Cartas de Olvar
Mención especial del Jurado en el I Concurso de Relato Corto "La Tierra Media" de Elfenomeno.com

   Venerable Maestro:
 
   Acudo a vos por mandato de mi señora, la Dama Theowin, hija menor del rey Eómer de Rohan. Sé que deseáis conocer a fondo los motivos por los que, en su bondad, mi ama desea que me admitáis entre vuestros discípulos, así que estoy dispuesta a responder con total sinceridad a todo lo que queráis preguntarme. Pero, ante todo, debo declarar cuanto sé de mí misma y de las circunstancias que me llevan a solicitar vuestra atención.
      Creo que mi verdadero nombre, el que mis padres eligieron para mí, es el de Olvar, “la que crece con sus raíces en la tierra”. Al menos este es el que repetí una y otra vez a los dos pastores rohirrim que me rescataron de entre los cadáveres del campamento. Sucedió cincuenta y dos años después de la destrucción del Anillo Único y del retorno del Rey a la Ciudad Blanca. Algunos grupos de orcos que habían sobrevivido al hundimiento de Mordor seguían merodeando por la Tierra Media y, al parecer, mi familia fue víctima de su barbarie. Me han contado que yo debía tener entonces tres años, no más. A mi madre no consigo recordarla, la única imagen que guardo de ella es la vaga forma de su rostro y unos rizos oscuros entre mis dedos. Con su cuerpo me protegió de la muerte. Junto a ella hallaron el cadáver decapitado de un varón cuyas ropas correspondían a las de un noble gondoriano. ¿Era mi padre? Sus armas no aparecieron, por lo que he perdido la esperanza de esclarecer mi origen. Me ha preguntado muchas veces por qué se hallaban tan lejos de su ciudad y por qué el Mal de Mordor no pudo erradicarse del todo.
     Mis rescatadores me condujeron a Medusel y me entregaron al viejo rey Eómer. El país estaba atravesando una etapa de bienestar y de una vitalidad contagiosa. El rey tenía muchos nietos y biznietos, por lo que me crié entre niños de mi edad.  Theowyn, la hija menor del rey, me tomó a su cargo y me convirtió en su sirvienta.
     Rohan es un país de gente valerosa y esforzada, que prepara a sus mujeres para la guerra incluso en tiempo de paz. Como a una adolescente más, me adiestraron en el manejo de la espada y me forzaron a galopar a pelo por las amplias explanadas, sin compadecerse de mis súplicas. Yo era una muchacha ágil y atrevida y pronto amé sus espléndidos caballos, pero el aprendizaje fue duro porque carecía del don natural de los rohirrim. Sin embargo, logré lo que me exigían y exulté de gozo, tanto en las cabalgadas locas con mis compañeras como en los amaneceres solitarios, en los que mi joven yegua parecía compartir conmigo la magia del momento. En cuanto a los entrenamientos con las armas, me costó mucho convertirme en una experta. Mi valor y mi tenacidad eran mayores que mi fuerza y mis dotes para la lucha. Comenzaba con entusiasmo y furia, caía mil veces y otras tantas me volvía a levantar, y me iba agotando hasta acabar tendida en el suelo, sollozando y sin soltar la espada. Al rey Eómer le divertía asistir a estos entrenamientos y a veces me observaba con interés. Alguien me dijo que a su hermana Eowyn le sucedía algo parecido, antes de convertirse en la princesa guerrera, la  que mató al Rey Brujo en la batalla de Pelennor.
     Pero no sólo fui adiestrada en el manejo de las armas: yo era una sirvienta y pasaba el resto de mi tiempo en las cocinas, cuidando el huerto, alimentando a los animales de la granja y, sobre todo, sirviendo en la cámara de  mi señora. Sin embargo, no me sentía una rohirrim ni me parecía en nada a la rubia y dulce Eowyn. Mis ojos y mis cabellos eran de color castaño y mi talle parecía demasiado frágil. Además, había en mí algo extraño que a veces me llenaba de desasosiego. Nunca pude abrir plenamente mi corazón a nadie, ni siquiera a Laurë, la hija menor de Theowin, a la que acaban de prometer en matrimonio. Percibir con tanta claridad el odio, el orgullo, la envidia y la falsedad asusta a un niño. Y yo podía captar todos estos sentimientos como un halo alrededor de quienes me rodeaban. Si me encerré en mí misma fue por miedo, no porque el trato de los demás me resultara odioso. Tal vez parecía una muchacha rara y huidiza, a quien le costaba mirar de frente, pero no era por orgullo ni por ingratitud. Ahora creo que la furia y la barbarie que me envolvieron la noche en que murió mi familia me marcaron para siempre. Aunque también puedo adivinar la bondad, la alegría y el amor, soy una mujer vulnerable y desconfiada.
