En una lóbrega habitación, una extraña figura se vislumbra bajo la luz de una pequeña lámpara dorada de mesa. La estancia, lujosa en tiempos mejores, había pertenecido a grandes personajes de la historia de la Tierra Media, pero ahora estaba sucia, muy sucia. Los polvorientos muebles, fabricados por las diestras manos de los mejores artesanos enanos, ahora se encuentran resquebrajados por el paso de innumerables años. Los antaño bellos adornos, como los grandes cuadros de los anteriores señores en posición majestuosa -obra de espléndidos artistas elfos- o el maravilloso busto del primero de los reyes que gobernó esos lugares, están rotos y deslucidos repartidos por el desdibujado suelo. Un espectáculo desolador para cualquier observador.
La tenebrosa figura parecía grande, del tamaño de un hombre adulto, estaba apoyada en el respaldo de su ostentosa silla, adornada con ribetes de mithril, se llevó su mano izquierda al mentón en actitud pensante, luego volvió a inclinarse hacia la mesa, mojó pausadamente la pluma que sujetaba con la mano derecha en un frasco de tinta negra y comenzó a escribir lenta y ceremonialmente en una hoja blanca-amarillenta…
“Mi espada es mi vida, pero al tiempo ha sido la muerte de mis enemigos. ¿En cuantas batallas he guerreado? ¿A cuantos seres he matado? Qué importa, maté y asesiné porque era lo que tenía que hacer, porque es lo único que siempre he sabido hacer. Esa es la vida que he llevado, yo y mis semejantes y mis antepasados y a lo que se dedicaran mis descendientes, es el camino de mi raza. Sin embargo me pregunto, ¿Por qué es ese nuestro destino? ¿Por qué el mal se encuentra instalado en nuestras entrañas? Bestias, monstruos, alimañas y un sin fin de hermosos cumplidos como éstos son nuestros nombres para las otras razas.
“Mi espada es mi vida, pero quizás habría preferido la lira. Gracias a mi espada soy rey, regente de uno de los reinos más aclamados por todas las criaturas de la Tierra Media. Empero jamás he sido feliz. Al matar en la lucha mi adrenalina recorre todo mi cuerpo y me transporta a un estado de exaltación increíblemente placentera, me transformo en un animal sediento de carne que no descansa hasta atrapar a su presa y acabar con ella, pero luego pasa esta deliciosa sensación y únicamente vuelve matando una y otra vez. Esto sería considerado por muchos como una enfermedad, ¡Y esa es mi forma de vida! No siento remordimiento por las almas que he enviado prematuramente al juicio de los dioses, simplemente me pregunto como habría sido mi vida si hubiera tomado un camino distinto al de mi raza, o si mi raza no estuviera abocada eternamente a la masacre.
“Pocos de entre los míos saben siquiera escribir (algunos son casi incapaces de hablar coherentemente), yo tuve la suerte de tomar como rehén a un hombre hace ya mucho tiempo, durante el año del Largo Invierno, cuando bajamos de las montañas en busca de batalla aprovechándonos de las penurias que había sufrido el pueblo de Eriador. No recuerdo su nombre, tal vez no se lo pregunté nunca, pero su aspecto lo tengo grabado en mi cabeza: era alto, de complexión fuerte, corta melena negra, aspecto hosco y ojos penetrantes como las espadas del mejor acero. Era alguien importante y sabio del bando enemigo y necesitaba interrogarle para conocer sus planes y, especialmente, a sus líderes, ya que esta información sería muy bien recompensada por mis superiores. El problema que se me planteó inmediatamente fue que era mudo, por lo que sólo podíamos entendernos mediante la escritura, que yo apenas conocía. Lo retuve durante siete largos años, más por buscar mi crecimiento intelectual que por la utilidad que me proporcionaba en la guerra contra los Hombres. Escribíamos sobre nuestros pueblos, la historia y tradiciones que poseíamos, nuestros sueños e incluso me describió a su familia: una hermosa mujer dunadan y dos hijos varones que, según él, montaban siempre más revuelo por donde pasaban que una manada de caballos salvajes. Descubrí el placer del saber, todo gracias a él, me iluminó un sendero por el que probablemente ninguno de entre los míos se había adentrado antes, por ello llegué incluso a apreciar a ese hombre. Le otorgué la libertad para que volviera a ver a los suyos, sentí lástima y misericordia por primera vez en mi vida, sin embrago esto no me hizo más débil, como siempre me habían dicho los mayores desde que era un crío.
