La Herencia de Regar
Mención especial del Jurado en el I Concurso de Relato Corto "La Tierra Media" de Elfenomeno.com. ACTUALIZADO con el cuarto capítulo.

Casi todos los héroes, antes de serlo, fueron personas corrientes cuya vida no se distinguía demasiado de la de sus semejantes. Cierto día les sale en su camino una aventura, en la cual su comportamiento en momentos puntuales les termina convirtiendo en los grandes protagonistas de las canciones de sus razas. El problema es que cualquiera no puede ser un héroe, por lo que dicha aventura puede traer desgracia en lugar de gloria. Esta es la historia que mi padre me contó acerca de personas a los que una de estas aventuras les encontró…

Nos encontramos en un primaveral mes de abril del 3018 de la TE. El mal se agita de nuevo en Mordor e insólitos incidentes, nunca antes conocidos, se comentan con incredulidad de boca en boca en la región más insignificante de la Tierra Media, la Comarca. Gentes muy extrañas caminan de acá para allá mientras los montaraces se multiplican por los senderos y bosques de los alrededores.
En el Bosque Cerrado, en la Cuaderna sur de la Comarca, una pequeña carreta tirada por un robusto buey de piel oscura, avanzaba tranquilamente hacia Alforzaburgo por el camino que nace en Cepeda. Sobre ella dos enanos de las Montañas Azules cantaban alegremente. Uno de ellos era Dirlam, poderoso descendiente de la realeza del pueblo de Durin I. Su primer antecesor, Danârir, encabezaba la segunda familia más importante de Khazâd Dum en los tiempos de la forja de los Anillos, en esta familia siempre se habían caracterizado por su maestría con las manos, y por ello fueron los que más se relacionaron con los noldo de Celebrimdor. Sabio entre los de su raza, Dirlam quedó como regente tras la marcha de Thorin escudo de roble hacia la reconquista de la Montaña Solitaria. Sus amplios conocimientos de joyas le convertían en el más afamado joyero de entre los suyos durante aquellos días. Dada su edad avanzada, resultaba extraño verle con un aspecto tan vigoroso. Tenía largas trenzas morenas bañadas con mechones blancos en la barba y una larga melena del mismo color, así como unos brillantes y vivos ojos marrones que mostraban conocimiento. Tras la Batalla de los Cinco Ejércitos volvió con los suyos a Erebor, pero solía viajar cada poco tiempo a las Montañas Azules como embajador de Dain I, rey bajo la montaña, o como comerciante de las piedras preciosas que el mismo tallaba.
Junto a él estaba uno de sus nietos más jóvenes, su nombre era Regar. Huérfano de padres a una corta edad, vivió desde entonces junto a Dirlam, padre de su madre, que lo adoptó como hijo y le enseño el arte de la guerra puesto que el de la minería y joyería nunca atrajo demasiado al joven enano. De constitución robusta y pelo negro como la noche, al joven enano le encantaban las aventuras donde mostrar su valor, por ello, desde que alcanzó la edad adulta, siempre acompañaba a su abuelo en sus deambulares por la Tierra Media.

Tras una larga y extenuante marcha, se habían sentado ha descansar y a comer algo sin ningún tipo de preocupación bajo la sombra de un gran roble, situado en un pequeño claro a la derecha del sendero. Era un día soleado y el bosque se veía radiante, las ardillas correteaban entre las ramas de los árboles mientras los pájaros cantaban sin cesar. Los últimos rayos del sol de la tarde calentaban y reconfortaban los cuerpos cansados de los dos enanos que yacían sobre la alta y verdosa hierba. Sólo les faltaba la última parte del viaje hacia sus queridas Montañas Azules. Durante el trayecto desde Erebor, habían atravesado el tenebroso Bosque Negro, lleno de viles criaturas, donde tuvieron un pequeño encontronazo con cuatro arañas gigantes, con las que Regar tuvo la ocasión de divertirse un poco, hacha en mano. Habían dejado atrás las peligrosas Montañas Nubladas, donde los orcos se multiplicaban cada día. Únicamente el Paso Alto, entre Rhudaur y La Carroca, permanecía abierto gracias al pueblo de los Beornidas.
- Voy a descansar un rato –dijo Dirlam con su grave voz mientras se colocaba su fina capa sobre su cuerpo- deberías hacer lo mismo, tres horas de sueño y nos pondremos de nuevo en camino.
- Primero voy a dar un paseo, tengo hambre y creo que he oído algo, quizás sea un ciervo o un conejo, no estaría de más cambiar el menú – contestó el nieto cansado de la alimentación a base de cram, típica de los enanos.
- De acuerdo, pero no te alejes, que no eres precisamente un avezado explorador y no me apetece tener que ir a buscarte y demorarnos de nuevo – contestó con una sonrisa mientras cogía su pipa y un poco de tabaco.
- ¡Perderme yo, abuelo! Si tal cosa sucediera cortaría todos los árboles que me estorbaran hasta conseguir ver la salida – respondió Regar orgulloso con su ronca y profunda voz- no creas que puedes deshacerte de mí tan fácilmente, lo del extravío en el bosque de Chet fue… una broma, sí, una broma muy graciosa por cierto.
Regar camino sigilosamente (al menos para él) a través del frondoso bosque hacia donde escuchó por vez primera el ruido. Una bandada de pájaros sobrevoló sobre los árboles.
- ¡Brrrrr, menudo cazador estoy hecho, cualquier animal ya sabrá de mi presencia!
El sonido era cada vez más claro y cercano, pero ahora parecían numerosos pies acercándose. La cara del enano se endureció bruscamente.
- ¿Quién anda ahí?- preguntó el enano con tono grave y duro al tiempo que tensaba su arco de caza. Entonces el sonido desapareció.-Quizás sean elfos, suelen habitar estos bosques según dice mi abuelo.- pensó para sus adentros mientras continuaba caminando, ahora con mucho más cuidado y temor.
Se detuvo en un pequeño claro rodeado de varios árboles y altos arbustos. El silencio se hizo absoluto en el bosque, el viento había dejado de soplar y las ramas permanecían quietas. Regar sólo escuchaba su corazón, que latía cual tambor golpeado por trols. De repente se abalanzó desde un arbusto delante de él una horrible criatura, parecida a un orco pero no igual, era un poco más alta, andaba más erguida, poseía unas extremidades más cortas y su rostro no era tan terrorífico como el de esas inmundas y horripilantes criaturas. Regar retrocedió de espaldas y soltó la mano derecha, la flecha salió del arco y fue directa a la garganta del medio orco. Antes de poder celebrar la victoria aparecieron otras veinte criaturas parecidas que lo rodearon. Fue el momento de echar mano del hacha que trasportaba en su espalda.
- Apártate de nuestro camino enano - dijo uno de ellos.
- ¡Si queréis mi sangre, antes verteréis la vuestra a mis pies! - gritó el colérico enano con un hacha de doble filo sujetándola con ambas manos - ¡Khazâd aimênu! - y con esto se precipitó contra los atacantes. Los ojos llenos de ira amedrentaron por un instante a aquellos seres. Cortó el brazo de arriba abajo del que tenía delante y seguidamente clavó el hacha en el costado izquierdo del de su izquierda, los gritos de dolor eran ensordecedores. Sintió el filo de una espada rasgándole la espalda, se dio la vuelta y con un movimiento de molinete a una mano le cortó la cabeza al agresor, la vista se le nubló por un instante mientras la sangre manaba por su espalda. Ahí acabó todo, porque otro de los medio orcos descargó un terrible golpe con su maza sobre la cabeza del valiente enano arrojándolo al suelo sin sentido. La verde hierba se tiñó de rojo allí donde el enano y otros cuatro seres yacían.

