible de sus miedos. Allí, en el claro yacía la dama elfa, mientras su caballo corría alocado hacia delante. Estaba en el suelo rodeada por un charco de sangre y con cuatro figuras negras rodeándola. Ninguno de ellos advirtió hasta que era demasiado tarde al terrible caballero que se lanzó a la carga sobre ellos. Para entonces ya uno yacía ensartado en su lanza, otro descabezado por su espada y los otros dos huyendo ante su cólera. Pero no hay piedad en el corazón de un enamorado y el caballero los cazó con saña, acabando con su espada con la vida de los dos trasgos restantes. Entonces volvió junto a su doncella. Una flecha negra salía de su pecho herido. Él intentó sacarla pero la mano de ella frenó su intento. La herida era mortal y sacarla solo aceleraría su muerte. Él quiso hablar pero ella le selló los labios con uno de sus blancos dedos.
-Mis días han acabado, mi joven amigo. Me recordaste cosas que había creído olvidar. Me recordaste que yo una vez amé y que una vez tuve a mi enamorado. Pero me dio miedo y por eso quise escapar. Los eldar y los hombres no deben unirse, no pueden ya hacerlo, pero mi corazón aprendió a amarte y sólo ahora me doy cuenta de ello. - Él lloraba mientras la sostenía entre sus brazos. Las palabras no le salían de la boca mientras escuchaba las últimas palabras de su querida doncella elfa. Pero ella pudo hablar una vez más. -Mi nombre era Vairelena, la tejedora de estrellas. –entonces con una última sonrisa levantó su rostro y le dedicó su último beso a los labios de él mientras moría entre sus brazos.
El caballero volvió entre los suyos algunos días después. Fue recibido con gran alegría aunque nada quiso contar de lo que le había ocurrido durante el tiempo que estuvo desaparecido. Sin embargo todos notaban que ahora parecía más viejo y menos joven. Había perdido su inocencia y con ella perdió su nombre. Desde entonces se le llamó de manera distinta, Elfhelm, en honor al yelmo que ahora llevaba, con una hoja de oro y plata engarzada. A nadie habló de la procedencia de ese yelmo, ni de la doncella Vairelena, ni del árbol bajo el cual aún descansa y que cada año visitaba el día de su muerte. El joven caballero se convirtió en un señor de hombres, en un Mariscal de la Marca, se casó con Gwydrelyn y fueron felices juntos. Pero dicen las viejas historias que el día en el que Gwydrelyn murió el viejo mariscal Elfhelm dejó a los suyos y se perdió en el bosque. Dicen que un yelmo guarda un árbol escondido en lo más profundo de la floresta y que en él, los días en que la luna es más clara y las estrellas más brillantes, una pareja de enamorados se abraza bajo el árbol mientras cantan la gloria de los Días Antiguos.