La Sombra Creciente
Silvano nos envía los seis primeros capítulos de su extenso relato ambientado en la Tierra Media, a finales de la Tercera Edad

Hace mucho tiempo una historia se forjó en el dolor de la guerra, llevándola al completo olvido pese a los actos heroicos realizados. Una de tantas en las que la tragedia, el sacrificio y la muerte impiden que hoy sean recordadas en hermosas canciones y gloriosos relatos. Nadie tiene constancia de aquello y tan solo unos viejos escritos dejaron parte. Los únicos textos que han sobrevivido han llegado a mi poder, y me veo obligado a darlo en testimonio al conocimiento del mundo, para completar así la historia de la Tierra Media al final de esta Tercera Edad del Sol con un pasaje olvidado:

Tres culturas se vieron envueltas en una lucha por la libertad que acabó con final amargo. Eran tiempos turbios donde el mal volvía a adquirir forma tras la derrota de Sauron. Una guerra se cernió sobre el Bosque Verde con grandes pérdida y ni tan siquiera los pueblos involucrados lloran hoy a sus caídos, que perecieron con honor y valor en el campo de batalla, tristemente... en vano…

Prólogo

Desde finales de la Segunda Edad hasta nuestros días

Desde la derrota de Sauron en el 3434 de la Segunda Edad, la Tierra Media ha vivido en paz durante largos años. Atrás quedaron las grandes guerras y sus peligros gracias a la Última Alianza, que formó uno de los mayores ejércitos que se recuerdan. Fueron los brazos vigorosos de los soldados y su coraje, los que terminaron con los tiempos aciagos. El estandarte de Gil-galad, el último rey supremo de los Noldor, era la torre vigía bajo la que lucharon miles y miles de elfos; al igual que fue bajo el mando de Elendil donde todos los hombres disponibles en aquellos tiempos desafiaron con sus armas y escudos el poder del Señor Oscuro.

Tras formarse el ejército en el Norte, descendieron velozmente hacia Mordor. Dieron alcance a las numerosas tropas de orcos que asediaban Gondor en la llanura de Dagorlad, lugar donde se libró la mayor batalla de la época, y continuaron su avance hacia la Tierra Negra. Nada les logró impedir el paso y tras haber derramado demasiada sangre, llegaron a la Torre Oscura, fortaleza de Sauron, y la sitiaron. Fue un duro asedio en un abrupto terreno, tuvieron muchísimas bajas a causa de los proyectiles y refriegas aisladas, pero el cerco era muy fuerte y consiguió resistir.

Barad-dûr contaba con abundantes suministros que alargaron el sitio y la guerra por siete penosos años. Finalmente, transcurrido ese tiempo, Sauron se vio completamente acorralado y sin escapatoria, siendo obligado a descender al campo de batalla con todas las fuerzas de las que retenía y así hizo, con el Anillo Único fuente de su poder en un dedo y una gran maza negra en su siniestra. El ejército de la Alianza se abalanzó sobre esta nueva amenaza pero no pudieron hacer nada contra el Señor Oscuro. Ni el gran Gil-galad con su lanza Aeglos pudieron hacerle frente y pereció en el intento bajo devastador hechizo. Elendil se lanzó al ataque empuñando a Narsil pero a Sauron solo le bastó un mazazo para deshacerse del rey de los hombres.

La desesperanza hizo mella en todos los soldados al ver a sus dos reyes perecer; la guerra estaba perdida, no podían luchar contra el poder del Anillo y solo podían esperar ya la muerte.

Isildur corrió a socorrer a Elendil, su padre, que yacía moribundo con Narsil quebrada bajo él. Sauron le observó y para acabar con el heredero al trono de los hombres se acercó al humano que quedó aterrorizado bajo su efigie. En una acción desesperada y echando mano de un valor inexistente, Isildur agarró la empuñadura de Narsil y con la poca hoja que quedó sujeta al mango le plantó cara. El verdugo de su progenitor dejó escuchar una grotesca carcajada y atacó, Isildur en un movimiento heroico le cortó, por fortuna para la Alianza y desgracia de su oponente, el dedo portador del Anillo Único.