“Antes he dicho que no me arrepiento de haber asesinado a nadie, pero no es cierto. Hay un incidente que me oscurece mi ya negra alma cada vez que lo rememoro. Un día como otro cualquiera, con los 28 años en mi haber, comandé mis tropas hacia Eriador para iniciar una nueva oleada de batallas que nos permitieran controlar los pasos del norte de las Montañas Nubladas. Era noche cerrada y nuestro paso lento nos permitió acercarnos a un pueblo enemigo sin ser avistados. Tomamos la débil muralla en un abrir y cerrar de ojos, abrimos la puerta principal y entramos al pueblo lanzando gritos aterradores sujetando una espada en una mano y una antorcha encendida en la otra. Caímos sobre ellos como una masa de magma, arrasando con todo lo que saliera a nuestro paso, cometiendo las más viles tropelías propias de nosotros. Mi corazón ardía de placer, mis ojos se iluminaban como hogueras y mi sangre hervía de gusto por lavarme en la sangre de otros. Así entré en una de las casas más grandes del pueblo que saqueábamos, un hombre se erguía delante de mí blandiendo una larga espada en actitud defensiva, mientras su familia se refugiaba tras sus anchas espaldas. Arremetí sin pensar, como hace un depredador cuando huele que su presa está al alcance, y sin darme cuenta que el hombre había bajado la guardia al verme. Le rajé el pecho de arriba abajo y le hendí la espada en el vientre hasta la empuñadura, luego acabé con la esposa y con los dos hijos adolescentes, rubricando mi victoria con un grito que hizo temblar hasta los cimientos de la casa. Cuando me calmé reconocí una espada que estaba colocada sobre una tabla de madera oscura encima de la apagada chimenea, era la que regalé a aquel hombre que tomé por rehén justo antes de dejarlo marchar tres años atrás. Corrí a ver los cadáveres yacientes en el suelo, me arrodillé y levanté la cabeza del padre de familia, ¡Era él! Todavía le restaban unos segundos de vida, tiempo suficiente para que pudiera dirigirme unas palabras al verme el rostro desencajado por la confusión que rodeaba mi mundo en ese momento: <
“No creo que este hado sanguinario y cruel nos haya acompañado a los míos desde el inicio de los tiempos. En los últimos años, desde que descubrí la biblioteca de este palacio, he tratado de indagar sobre las raíces de las especies. Hay pocos ejemplares que pueda entender, pero los que he podido me han enseñado nuestra creación por parte de seres superiores, es decir dioses. ¿Qué nos llevó al enfrentamiento con las demás criaturas? Parece que hubo un ser que corrompió con engaños a muchas razas para que le sirvieran y asesinaran a aquellas que no estuvieran dispuestas a obedecerlo. Según esto, en un principio vivimos en paz, sin embargo luego hemos vivido siempre en guerra hasta verlo como lo natural de nuestra condición.
“No niego que seamos proclives a hacer el mal, seguramente desde nuestros orígenes, por eso caímos a la corrupción de ese ser divino, pero el Hombre también lo es, en cambio suele amar la paz, aunque a menudo no dude en ponerla en peligro si favorece a sus propios intereses. Nosotros amamos el pillaje, la emboscada, la conquista, etcétera. Servimos a alguien que jamás nos recompensa, obedecemos por miedo. Después de aquella matanza, a los pocos años me convertí en rey de este país, pero sigo estando gobernado por otro, al igual que toda mi raza. Como desearía unirnos todos los míos y fundar un país que nos albergue, gobernados por uno de los nuestros, cesar las guerras. Este anhelo se difumina en mi mente porque esa vida sería probablemente aún más infeliz que la que tenemos ahora, porque al final matar es parte de nosotros, como me dijo aquel funesto día el hombre sabio. ¡Maldigo al que nos maldijo!