Tiempo después se despertó, era noche cerrada y la cabeza le daba miles de vueltas. Se la tocó temblorosamente dándose cuenta de que tenía un aparatoso vendaje que le cubría la herida craneal. Se encontraba delante de una pequeña hoguera, alrededor de ella estaban sentados tres hombres altos de aspecto hosco y desaliñado.
- ¿Quiénes sois vosotros?- Dijo el enano con voz ahogada mientras se incorporaba trabajosamente.
- Mi nombre es Abârmil, somos montaraces y te hemos intentado curar ese golpe y la herida de la espalda, hubieras muerto de no ser por nuestra rápida llegada -dijo sin levantarse y mirando al fuego el que parecía más alto y con más edad de ellos, así como el de semblante más recio. Tenía una pequeña melena negra rizada que caía sobre sus anchos hombros, un rostro blancuzco y unos penetrantes ojos verdes oscuros.
- Yo soy Regar, pero, ¿Qué ha pasado?- pregunto confundido y aún bastante aturdido mirando en derredor.
- Una banda de semiorcos te atacó- contestó Abârmil- desconozco el por qué, había oído sobre su existencia, pero esta es la primera vez que los veo, así que no conozco que pudo haberlos atraído. Teníamos órdenes de patrullar está zona desde hace una semana. Ayer detectamos bastantes huellas unos kilómetros atrás, las seguimos hasta aquí, les sorprendimos en pleno pillaje y conseguimos matar a varios y ahuyentar al resto, allí, donde la carreta- dijo señalando a la espalda del enano- no pudimos tomar rehenes porque...
- ¡Abuelo!- gritó al tiempo que echó a correr casi a cuatro patas hacia el lugar donde vio a Dirlam por última vez, maldiciéndose por no haberse acordado antes de él. Mas cuando llegó no vio nada salvo unas manchas de sangre sobre la hierba.
- Lo hemos enterrado señor enano, le hallamos muerto y sin ropas. Esos viles seres ya le habían saqueado por completo a nuestra llegada. Buscamos algo entre vuestro equipaje y lo vestimos para ofrecerle un digno funeral mientras tú dormías, sin duda era un gran enano, acabó con cinco e hirió a dos antes de caer. A los otros les hemos quemado junto a los que dejaste tú.- comento Bilmos, otro de los montaraces, que más bien parecía un bárbaro por su aspecto. Tenía el pecho descubierto tatuado con signos extraños, una piel gruesa de oso cubriendo sus fuertes hombros y una media melena negra bastante sucia. Sin embargo, en su moreno rostro y sus marrones ojos, podía distinguirse su condición de dunedain, los descendientes del pueblo de Elros.
- Decís que no llevaba nada, seguro que no encontrasteis algo- dijo el enano dándose la vuelta buscando su hacha y escrutando el rostro de esos hombres, los ojos se le habían iluminado con ira y parecían a punto de salirse de sus cuencas- quizás os guardasteis un regalo por los servicios.
- No digas necedades maese enano- contestó Abârmil mirándole con aire desafiante- somos montaraces, no ladrones, te hemos salvado y con ello tenemos suficiente recompensa. Nos confundes posiblemente con enanos codiciosos o con siervos del enemigo, porque quienes viven sin riquezas como nosotros aprenden a no necesitarlas y cualquier tentación la eludimos sin pensar. No tenemos palacios como vos, pues los perdimos hace tiempo y nuestro mayor tesoro es la amistad y la lealtad que reside en cada uno de nosotros, así que no insultes la mano que te ha curado y agradece lo que hemos hecho por tu abuelo.
- Perdonadme señor- dijo el enano cabizbajo recobrando la razón- la locura me invadió por momentos, todavía no puedo pensar con claridad y el dolor había nublado mi sentido común. El caso es que mi abuelo tenía un tesoro, un anillo… especial, podría decirse, que fue entregado como regalo hace muchos años a mis antepasados que habitaban en Khazâd Dum y que trabajaban con los elfos de Eregion, es un objeto hereditario y su pérdida sería irreparable para mi casa.
- Pues siento decirte que no había ni anillos ni nada por el estilo- dijo el tercer montaraz, Lendor, muy similar en aspecto a Abârmil, aunque menos robusto y con menor presencia- yo mismo lo comprobé, me imagino que se lo hayan llevado los semiorcos, no me extrañaría nada.
- ¿Cómo es ese anillo, Regar?- preguntó Abârmil con cierta cara de preocupación.
- De oro amarillo con una pequeña piedra redonda roja, un rubí, engarzada en el centro y unos caracteres élficos en su zona interna- respondió.
- Bueno, quizás sea la causa del ataque- dijo Lendor lacónico.
- Pero, ¿Cómo sabían donde estábamos?- preguntó Regar desconcertado.
- Os habrán seguido desde las Montañas Nubladas, eso o magia. - intervino Bilmos cáusticamente.
- Hasta donde yo sé- dijo Abârmil con el ceño fruncido- los semiorcos son del sur, de las Tierras Brunas o así, no de las Hithaiglin. Quizás sea en verdad cosa de magia, si esto es posible entre estas ominosas criaturas. Lo mejor será buscar consejo, ahora durmamos, en especial tú señor enano, mañana iremos a ver a Gildor, pues el asunto puede ser más importante de lo que parece, yo haré la primera guardia, debo pensar.
- ¿Quién es ese Gildor?- pregunto el enano.
- Es un elfo que vive por aquí, sirve a Elrond el Sabio, sabrá que hacer, espero. - respondió el montaraz mientras se acomodaba junto a la fogata- Hasta mañana.

A la mañana siguiente se encaminaron hacia el este a paso rápido. Siguieron un angosto sendero entre los árboles, poco transitado en opinión de Regar, pues estaba casi por completo cubierto de hierba y las ramas de los árboles obstruían continuamente el avance. Los montaraces no daban muestras de ser grandes conversadores y, a pesar de que a Regar le encantaba hablar, la pena cubría aún su corazón, por ello apenas cruzaron alguna palabra entre ellos.
Pasadas tres horas de caminata, Abârmil se adelantó, no dijo por qué y nadie le preguntó, para el enano era claro desde el día anterior que era el jefe de la expedición. Al poco tiempo volvió con cuatro elfos de cabellos morenos y rostros resplandecientes y hermosos. El enano se quedó boquiabierto, pues aunque había visto elfos allá en el Bosque Negro, estos que tenía delante le parecían mucho más bellos y poderosos, descendientes de Altos Elfos, sin duda, en especial el cabecilla, que fue el primero en hablar.
- Mi nombre es Gildor, soy el señor de estos parajes, aunque me debo a Elrond. Le he enviado un mensaje con parte de lo que me ha contado Abârmil, al menos con lo importante. Siento mucho la pérdida de su abuelo señor enano.
- Muchas gracias- contestó con una reverencia.
- La mayoría de los de mi raza no se interesarían por los problemas que atañen a los enanos, pero nosotros somos noldo y en un tiempo fuimos pueblos amigos, pues según me ha contado el montaraz desciendes de los enanos de Moria, de la casa de Danârir, del pueblo de Durin.
- Si señor Gildor, así es- dijo Regar con orgullo- además soy sobrino nieto de Balin, muy conocido por esta zona del mundo, según me contó mi abuelo.
- Bien, bien, saludos para vosotros también montaraces- respondió el elfo mirando a Lendor y Bilmos, que respondieron inclinando hacia delante las cabezas-. Dejadas atrás las formalidades, atengámonos a lo que nos ocupa. La pérdida de un anillo es siempre algo preocupante, sobre todo si cae en manos enemigas. Creo que sería preciso ir en su busca y descubrir la razón de está refriega, no sabemos cuantos son, pero pienso que los perseguidores no deberían ser demasiados. ¿Quién de vosotros se ofrece para esta dura tarea? – preguntó a los suyos.
- Nos llevan mucha ventaja señor - comentó Abârmil- además los elfos no conocéis las regiones del sur, hacia donde sospecho que fueron. Yo no puedo ir porque tengo que cumplir la misión que nos ha traído a estos parajes, pero propongo a mis dos hombres, Bilmos y Lendor, si están dispuestos.
- Desde luego- gritaron ambos a la vez con entusiasmo. Aún no eran montaraces, sino que seguían a Abârmil como su mentor. Una misión independiente era considerada como un paso adelante para convertirse en montaraces auténticos.
- Yo también deseo ir y recuperar mi herencia, necesitareis a alguien valiente y capaz cuando sea menester, yo con mi hacha soy infalible- dijo Regar apretando los puños.
- ¿Alguién responde a mi llamada de entre los míos?- dijo Gildor. Entonces, de entre las sombras de los árboles, apareció una elfa con un vestido verde oscuro y ciertos adornos dorados en la cintura y en los hombros, de larga melena castaña, con unos grandes ojos oscuros y de sublime belleza. En cuanto apareció, la cara se le oscureció a Abârmil como si una gran carga se hubiera posado de pronto sobre su corazón. Gildor también miraba con preocupación a la elfa.- Hum, de acuerdo, no me interpondré en los deseos de los míos, aunque estos no sean de mi aprobación, espero verte pronto de vuelta Farwin. Lo mejor será que comencéis por el lugar del crimen. Que las estrellas de Varda os guíen amigos.

Mientras Lendor y Bilmos acompañaban a Regar a que le curaran sus heridas, Abârmil se encaminó en busca de Farwin, que se había retirado silenciosamente hacia la orilla del Arroyo de Cepeda. Allí la encontró, erguida encima de una gran roca gris blanquecina, mirando a través de las turbulentas aguas como recordando pasados acontecimientos. De repente, una lágrima se desprendió de su rostro y se perdió en la espuma que se formaba junto a la roca, tras ésta siguieron otras, y mientras se le derramaban las lágrimas ella comenzó a escuchar el susurro de la corriente, que le traía a su mente palabras antes escuchadas en una canción que lleva su nombre:

“En busca de una respuesta raudo por los bosques corría,
anhelaba conocer lo que me depararía el destino,
convertirme en guerrero, convertirme en hombre.
Junto a mí, muchos de mi pueblo a la guerra venían,
deseaba luchar por mi patria ante el enemigo,
convertirme en héroe de leyendas y canciones.

La marcha fue atacada y en minutos se amontonaron los muertos,
con mi espada teñida de rojo mataba sin pensar,
los míos caían a mi alrededor hasta que quedé solo.
Me interné por el bosque con esfuerzo y denuedo,
hasta que me encontré perdido y sin poder volver atrás,
continué avanzando siguiendo un arroyo.

Llegué a un pequeño estanque rociado por una cascada,
el agua rugía fuerte creando oníricos sonidos,
me sumí en un profundo trance,
sobre las rocas del margen oriental, una figura cantaba y bailaba,
me acerqué embelesado sin hacer ruido
y vi a una mujer de hermosura incomparable.
Sus divinos movimientos mi ser hechizaba,
su perfecto cuerpo hipnotizaba mis sentidos,
y sus castaños cabellos al viento hacían que mi corazón se deleitase.

Jamás apareció ante mí un rostro tan bello,
en él, sus ojos de color oscuro irradiaban alegría,
el aire luchaba por tocar esos dulces labios de su boca
entre los que se veía una sonrisa de ensueño,
su blanca piel como una estrella impoluta lucía,
más suave que cualquier tela parecía y más aún preciosa.
Los árboles estiraban sus ramas para su deslumbrante cuerpo intentar cogerlo,
los animales maravillados a su alrededor se detenían,
y el lugar se llenaba de vida armoniosa.

El canto cesó pero la magia de su belleza seguía intacta,
correteaban los animales y los árboles reían,
entonces me despojé de mis armas y mi vestimenta,
rechace la guerra e introduje mi cuerpo en el agua inmaculada,
que con su canto había dejado bendecida,
y nuestras miradas se cruzaron inquietas.
Sentí el amor hasta en lo más profundo de mi alma,
su adorable rostro mostraba que me correspondía,
y corrimos el uno hacia el otro sobre el agua y las piedras.
Nunca nos habíamos visto pero nuestros corazones se amaban,
nuestras manos se entrelazaron emanando absoluta alegría,
la estreché entre mis brazos y desee, por siempre, a mi lado tenerla.