En la forja del Anillo Sauron entremezcló su sangre con el oro, en él había vertido todo el poder y maldad que en su espíritu se engendraba. Le separaron de su obsesión y de su fuente vital por lo que el espíritu de Sauron desapareció de la faz de la tierra, cayendo su cuerpo muerto. De igual modo hicieron los nazgûl, que entraron en la sombra al desvanecerse el poder que los sustentaban. Los orcos y aliados del derrotado Señor Oscuro huyeron y escondieron y Mordor dejó de ser una amenaza para el mundo.

Elrond, heraldo de Gil-galad, y Círdan, el carpintero de barcos, condujeron a Isildur al corazón del Monte del Destino, lugar donde el mal fue forjado y único lugar donde podía ser destruido, pero Isildur sucumbió a la tentación y tomó el Anillo Único para sí. Al haber sido derrocado Sauron, no vio motivos para prescindir de tan poderosa arma y la ligó a su linaje como herencia al trono. Así acabó la Segunda Edad, con la condena del resurgir del mal del Anillo que encontró en los hombres su razón de subsistir.

Transcurría el segundo año de la Tercera Edad del Sol cuando Isildur avanzaba con su séquito hacia el norte, a encargarse del trono. Viajando por la cuenca del Anduin fueron emboscados por unos orcos y se inició combate. Pronto Isildur dio por perdida la refriega, la mayoría de sus hombres yacían en la mullida hierba al igual que sus hijos por lo que decidió huir colocándose el Anillo, que daba a todo portador mortal el don de la invisibilidad. Se adentró en las frías aguas del río Grande y comenzó a nadar hacia la orilla contraria, pero ese no era el deseo del Anillo, éste le traicionó y se deslizó del dedo de Isildur dejándole a la vista de los arqueros orcos que le atravesaron con tres flechas.

Ésta fue la Batalla de los Campos Gladios que siempre fue recordado por la muerte del rey de los hombres y la pérdida del arma del enemigo, que entre los hombres se le dio el nombre de El Daño de Isildur.

Tres fueron los supervivientes de aquella emboscada y consiguieron alcanzar el valle de Imladris, lugar donde vive el maestro Elrond, en el refugio conocido como Rivendel. Uno de ellos era el escudero que portaba los restos de la espada de Elendil, el arma que acabó con Sauron, que fueron entregados al poderoso elfo. La espada fue guardada como reliquia de guerra a no ser que llegara el rey de los hombres reclamándola para librar al mundo de la sombra nuevamente.

La muerte del único heredero del reino de los hombres supuso la división de éste en dos grandes provincias independientes: Arnor y Gondor.

El poderío meridional de Gondor creció durante el primer milenio de la Tercera Edad a pesar de los conflictos existentes en sus fronteras con los orientales, que llevaron acabo invasiones durante los siglos V y VI. En el siglo IX, sumaron a su ya poderoso ejército, una temible flota que fue el terror de sus enemigos. Fue en el siglo XI cuando Gondor alcanzó su mayor esplendor: rechazó a los orientales hasta el mar de Rhûn, conquistó Umbar añadiéndola a su reino y sojuzgó a las gentes del Harad.

Arnor nunca llevó sus fronteras más allá de Eriador pero prosperó hasta el siglo IX. En aquella época, las disputas internas llevaron a una nueva división del reino en tres estados independientes que acabaron guerreando entre sí.

Doscientos años más tarde las fuerzas del mar despertaron de su letargo y fueron capitaneadas por los nazgûl que volvieron de la sombra llamados por el Anillo. Fue entonces cuando Arnor se vio peligrosamente amenazado, a las disputas internas se les sumó una terrible guerra emprendida por el principal siervo del derrocado Sauron, el Señor de los Espectros que se proclamó así mismo Rey Brujo de Angmar. Fue en el año 1974 cuando Arnor dejó de existir como reino al ser tomado el último reducto arnoriano, Fornost, por los implacables ejércitos del Rey Brujo. Tras la muerte del vigésimo tercer rey de Arnor, el linaje real continuó a través de los Capitanes tribales de los dúnedain que se refugiaron en las montañas y reinos de alrededor.

Gondor no corrió mejor fortuna y entró en decadencia en el segundo milenio. La sangrienta guerra civil del siglo XV ocasionó miles de muertos, la destrucción de ciudades, pérdida de gran parte de la flota de Gondor, y el fin de la opresión sobre las gentes de Umbar y Harad. En el 1636 una gran plaga asoló todo el reino de los hombres dejando zonas enteras desiertas para siempre. En el siglo XIX los Aurigas, una confederación bien armada de pueblos Orientales, empezaron a invadir las tierras del este de Gondor, invasiones que aún continúan en la actualidad.

