Apoyándose con una mano, de un salto se encaramó en su blanca montura.
- Noro lim! – apremió el jinete al equino.
El galope se convirtió en una cabalgada sobre el viento. La capa ondeaba como un estandarte que marchara furioso a la guerra; sobre ella unos cabellos blondos, casi blanquecinos, danzaban dementemente por la velocidad.
A quinientos metros, una partida de orcos se detuvo. Demostrando cierto juicio formaron en posición defensiva. Incautos advenedizos esclavos de su sed de sangre. La distancia se acortaba y las mugrientas criaturas ya podían distinguir que su enemigo era un elfo. Quedaba claro por los atavíos no era un simple explorador: sus ricas ropas y armadura denotaban que se trababa de alguien importante. Se relamieron ruidosos ante la perspectiva de una posible recompensa por matar a alguien así.
- Somos cinco. El noldor morirá. – Dijo el capaz con jactancia a los otros miembros de la expedición. El portador de la única lanza se puso al frente y sus compañeros de armas se ubicaron detrás extendiendo cimitarras y porras a ambos lados en una malformada cuña.
Los mortecinos rayos solares se reflejaban en la filigrana que imitaba un sol de amplios brazos en la armadura de Glorfindel. Desenvainó su espada como un diente hambriento, y los orcos dieron asustados un paso atrás. Cayó sobre ellos con la fuerza de una tempestad ya anunciada y de la que no se podía huir. La lanza no llegó a tocar la carne cuando arqueando su cuerpo, el elfo la esquivó. Cargó con su rocín y arrolló al primer enemigo con un tremendo tajo descendente. Los cuatro orcos restantes giraron en su apretujada alineación haciendo frente al caballero que se alejaba tras su primera embestida. Lentamente, el jinete volvió a encarar a sus adversarios y se dirigió hacia ellos. Los orcos pudieron ver sorprendidos cómo el elfo perdía su ventaja y se apeaba de su montura acercándose andando. ¿Querría hablar? Uno de los orcos le hizo frente gritando y dispuesto a cercenarlo con oscura cimitarra. Glorfindel dio un paso lateral y esquivó la embestida. Aprovechando el impulso de su finta dio un giro completo extendiendo su espada a media altura. Una cabeza se separó de sus hombros con un ruido orgánico.
Los orcos restantes se miraron con rabia y cargaron juntos contra su diestro enemigo. El elfo detuvo con su acero un ataque repetitivo. Otro orco se le abalanzó por un lado. Glorfindel desenfundó rápidamente su daga y la lanzó como un dardo al tiempo que continuaba deteniendo los furiosos ataques de su enemigo. Un orco cayó muerto con una daga atravesándole el cuello. El capataz pisó el cuerpo inerte al tiempo que atacaba por la espalda. Glorfindel giró para detener el golpe al mismo tiempo su otro contrincante cortaba el aire. Una fina línea de sangre se dibujó en el carrillo del capitán elfo. No era una herida profunda.
La lucha era desenfrenada; Golpes marciales que alternaban movimientos rectos y forzados con giros inesperados más propios de una danza mortal. De un puntapié en el pecho derrumbó al jefe de los orcos mientras rotaba para hacer frente al enemigo que le acababa de herir. Apretando su arma con ambas manos se inclinó en una rodilla y propinó un tajo ascendente con la punta de su hoja. Ésta se clavó en la mandíbula del bruto llegando hasta el cerebro. El arma se había quedado atorada. Sólo quedaba con vida el capataz orco que cargaba contra Glorfindel. Éste esquivó un golpe saltando hacia atrás y otros tantos más inclinando el cuerpo hacia los lados. El orco propinó un tajo de arriba a abajo y Glorfindel interceptó la trayectoria agarrando la empuñadura del arma. Ambos forcejearon atrayendo el filo hacia una y otra garganta. El elfo soltó la presa y su enemigo cayó al suelo por la fuerza condensada. Glorfindel aprovechó la oportunidad y liberó su arma. El orco se incorporó y corrió a atacarle. Un brillo metálico surcó en diagonal ascendente el aire cercenando a la altura del estómago. El último orco con vida se arrodilló. Dos esferas carmesí contemplaron en sus últimos momentos el rostro de su asesino, que devolvía la mirada sin gozo por la matanza que había pertrechado. Aquella patrulla ya no daría cuentas de su exploración.