“Aquí me encuentro, al final de mi vida, con una miríada de cabezas rebanadas por mi espada en mi haber. Empero esto no hace plena mi vida. El odio, la ira, la envidia y el rencor fluyen por mi sangre desde que nací, no lo puedo cambiar y hoy llega a mí la penúltima batalla, la última antes de la del fin de los días. Delante de las puertas de mi reino se encuentran mis más destacados enemigos, ávidos de sangre, que buscarán vengar la afrenta que hace años les inflingí. Estoy preparado para lo que tenga que venir, sólo deseo que algún día mi raza pueda cambiar, no tengo esperanza pero podría ser interesante, sin duda.
Ahora me despido para siempre.”
El personaje dejó la pluma dentro del frasco, se levantó pesadamente, miró en derredor con rostro de indiferencia, localizó su espada y armadura y abrió la puerta de la habitación.
- ¡Croneg! Ven aquí ahora mismo.
- Voy señor Azog.- una aguda voz se escuchó por el largo pasillo por el que apareció un pequeño orco de aspecto repulsivo andando balanceándose como si fuera una barcaza en alta mar a punto de zozobrar. Tenía los ojos saltones y mirada estúpida, una nariz alargada y boca bastante grande para la cabecita que sujetaba su esmirriado cuerpo.
- Ayúdame a ponerme la armadura maldito gusano- gritó Azog con el puño en posición amenazante.
En este momento Croneg entró en la habitación yendo directamente hacia la armadura y comenzó a colocársela a su señor. Empezó con unas negras espinilleras con adornos dorados que mostraban tres espadas chocando en alto con las puntas en señal de saludo, las consiguió en una batalla contra los hombres de la Carroca; seguidas por unas musleras del mismo color negro pero sin adornos que había heredado de su progenitor. A continuación, tras ajustarle la cota de mallas, ayudó a Azog -bastante más alto que él- a colocarse sobre los hombros su espléndida y pesada coraza de rojo sangre y amarillo fuego, en cuyos laterales había multitud de puntos negros grabados que representaban las víctimas de una vida entera dedicada a la guerra. Finalmente revistió los brazos de su señor y le alcanzó su amedrentador casco con la cara de un dragón de fuego que obtuvo de la cabeza de un hermoso elfo. Croneg lo había hecho cientos de veces, por lo que tenía una gran maestría en la faena y terminó enseguida. Cuando se disponía a marchar Azog se dirigió a él.
- ¿Por qué luchas Croneg?
- N-no sé, porque me lo ordena el señor - respondió con miedo por si se trataba de una trampa.
- Entonces, ¿Por qué crees que te mando luchar?
- Pues, para conservar nuestro reino.
- Te recuerdo que realmente no es nuestro, es de los enanos. Se lo arrebatamos años atrás cuando ellos fueron expulsados por el inquilino. Además, en cuanto no fuera útil este reino para Sauron, nos tendríamos que ir a luchar a otro lado, a morir por una causa que ni siquiera comprendemos.
- No le entiendo señor.
- Da igual, pensaba en alto. Vete y déjame en paz. Di al resto que saldré en un momento.
El pequeño orco asintió con una reverencia, giró sobre si mismo y se marchó corriendo por el amplio pasillo flanqueado por dos hileras de anchas columnas y que terminaba en unas escaleras, tras pasar por delante de varias puertas que conducían a otras estancias que pertenecieron a la familia real enana. Después de descender los escalones, Croneg se dirigió en dirección sur, donde se encontraban los líderes del ejército orco. La habitación que los acogía era enorme, especialmente en lo que a altura se refiere. Había una gran mesa de piedra con un mapa coloreado de la Tierra Media grabada en la parte superior, en el que los reinos elfos de Lorien y Lindon estaban completamente tachados y garabateados, Rivendel no aparecía, ya que cuando se hizo la suntuosa mesa todavía no había sido edificado. Las paredes estaban pintadas con escenas de grandes hazañas de los enanos de Khazad Dum y que apenas se distinguían por la capa de polvo que las cubrían. La puerta era tan grandiosa que cuatro enanos eran necesarios para moverla, por lo que los orcos siempre la dejaban abierta. Croneg entró precipitadamente, lo que hizo que los presentes se giraran hacia él.
- El señor Azog vendrá enseguida, esta haciendo los últimos preparativos. – dijo el pequeño orco.
- Mucho se demora, parece que el miedo de la edad comienza a acecharle. – contestó sardónicamente uno de los grandes orcos asistentes.