Con la última palabra en su cabeza, Farwin se dio la vuelta. Sobre la roca se encontraba Abârmil, de él habían venido todas aquellas palabras. Se quedaron en silencio contemplándose, ella tenía los ojos enramados y él una gran pena en el corazón.
- ¿Por qué tienes que ir? – preguntó él con dificultad.
- Sabes tan bien como yo la respuesta, nuestra unión es un imposible y la muerte es el mejor de los males que pueden acaecerme en esta dolorosa vida. Tal vez así, tras purgar mis penas en Mandos, pueda vivir de nuevo en paz allí, en Eressea – contestó ella entre sollozos.- Cada vez que te veo es una punzada en el corazón, es insoportable amor mío y alejarnos es preferible para los dos.
Abârmil no supo que decir porque también él sentía lo mismo, simplemente la estrechó entre sus brazos, lloró amargamente presintiendo que esa era última vez que la tendría tan cerca, la beso delicadamente en su mejilla izquierda y en un susurro apenas audible dijo: te amaré siempre.

Una hora después Farwin apareció de nuevo en el claro, allí le esperaban sus nuevos compañeros. El grupo estaba preparado y en pocos minutos, el tiempo en recoger los equipajes, vestirse adecuadamente y despedirse de Abârmil, Gildor y los suyos, se dirigieron al lugar del suceso. Siguieron el camino de la mañana, pero a Regar se le hizo más corto, había encontrado una persona de fácil conversación, Bilmos. Ambos tenían un elemento común, las montañas. Como enano, a Regar le encantaba hablar sobre montañas mientras que Bilmos era un gran conocedor de las mismas, ya que había vivido hasta los veintidós años en las Montañas Nubladas. A esa edad Abârmil le encontró a punto de morir de congelación en una cueva y lo salvó. Bilmos le contó que había perdido a sus padres ocho años atrás y, desde entonces, había vivido solo como un bárbaro, a merced de animales salvajes y orcos. La sorpresa de Abârmil fue mayor cuando vio la espada que portaba, era larga, con una empuñadura negra adornada de mithril y una hoja como la que forjan los dúnedain. Decidió adoptarlo como aprendiz y convertirlo en un montaraz.
Cuando llegaron al lugar de la batalla, los montaraces comenzaron a investigar mientras Regar se arrodillaba con los ojos llorosos delante de la tumba de su abuelo pronunciando palabras ininteligibles para los demás. Farwin permaneció de pie sin pronunciar palabra alguna, mirando con ojos tristes hacia el norte. Tras un rato de idas y venidas, Lendor, con ayuda de Bilmos, concluyó que unos diez semiorcos se dirigieron hacia el sureste a paso ligero, en busca del Camino Verde.
Iniciaron de nuevo la marcha, ahora carrera. Delante iba el impetuoso Bilmos, detrás de él avanzaba Lendor, algo más retrasado se movía dificultosamente Regar y cerrando el grupo Farwin se deslizaba silenciosamente.
- Vamos maese enano, mueve esas piernas cortas con más brío. - animó Bilmos.
- Brío, ya me gustaría ver tu brío con una brecha en la cabeza como la mía. - refunfuñó Regar entre continuos resoplidos de cansancio.
- Ya está casi curada, la medicina élfica es muy efectiva querido Regar. - En ese momento el enano miró sorprendido hacia atrás, Farwin había hablado al fin y su voz dulce y melodiosa le dejo boquiabierto e inmóvil. Le pareció como si al tiempo que salían las palabras de su boca, una orquesta de los más reconocidos músicos tocaran para acompañarla.
- Además de lento, quejica, aprieta el paso si quieres recuperar tu tesoro. - se burló Lendor esgrimiendo la primera sonrisa que le veía el enano desde que le conoció el día anterior.
- Como sigáis calentándome, vosotros si que os vais a quejar- respondió Regar una vez repuesto y con el puño agitándolo en alto. Bilmos se rió con tal fuerza al verle, que cayó de bruces al tropezar con una raíz. Todos rieron al unísono.
Continuaron el viaje por unas yermas llanuras, adornadas cada cierto espacio con unos cuantos árboles de pobre aspecto. Habían dejado atrás el vado del Brandivino y se adentraban en el antiguo reino de Cardolan. Esta zona era muy rica en vegetación hace muchos años, pero la guerra de los dúnedain con Angmar llevó la desolación a esa región del norte de Minhiriath, donde la raza de los numenoreanos estaba casi extinguida y la tierra aún no se había recuperado. Las subidas y bajadas se iban sucediendo a la misma velocidad que las horas. Bilmos y Lendor seguían encabezando la marcha muchos metros adelante y la poca conversación agobiaba al enano, así que al fin se decidió preguntar algo que rompiera el silencio, quizás lo hizo también para volver a escuchar la armoniosa voz de su compañera.
- Perdona Farwin, ¿Tú sabes qué son esos… semiorcos?
- Según lo que tengo entendido y lo que hemos visto junto a la tumba de tu abuelo, parecen una nueva especie de orcos, con una mayor similitud a los hombres que los demás. El Señor Oscuro siempre ha utilizado malas artes para engrosar sus ejércitos, pero estos seres indican un posible cruce de razas que sobrepasa toda maldad: hombres y orcos.
Regar volvió a quedarse abstraído como en la ocasión anterior, aunque esta vez reaccionó más rápido.
- Vaya barbaridad, es de locos, sin duda, pero con qué fin me pregunto.
- Soportar mejor la luz del sol, mejor apariencia, mayor altura, etc., hay muchas razones creo yo. En Mordor hay trols capaces de soportar la luz del sol, por ejemplo. Lo extraño es encontrar a sus vasallos tan lejos de la Tierra Oscura, a menos que Sauron tenga algún aliado por estos lugares. Esto sería preocupante en verdad, sobre todo porque habría pasado desapercibido incluso para el sabio Saruman, que domina la zona próxima al paso de Rohan.
- Y, ¿Para que crees que vinieron?
- No estoy seguro querido enano, imagino que por el anillo; cómo supieron que lo llevaba tu abuelo y dónde estabais, no lo sé. La historia de los anillos no ha sido muy estudiada, sin embargo existen documentos de sus paraderos pasados, tal vez dichos escritos obren en su poder y sepa que la casa de Danârir poseía uno de estos anillos.
En ese momento Farwin dejo de hablar y se paró en seco. Colocó su mano derecha extendida encima de la frente como para mirar a lo lejos, una sonrisa se dibujo en su ahora más que hermoso rostro.
- Parece que las respuestas acuden a nuestro encuentro, ¡Mirad! - gritó la elfa a sus adelantados compañeros- humo, y no demasiado lejos.
- Para mí es demasiado lejos, sobre todo ahora que anochece – dijo Bilmos aguzando la vista.
- Si apretamos el paso podemos tomarlos por la noche mientras duermen. – comento Lendor con una cara que mostraba dudas. Era un hombre muy reservado y, a menudo, inseguro. A los catorce años recibió la profecía de que lucharía en la batalla más importante de esta edad, pero que la oscuridad se cernía sobre el resultado de su suerte en la misma. Esto le había convertido en una persona introvertida y agorera, a diferencia de su amigo Bilmos, siempre positivo, decidido y alegre.
Tras dos horas de fuerte carrera llegaron a una llanura rodeada de varias colinas, a mitad de camino hacia el Vado de Sarn. De allí era de donde procedía el humo. Se apostaron los cuatro en una colina al norte de la llanura con un frondoso árbol en la cima y observaron hacia abajo. Alrededor del humo procedente de una fogata, que aportaba una tenue luz al campamento, estaban unos veinte semiorcos acostados alrededor del fuego, dos de ellos permanecían sentados vigilantes. La llamada de los grillos y el crepitar de la hoguera eran los únicos sonidos que rompían el silencio reinante. En el lado sur del círculo de durmientes se encontraban unas bolsas y baúles; uno de los vigilantes junto a ellos miraba su cimitarra desenvainada a punto de dormirse.
- El anillo debe estar en uno de esos baúles, ¡Vamos a por ellos! - dijo Bilmos haciendo ademán de incorporarse y con un intenso brillo en los ojos.
- No podemos salir corriendo como dementes y acabar con todos ellos, mejor utilicemos el sigilo y la cautela- contestó el otro montaraz con una furibunda mirada a su amigo.- Algún día comprenderás que la batalla no es el fin del guerrero, sino el último recurso.
- Tu siempre estas con lo mismo, Lendor, son criaturas inmundas y cobardes, están durmiendo, entre que se levantan y se arman habremos matado a la mitad, el resto es pan comido. - increpó Bilmos desalentado como un niño pequeño al que no le permiten jugar con algo encontrado en el suelo.
- Yo estoy contigo amigo, mi hacha se impacienta y mis manos incluso más aún. - dijo Regar con una fuerte luz de furia en sus ojos marrones y una amplia sonrisa.
- Nada de eso, inutilicemos a los centinelas y luego saqueemos los baúles – comento Lendor en tono pausado intentando calmar los ánimos de sus compañeros- un flechazo certero al del centro del círculo y un asalto por la espalda al guarda de los objetos y podremos recuperar tranquilamente el anillo.
- Con un par de flechas creo que bastará – dijo Farwin sonriendo. Al decir esto se levantó despacio, cogió una flecha de su carjal, tensó el arco, respiró profundamente, apuntó un segundo y disparó; parecía que el tiempo se había detenido; el proyectil salió con una fuerza increíble, voló recta y se clavó en la garganta del vigía del centro y antes de que la flecha hubiera matado al primer semiorco, la elfa ya tenía otra apuntando al otro guarda, que se encontraba bastante más lejos, soltó la mano derecha disparando de nuevo, esta vez atravesando el ojo del enemigo despierto que faltaba.- Bueno, ya está, no hay nada de viento, así que ha sido relativamente fácil - dijo la elfa como para quitarse merito.
Los demás apenas tuvieron tiempo de mirarla cuando los semiorcos ya se desangraban en el suelo, ahora permanecían boquiabiertos y llenos de admiración hacia su compañera.
- Acabemos el trabajo – dijo Lendor levantándose.
- Regar y yo buscaremos el anillo, quedaos vosotros por aquí para socorrernos en caso de emergencia - dijo Bilmos al tiempo que levantaba al enano del suelo.
- Yo me subiré al árbol, estoy más cómoda – dijo Firwan, y como una ardilla se subió a una de sus ramas que apenas notó el peso de su ligero cuerpo.
Bilmos y Regar se acercaron a las posesiones orcas. Regar se hizo a un lado, vigilando que nadie se levantara. Bilmos se aproximaba al primer baúl cuando pisó algo que produjo un sonido crujiente. El semiorco más cercano abrió pesadamente los ojos, pero antes de incorporarse un ápice, Regar le rebanó el cuello. La sangre salpicó al semiorco de al lado, que dio un ligero grito ahogado por la espada de Bilmos. Cinco criaturas se levantaron y comenzaron a chillar alocadamente. El campamento se sumió en el desconcierto absoluto. Regar y Bilmos hicieron una pequeña carga hacia ellas, tres no se habían armado todavía y cayeron rápidamente, con las otras dos, los metales de los combatientes chocaron.
Por el otro lado Lendor bajó corriendo sujetando su espada en alto con ambas manos y emitiendo un sonoro grito de guerra. Acabó con dos según llegó mediante sendas rápidas estocadas, después tenía a dos de los semiorcos atacándole con sus cimitarras, obligándole a luchar a la defensiva. Bilmos y Regar, espalda con espalda, bañados en la sangre de sus oponentes, daban buena cuenta de ellos; diez de estos ya estaban a sus pies mientras otros tres les hacían frente con más miedo que arrojo. Uno de ellos intentó atacar al enorme montaraz, que le esquivó rápidamente, en ese momento, el dúnadan buscó clavarle su espada, pero dejó su flanco zurdo sin protección y otro de los semiorcos consiguió causarle una profunda herida en el brazo izquierdo. No fue suficiente y Bilmos atacó lleno de rabia y confusión a sus enemigos rasgándole a uno el pecho y atravesándole al otro de lado a lado. Sin ambargo no se percató que, en su locura se había separado de Regar, que hacheaba al aire en solitario para mantener alejado a su oponente, entonces otro semiorco le atacó furtivamente por la espalda con la cimitarra en alto. El golpe, que habría significado la muerte del enano, no se produjo, ya que en ese preciso instante Farwin decidió comenzar a ayudar a sus camaradas y una de sus flechas se clavó en la espalda del abyecto atacante. Otro de sus disparos lo destinó a igualar un poco la lucha de Lendor, que tenía a cuatro enemigos atacándole. Bilmos se apresuró en su ayuda mientras que Regar se secaba el sudor sentado sobre los dos últimos cadáveres de su lado y riéndose a pierna suelta de su destreza con el hacha.
Estaban dos contra cuatro, el primero atacó a Lendor, que esquivó con maestría para luego asestar el golpe de gracia sobre el costado derecho del semiorco. El segundo y el tercero sufrieron la rapidez de mano de Bilmos que sesgó la cabeza de uno y el brazo del otro. Ante tal espectáculo, el cuarto salió corriendo. Estaba descansado, ya que fue de los últimos en incorporarse, y a los pocos segundos ya les sacaba una buena distancia a los dos montaraces, exhaustos como estaban.
- ¡Farwin, ayuda! – gritó Lendor jadeante señalando con el dedo índice de su mano derecha al orco y mirando a la elfa con sus ojos grises.
Farwin saltó del árbol, tomó aire y disparó una flecha que fue directa al hombro del corredor, éste no paró y se alejó más. La elfa se deslizó rápidamente colina abajo, cogió una nueva flecha y la lanzó, acertando en el muslo del semiorco, que cayó estrepitosamente al suelo lleno de dolor. Al poco llegaron los montaraces y le zarandearon.
- De donde sois sucia rata – preguntó con ira Bilmos con su brazo izquierdo rezumando sangre-. A donde os dirigíais.
El semiorco le escupió en la cara y comenzó a reírse. ¡Iros al cuerno! Repetía.
- Allí te enviaremos tras la mayor de las torturas si no hablas –dijo Lendor moviendo la flecha del muslo. Los gritos eran ensordecedores.-. ¡Habla, asquerosa alimaña!
- ¡Ahhh! Venimos de las Tierras Brunas a por un objeto – balbuceó entre lloriqueos la criatura-. No sé nada más, lo juro.
- La palabra de un orco no tiene valor alguno. – dijo Regar incorporándose a la conversación - He buscado en los baúles y no hay rastro de mi anillo, ¿Dónde está?
Bilmos apretó más la flecha del hombro- Está bien, ahggg, se la llevaron los demás, la carga se la llevaron los demás, sólo somos la retaguardia, Gathur, ahggg, si a él se la llevaron, os hechizará si os oponéis a él, os convertirá en cerdos asquerosos, que es lo que merecéis, ahggg.
- ¿Quién es Gathur? ¿De donde es?- Preguntó Bilmos.
No hubo respuesta ya que el prisionero murió finalmente por la pérdida de sangre. La compañía se miró sin saber que decir. Pensaban que ya tenían cumplida su misión al dar caza a los semiorcos, pero la realidad los embarcaba en un viaje hacia tierras desconocidas para todos ellos. Las Tierras Brunas estaban gobernadas por hombres, los dunlendinos, enemistados con los rohirrim por antiguas rencillas. Cirion, senescal de Gondor, les concedió Rohan como pago a su lealtad y auxilio en tiempos de guerra y expulsó a los dunlendinos, que por entonces era un pueblo casi extinguido, al otro lado del río Isen.
- Nos deben llevar mucha ventaja – comentó Lendor apesadumbrado - confiaba en que fueran despreocupados, pero parece que era un plan muy elaborado. Creo que jamás les alcanzaremos. Tal vez sea mejor volver para informar a Abârmil y a Gildor, algo preocupante ocurre por las Tierras Brunas.
- Yo no pienso darme por vencido querido Lendor, no señor, de ninguna manera. – dijo Regar con tono recriminatorio.
- De cualquier manera no podemos dar un paso más hasta mañana, dado el agotamiento de todos, así que descansemos y curemos nuestras heridas. – fue la respuesta conciliadora de Bilmos.
Todos estuvieron de acuerdo y se acostaron en una zona resguarda y alejada del campo de batalla, es decir fuera del horrendo hedor del campo de batalla.
La aventura no había hecho más que empezar, ellos tenían que elegir entre continuar y buscar la gloria o volver a casa dejando a otros el peligroso cometido, pero esto es otra historia y está escrita en otro lugar.