La majestuosidad de la roca elevada al nivel del arte de la construcción en la ciudad de las Piedras Cantoras. La urbe de Gondolín despertó a la mañana siguiente bajo el anonimato que el valle oculto le llevaba protegiendo durante siglos.
Bullicio. El ajetreo cotidiano se extendía en el aire como bandadas de golondrinas en primavera. Aquel era su mundo, el mundo en el que creía. Una vida encerrada entre cordilleras nevadas en las que era libre. Libre de toda mácula como lo es el jilguero dentro de su jaula, a está a salvo de los peligros del mundo exterior. El tipo de libertad de la gente que teme algo.
El Gran Mercado, con sus muchas tiendas repletas de valerosos objetos de artesanía única, era un punto muy concurrido en Gondolín. Glorfindel paseó tranquilo mirando los diferentes puestos, deteniéndose para ser condescendiente a saludos anónimos o de miembros de la casa de la Flor Dorada, de la cual era líder. Sus pasos le encaminaron al Mercado Menor, donde se encontró con una celebridad en la ciudad: Ecthelion, señor de la casa de la Fuente.
- Buenos días hermano.- dijo Ecthelion con su melódica voz al tiempo que sonreía.
- Que el sol ilumine tu día.- Glorfindel acompañó su saludo agarrando el antebrazo del otro como era habitual.
- Me han informado que hiciste caer a una partida de orcos.
- Cada vez se aventuran más cerca y más a menudo.
- Esto no puede ser sino el preludio de días sombríos. – El rostro del señor de la casa de la Fuente reflejaba una preocupación real que no trataba de ocultar a su camarada.
- Si el Señor Oscuro ataca, estaremos preparados.
Ecthelion escuchó las palabras de su amigo y no pudo sino suspirar con resignación. Sonrisas forzadas a contradecir los mayores temores del alma. Porque las joyas son codiciadas y los juramentos no se olvidan, largos habían sido los años de protección y falsa paz en aquel valle secreto.
Ambos capitanes se despidieron como los viejos amigos que eran. Glorfindel se quedó quieto mirando en derredor mientras los pasos de su acompañante les distanciaban. Amaba aquella ciudad, y por encima del valor de las rocas, las torres y el agua, lo que más apreciaba era la armonía que se respiraba. Una paz amenazada desde el principio de Gondolín hasta su final.
La luna resplandecía como apenas un rasguño en el cielo nocturno cuando la ciudad descansaba. Soldados de diferentes casas mantenían la tranquilidad de los durmientes ocupándose de las guardias nocturnas.
En el nivel superior de la muralla, una figura femenina envuelta en fina seda paseaba su cuerpo insomne a través de la fresca brisa que descendía de las altas cumbres. Sus ojos esmeralda se posaban inmóviles, como raíces en la tierra, sobre un elfo quieto y armado que estaba de guardia. Metros bajo ella, Él oteaba atento el horizonte con su aguda vista como una estatua de frío granito. Miró la luna creciente, y como si fuera un hábito se giró en la medida justa para ver en lo alto a la mujer. Ella acarició su vientre de embarazada y extendió una mano tibia hacia él con la textura de las caricias invisibles que rompen las distancias. El viento azotó con una ráfaga repentina haciendo que la fina tela que la envolvía revoloteara como una bandera sin patria. Cuando el aire se tranquilizó, ella ya no estaba. Glorfindel suspiró y volvió su mirada a su objetivo de vigilancia. El aroma a jazmín que le había traído el viento era el de un amor amenazado por los acontecimientos que estaban por venir.
Al atardecer, sin prisas, sin forzar el momento llegó la oscuridad. Sin cisnes formando flechas en el cielo. Sin trinos de aves risueñas que agitaran su cola en alegría. Era un mar seco, era un silencio pegajoso e incómodo. Signos del fin se dibujaron en el horizonte en la forma de fuegos y masas oscuras de las miles de criaturas del mal que se acercaban. El enemigo había llegado hasta ellos y ya no había forma de esconderse por más tiempo. Era la hora de luchar. El aire estaba cargado de tensión. El olor al fuego que se acercaba era en sí mismo una amenaza, como la tendencia de los acontecimientos condenados siempre a perder algo. Lo que tanto habían temido se hacía realidad: el enigma de su ciudad se había descubierto e iba a ser atacada.