El poder de los elfos llegaba a su fin y muchos eran los que partían en barcos hacia las Tierras Imperecederas. Solo quedaban en la Tierra Media tres lugares en los que aún habitan esta poderosa raza: Lórien, Imladris y el Bosque Verde.

El Bosque de Lothlórien, conocido como el Bosque de Oro, estaba gobernado por Celeborn y la dama Galadriel, cuyo poder convertía en Lórien en el lugar más seguro y hermoso de cuantos quedaron en la Tierra Media. Los elfos silvanos custodiaban sus fronteras y no permitían el paso de nadie, a no ser que fuesen enviados por el maestro Elrond o Thranduil. Todos cuantos osaron adentrarse bajo las copas doradas nunca salieron con vida y fue un lugar temido para algunos, en especial para la raza de los enanos que habitaban a poca distancia.

Rivendel era también un lugar seguro, la naturaleza lo ocultaba y nadie que no conociese su secreto sabría encontrarla. Fue grande el deseo de Sauron de conocer su ubicación pero jamás lo logró. En aquel hermoso lugar vivían la mayoría de los últimos elfos Noldor que no murieron en la gran guerra.

En el Bosque Verde habitaban elfos de los tres linajes y eran los únicos que estaban en guerra. En el año 1050 llegó a sus dominios una fuerza maléfica y con ella aparecieron criaturas oscuras tales como los orcos, lobos o huargos, espíritus malignos y arañas descendientes de Ungoliant que oscurecieron el bosque con sus telarañas, siendo rebautizado por los hombres como el Bosque Negro. Poco más tarde se edificó una misteriosa fortaleza en el sur que recibió el nombre de Dol Guldur, la colina de la hechicería. Muy poco se sabe sobre este lugar y apenas se ha podido ver realmente el lugar en el que habita, según las historias, el Nigromante, un poderoso hechicero que llegó en el año 1100 y que acaudilla huestes de orcos y monstruos es su dueño. El Bosque se convirtió en lugar maldito y muy pocos se atrevieron a pasar ni tan siquiera bajo la sombra de sus árboles. Los esfuerzos de los elfos por acabar por el invasor se vieron frenados por las arañas que habitaban el llano y por los numerosos trasgos residentes en las montañas.

Las puertas de Khazad-dûm se cerraron a los problemas del mundo al estallar la guerra contra Sauron y siguieron cerradas una vez acabada. Muy pocos podían adentrarse en sus profundidades y eran vigilados de cerca por los recelosos enanos a quien no les gustaba que los forasteros descubriesen sus tesoros. Era un reino aislado, por lo que se le llamó Moria, el abismo negro. Poco se supo de los enanos que la habitaban, siempre se habían desentendido de todo lo que no fuesen sus riquezas. Los que no partieron a Khazad-dûm cuando se destruyeron las otras mansiones enanas, herraron por las montañas. Especialmente en las Colinas de Hierro en las que algunos pueblos empezaron a edificar nuevos reinos. Éste era un sueño que poseían todos los pueblos errantes, restituir la gloria de los enanos construyendo nuevas mansiones por toda la Tierra Media, como la de Nimrodel, cercana a la poderosa Moria.

En Eriador y Eregion reinaba la paz. Fue la labor de los montaraces la que hizo que sus gentes viviesen apartadas de los peligros del mundo, de sus guerras y calamidades. Los siervos de Sauron nunca tuvieron interés en tomar aquellas tierras, al menos antes de haber derrotado a los hombres y elfos que sí suponían una amenaza.

El mal se empezaba a revolver nuevamente en la Tierra Media. Mordor volvió a ser habitada y las fortalezas oscuras como Dol Guldur en el Bosque Negro, y Angmar en el Norte, amenazaban el subsistir de las razas libremente. Sombras crecientes que debían de ser erradicadas antes de que obtuviesen más poder y llegaran de nuevo los tiempos aciagos...