    Así transcurría mi vida hasta que, hace unos meses, Medusel acogió a ilustres visitantes. El rey lloró de emoción al abrazar a dos extraños personajes que me llenaron de admiración y azoramiento. El enano de rojas trenzas atronó el salón con sus risas y sus imprecaciones. También me conmovió con su melancolía. “Anduvo por el Sendero de los Muertos acompañando al Rey”, me dijeron. Y yo me acerqué una y otra vez a escanciarle cerveza amarga, y me temblaron las manos cuando Gimli me miró. Su acompañante era el ser más bello e inquietante que he conocido. Lejano, quizá altivo, pálido y rubio, ofrecía un marcado contraste con el enano, fornido y ruidoso. ¿Puede una mortal amar a un elfo? Algo cuentan las historias de Arda, pero me asusté de mis propios pensamientos y bajé los ojos para no encontrar los suyos. A los pocos días llegaron tres medianos, uno de ellos caballero de Rohan, armado por el difunto rey Theóden.
      Hubo largas veladas en la cámara real y Rohan vivió con expectación aquel encuentro de héroes que ya habían entrado en la leyenda.  Cada vez que me acercaba a ellos parar servirles, me esforzaba por escuchar sus palabras. Reían, callaban frente a su jarra de vino, se atropellaban para relatar algún episodio singular, hablaban de su futuro y a veces, a media voz, evocaban con piadoso respeto al Portador del Anillo, el que había embarcado en los Puertos Grises.
     No sabría decir por qué, pero comenzó a atenazarme una congoja que no sabría describir. El rey tenía ya el cabello cano y sus rodillas habían perdido la firmeza. Estaba muy cansado. Los medianos charlaban sin parar pero el de más edad guardaba silencio. “Es el que custodió al Portador del Anillo y le llevó a cuestas en el Monte del Destino. Bueno, también él fue Portador del Anillo...”. El vocerío y los broncos juramentos del enano no ocultaban su herida. Pero ¿qué herida? Miraba a Laurë y se le humedecían los ojos. ¡Se parecía tanto a Eowyn! Él la había conocido y la había visto sufrir allí mismo, en Medusel, cuando... Pero sus pensamientos cambiaban bruscamente y yo bajaba de nuevo los ojos para que él no advirtiera mi interés. Los enanos son asequibles, entonces lo supe. Tan sólo el elfo parecía inmune pero ¿quién puede conocer el corazón de un elfo?
     . El palacio entero hervía de agitación y comentarios. Las tareas se multiplicaban y Theowin, mi señora, no me dejaba un minuto de descanso. El nudo que atenazaba mi garganta no me dejaba respirar. Las lágrimas estaban ahí, prontas a romper el dique a la primera ocasión, y ésta no tardó en presentarse. Salía de la cámara real, cargada con una bandeja, cuando tropecé con los tres medianos. El estrépito de los jarros rotos atrajo a  otros sirvientes y yo me arrodillé intentando reunir los pedazos de loza. Al levantar los ojos vi los suyos, grandes y serenos, mirándome con una piedad y una comprensión infinitas. Era el mediano de cabellos grises, el silencioso, jardinero y alcalde, experto en dolor y renuncias y también en valentía y esperanza. En sus ojos vi la sabiduría y comprendí, de una forma absoluta, que había llegado la hora de mirar cara a cara, que podía enfrentarme al miedo y que debía aceptar mi don con humildad y valor. A mí, acostumbrada a leer en los ojos de los demás, me dejó sin aliento que alguien pudiera leer en los míos. No me habló, pero puso sus manos sobre mis hombros y,  por un momento, me pareció el mayor de todos los héroes que lucharon por la destrucción del Anillo.
      Mi señora acudió a levantarme del suelo y me condujo a sus habitaciones. Me miraba con un extraño respeto y parecía muy seria y preocupada. Allí me obligó a descansar y dejó a Laurë en mi compañía. No me preguntaron la razón de mis lágrimas. A partir de entonces, dejé mis obligaciones en el servicio de la casa y me limité a acompañar a mi señora.
     Cuando los visitantes abandonaron Medusel, el rey Eömer me llamó a su presencia. Su hija Theowyn ya le había hablado y él mismo era consciente de que mi estancia en Rohan tocaba a su fin. Catorce años son muchos y allí me habían dado todo el amor y los cuidados que fui capaz de recibir. Me senté a sus pies, como es costumbre en los niños que viven en el palacio, como hacía yo hasta hace bien poco. El anciano dejó reposar su mano sobre mi cabeza y me habló. ¿Añoraba mi patria de origen, la Ciudad Blanca? ¿Qué deseaba hacer en el futuro? Él no sabía qué me ocurría, nadie lo sabía, pero estaba seguro de algo: necesitaba aprender muchas cosas que no interesaban en absoluto a las jóvenes felices y despreocupadas.
         Venerable Maestro, creo que eso es todo... por el momento. Llamadme a vuestro lado o preguntadme todo aquello que, en mi ignorancia, no he sabido expresar.  Tal vez mi origen incierto y mi condición social no me hagan merecedora de vuestro interés, pero esto es lo que soy: Olvar, sirvienta, campesina y granjera, entrenada para luchar hasta la extenuación, capaz de galopar sin freno, asida a las crines del caballo más veloz de Rohan, y experta en los usos y costumbres de la corte real. Si no podéis admitirme como vuestra alumna, permitidme al menos serviros hasta que me consideréis digna de vuestra atención.