El avance de una explosión solar de sentimientos comenzó a fraguarse en el interior de Glorfindel. La ira es un animal salvaje que lucha contra un destino funesto. Todo aquello por lo que había luchado; todo cuando había intentado proteger estaba ahora amenazado como nunca lo había estado. La extinción de un modo de vida, de un reino, era la sombra impenetrable que ahora sobrevolaba sus destinos. De poco le servía la confianza y seguridad de sus conciudadanos. Pese a la majestuosidad de los ejercitos, pese al acopio durante años y años de armas, pese a todo, presentía que no podrían ganar aquella batalla.
Armas con damasquinados de oro esperaban su sucio uso. Los soldados de la casa de la Flor Dorada formaban en su cuartel en espera de su capitán. Todas las miradas se clavaron en una única persona: una alta figura ataviada en plata y bañada por ríos dorados que desembocaban en amarillentas celidonias.
No hubo discurso ni arenga para aquellos soldados. La mirada de confianza de su líder era suficiente para encender sus corazones. No era necesario recordarles qué estaba en juego. Glorfindel paseó entre sus tropas y comunicó dónde se ubicarían en la defensa de la ciudad. Su mirada endurecida como hielo azul de lo más profundo de un glaciar contempló los ojos de sus hombres. Vio mudas plegarias que arañaban deseos de salvación. El suyo era un corazón de acero que había soportado muchos inviernos, muchas pérdidas y desesperanzas. Sus enemigos eran condenados sin mente que caminaban sólo con su misión. Ellos no eran así. Tan sólo querían vivir en paz.
Se dirigió a su puesto en la muralla y no fue necesaria orden alguna para que sus camaradas le siguieran. Resplandecientes dientes y espinas de oro emergieron en una parte de la ciudad cuando la casa de la Flor Dorada tomó posiciones antes de la batalla.
Una danza maniaca de muerte poseyó el lugar. Las piedras lloraron y la carne rasgada y quemada cubrió la hierba y las calles como un pavimento grotesco. Milagros de lucha desesperada terminaban con vidas que batallaban por la libertad. Las horrendas criaturas que aquel Mal había reunido destruían y mataban sin piedad. Nadie sabe qué movía la mano del invasor en aquel festín necrológico; quizás el miedo, quizás el odio innato de una raza que no conocía el significado de la palabra amor.
Los brazos estaban agarrotados en simbiosis con los injertos metálicos que eran sus armas. Rompían la confianza los lamentos de agonía cortados por gargantas anegadas en su propia sangre. La batalla no iba bien. Los bellos y jubilosos recuerdos del Gran Mercado se mezclaban con los más inmediatos del combate que allí habían librado y del cual retrocedían. Glorfindel guardaba la retaguardia con los escasos supervivientes de su casa. Los tonos dorados de sus vestimentas se mezclaban con el carmesí quemado de su carne y la sangre reseca que no era toda suya. Atrás quedaba la pestilencia de la podredumbre de cuerpos abrasados y olvidados en nichos que no encontrarán nunca peregrinaje. Mientras corrían hacia el último bastión, en la Plaza del Palacio, las llamadas sin consuelo exigiendo pactos con la muerte que llegaban de otras partes de la ciudad les rompían la escasa voluntad que tenían.
Llegaron al fin a su destino. Triste era ver a qué se había reducido el ejercito de la ciudad. En aquella plaza se congregaban los últimos defensores. Glorfindel sintió un vacío en el corazón al ver el estado de aquellas personas. Su penetrante mirada se posó en Ecthelion. Su amigo estaba herido, y le angustió ver en aquel estado a tan noble señor. En conjunción con Tuor despejó y organizó la plaza para el asalto final.
No tardó en llegar una masa ladrando y triunfante de enemigos hasta donde ellos estaban. Sus ojos despuntaban lujuria asexual por el regocijo en el caos.