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En Busca De Aventuras

25 de Noviembre de 1982 de la Tercera Edad del Sol

El día amaneció soleado, un viento soplaba del oeste, desde las montañas nevadas. La Meseta del Páramo estaba tranquila; el agua del Limclaro reflejaba la luz del sol que iluminaba a los habitantes en sus tareas, a orillas del río.

En Éstaleth, al norte de Calenardhom, provincia de Gondor, fuera de sus fronteras y a orillas del Limclaro y el Codo Norte, la vida transcurría sin problemas al cesar desde hace tiempo el ataque de Orientales por esas tierras.

Los hombres mayores desempeñaban sus trabajos, los soldados hacían guardia en las almenas y patrullaban el Anduin, las mujeres compraban en el mercado e iban al río, y los niños jugaban por las calles alegres y despreocupados.

Los edificios estaban construidos de roca y madera, habituales en la provincia. La ciudad estaba colocada estratégicamente y custodia el puente de los campos de Celebrant hacia las Tierras Pardas, por donde entran a Gondor los hombres del Este y orcos. La muralla era de dura roca traída de las canteras de Nimrodel, de cuarenta y tres pies de altura perfectamente defendible por el foso inundado con el agua del Río Grande y por las diez torres defensivas de setenta y un pies con almenas defensivas.

En un principio era un fuerte sólo para la defensa de la frontera, pero poco a poco se fue convirtiendo en una ciudad. De ahí su peculiar plano, nada más entrar se encuentran las armerías, herrerías, establos y demás emplazamientos militares; y al fondo se alzaba el castillo, majestuoso, construido enteramente de roca, excepto los tejados superiores que eran de madera y pizarra. Ante él se extendía otra muralla, de cincuenta y cuatro pies de altura, la segunda línea defensiva y abundantes corredores con posiciones elevadas para su defensa y ataque en caso de que ésta cayera. El castillo tiene una base cuadrada hasta los cincuenta pies, un poco por debajo con respecto al final de la muralla. En mitad de la base, se alza una torre redonda en cuyo final se extiende formando una corona con almenas. Alrededor de la torre, unidas a ella, se alzan hasta su media altura cuatro pilares que parecen sujetar la infraestructura, con tejados que se extienden hacia arriba. En estas construcciones se disponen los aposentos del gobernador y gobernadora de la ciudad, la de sus hijos y la sala de actos.

Tras el castillo se asienta el pueblo llano con multitud de casas con tejados planos, comercios, salas de curación, posadas y demás edificios urbanos. Justo a los pies de la orilla del río, emerge de la tierra el nuevo muro sur; éste último sin torres de defensa que estaban en construcción ya que fue la última parte de la ciudad en edificar y convergía en las murallas este y oeste, que fueron ampliadas para abarcar la nueva urbe.

Las calles principales eran muy anchas y de ellas derivaban otras más pequeñas, todos ellas con el suelo empedrado perfectamente que penetraban por todos los recovecos de la ciudad, formando una grandísima telaraña. En la antigua fortaleza sólo había una gran puerta en el muro norte, cuyos contornos eran también de roca pero más alta que la muralla. La puerta de madera, estaba reforzada con hierro en sus puntos débiles, al igual que en los encajes y goznes. Pero con la construcción del muro sur y el fin de la guerra contra Sauron, se hicieron dos en esta parte de la ciudad para aprovechar el río aunque después llegaron los ataques de los hombres del este.

Un joven encapuchado llegó a la ciudad. Bajo la capa marrón verdoso se podía apreciar una aljaba con flechas y un arco se adivinaba en la espalda, sobresaliendo por ambos costados. Por la capucha asomaban unos largos y finos cabellos rubios mientras que el rostro iba en penumbra. Una espada a dos manos de hoja fina y larga le colgaba del cinto, la empuñadura era de plata recubierta con cuero azul y se alojaba en una vaina también de cuero, del mismo color que el de la capa. Los pantalones eran marrón oscuro y encima de esta llevaba una cota de malla muy fina y flexible de un derivado del mithril, mucho menos resistente y cerrada al centro con cordones de oro. Debajo de la cota llevaba una camisola de color verde apagado y oscuro, con hombreras en marrón verdoso bordadas, por encima de la armadura. Atravesado todo por una correa marrón con un broche en plata que sujetaba el carcaj de la espalda.

Iba montado en un gran caballo blanco sin silla ni nada con lo que pudiera dirigirlo, como los elfos montan a sus corceles. Un pequeño fardo colgaba detrás con algunas pertenencias.