Por otra parte, tal y como decía Lendor, los semiorcos les llevaban mucha ventaja y conocían perfectamente el camino que debían seguir. Se habían criado por esos parajes, por lo que llegaron a su destino sin problemas atravesando las Montañas Nubladas por un camino secreto debajo de las mismas que daba al norte del Paso de Rohan. Se dirigieron hacia la fortaleza de Gathur y una vez allí le entregaron el anillo al misterioso hechicero, que al verlo se le iluminaron los ojos de codicia. Salió al balcón de la habitación con el objeto puesto en el dedo corazón de la mano derecha, el viento agitó su túnica que relucía en muchos colores mientras su larga melena y barbas blancas bailaban en el aire. Su otrora buen corazón se regocijaba en los males futuros que planeaban por su mente, y allí, en el balcón de una gran torre de roca oscura adornada con numerosas ventanas que en tiempos remotos construyera el pueblo de Numenor, dijo a uno de sus sirvientes con una sonrisa en la cara:
- Id a buscar a Radagast, decidle que Saruman necesita que lleve un mensaje a un amigo común.


Capítulo 2: Viaje a lo Desconocido

Cinco horas después de la cruenta batalla se despertaron bajo una constante llovizna caída desde un cielo blanco grisáceo que no dejaba pasar ni un rayo de sol. No parecía un día esperanzador, pero el descanso les había devuelto la fuerza a los músculos, y esto bastaba para que los cuatro compañeros Lendor, Bilmos, Regar y Farwin prosiguieran con la búsqueda del anillo enano. Decidieron hacer un fuerte desayuno, debido a la dura jornada pasada y la que estaba por venir, después recogieron las cosas y comenzaron el viaje hacia las Tierras Brunas.
Los prados verdes iban integrándose en el paisaje poco a poco a cada paso que daban hacia el sur, los árboles también aumentaban en número y la cara de Farwin se volvía visiblemente feliz para sus compañeros.
Habían avanzado bastante y la lluvia no daba visos de cesar, incluso se hacía más intensa con el discurrir del tiempo. Era ya por la tarde y no podían encontrar rastro alguno de los semiorcos. Proseguían marchando en la misma dirección sin la certeza de que fuera la adecuada y los ánimos, por la mañana exultantes, ahora se convertían en desesperación.
- ¡Grrr! Dichosa lluvia- gruñó Regar- me estoy empapando hasta los huesos. Como continuemos mojándonos, nos van a pesar tanto las ropas y la mochila que nos arrastraremos en lugar de caminar.
- Mientras no enfermemos no dejaremos de perseguir a nuestros enemigos mi gruñón amigo, o ¿Acaso crees que ellos van a esperarnos?- increpó Bilmos- Quién no pueda seguir que se vuelva a su casa de piedra.
- Las enfermedades son más propias de hombres como tú y Lendor, querido Bilmos –dijo Regar con una sonrisa en la cara-, no de los enanos, pero tienes razón, antes muerto que abandonar la herencia de mi familia en manos tan viles y, a saber con que maliciosos designios.
- Tiene algún tipo de poder ese anillo –preguntó la bella Farwin al enano con su melodiosa voz, propia de los elfos.
- No, que yo sepa, a decir verdad apenas lo había visto dos veces en mi vida antes de la emboscada. Mi abuelo lo guardaba de todas las miradas, a veces lo cogía entre sus manos y cuando le pedía que me lo mostrara solía decir “el tesoro que no ves, no desearás poseer” y se lo metía rápidamente en el bolsillo interior del abrigo.