Batalló encarnecidamente. Vio morir a su amigo Echelion, moribundo a manos de un balrog, demonio ancestral. En una decisión final se retiraron y vieron a lo lejos caer a su rey. Se derrumbaron las altas torres a sus espaldas y huyeron de la ciudad como pájaros ciegos en la tempestad.
Porqué estoy derramando estas lágrimas negras manchadas con sangre anónima... Trozos de locura mezclados con las desgracias de corazones rotos. Es el principio del fin. Una guerra sin inicio ni fin en la que el nacimiento juraba bando. La herencia de una maldición contrastada por palabras amargas. La esperanza tiene nombre propio y está amenazada. Todo por cuanto he luchado se ha derrumbado y ahora no es más que una pira funeraria y restos humeantes salpicados por charcos de sangre.
Exhausto, su cuerpo se quejaba como una vieja puerta de madera. Su ropa estaba rasgada y sucia como si tuviera la edad de los árboles. Tenía la armadura rasgada y abollada pareciendo haber sufrido los sentimientos de un herrero enfurecido. Su otrora cabellera soleada era ahora un amasijo de zarzales grasientos por la acción de la sangre reseca. Pese al estado lamentable de la carne y las vestimentas, una lúz aún brillaba desafiante en sus ojos; espejos de un mar embravecido. Sentía la ira creciendo en él como una corriente acelerándose al llegar a una catarata. Al llegar a su final.
Compañerismo, amistad y felicidad… todos muertos. Quedaba una absurda soledad extendiéndose como un cáncer en su conciencia. Aún quedaba vida. Los agotados supervivientes no se rendían. Ya no les movía la fuerza por proteger lo que habían construido y guardado por tanto tiempo, sino algo muy diferente. La esencia de todo instinto. El afán inconmensurable que incita al hombre a correr, al ratón a cavar más hondo y a la perdiz a esconder su nido. Supervivencia. Todos tenían distintas motivaciones altruistas o personales que forzaban a mover sus piernas cuando ya no había fuerza para ello.
Tras la embestida final, llegó la última retirada. Con Glorfindel siempre en la retaguardia, llegaron al sur de la ciudad hasta encontrar el túnel secreto con el que poder escapar de aquel infierno. Bien era conocida la codicia del enemigo, que en el saqueo en el que estaban sumidos no prestaron atención a tal comitiva, ni había de los suyos al otro lado del túnel. La desolación brillaba en derredor así como en los ojos de los supervivientes, que clamaban justicia desde sus corazones anegados por la tristeza.
Caminaron con poco descanso, atravesando valles y claros hasta llegar al cruce del paso de Cristhorn, la Grieta de las Águilas. No hubieron empezado a cruzar cuando en las alturas de aquel paso el enemigo les acosó por la retaguardia. Pero allí estaba El de los Cabellos Dorados con sus hombres. Resistieron pese al desconcierto del ataque. La espada de Glorfindel cortaba como la lluvia y los orcos caían al abismo del paso como frutos demasiado maduros. Mas por un momento el valor de los elfos palideció al ver que entre los enemigo se acercaba un balrog. La situación era desesperada y parecía que allí acabaría todo. Sin embargo, de repente, una sombra apareció en contraste con la luna. Lo que parecía una bandada extraviada llegó a la batalla en la forma de las grandes águilas de Thorndor. Descendieron como una ventisca entre la nieve con sus garras por delante acabando sin medida con vidas de orcos.
Glorfindel sintió que el aire se calentaba sobre él, y pudo ver la sombra del balrog saltando por encima suya hasta una roca alta, y de allí a otra. Se propagó hasta la vanguardia como un incendio intencionado. Ante la criatura quedaban expuestos las mujeres y enfermos.
Esperanza, esencia cautiva en una jarra que digiere a largo plazo y en pequeñas dosis. En aquel momento cayó al suelo perdiéndose y despilfarrándose. Nuevos enemigos aparecieron habiendo pocas armas capaces de hacerles frente. Era su final.