El individúo atravesó la puerta cruzándose con muchas personas que se quedaron mirándole debido al misterio que desprendía. Sin inmutarse por los susurros y comentarios continuó por el paseo del oeste que bordeaba al castillo. Tampoco alzó la cabeza para admirar la belleza y altura de la fortaleza, con sus innumerables arcos por encima y contrafuertes que unían las murallas exterior e interior.

Tras de dejar el corazón de la urbe a su espalda y haber recorrido una parte de la calle principal oeste, se acercó a un guardia que patrullaba por la calle.

- ¿Alguna posada confortable por aquí? He hecho un viaje muy largo, hace tres semanas que no duermo en una cómoda cama. Y que sirvan buena comida, por favor.

- Le aconsejo la posada del viejo Duning, es la más conocida por estas tierras. Ya se la ha pasado, está justo cuando acaba el castillo. Vuelva por donde ha venido hasta llegar al final de la calle y suba por la derecha, esta en una plazoleta semicircular a poca distancia, no tiene perdida.

- Muchas gracias.

Siguió las indicaciones del guardia y llegó rápidamente al lugar nombrado. Era una plaza grande, cuadrada y en un lado circular. En el centro de esta parte estaba la posada, un edificio de tres plantas que sobresalía por encima de las demás casas bajas. Estaba construida por bloques de piedra con adornos, ventanas, alfeizares y tejados en madera.

Se bajó de su montura y se acercó a la puerta, el caballo se quedó de pie esperándole en mitad de la plaza. Un joven que había en la puerta le salió al paso.

- Buenos días señor, me llamo Mackey. Soy el encargado de los caballos, si me deja su montura la llevaré detrás, al establo y me ocuparé personalmente de que no le falte ni agua ni comida.

El muchacho, un chico de dieciséis años, se quedó mirándole a la cara maravillado por la magia que desprendían los ojos azules del caballero. El individúo echó atrás la capucha dejando a la vista su melena rubia, sus orejas puntiagudas y su hermoso rostro. El elfo le hizo un gesto a favor de su caballo indicando que procediera. El muchacho hizo caso de este ademán y fue a coger al animal pero se dio cuenta de que no llevaba montura.

- Señor, ¿Cómo quiere que lo lleve al establo si no tiene ni silla ni correas?

El elfo sin contestarle se acercó a su caballo y le susurró algo al oído, cogió el fardo y se acercó al muchacho.

- No te preocupes, él te seguirá, condúcele al establo. – dijo con voz suave y dulce.

- Vale, como guste, ¿Señor...?

- Llámame Sithel.

- De acuerdo, señor Sithel.

Mackey se fue al establo y el animal efectivamente le siguió como había dicho.

Entró en la posada, estaba llena de ciudadanos y un gran albedrío reinaba en la estancia. Era una amplia habitación, a la izquierda había una gran construcción de madera desde el suelo hasta el techo, desde la entrada hasta casi el final de la sala que servía tanto de mostrador como de barra. En ella una hermosa mujer y un hombre ya mayor, atendían a los humanos sentados a ésta. En la pared, había una ventana muy alargada que comunicaba con la cocina en la que había mucho ajetreo, era la hora punta. A la derecha estaban las escaleras que daban a los pisos superiores, a las habitaciones. El resto de la sala estaba llena de mesas y sillas y una gran chimenea, al lado de un improvisado escenario dispuesto al fondo.

Como pudo Sithel se acercó al mostrador y esperó a que le atendieran. Aguardo un buen rato hasta que finalmente la mujer reparó en él.

- ¿Qué desea un elfo tan misterioso y apuesto? No vemos muchos elfos por aquí, es una lástima...

- Quisiera una habitación. ¿Les quedan libres?

- Ahora mismo se ha ido un hombre, si espera un momento ordenaré que la recojan y limpien; mientras tanto, puede comer algo. Son diez monedas de plata la noche.

- No hace falta que la recojan ¿Me da la llave?

- ¿De verdad que no quiere tomar algo? Tenemos el mejor ciervo con salsa y la mejor cerveza importada de los campos de cebada de Eriador...

- ¡Le he dicho que no! ¿Me da mi llave?

Duning, al oír el grito se acercó.