El viaje se hacía más penoso a cada hora, la comida estaba casi agotada y, tal y como predijo Regar, las mochilas aumentaban de peso continuamente con la incesante lluvia. Únicamente Farwin permanecía erguida, ya que su equipaje era muy pequeño, los demás caminaban encorvados y con la cabeza gacha. Por su aspecto no podrían continuar mucho tiempo así, estaban necesitados de un golpe de suerte, que no tardaría en aparecer.
Un tiempo después de la comida llegaron a la cima de una colina, donde pudieron ver que del otro lado había una granja situada a la derecha del camino; el establo, parte de la fachada de la casa y en especial el granero estaban quemados. En un montón, varios animales yacían calcinados en el suelo. Un hombre de avanzada edad intentaba limpiar aquel espectáculo dantesco. Era alto y robusto aún, de cabellos canosos y barba de varios días, vestía unos pantalones marrones, camisa oscura y chaqueta de lana roja un tanto ennegrecidos. La compañía se acercó colina abajo hacia el hombre, Lendor iba en cabeza.
- Perdone, buen hombre, ¿Qué ha ocurrido aquí?
- Un asalto, señores, un maldito asalto en toda regla –dijo el hombre con voz compungida-, ni siquiera me dieron tiempo a salir de la cama cuando ya estaban incendiando el establo y el granero y robándome los animales, ¡Qué desastre, espadas y antorchas en alto, risas y gritos, fue pavoroso, ahora que hago yo, explíquenme, la cosecha destruida, casi todos mis animales muertos o robados, que será de mí!
- Le vendría bien cuatro manos fuertes –intervino Bilmos- al menos para arreglar el desbarajuste.
- Tenemos una misión que cumplir camaradas –dijo Farwin con semblante altivo.
- La misión puede esperar, quizás este buen hombre nos cobije si le ayudamos –comentó Regar, la simple posibilidad de dormir bajo techo le había devuelto el brillo a sus ojos.
- Me serían de gran ayuda, grandes señores, usted –dijo el hombre dirigiéndose a Farwin- puede entrar en casa con mi esposa, se llama Herela, yo soy Geonte, un placer.- Al decir esto se inclinó en una reverencia y una sonrisa de oreja a oreja.
Tras las presentaciones comenzaron el trabajo. Geonte y el fuerte Bilmos apilaron todos los animales muertos y los incineraron mientras Regar y Lendor construían una cerca de madera donde meter a los supervivientes, dos vacas, tres cerdos, dos gallinas y dos caballos. Después retiraron, entre todos, los escombros del establo y del granero y reforzaron aquellos pilares que se vieron afectados por el incendio. Levantaron un parapeto que pudiera tapar de las inclemencias del tiempo a los pobres animales y recogieron algo de leña para alimentar la hoguera hogareña.
Cuando terminaron, los cuatro se dirigieron al interior de la casa. Tras la puerta se escondía un amplio pero acogedor salón, a la izquierda estaba decorado con dos sofás de color verde oscuro y un gran sillón marrón ribeteado con varias tonalidades verdes enfrente de una chimenea donde crepitaban las últimas briznas de madera al fuego; una alta estantería de madera de roble y llena de libros ocupaba la pared del fondo; mientras que a la derecha de la puerta estaban preparadas dos mesas juntas para albergar a los hambrientos invitados. Una bonita alfombra de múltiples colores avanzaba hasta el otro lado de la casa dejando a su diestra un pequeño baño y la escalera al piso de arriba y a la siniestra una coqueta cocina donde Herela y Farwin, que hablaban amistosamente, ya tenían casi lista la cena. Los llevaron previamente a los dos cuartos de baño de los que disponía la casa, allí pudieron relajarse dándose un revitalizador baño caliente y enfundándose en ropajes secos y limpios. Una vez dispuestos los comensales, la mujer de la casa sirvió la cena: sopa caliente de poyo, cerdo guisado, huevos, pan, fruta, queso y cerveza, un manjar para los viajeros, que apreciaron como el mejor de los banquetes de la casa de Elrond.
- Menuda cerveza Geonte, esto es el paraíso – dijo Regar después de probar un sorbo, y antes de beberse el reto del vaso de un trago.
- Has dicho que los autores del incendio eran una especie de orcos, ¿Verdad? - pregunto Lendor -. ¿Cuántos eran? Y, ¿Hacia dónde fueron?
- Si, si, semiorcos, como maese Regar les denominó antes, eran bastantes, veinte o más diría yo, tenían un aspecto horrible, piel negruzca, ojos saltones,…, muy desagradables sin duda. Sobre la dirección que tomaron, hmmm, las Tierras Brunas, creo, me imagino que pasen por Tharbad. Un poco más adelante se encuentra la capital, de allí soy yo, sabéis, mi hermano Gilmar regenta allí una posada, si le decís que vais de mi parte os tratará muy bien y os dará más de esta cerveza, amigo Regar – el enano soltó una fuerte carcajada- a parte de ricas vituallas y lugar de descanso, aquello es un lugar peculiar, la gente es un tanto seca y reservad…
- Como te dije antes – interrumpió suavemente Lendor antes de que Geonte se fuera por las ramas, muy habitual en él, como habían comprobado durante la tarde -, nos han robado algo que deseamos recuperar y sin caballos creo que ya no les alcanzaremos nunca.
- En eso no puedo ayudaros, queridos amigos, si queréis os presto uno para cargar el equipaje, algo os aliviará, está muy bien alimentado e incluso os podéis turnar para ir sobre su lomo, aguantará perfectamente, ya habéis visto que tengo sólo dos caballos y uno lo necesito para que me ayude en la siembra. Cuando lleguéis donde mi hermano, se lo dejáis y él ya me lo devolverá, dentro de bastante, estoy convencido, ya que no suele venir muy a menudo a visitar a su viejo hermano, un desagradecido es lo que es, con lo que he hecho por él, sabíais que yo le regalé su posada, pues así es, y como me lo pag…
-Tranquilo amigo – dijo Bilmos- el caballo, aunque no colma nuestros deseos, es bastante, miles de gracias querido anfitrión.
Continuaron conversando un rato mientras fumaban en unas pipas que Geonte les entregó como regalo. Hablaron sobre los extraños sucesos que se cernían sobre Eriador, con orcos bajando de las montañas y viajeros del sur por doquier, lo que preocupo bastante a Geonte “La inestabilidad no es buena para los negocios, dijo, y la necesidad puede sacar lo peor de un hombre “. Charlaron también sobre historias de juventud, entre las que destacó Regar contando aquella vez que con unos candorosos veinte años quiso impresionar a una hermosísima enana, mayor que él, regalándola una fabulosa joya que, según su sabio abuelo Dirlam, se encontraba en una profundísima cueva en la cara norte de la Montaña Solitaria. Para llegar a ella había que cruzar un laberíntico pantano y escalar por un sendero tan ancho como dos pies de hobbit, asimismo la entrada estaba custodiada por una pareja de trols gigantescos. Estos peligros no hicieron más que afianzar su resolución para conseguir dicha joya, “cuanto más difícil sea la empresa, mayor será la gloria”, esa era su máxima. En el camino encontró una impracticable ciénaga de hedor insoportable que tardó día y medio en atravesar, un amplio sendero que circundaba completamente la montaña una y otra vez que le llevó dos días enteros recorrerlo y una cueva de apenas ocho metros de profundidad donde halló una inscripción grabada en piedra que decía: “La joya más maravillosa que existe es tu cerebro, pues él te permitirá alcanzar todas tus metas, ¿Por qué atravesaste el pantano pudiendo rodearlo?¿ Como iban a sobrevivir dos trol en la cueva si la única vía de salida por la que ir en busca de comida es tan ancha como dos pies de hobbit? Además, todos saben que soy el mejor joyero que existe, así que si querías una joya fabulosa, no tenías más que pedírmela, tu abuelo, Dirlam”. No pudo deshacerse del fétido olor hasta pasados dos meses, de la enana se olvidó a los tres días.
Luego de reírse y entretenerse como si fueran viejos amigos se acostaron en unas improvisadas camas que Herela había preparado en el salón cerca de la ahora llameante fogata de la chimenea. Regar y los dúnedain durmieron a pierna suelta tras la copiosa comida. Farwin, por su parte, se revolvía en la cama sin poder conciliar el sueño. Se sentía triste, los recuerdos le vinieron a la mente y sabía por qué; aquel lugar le parecía perfecto y pensaba que jamás podría llegar a vivir de aquella forma, una alegre familia alejada del resto del mundo viviendo en felicidad. Una fría lágrima baño su mejilla derecha llegando hasta la almohada.

A la mañana siguiente los cuatro viajeros se levantaron temprano y, tras un “frugal” desayuno compuesto de abundante pan con mantequilla, queso, pastelillos y leche se despidieron largamente de sus anfitriones. En verdad aquella separación les entristeció, en especial a Regar, - ¿Cuándo volveremos a dormir bajo techo? A saber lo que tardamos en llegar a la capital, ¡Y lo que tardaremos en beber una deliciosa pinta!- suspiraba mientras se alejaban por el camino.
- Volved cuando queráis – les gritó Geonte desde el porche de su casa agitando la mano derecha en señal de despedida y abrazando a Herela con la zurda. Ella los despidió con su mirada alegre y su pequeña boca esbozando una agradecida sonrisa, pero con los brazos cruzados sobre su pecho, el frío volvía a aparecer.