- No se lo que le pasa, pero dice cosas raras. – comentó Croneg.
- ¿Raras, qué entiendes por raras? Explícate sabandija – volvió a intervenir el gran orco.
- Me ha estado preguntando acerca del sentido de luchar, las intenciones del Señor Oscuro y no se que cosas más. La verdad es que no le entendía mucho.
- Vaya, vaya, vaya, estos son indicios de traición, sin duda. – y una amplia sonrisa se dibujo en el rostro del gran orco- quizás nuestro líder no esté capacitado para llevarnos a la victoria.
Un fuerte murmullo inundó la sala. Las caras de los orcos se contrajeron como pensando que lo que estaba por venir no eran más que problemas. El tono de voz comenzó a subir, unos (más de la mitad) defendían las palabras del gran orco, mientras los demás recordaban los años de gloria vividos bajo el gobierno de Azog. Las discusiones entre orcos son muy frecuentes, especialmente cuando se trata de conocer quien es el jefe. Este cargo pertenece al más fuerte y/o astuto del clan, por ello, cuando alguna debilidad sale a relucir, aparece alguien que deslegitima el liderazgo del actual jefe. Pero esto no iba a ocurrir por el momento, porque según Azog traspasó la puerta, engalanado con su terrible indumentaria, todos los presentes callaron y le miraron estremecidos, incluido el gran orco.
- ¿Qué eran esas voces que se escuchaban desde el principio del pasillo? – gritó Azog con una sonrisa burlona escrutando el rostro de los presentes. – Ahora no habláis, ¿Verdad?
- Le estábamos esperando señor, las voces son normales entre muchos, sobre todo en los instantes antes de una batalla crucial para nuestros intereses. – contestó el gran orco con aire indiferente. – Los informes dicen que los enanos están a menos de veinte minutos de la puerta este de Moria y no creo que se queden ahí delante tomándose unas jarras de cerveza, así que, ante tu tardanza nos habíamos adelantado a establecer nuestra estrategia.
- No me tomes por un imbécil, Sartaf, se perfectamente de lo que hablabais. Tienes suerte de que nos encontremos en situación de crisis, si no, unos días en las mazmorras no te las quitaba ni el mismísimo Señor de los Abismos. – Azog se acercó a la mesa y tomo una varita delgada de encima de la misma, con la que empezó a señalar y arrastrar las figuritas que adornaban el mapa inscrito. -Los arqueros se apostaran sobre la montaña aquí y aquí, desde donde tendrán mayor alcance, quiero que no cesen de disparar flechas en cada oleada enana; Sartaf y el grueso del ejército estarán en el medio, delante de las puertas soportando el peso del combate; mientras que Zoran se ocultará en los bosques del norte con cinco batallones, para poder sorprender al enemigo en plena batalla. Esperemos que lleguen con tantos deseos de lucha que no manden batidores para explorar los alrededores, sino la sorpresa nos la llevaremos nosotros. La Gran Guardia esperará conmigo tras las puertas hasta que tengan que intervenir. Lástima que no dispongamos de algunos huargos, contra los enanos son utilísimos. A los guardias de trols decidles que si la batalla se alarga hasta cerca del anochecer, deben estar preparados para llevarlos en el menor tiempo posible a las puertas. Bueno escoria, ya está todo dicho, preparaos para la mayor batalla de esta edad entre las dos razas, aquí se decidirá esta guerra que se ha prolongado durante seis años y que será recordada por muchos años más. Retiraos.
Los asistentes comenzaron a circular hacia sus tropas para informarles del plan de batalla. Azog se quedó de pie junto a la gran mesa, con las palmas de las manos posadas sobre su superficie y con la cabeza inclinada mirando perdidamente hacia la garabateada Lindon. Algo le atraía de ese lugar, sabía que era un reino elfo, pero también conocía, porque lo había leído, las historias de los puertos élficos con sus espléndidos barcos que transportaban personas hacia un lugar maravilloso. Le vino a la mente la imagen de esa tierra de ensueño, sin embargo se dio cuenta que lo que él consideraba paraíso, para los elfos sería, probablemente, un lugar inhóspito y lleno de calamidades. Apretó los puños al pensar en ello. Detrás suyo Croneg se acercó interesado en su señor.
