Los forjadores de Anillos
Mención especial del Jurado en el I Concurso de Relato Corto "La Tierra Media" de Elfenomeno.com

La majestuosa figura se encontraba de espaldas a una enorme y brillante construcción de gigantescas columnas blancas con unas doradas puertas tres veces más altas que un hombre, reflejando su brillo la luz crepuscular mezclada con el fulgor de los incendios que estaban arrasando el exterior. La gran escalera de mármol blanco que llevaba ante las grandes puertas estaba cubierta de cuerpos de altos elfos y también de horribles orcos. El sonido de la batalla había cesado de pronto. Los atacantes se habían replegado tras sufrir muchas bajas, pero dejando solo al último de los defensores en pie pues tales habían sido las órdenes de su terrible comandante. El guerrero tenía el hermoso escudo plateado cubierto de muescas, sin brillo. La capa azul estaba totalmente desgarrada, reducida a jirones. La hermosa espada de empuñadura dorada estaba cubierta de negra sangre. Ningún yelmo protegía su orgulloso rostro, donde dos ojos con el brillo de las estrellas contemplaban la escena. Eran estos ojos los que desmentían la juventud de la faz, como ocurría siempre con los pertenecientes a los Primeros Nacidos.
A pesar de la derrota y de su inminente caída, alzaba con orgullo la delicada barbilla y miraba con desafío las grandes escaleras repletas de enemigos.
No se hacía ninguna ilusión tras la repentina retirada de los inmundos orcos que hacía unos instantes aullaban salvajemente cuando se lanzaron sobre él y sus hombres, sin importarles cuantas bajas sufriesen. Muchos habían caído, pero más aun habían seguido llegando y con ellos algunos enormes trolls. Uno a uno, sus guardias habían sucumbido ante el enemigo. Cuando él mismo se encontró rodeado de trasgos, el sonido de un cuerno retumbó con un bramido ensordecedor que pareció incluso hacer tambalear las columnas que soportaban el colosal edificio. Los trasgos habían retrocedido a toda prisa, entre gemidos y empujones, dejándole unos instantes de descanso. Pero como hemos dicho, no se hacía ninguna ilusión con respecto al significado de esta momentánea retirada. La guerra, una guerra que él y otros muchos daban por ganada antes de comenzar, se había alargado varios años y sus tierras habían sido asoladas. El plan principal de esperar el asalto y luego contraatacar de forma fulgurante no funcionó y muchos cayeron en los primeros meses. Muchos otros lo hicieron después, cuando los enanos, sus antiguos aliados y compañeros de estudio en las artes de la forja y la orfebrería, cerraron las puertas de Moria ante las peticiones de ayuda. Y muchos más lo habían hecho este día.
Sin embargo, el ardiente espíritu por el que el padre de su padre fue famoso ardía también en él. Nunca se rendiría y por mucho tormento que le diesen jamás el enemigo podría doblegar su voluntad para que le revelase el paradero de aquello que buscaba.
Bien sabía quien era el general de este implacable ejercito que había acabado con toda la belleza de unas tierras antaño tan florecientes que podían incluso recordar los perdidos paraísos de Valinor; o eso habían creído ellos y por ello se habían dejado seducir por sus engaños. Hermosas ciudades de altas torres habían sido reducidas a un montón de ennegrecidos cascotes golpeados por el viento y cuyos únicos habitantes ahora eran las hierbas y las alimañas. Hombres y elfos no habían recibido otra sepultura que el lugar donde cayeron sus cuerpos mutilados por el furor sangriento de sus enemigos.
El reino había caído ante alguien que fue su huésped, e incluso su confidente en su gran pasión: la forja. Al igual que los enanos, le había traicionado. Muchas voces se alzaron advirtiéndole del peligro de tener a semejante invitado en la corte. No los escuchó. Quizás, si lo hubiese hecho, todo habría sido distinto pero tan orgulloso era en sus pensamientos que no se arrepentía.
Cuando el disfraz bajo el que se ocultaba su huésped desapareció y sus intenciones fueron claras ya fue tarde para reparar el daño. Solo una cosa podía hacer para no ser derrotado totalmente y expiar sus faltas; no era otra que resistir ante él.
Entonces apareció a través de las inmóviles filas de orcos como una negra nube de tormenta, una sombra aun más negra que la noche, como una montaña rodeada de sombras y llamas. En el seno de esa oscuridad se movía una figura enorme, envuelta en una armadura de placas de negro metal. En el interior de un pesado yelmo un ardiente ojo fulminaba con su mirada al último defensor, la única persona que podía decirle donde estaba lo que ansiaba.
Una mano, revestida de acero, que más bien parecía la garra de alguna monstruosa bestia, se extendió hacia él. Los pedía. Los reclamaba.
Él se negó. Él se rió. Los Tres ya estaban ocultos a su mirada y fuera del alcance de sus ávidas e impías manos. Aunque él cayese allí ese mismo día, los Tres le sobrevivirían y serían su legado en la lucha contra la Sombra que se había desatado al quitarse el antaño conocido Señor de los Dones su disfraz; un disfraz ya nunca más necesario. En la mano derecha del Señor Oscuro había un anillo dorado, que parecía arder conforme aumentaba el enojo de su portador. Una voz que bien podría ser el soplo terrible de un viento invernal enojado tronó en el lugar y los orcos se estremecieron y muchos de ellos cayeron de bruces. La luz se oscureció hasta casi extinguirse y con cada sílaba aumentaba la dureza de las innaturales palabras, asemejándose al sonido de un alud de rocas en una alta y olvidada montaña. En el anillo se iluminaron conforme eran pronunciados unos antiguos caracteres élficos grabados por su hacedor en su malvada lengua. El guerrero solitario ya no sabía si la voz surgía del negro vacío interior del yelmo donde el ojo ardiente lo vigilaba o bien del anillo que parecía adquirir vida propia con cada palabra, las cuales seguían atronando los oídos del guerrero elfo y, aunque no las distinguía, el corazón se le encogió y su ánimo vaciló.