Habían pasado varias días desde su partida, iban hacia el sureste, pero el tiempo, más allá de mejorar, parecía volverse más severo a cada instante. Estaban ataviados con los ropajes más gruesos que tenían en el equipaje pero, aún así, el frío atravesaba sus músculos y huesos, ni siquiera el ritmo rápido que llevaban, ni las constantes subidas y bajadas del camino les hacía entrar en calor. El alcohol que llevaban se estaba agotando y el miedo a enfermar comenzó a hacerse presente entre los miembros de la compañía, salvo en la elfa que, como tal, no podía enfermar.
Lendor sabía que no podían continuar de ese modo mucho tiempo más y que se morirían de frío por la noche a no ser que hicieran una hoguera, pero ningún árbol encontraba a la vista. Por ello a menudo se acercaba a Farwin y le preguntaba sobre cualquier mancha lejana que pareciera un bosque, la respuesta de la elfa siempre era negativa. Estaban cerca de la frontera de las Tierras Brunas marcada por el río Gwathló o Aguada Gris, la vegetación volvió a desaparecer casi por completo y no había lugar alguno donde refugiarse.
Sucedió que, justo cuando el cansancio se hizo presa de todos ellos y la noche ya les rodeaba, Farwin se adelantó con una pequeña carrera, casi sin tocar el suelo como es propio entre la hermosa gente, hasta lo alto de la colina que tenían delante. El resto se quedaron a un lado del camino donde pensaban hacer noche, Regar y Bilmos incluso ya se habían sentado espalda contra espalda agotados. Lendor, inquieto, permanecía erguido observando a la elfa. Después de unos pocos minutos apareció corriendo colina abajo y les dijo que había visto una pequeña columna de humo a unos cuantos kilómetros de distancia hacia el noreste.
- Creo que debemos continuar y comprobar ese humo- dijo Lendor-, temo que si nos quedamos aquí alguno no despierte o lo haga en un estado tan desastroso que sería imposible continuar la misión.
- Somos fuertes Lendor, amigo mío- contestó Bilmos- yo me he criado en las montañas, a la intemperie bajo el frío de nieve de las Montañas Nubladas, puedo soportar la noche, pero no una larga caminata tras los esfuerzos de este día. Además, partiendo de que logremos llegar allí, ¿Qué nos asegura un buen recibimiento? Quizás sean los semiorcos y no creo que nos dejen sentarnos junto a ellos delante del fuego a cambio de que Farwin les entone una canción.
- Es una situación complicada, sin duda- comenzó Regar mesándose la barba tras haberse incorporado-, los enanos somos resistentes, al cansancio y a la enfermedad, pero yo no estoy acostumbrado a estos viajes fatigosos, aún así acabas de encender mi corazón nombrando a los asesinos de mi abuelo Dirlam, la ira podría salvarme en tal caminata, no deseo perderlos de nuevo.
- Si preferís intentarlo, iré- interrumpió Bilmos-, aunque luego no digáis que no lo advertí.
- Únicamente resta el voto de nuestra compañera, ¿Qué dices Farwin, descansamos a riesgo de perecer o buscamos apurar nuestras fuerzas?- pregunto Lendor.
- La gloria es para los valientes y los locos - respondió la elfa con una sonrisa -, ningún héroe ha sido considerado como tal siguiendo un camino de rosas, el sufrimiento es parte inseparable de toda aventura y, cuanto mayor sea éste, mayor será el posterior reconocimiento, vayamos hacia el humo.
- Tus palabras me animan y me infunden coraje, corramos entonces amigos- gritó Bilmos- sabéis que a temerario no me gana nadie.
- Pues en mí- dijo el dubitativo Lendor- no ha dado el mismo resultado, pero sigo pensando en seguir, vayamos pues.
De esta forma decidieron continuar, cargaron las mantas que tenían sobre los hombros encima de la grupa del caballo y comenzaron a correr guiados por la elfa. Tras subir una colina el camino era ahora llano muchos kilómetros en adelante, ya se divisaban los picos más altos de las Montañas Nubladas. El humo se acercaba rápidamente y pudieron ver que provenía de los lindes de un gran bosque cercano al Aguada Gris.
- Al menos, si no me quieren oír cantar, podremos hacer una hoguera para nosotros mismos- comentó cáusticamente Farwin.
- Pues a mí si que me gustaría escuchar alguna canción- contestó Regar.
Decidieron desviarse un poco al norte para poder acercarse a través del bosque al campamento sin ser vistos. Dejaron al caballo con el equipo amarrado a un árbol y tras dos horas de dura carrera entre los árboles, se encontraban a unos setenta metros de la zona del fuego, se quedaron boquiabiertos al ver que se trataba de un campamento militar. No había duda, los hombres allí presentes lucían, aunque de aspecto rancio y de escasa calidad, armaduras y yelmos, espadas cortas y lanzas, arcos y flechas, unos vigilaban, otros se entrenaban en la lucha cuerpo a cuerpo y otros hacían tiro al blanco entre las sombras de la noche.
Farwin miraba pensativa, absorta en ideas propias; Lendor y Bilmos se miraban atónitos sin saber que hacer o que decir; y Regar por su parte se levantó de los arbustos donde permanecían ocultos y se encaminó al encuentro de uno de los guardias.
-¡Enano insensato!- dijo Bilmos al tiempo que agarraba a Regar por el cuello trasero de la camisa y lo arrastraba de nuevo al escondite- ¿Quieres que te ensarten con una lanza o una flecha como a un conejo?
- Es un campamento militar, todos los países tienen muchos de estos- contestó Regar enfadado mientras se colocaba la camisa-, nosotros no somos enemigos, puede que nos ayuden, no tenemos mejores opciones.
- Es posible- dijo Lendor-, pero no es muy normal que los campamentos se coloquen tan alejados de las ciudades y sus ojos, fuera de sus propias fronteras y entrenen incluso de noche. Aquí se esconde algo más, estoy seguro. Los dunlendinos llevan años de rencillas con los rohirrim, un pueblo bueno y sincero, mi padre habitó entre ellos hace mucho, cuando Thengel era el rey de la Marca. El odio de los hombres de las Tierras Brunas es tan antiguo como la historia de los rohirrim en este lugar del mundo, desde que vinieron del oeste del Bosque Negro, cuando todavía era verde, en auxilio y salvación de Gondor.
- Parece mentira- intervino Bilmos-, estoy seguro que hay tan buena gente entre ellos como nuestro amigo Geonte, sin embargo ahí les ves, preparándose para matar o morir.
- No es Sauron el único capaz de hacer mal en la Tierra Media, al igual que tampoco lo era Morgoth en su tiempo- dijo Farwin despertando repentinamente de su estado de trance-. La codicia de los hombres existirá siempre, y esa los enanos la conocen bien, la envidia del vecino, incluso del amigo, ha sido causante de numerosas guerras.
La cara de Regar se endureció al oír el comentario.
- Nuestro pueblo también vivió batallas entre hombres, más aún, entre hermanos- replico Lendor -, espero que algún día dejemos de luchar entre nosotros, hay suficientes orcos y demás criaturas malvadas como para que hombres maten a hombres.
Mientras hablaban no se percataron que un grupo de diez dunlendinos se les acercó por la espalda. Al situarse a unos pocos metros, Bilmos se dio cuenta y avisó silenciosamente a sus camaradas, pensaban que serían batidores de regreso, por lo que decidieron arrastrarse un poco hacia el campamento para justo antes de llegar torcer hacia el interior del bosque, donde podrían esconderse mejor. Pero, en el momento de escapar, se dieron de bruces con otros ocho soldados armados con arcos que les esperaban formando un semicírculo, al darse la vuelta los diez de la retaguardia estaban a escasos metros con las espadas desenvainadas. No había escapatoria, así que no sacaron las armas para no empeorar la situación. Éstas se las fueron arrebatadas por la compañía de dunlendinos, que les llevaron directos al centro del campamento.
No dijeron nada, tan solo les colocaron enfrente de una tienda de campaña más grande que el resto. Uno de los soldados entró en la tienda y un minuto después apareció un hombre bajo pero corpulento y de bastante edad, los miro de arriba a abajo con la mirada torcida, escupió al suelo y se dirigió a ellos con voz ronca y malsonante.
- Mi nombre es Tourim, ¿Quiénes sois vosotros?
- Somos viajeros extraviados noble señor, mi nombre es Lendor, él es Bilmos, él es Regar y ella Farwin, no buscamos problemas, sólo un refugio donde descansar nuestros entumecidos y congelados músculos.
-Los que espían tras los arbustos no son personas de fiar- inquirió duramente Tourim-. ¿De dónde venís y a dónde vais?
- Venimos de Eriador camino de Tharbad, no teníamos madera y nos estábamos congelando cuando vimos su humo en lontananza, sólo buscábamos un poco de calor, señor, se lo aseguro.
- Lo que dices puede ser cierto pero, ¿Qué hacen dos hombres, una elfa y un enano juntos? Jamás imaginé algo similar si las historias son ciertas.
- Lo son, señor, aunque nuestros asuntos son solo nuestros - dijo Regar lo más cortes que pudo.
- Lo que hagas por estos dominios son nuestros asuntos, maese enano, ¡Hablad os digo!
- Perdonad a mi amigo buen señor- dijo Lendor poniéndose entre Tourim y Regar -, venimos buscando a un grupo de semiorcos que nos atacaron kilómetros atrás, no íbamos juntos, pero el destino nos unió, si nos presta algo de ayuda le estaríamos ampliamente agradecidos, señor de estos parajes.- Lendor arriesgo al decir esto ya que los semiorcos se dirigían hacia esas tierras, por lo que podrían tener el consentimiento de aquellas gentes, pero pensaba que unos semiorcos no serían bien recibidos en ninguna parte.
- Una compañía de más de veinte mediorcos pasaron hace unos días hacia el Vado, un informador nos ha dicho que se dirigen a las montañas, os llevan mucha ventaja, no creo que podáis alcanzarlos salvo que den la vuelta en vuestra búsqueda, además, si los cogéis que haríais con ellos ¿Matarlos?- dijo Tourim con una sonrisa de oreja a oreja mientras los guardias se reían.
- O algo peor –replicó Bilmos intentando aparentar dureza- un grupo de orcos no nos asustan, ya matamos a su retaguardia, unos veinte eran y aún así cayeron como las ratas que son.
- Si es verdad, es toda una hazaña- contestó más relajado Tourim -. Pasaréis aquí la noche, mañana partiréis.
- Perdone que le pregunte pero, ¿Qué son esos semiorcos?- preguntó Lendor.
- Nadie lo sabe con certeza, aparecieron hace unos años del sur de las montañas, cerca del Vado del Isen. En un principio eran muy pocos, pero con el tiempo se van haciendo cada vez más numerosos. Nuestro pueblo tiene buenas relaciones con ellos, nos venden caballos y armas a cambio de comida, nosotros no nos entrometemos en sus asuntos, ni ellos en los nuestros. Lo más extraordinario es lo diferentes que son unos de otros. Hay algunos que podrían pasar casi como hombres de los nuestros, en cambio otros son iguales a los horribles orcos. Su auge coincide con nuestro declinar numérico, muchos pensaron que había algo raro en todo ello por lo que nuestros líderes fueron a hablar con Saruman en una de sus visitas a la capital. Él es muy sabio y muy poderoso, consejero de nuestro rey. Nos dijo que no nos preocupáramos y así lo hicimos.
Se sentaron alrededor del fuego, donde recibieron algo de comida, comida de ejército desde luego, Regar no quedó muy satisfecho, mientras que Farwin apenas lo probó. Luego se acostaron tranquilamente y ni se percataron de que cuatro guardias los vigilaban atentamente. El sueño fue profundo para todos, excepto, una vez más, para Farwin, esta vez por causas muy diferentes, no le parecía normal la existencia de esos semiorcos, pero lo que era más preocupante es que el gran Saruman no le diera importancia y que ni siquiera hubiese informado a los miembros del Concilio de estos irregulares sucesos.
A la mañana siguiente les devolvieron las armas y tras un breve desayuno fueron llevados de vuelta ante la tienda de Tourim. Allí éste les dijo que estaban de maniobras, ejercicios rutinarios dijo exactamente, algo que los cuatro viajeros no creyeron ni por un momento. Los orientó hacia Tharbad y ellos le respondieron con multitud de gracias. A los pocos minutos estaban de camino.