Una espada amiga se elevó entre las filas de refugiados como un árbol solitario rodeado por un bosque arrasado por las llamas. Glorfindel gritó y ninguna arenga habría podido fortalecer los espíritus de mejor forma que su voz. Clavó su ojo adusto deseando que la mirada fuera un arma. Sus dientes se apretaron así como sus nudillos tejieron un nudo en torno a la empuñadura. Solo y en un ataque de furia saltó y cargó contra el Balrog. Los refugiados aprovecharon la oportunidad para intentar huir por el paso. Quienes podían sostener un arma guardaban la retaguardia luchando sin freno.
La criatura de Morgorth atacó con la fuerza de la maldad de su amo. Glorfindel esquivó el golpe de aquel martillo que hizo saltar piedras al aire en una explosión perturbadora. El elfo esquivo agachándose otro golpe más que podría haberle decapitado de impactar en su agraciado rostro. Su ira explotó como caballos desbocados. Gritó, y se lanzó al ataque como un lobo hambriento. Su hoja cortó el aire tres veces en rápidas estocadas de izquierda a derecha antes de llegar a la piel del balrog. Éste, abrumado por la inesperada carga no pudo retroceder sin arriesgarse a caer. Un tajo vertical cortó su gruesa y abrasadora piel mientras otro espadazo oblicuo se hundía en su pierna. El rugido del Balrog rompió el aire con la fuerza de una avalancha de rocas. Los refugiados se giraron asustados temiendo lo peor.
- ¡Seguid adelante! – les gritó el noble de la casa de la Flor Dorada.
El balrog aprovechó esa distracción y propinó un tremendo golpe con el antebrazo que le hizo levantarse por los aires.
Tardó unos segundos en darse cuenta de qué estaba pasando. Se levantó como un resorte y volvió a atacar como si no le hubiera pasado nada en aquel día.
Dibujó espirales de sangre negra con la punta de su espada.
Pensó en aquel niño que representaba la esperanza y en que quizás él ya nunca llegaría a ser padre. Su amigo Ecthelion había muerto a manos de un adversario similar al que el se enfrentaba. Algo oscuro se expandió como la niebla en el corazón de Glorfindel.
Infección de los sentidos embotados por la rabia sin ley. Los recuerdos de las emociones desterradas a los momentos de melancolía le atormentaban. Lágrimas en combustión espontánea que no daban tregua a escenas de luto. Desde el más puro invierno le llegó
la fuerza de una ventisca que nunca había conocida la tregua de la calma.
El granizo era su espada, y su escudo el mar que detenía el avance de un
volcán. Era la llama contra la flor de hielo. Reflejos dorados como cristales de pirita relampagueaban bruñidos por la luz de la luna.
Atacó. Clavó su daga en el vientre del monstruo y le empujó al abismo. ¡Allí acabaría su malicia! Se giró para volver con los refugiados, pero un tiró en su melena le hizo caer junto con su enemigo…
Su boca expulsó sangre, pero él no se dio cuenta cuenta. Todo giraba a su alrededor con el peso de mil estaciones. Mientras, el balrog gritaba en su descenso imparable junto a él. Sus ojos se clavaron en el cielo mientras el suelo se acercaba sin remedio, sin discusión, sin más palabras. Olvidó el dolor. Era el fin, pero estaba contento. Había conseguido rescatar y mantener la esperanza con su acción desesperada. Ya no podía hacer nada más. Suspiró y cerró los ojos por última vez, contento de haber dado una oportunidad.
Carnaval de gotas grises esparciéndose por canales níveos que mucho tiempo estuvieron salvaguardados del llanto. La sumisión del cuerpo cuando la mente deja de luchar.
En la agitación de aquel momento, una figura femenina se acercó al precipicio, y entre lágrimas, se quitó del pelo unas pequeñas e inmaculadas flores blancas. El jazmín cayó lentamente en aquel abismo en el que yacía un padre que ya no conocería a su hijo.
El cauce de la historia bañó muchas tierras y sepultó otras tantas bajo las aguas. Ante su sentencia absoluta ocurrió que en un amanecer volvió a nacer una flor de las cenizas de un incendio ya olvidado. La esperanza renació ante la resurrección de una flor dorada. Una noble figura de cabellos níveos volvió a pisar el mundo y a soñar de nuevo con el dulce olor a jazmín.