                                                                              Olvar

 

   Venerable maestro:

   Vuestro mensajero llegó ayer por la tarde, cuando el viejo rey Eómer se disponía a retirarse a sus aposentos. Allí fui convocada y supe que aceptáis mi presencia en vuestra escuela. No sé todavía en qué condiciones, pero no me importa. Vuestro enviado regresará en pocos días y con él irá esta carta. Gracias por la vuestra, no me canso de leerla y, siguiendo vuestras instrucciones, no he permitido que nadie vea su contenido.
    Deseaba partir de inmediato pero dos razones me lo impiden: vuestras órdenes expresas y Laurë, mi querida Laurë. Es voluntariosa y decidida y la idea de mi marcha la ha contrariado. No se da cuenta de que la que se va es ella, porque se casará el próximo otoño, la estación más dulce, cuando ha acabado la recolección y la gente descansa y confía. Insiste en que debo ayudarla en los preparativos de la boda y que nadie como yo podrá trenzarle el cabello y adornarlo con las elanor que le regalará Legolas. Exagera, sin duda, pero ¿cómo negarme? Desde el principio, tratarla fue como un remanso de paz. Es buena y ha sido agraciada con los dones del acogimiento y de la risa. Los caballos la siguen y los muchachos se quedan serios y silenciosos cuando la ven pasar. Siempre he podido mirarla a los ojos sin miedo, incluso cuando está enojada o triste, porque la rodea un halo de luz y de alegría. No de una alegría ruidosa y superficial, sino la del corazón leal y sincero, abierto a los demás. Me quedaré, pues, y así contentaré a mi maestro y a la hija de mi señora.
   Entretanto, reflexiono sobre el contenido de vuestra carta. Para empezar, debo convencerme de que los dones recibidos no pueden ser ignorados por cobardía. Pero tampoco pueden utilizarse como instrumentos de soberbia y ambición. Es cierto, un don es una espada de doble filo que puede herir tanto a su dueño como al enemigo del que se quiere defender. Y sospecho que mi don es doblemente temible porque engendra sabiduría y poder y, si se descubre, puede provocar envidia, vergüenza y odio en aquellos que, sin saberlo, me han mostrado el fondo de su corazón.
    Siguiendo vuestro consejo, he evitado llamar la atención, he regresado a mis tareas habituales y he buscado la compañía de la gente de mi edad. Tenéis razón, mucha gente es digna de amor y respeto. No sé si toda, como vos afirmáis, pero tendré en cuenta vuestras palabras. Ahora no rehuyo la mirada de nadie, sea cual sea la impresión que me cause, porque la visión del dolor, la flaqueza o la maldad de un ser humano jamás ha de sorprender o asustar a otro ser humano. Por cierto, ahora paso junto a un mozo de cocina excesivamente expresivo y le miro sin cuidado. Su lascivia ya no me importa y creo que esta nueva actitud resuelta le ha desconcertado. Esto me divierte. Siento como si me invadiera una oleada de curiosidad que, como bien decís, he de controlar. ¿Sucederá lo mismo si miro a un rey, a un noble poderoso, a mi señora Theowin..? ¡Pero basta ya! El peligro contra el que me advertís está ahí. Para combatirlo, me dejo envolver por el afecto de tantas personas cercanas de quienes, hasta ahora, me había mantenido a distancia.
    Vuestras recomendaciones me han abierto todo un panorama de reflexión. Gracias por haberme  comprendido. Dentro de once lunas se celebrará la boda de Laurë y podré al fin reunirme con vos. Recibid, de nuevo, todo mi agradecimiento.