Fueron bordeando el Aguada Gris en dirección suroeste. El camino era muy abrupto e irregularmente trazado, pero al menos había muchos árboles y vegetación, a diferencia del paisaje desolador que habían tenido en los días anteriores. Además podían economizar sus ya escasos alimentos, ya que podían cazar sabrosos venados que correteaban tranquilamente por sus alrededores o pescar suculentos peces del gran río. La marcha era lenta pero las energías permanecían altas con el paso de las horas, Farwin estaba encantada de volver a los bosques, aunque éste solo tenía un kilómetro de ancho a cada orilla del Gwathló. A menudo se paraba a escuchar las plantas, el agua, los árboles y los animales, tal es el íntimo contacto que los elfos tienen con la naturaleza. Por su parte Regar refunfuñaba en bajo continuamente, se alimentaba mejor que por las estepas de jornadas pasadas, pero ese paisaje tampoco lo atraía demasiado y no hacía más que pensar en volver a sus estancias de las Montañas Azules, en recuperar el anillo de su abuelo y en averiguar si tendría algún poder especial que le hiciera poderoso entre los suyos, veía tan lejos cumplir esos deseos que se enfadaba cada vez más. Los montaraces caminaban contentos, reconocían el ignoto terreno; buscaban pistas en la hierba o en el barro y las discutían intentando mostrarse más avezado que su compañero, “Si Abârmil estuviera aquí me daría la razón”, se repetían el uno al otro; también se dedicaban a escrutar atajos entre la maleza y cazaban alegres compitiendo entre ellos, por ahora ésta estaba siendo la mejor parte del viaje.
Habían recorrido muchos kilómetros y, según les había dicho Tourim, Tharbad debía estar ya muy cerca. Eran las primeras horas de la tarde y decidieron descansar un rato y comer algo cerca de la orilla del río. Como era ya habitual Regar comenzó a encender un pequeño fuego, Farwin se sentó apoyando su espalda contra un árbol, esta vez un fresno, y Lendor y Bilmos fueron a pescar algo. Al llegar justo al río vieron cuatro gruesas estacas de madera de unos treinta centímetros clavados en el suelo, comenzaron a inspeccionar el lugar y se dieron cuenta que había bastantes pisadas de varios días atrás. Las huellas estaban hechas con botas de hierro. Alrededor encontraron dos árboles de estrecho tronco cortados con hacha, probablemente para hacer una buena fogata, se dijeron el uno al otro. Una vez hechas estas averiguaciones se dirigieron a contar las noticias a sus compañeros.
- Las huellas, ¿Eran de pie grande o pequeño?- pregunto Farwin.
- Pequeño comparado con los míos, pero mediano comparado a los hombres comunes - respondió el gigantesco Bilmos con una sonrisa de complacencia en el rostro -. Se lo que piensas, pero pueden haber sido hechas por nuestros semiorcos o por los soldados dunlendinos, tienen un tamaño similar. El calzado es de hierro, así que no pueden haberlo hecho viajeros corrientes, sino guerreros uniformados. Además hay muchas, lo que supone un grupo grande.
- No creo que haya forma de adivinar cual de los dos grupos estuvieron aquí acampando- dijo Regar cabizbajo -, a menos que encontremos algún objeto caído, los trajes de guerra de los semiorcos y de los dunlendinos son muy diferentes.
- Tienes razón - intervino Lendor - buscaremos un poco más, incluso hacia el oeste, a ver si encontramos algo que nos aclare el misterio. Los orcos pueden haber tomado este camino para no toparse con mirones.
- Pero Tourim dijo que tenían buena relación con ellos- comentó Farwin-, ¿Para qué iban a esconderse si no es necesario?
- ¿Y si hubieran sido los soldados?- preguntó Regar- ¿Qué sentido tendría?
- No creo que hayan sido los soldados- dijo Farwin-, las estacas están para amarrar barcas que permitan llegar al otro lado ¿No?- los demás asintieron con la cabeza atentos a lo que iba a decir- Entonces, los soldados tendrían la barca a este lado, y aquí no hay nada.
- Tampoco al otro lado querida elfa- dijo Bilmos- podrían habérselas llevado consigo al campamento, aunque parece poco probable por su lejanía.
- Quizás ellos crucen más al norte, a la altura de su campamento- sugirió Regar- aunque no se con que propósito.
- Si lo hacen por ahí tendrán luego que volver a cruzar el Glanduin para llegar a las Tierras Brunas- intervino Lendor-. Esto es un rompecabezas muy desesperante. Vamos Bilmos, investiguemos para aclarar algunas dudas.
Farwin fue la encargada de conseguir comida, mientras Regar cuidaba de mantener el fuego y de las mochilas de todos y los dos montaraces batían el terreno entre la orilla del Aguada y los lindes del bosque. Tras hora y media de intensa búsqueda, Bilmos y Lendor aparecieron de nuevo. La elfa y el enano tenían un par de grandes conejos ensartados en sendos palos de madera dispuestos horizontalmente encima del fuego.
- Ya casi están listos- comentó Farwin mientras giraba los palos para que los conejos se hicieran por todos lados-, no veáis si me costó cazarlos, fue agotador. Bueno camaradas, ¿Qué habéis hallado?
Los dúnedain los miraron suspirando, eran miradas de incomprensión, Lendor sacó dos objetos de sus bolsillos.
- Por todos los demonios- gritó Regar con los ojos saliéndose de su rostro- un cuchillo orco y una sandalia de hombre rota, esto es demasiado.
- Pues si, estamos como al principio- dijo Lendor taciturno al tiempo que se sentaba alrededor del fuego. Bilmos le imitó con la misma cara de aflicción.
- Tal vez no- intervino Farwin-, esto quiere decir que tanto hombres como orcos utilizan este camino. Quizás haya algo en Tharbad que todos prefieren evitar.
- Dado que no tenemos barcas, nosotros mismos lo comprobaremos en unas horas - dijo Bilmos -. Por ahora no podemos más que disfrutar de estos conejos, tienen buena pinta, desde luego - comentó relamiéndose los labios y echando mano de uno de ellos.
Después de comer se acostaron un rato y media hora más tarde ya estaban otra vez en camino. Continuaron bordeando el río corriente abajo llenos de dudas. Únicamente Regar se sentía un poco contento, probablemente por la negativa a cruzar el río en una barca construida por ellos mismos, según había planteado Farwin. “Prefiero andar sobre mis piernas que navegar dejando el bote a merced del río y sus maliciosos designios”, pensaba Regar. Los enanos no suelen ser muy amigos de las embarcaciones, y menos Regar, que había conocido a bastantes de los suyos que se ahogaron en las cercanía del Golfo de Lune, entre ellos a su hermano Runir, al que le encantaba pescar y un día decidió ir en bote a un famoso caladero escondido, de donde jamás regresó.