- Te encuentras bien amo, tienes cara preocupada. ¿Quieres que te traiga algo de beber o comer antes del combate? Quizás eso le siente bien.
- No, Croneg, mi pesar no se calmará así, – respondió Azog sin moverse ni un ápice– es algo que únicamente la muerte puede curar, menos mal que ya viene a buscarme y que el sufrimiento ya no me durará mucho.
- ¿Cómo, señor? No entiendo nada de lo que dice.
- ¡Lo contrario me sorprendería, maldito idiota, de ti y de todos los demás, raza de analfabetos imbéciles! – gritó Azog dirigiéndole una furibunda mirada al pequeño orco.
- No quería que te enfadaras, señor, perdón señor, perdón. – contestó Croneg sollozante dando pasos hacia atrás con los brazos extendidos hacia delante y mostrando las palmas en señal de calma.
- Tranquilo, se que tu intención era buena. Debes saber que hoy me aguarda la muerte, estoy convencido. Llevo estudiando esta guerra desde que empezó y he visto que el corazón incorruptible de esos malditos enanos les iba a dar el triunfo tarde o temprano. Hoy es el día, han venido con un gigantesco ejército con los más bravos guerreros y además tienen el cielo de cara, si Croneg, el cielo, el Creador ama el bien, así que nosotros, que encarnamos el mismo mal, tenemos que perder.
“Pero no temas, la vida es sólo un minúsculo paso de nuestra infinita existencia, y dentro de muchos años, cuando llegue el fin del mundo, el Señor Oscuro escapará de sus carceleros y se iniciará la última batalla de esta tierra. En ella los bandos del bien y del mal combatirán sin concesiones hasta que, como no podía ser de otra forma, el bien triunfe. Tendremos que decidir para quien lucharemos y yo espero tener la ocasión de castigar al Señor Oscuro por darnos, a esta nuestra raza, una existencia lejos de toda felicidad…”
Croneg vio como la cara de Azog se llenaba de ira sin entender bien lo que decía. Le sonaba a traición, pero jamás se atrevería a desafiar a ese terrible orco. Podría habérselo dicho a alguno de los otros líderes, sin embargo sintió que parte de lo que había dicho era verdad, ya que después de bastantes años de vida, no recordaba haberse sentido feliz nunca, sino que siempre había tenido miedo, miedo de todos los señores y enemigos. Empero él pensaba que eso era propio de quien lleva una vida de esclavo, carente de libertad y sujeto a los designios de otros, no de un señor como Azog, rey de Moria, si alguien de su categoría podía sentirse así, estaba claro que su raza sufría la peor de las condenas, ya que desde el primero hasta el último de los suyos no eran más que esclavos de Otro, sometidos a realizar sus deseos sin que a El le importara si morían o vivían mientras siguiera teniendo un grueso ejército. ¡Que espanto, la privación de la libertad para todo un pueblo! Sin duda alguna hay que ser muy poderoso para conseguir esto, pero sobre todo para lograr que ese mismo pueblo jamás haya intentado sublevarse contra El. Tal vez lo intenten hacer cuando sus almas tengan que visitar los mundos subterráneos de la penitencia eterna, el problema es que para entonces puede que sea demasiado tarde.
- ¡Croneg! Vuelve en ti – le gritó Azog al tiempo que lo sacudía en el aire al ver su mirada perdida y su mente ausente, cuando el esclavo reaccionó lo posó sobre el suelo. - Necesito que me hagas un último servicio. Toma este libro de notas, ahí están mis pensamientos de los últimos tres años, quiero que los lleves a un lugar seguro, pues temo que aquí serán destruidos. Lo mejor será que los lleves a Mordor, es el lugar más seguro en el que puede ser guardado un documento de orco, llévaselo a un tal Lashdur, es el orco más anciano que he visto en mi vida y creo que se ocupará de él. – Se inclinó hacia el pequeño orco y con una ligera sonrisa en los labios le susurró: “Puede que le de buen uso cuando lo lea.” Y un halo de esperanza iluminó su cara.
Se irguió en toda su estatura y con aires altaneros le dijo a Croneg:
- Basta de cháchara, vete cuanto antes, no vaya a ser que el enemigo te cierre los caminos. Aquí se separan nuestros caminos, ya que a mí me aguarda la dichosa guerra que me llevará al más allá, adiós.