                                                             Olvar


     Venerable maestro:

     Os escribo en un momento de calma en medio de la agitación colectiva que nos invade hoy, víspera de la boda de Laurë. Dentro de unos días, muy pocos, abandonaré Rohan y me doy cuenta, con sorpresa, de que amo mucho más a este país y sus gentes de lo que yo creía. Esta mañana he pasado por las cuadras reales a acariciar a mi yegua, regalo del rey Eómer, que quiere que allá donde vaya todos puedan admirar la belleza y la casta de sus caballos.
    Mi equipaje está listo y es más voluminoso de lo que quisiera, porque la dama Tehowin me ha obligado a aceptar algunas buenas ropas de abrigo. También ha añadido varios vestidos absolutamente inapropiados para una sirvienta. Luego ha puesto en mis manos un regalo muy especial:  el libro en el que comencé a comprender y gozar de la lectura. Ella fue quien me enseñó a leer y esto es algo que le agradeceré toda mi vida. El halo de dulzura y cariño que envolvía a mi ama me conmovió y borró de mi memoria la dureza de sus exigencias de otros tiempos.
     Todo está ya preparado en el palacio. El vestido blanco, regalo del Senescal de Gondor y su esposa Eowyn, tendrá un complemento perfecto en la guirnalda de elanor blancas y doradas que ayer trajo el elfo, cumpliendo su promesa. Gimli ha aparecido con un collar de oscuras esmeraldas y Laurë  le ha abrazado y ha bailado con él  hasta hacernos reír a todos. Los tres hobbits llegaron hace una semana... ¡trayendo a sus respectivas esposas! Rosita, Estella y Diamante han sido el foco de todas las atenciones. A mí me han encomendado la tarea de atenderles y esta vez he hablado con ellos, les he acompañado a caballo a conocer las praderas de Rohan y he compartido su cena junto a la chimenea.. Ha sido un placer escuchar a maese Peregrin de Alforzade, nombrado Guardián de la Ciudadela de Gondor por el senescal Denhetor, y a ámese Meriadoc de Los Gamos, escudero del difunto rey Theoden. Sus frecuentes viajes a Gondor y a Ithillien les han permitido convertirse en cronistas de sucesos y linajes de la Tierra Media.
    Maese Sam sigue tan discreto como siempre. No dio muestras de recordar nuestro anterior encuentro, pero conversamos y su mirada clara  y apacible me atravesó otra vez. Nos sonreímos y, sin necesidad de palabras, supo que todo iba bien. Rosita, su esposa, es más locuaz. Sus estatura, sus ojitos claros y los rizos rubios enmarcando estas mejillas de manzana nos han encandilado a todos. Pero no hay que engañarse ante su apariencia: es una mujer fuerte, muy unida a su marido y consciente de sus responsabilidades como Alcalde en La Comarca. El Libro Rojo de Frodo ya estaba felizmente concluido y el mallorn  brillaba en todo su esplendor. Nos habló de cada uno de sus hijos: Elanor, la hobbit élfica de cabello rojo dorado, Frodo, Rosa, Merry, Pippin, Rizos de Oro, Ham, Margarita y Prímula. Los nombres son evocadores. También el de Faramir, hijo de Pippin. Los tres medianos parecen ahora más sedentarios, más atentos a sus escritos que a los caminos de la Tierra Media.
     Pero los viajes han sido los temas de las veladas en la cámara del rey Theoden. Merry pasó un tiempo en Ithillien, con Faramir y Eowin. El lugar era esplendoroso, tal como el Senescal le había prometido a la Dama Blanca cuando la solicitó en matrimonio, y Legolas tenía algo que ver en ello. Los elfos del Gran Bosque Verde, que habían viajado a Gondor tras la destrucción del Anillo Ünico, colaboraron en la reconstrucción de la ciudad y en el embellecimiento de los arrasados campos y jardines de Ithillien. No en vano eran elfos silvanos, capaces de contagiar la magia de la naturaleza a quien sabía amarla. Maese Meriadoc, que presenció el milagro, estaba ahora escribiendo un libro sobre las plantas de Hobbiton.