Dos horas y media de marcha y al fin llegaron, con la caída de la noche, a las puertas de Tharbad. Era una ciudad de hombres abandonada hace tiempo. Sus habitantes marcharon en su mayoría a las costas de Minhiriath cuando las huestes de Angmar iban a tomar la ciudad. Las casas estaban parcialmente derruidas por aquella guerra y el transcurrir del tiempo, y ennegrecidas, victimas de los incendios. De la muralla apenas quedaban veinte metros completos, no había puerta y las atalayas estaban en el suelo o encima de los edificios del otro lado del muro. La ciudad constaba de una larga calle principal que se bifurcaba en dos, muchos metros adelante, para volver a juntarse posteriormente formando una especie de isla en mitad de la ciudad. En dicha isla se erigía un gran edificio que debió hacer las veces de ayuntamiento. La guerra ocurrida tiempo atrás daba un aspecto siniestro a las casas y a los innumerables establecimientos que se sucedían junto a la carretera principal que, por el contrario, gozaba de un perfecto estado. No parecía una gran ciudad, sino el centro neurálgico de una región. Tal vez la mayor parte de la población vivía en las afueras y esta ciudad era donde vivían las autoridades y principales familias. Su lugar privilegiado hacía que en su momento de esplendor tuviera miríadas de viajeros al mes, lo que explicaba la gran cantidad de carteles de posadas y tabernas que aún pendían de las abandonadas paredes.
De repente comenzó a llover con fuerza y el cielo se oscureció de negro mortuorio arrebatando la posibilidad de ver más allá de tres metros. Un rayo en el horizonte vino a iluminar la larga avenida en la que los cuatro viajeros permanecían impertérritos ante la tormenta en ciernes mirando en derredor, aguzando la vista en busca de cobijo. El caballo se movía inquieto. Lendor comenzó a caminar hacia una casa con un amplio porche, sus compañeros lo siguieron en silencio alargando los brazos, casi tocándose entre sí para no perderse. La puerta estaba cerrada así que Bilmos se adelantó y la echó abajo embistiendo con su descomunal cuerpo. Amarraron al caballo a un poste dentro del porche para que no se mojara y entraron. La vivienda era pequeña, pero al menos mantenía intacto el techo, tenía todos los muebles rotos y esparcidos por doquier y las telarañas peleaban con el polvo para llenar de si mismas toda la estancia. Regar tomó varias patas de silla bajo el brazo y se acercó a la chimenea para hacer un fuego que mitigase el agarrotamiento muscular que padecían todos. Mientras tanto Lendor, Farwin y Bilmos trancaron la puerta, habilitaron un círculo alrededor de la chimenea y recogieron los cojines y almohadones que encontraron para acomodarse lo más posible. Fuera, la tormenta seguía degustándose en su poderío amedrentador atacando con rayos cada vez más numerosos y ensordeciendo la ciudad con sus gritos de trueno. Arremetía furiosa contra las ventanas, que vibraban a punto de resquebrajarse, golpeó con encono la puerta abriéndola de par en par, justo cuando un rayo permitió ver más allá de ella. Todos se volvieron pero sólo Regar, que era el único que miraba en aquella dirección antes de que el viento casi arrancara la puerta, se levantó sobresaltado desenfundando su hacha de doble filo:
- ¿Qué ocurre Regar? – Preguntó Lendor dirigiéndose hacia la puerta para cerrarla de nuevo.
- He visto una nebulosa sombra pasar por delante de la entrada, no era muy alta pero si rápida. No tengo ni idea de qué o quién puede haber sido esa borrosa figura, pero estoy seguro de haberla visto, recordad que soy un enano, criado bajo las montañas donde la luz a menudo escasea al adentrarte por ignotos túneles y la agudeza visual es lo único que te evita caer por un agujero o desfiladero tan profundo como el propio mundo.
- Yo no dudo de ti, querido Regar – contestó Farwin poniéndole su mano derecha sobre el hombro derecho del enano -, desde que entramos en esta supuesta ciudad abandonada y estalló la tormenta, he sentido que no estábamos solos.
- En tal caso, hubiera agradecido que nos lo informaras elfa, ¿De qué nos sirve llevar a alguien de la hermosa gente si no comparte sus valoradas intuiciones? – increpó Bilmos azorado por el miedo. Pocas veces el bravo dúnedain había sentido terror en su vida, pero la impotencia de no conocer a su rival y permanecer encerrado en la mísera casa aguardando un posible ataque, le hacía sentir una incertidumbre insoportable que disparaba sus nervios.
- Tranquilos amigos – intervino Lendor conciliador en un tono inusualmente decidido y despreocupado – Trancaremos la puerta y las ventanas para evitar que nadie entre; haremos guardias y en cuanto amaine el temporal saldremos a buscar a nuestro visitante.
- Pero Lendor – dijo Regar -, ¿Y si son muchos? ¿O si son orcos? Nos quemarán vivos aquí dentro, reacciona montaraz, debemos salir de esta ciudad mientras podamos, la lluvia nos puede ofrecer un buen manto que nos refugie de miradas indiscretas.
- ¿Y a donde piensas ir? No encontraremos otro techo firme hasta el siguiente poblado, y no sabemos en cuanto podremos llegar, podríamos morir ahí fuera también, piénsalo – respondió Lendor -. De todas formas, dudo que sean orcos, si dominan la ciudad, ¿Por qué iban a cruzar el río por barcas allá en el norte?
- Si los orcos no dominan la ciudad y es más, huyen de ella, es porque aquí hay algo que temen - susurro Farwin.
El silencio les dominó de súbito ante el comentario de la elfa. La tormenta se hacía más y más fuerte con el paso de los segundos, golpeando airadamente la lluvia contra el improvisado refugio; el viento les traía sonidos espantosos del exterior, ruidos o gritos, no sabían discernir qué eran; el azote contra la casa se enconaba a un ritmo vertiginoso; los ruidos se aproximaban; el frío se volvía glacial, inundando la habitación de una tétrica niebla parecida al último estertor de un moribundo. Los ruidos ya estaban aquí, eran inconfundibles gritos de dolor y odio abrumadores. El caballo relinchó con fuerza víctima del miedo, rompió el poste al que estaba amarrado y salió corriendo dirección este. Ninguno de ellos sacó las armas, sabían que no les podían servir de nada ante lo que se les avecinaba.
- ¡Una tumba, estamos en una tumba, hemos muerto sin darnos cuenta! – gritó Regar.
- No Regar, los elfos sabemos de esos temas y esto no es la muerte, parece más bien un sueño, una pesadilla para ser más exactos, creo que esta ciudad no está abandonada, sus antiguos ocupantes siguen aquí, al menos sus atormentadas almas. En ese sentido tienes razón, nos encontramos en una tumba, un gigantesco panteón, por así decirlo, una ciudad-panteón. Ahora puedo verlos claramente, son masas informes coronadas por rostros desgarrados por la desdicha. Puedo sentir que en un tiempo sus corazones no eran maliciosos, sin embargo los años de soledad fantasmal les ha hecho desarrollar un odio furibundo hacia aquellos que mancillan con su presencia el hogar en el que vivieron y murieron.
- Sólo estamos de paso – gritó Lendor –, nos marcharemos en cuanto cese la tormenta. Él y yo – dijo señalando a Bilmos – somos dúnedain del norte, servidores de la estirpe de Elendil, por tanto pertenecemos a la misma raza que vosotros, vamos en busca de unos orcos para acabar con ellos y recobrar lo que nos han robado. Viles criaturas como las que arrasaron vuestras hermosas casas, derribaron vuestras espléndidas estatuas y masacraron vuestras vidas.
En ese momento se hicieron visibles a todos, un grupo de unas dos docenas de espectros que atravesaron las paredes de la vivienda. Formaban una neblina cenicienta que se aproximaba infundiendo un miedo insoportable que paralizaba los músculos de los cuatro compañeros. Regar creía que lo habían petrificado mediante un conjuro porque su mayor deseo era salir corriendo lo más rápido posible de aquella aterrorizadora situación, y sin embargo, era incapaz de mover siquiera un dedo. Sentía frío, mucho frío, como si se encontrara desnudo sepultado por toda la nieve del Caladhras. Los espectros se acercaban y podía ver en sus ojos una iracunda mirada sedienta de sangre, no había escapatoria, ¿Cómo luchar contra lo intangible? Emitían agudos gritos de guerra que parecían reventar los tímpanos, pero nadie movía los brazos para taparse los oídos, el miedo era mayor que cualquier otro sentimiento. Entonces Regar lo comprendió, iban a morir de terror, ese era el arma de esos ominosos seres, debía reaccionar para salvarse antes de que fuera demasiado tarde. En un último esfuerzo, recogió toda la fuerza que aún albergaba en su interior y lo sacó en un grito desgarrador que hizo retumbar la habitación, Farwin se reactivó de súbito y grito varias palabras en élfico haciendo retroceder a los espectros y sacando del trance a los dúnedain.
- ¡Corred amigos! – dijo la elfa – ¡Corred raudos como si la muerte os persiguiera, como si pudiera ser la última carrera de vuestras vidas, como si fuera la única posibilidad de volver a tocar aquello que más amáis! ¡Corred!
Salieron los cuatro veloces como el viento atravesando la entrada y corriendo a oscuras por la ancha avenida de la ciudad bajo la incesante y cruel tormenta. Los incorpóreos entes les perseguían recortando rápidamente la distancia. Ya podían sentir en la nuca el gélido hálito de la muerte. Únicamente les restaba unos cuantos metros para alcanzar la salvadora salida, pero la lluvia y el viento en contra les hacía volverse más lentos y pesados. De nuevo el miedo invadió sus corazones, aunque esta vez consiguieron seguir avanzando penosamente. La esperanza se difuminaba junto a las lágrimas que caían por sus mejillas y la desconsolación conquistó sus almas. Farwin no pensaba permitirlo, ella, una elfa, no puede tener miedo a la muerte, pero sí a lo que perdería una vez llegada ésta, ya que la transportaría lejos de aquella tierra. Definitivamente no iba a permitirlo. Se dio la vuelta y se plantó, piernas entreabiertas y tronco erguido, delante de los espectros, éstos se pararon súbitamente, la elfa irradiaba una intensa y poderosa luz blanca cegadora que les llenaba de pavor, pronunció repetidamente una frase en Quenya que hizo aún más fuerte la luz, iluminando toda la calle. De esta manera pudo ver a toda la ciudad repleta de seres etéreos amenazantes, pero no se rindió “¡No me apartaréis de él!”, gritó con fuerza extrema (empero ni una palabra salió de su boca, ya que éstas salieron de su poderoso corazón) y a continuación produjo un estallido de luz que les hizo huir descontroladamente al tiempo que ella se desplomaba y las tinieblas alcanzaban sus ojos.
Mientras tanto, los otros tres compañeros se habían quedado quietos pensando que Farwin había vuelto a quedarse petrificada de miedo al verla inmóvil e indefensa pocos metros atrás, pero no pensaban abandonarla, todos o ninguno. Fueron en su busca para llevársela aunque tuvieran que hacerlo a rastras, pero cuando llegaban a su lado, los fantasmas, incompresiblemente, huyeron y ella se desmoronó exánime sobre los fuertes y rápidos brazos de Bilmos, que la levantó y, junto a Lendor y Regar, se dirigieron fuera de la ciudad. A los pocos metros de traspasar la entrada, la tormenta y el extremo frío fueron amainando, al tiempo que un nuevo día se asomaba por el este saludando con cálidos rayos solares aquellos parajes y facilitando que nuestros héroes pudieran descansar en un frondoso bosque un kilómetro al este de Tharbad.