Ash nazg durbatulûk, ash nazg gimbatul, ash nazg thrakatuûúk agh burzum-ishi krimpatul.

      Esas eran las palabras. La garra se abrió una vez más, tratando de aparentar que daba una nueva oportunidad al señor elfo mientras con la otra alzaba una enorme maza de grotesco aspecto que ningún hombre podría haber empuñado. El interpelado se encontraba turbado, una sombra cruzaba su mente. Sin embargo, solo fue un instante. Las palabras pronunciadas en esa lengua maldita no estaban claras, pero bien conocía él su significado, pues eran las que los herreros de Eregion oyeron una vez, cuando supieron que habían sido traicionados.
      En la lengua común decían:

Un Anillo para gobernarlos a todos, un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las Tinieblas.

    
      Los tres no habían sido tocados por él, y eran los más poderosos y por ello los buscaba. Sin embargo su rival no cedía y la posibilidad de encontrarlos desaparecía con esa tenaz resistencia a someterse a su voluntad. El Maestro Herrero alzó el rostro y con voz firme se negó a revelarle su paradero. Empuñando su espada se lanzó en un desesperado ataque contra su enemigo, aquel que hacía años les había enseñado a los elfos de la región muchos secretos de la ciencia y forja de anillos y que secretamente había también robado sus conocimientos para acabar forjando en la Montaña de Hierro su propio Anillo de Poder, más grande que los demás pues mayor era el poder del hacedor en comparación con el más sabio de entre los herreros de Acebeda; y había descargado mucho poder y mucha malicia en el dorado círculo que vestía su negro dedo con la idea de dominar a los demás anillos.  Incluso los Tres aunque inmaculados, pues no estaban hechos por él ni habían sido tocados por él, eran parcialmente producto de la instrucción que él impartió y, en última instancia, estaban bajo el control del Único y no podían ser usados mientras el Señor de Mordor lo llevase.
      Celebrimbor, hijo de Curufin, nieto de Fëanor, descargó su hoja con la esperanza de cercenar el dedo que llevaba el Anillo Único. La maza descendió con brutalidad, deteniendo el golpe y golpeando al elfo, que cayó trastabillando sobre los duros escalones cubiertos de cadáveres de amigos y enemigos. La espada se le había quebrado. Con un aullido, un gran número de orcos alargaron sus inmundas garras sobre él para apresarlo y lo llevaron cautivo y fue sometido a tormento. Las doradas puertas de la Casa de los Mírdain, donde se encontraban las herrerías y sus tesoros, que Celebrimbor y los últimos habitantes de Eregion habían defendido desesperadamente, fueron derribadas y las estancias saqueadas. Allí Sauron se apoderó de los demás Anillos y algunos otros trabajos de los Mírdain; pero los Tres no pudo encontrarlos pues Celebrimbor murió sin revelar donde se hallaban y así permanecieron incólumes, pues habían sido forjados por Celebrimbor tan sólo, y la mano de Sauron no los había tocado; no obstante, y como ya hemos dicho, también estaban sometidos al Único.
       Sauron repartió todos los Anillos de Poder que quedaban entre los reyes de otros pueblos de la Tierra Media ya que a todos los anillos que Sauron gobernaba los pervertía con bastante facilidad, pues él mismo había contribuido a hacerlos, y estaban malditos, y buscaba con ello llevar a los señores de los hombres y los enanos a su definitiva corrupción y sometimiento.
      Cuando los juglares elfos compusieron poemas y cantos sobre esta guerra y sus tragedias, uno de ellos, que comenzaba con el grabado del Anillo Único como recordatoria de la traición del Enemigo,  decía así:

Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.
Tres Anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo.
Siete para los Señores Enanos en palacios de piedra.
Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.
Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.