    Pippin fue tal vez el más viajero. Visitó repetidas veces Rohan, Gondor e Ithillien, y fue invitado por la reina Arwen a la casa junto al Lago del Crepúsculo en Rivendel. En realidad, allí se reunieron todos la primavera de 1436, cuando cuando Sam y Rosita celebraron el decimoséptimo aniversario de bodas. El rey Elessar les había citado en el puente del Branduin y todos, en especial los niños hobbits y la adolescente Elanor, vivieron una de las experiencias más apasionantes de su vida. Junto a Elrohim y Elladan estaban Legolas y Gimli. También los enanos trabajaron en la reconstrucción de Gondor. Luego vino la separación. Los elfos silvanos habitan ahora el Gran Bosque Verde, al otro lado del río, y los enanos se instalaron en las Montañas Blancas, al oeste, detrás de la ciudad. De vez en cuando visitan las Cavernas Centelleantes, pero no han regresado a Moria. Les entristece la gigantesca tumba del horror que no ha podido todavía ser regenerada, y donde quizá esperan adormecidas las criaturas del Mal.
    Venerable Maestro, tengo tanto y tanto que incorporar a mi corazón a y a mi mente que no me veo capaz de asimilarlo todo. Me conmueve mirar al rey Eómer y a los héroes de la destrucción del Anillo. Nunca volverán a reunirse, lo presiento, y los nombres de los ausentes suenan en las canciones de los bardos de Rohan. Ahora compones poemas nuevos y sus protagonistas están ahí, sentados a pocos metros, reales y tangibles, como si la leyenda no nos los hubiera ya arrebayado.
     Cuando acaben los festejos, cada uno seguirá su camino. El Mediano regresará a La Comarca con Rosita y las esposas de Merry y Pippin. Ellos viajarán a Gondor pero antes se detendrán unas semanas en el palacio del Senescal y la Princesa Eowin. También, invitados por el elfo y el enano, visitarán el Bosque Verde y las Montañas Blancas.
     Y ahora me faltan las palabras para expresar mi dicha y mi emoción; viajaré con ellos hasta el Centro de Estudios de la Tierra Media. Pippin, el más divertido y comprometedor, intenta convencerme para que les acompañe en todo el recorrido y para que deje para más adelante la disparatada idea de encerrarme en una escuela. Los demás le hacen coro y Rosita insiste en que debo pasar una temporada en la Comarca pr luego poder contar la historia y las costumbres de los hobbits. No sé. Sólo he podido dar las gracias a todos y recordar las palabras del rey Eómer cuando le aseguré que regresaría a Rohan: “No prometas nada, no desvíes tus propósitos, vive el presente. De él depende el futuro que tú deseas”.
     Debo dejaros, venerable Maestro. La noche ha cerrado y debo recuperer todas mis energías para mañana. Pronto tendré lo que tanto deseo y ahora tengo miedo. Pero me imagino en una inmensa biblioteca llena de libros escritos en lenguas bellísimas y extrañas. Debo aprender el quenya y el sindar para leer los libros que Elrond donó al Centro de Esudios. También ardo en deseos de conocer la lengua de los enanos antes de enfrentarme, con respeto y dolor, al libro que con tanto esfuerzo y peligro fue rescatado de entre las ruinas de Moria. Y mucho más que ahora no acierto a adivinar. Sé que necesito todo esto para conocer y conocerme, para controlar mi don, esta fuerza cuyo alcance y función todavía ignoro. Temo que me creáis atrevida e inconsciente pero he decidido no ocultaros nada de lo que pienso. Por eso tengo que confesaros que, pese a mi decisión y mi alegría, me asaltan las dudas y el temor, y que desearía ser una simple sirvienta en las caballerizas de palacio.
      La última parada en mi itinerario será Ithillien y allí conoceré a la Dama Blanca, a la que, desde mi infancia, he admirando y considerado como un modelo. El rey Eómer dice que a ella debo encomendarme y acudir siempre que lo necesite. Y esto es todo. Antes de reunirme con vos, viviré momentos muy intensos porque las despedidas siempre son tristes. En los ojos de Sam he leído un reencuentro definitivo en los Puertos Grises cuando mira a Legolas y a Gimli. El resto vivirá, mientras la luz de Lorien y Rivendel se va apagando.
      También mi lámpara de aceite se apaga. La nuestra es una hermosa historia que desearía que nuestros descendientes conocieran. Se va cerrando una etapa única que se cantará durante muchos siglo. Pero mi historia comienza ahora.   

                                                                                   Olvar