- Salne, ¿Ocurre algo?

- No se preocupe señor no la estoy molestando y perdone mi enojo, sólo quiero la llave de un cuarto.

- Yo te la daré aunque si no se comporta de una forma civilizada le tendré que pedir que se marche… Anda Salne hija, ves a atender a aquellos hombres, ¿Qué cuarto le ibas a dar?

- El quince papá. Ya veo que no eres muy simpático, señor elfo. – contestó con discriminación y bufa al oído de Sithel.

La bella hija de Duning se fue a atender a los hombres que acababan de llegar. Sithel cogió su llave y subió la escalera, buscó la puerta con el número quince y se dispuso a descansar.

- Hola, ¿Qué desean? – preguntó la mujer a los recién llegados.

- Pues... nos vas a poner tres cervezas y ese maravilloso ciervo que hacéis aquí. – contestó uno de ellos.

- A perdona, también si tienes alguna habitación triple o tres individuales. – se acercó un segundo.

- Lo siento pero la última libre se la acaba de llevar aquel elfo que acaba de subir las escaleras.

- Oye guapa, a mí siempre me podrías hacer un sitio en la tuya ¿Verdad?

- Sigue soñando Geko.

- ¿No te alegras de verme? Ha pasado mucho tiempo...

- No el suficiente. – se burló – Si queréis podéis esperar a que le pregunte si se va a quedar más días. Esperar dos horas a que duerma, o lo que hagan los elfos, y ya tenéis habitación. La quince es muy amplia, tiene dos camas y se puede montar otra, podréis instalaros los tres sin problemas.

Salne se fue a servirles las cervezas y a pedir los platos a la ventana. Aquellos hombres iban mucho por allí, les era conocidos, eran tres montaraces dúnedains del norte: Geko, Náldor y Ergoth.

Los tres recorrían las zonas de Gondor, las Tierras Pardas y las montañas Nubladas en busca de aventuras. Lo que más les gustaba, sobre todo a Geko y Ergoth, era ir a cazar orcos; les tenían un gran odio y los trataban como piezas de caza.

Geko era el más joven, sesenta años; de pelo negro y piel oscura, la cara lisa y fina, sin barba. Más bajo que los demás aunque bastante corpulento, se podía apreciar perfectamente bajo sus harapos. Llevaba unos pantalones de piel negra, un poco desgastados y sucios, vestía un chaleco de cuero negro cerrado al centro con cordones, recogido en la cintura con un gran cinto verde oscuro. El chaleco estaba acolchado con hierro, haciendo de armadura, mucho menos resistente que una cota de malla pero sí más ligera. Debajo de ella, una vestimenta que le llegaba a la mitad del muslo, blanca, aunque por la suciedad aparentaba color ocre. De la vaina que le colgaba a la izquierda, asomaba un mandoble con empuñadura de cuero negro y adornos en plata. Era un joven extrovertido guerrero que se desenvolvía bien en el campo de batalla pero muy orgulloso y un poco mezquino.

Ergoth por su parte era el más longevo, ochenta y dos, aunque no era muy viejo para su raza. Era el más alto y corpulento. Tenía el pelo castaño oscuro, no muy largo, con una barba plana por las mejillas, no tanto como en los contornos de la boca. Era un honorable guerrero y líder de aquel trío. Su manejo con la espada era envidiable, el más feroz en ataque y el que más sangre fría poseía. Llevaba una vestimenta de acorde a los montaraces y a su amigo Geko. Encima de la armadura de cuero acolchado llevaba placas de metal livianas a modo de hombreras. Su espada era a una mano, ligera y de fácil manejo y terriblemente eficaz. La hoja era larga y ancha al principio, estrechándose paulatinamente conforme se iba alargando el filo. La cruceta de la empuñadura en vez de estar en ángulo recto con la hoja como la de Geko, estaba inclinada hacia ella formando un leve cuna, de la cual crecía el acero que tanta sangre había derramado. Esta poseía unos grabados élficos de las edades antiguas que crecían como llamaradas ondulantes, llenas de historia...

Náldor era el punto medio de sus dos amigos y no sólo en edad y altura. No era tan orgulloso ni mezquino, ni tan honorable y reservado, pero al igual un gran guerrero. Tenía la cara ancha, pelo negro no muy largo con dos trenzas a imitación a la de los elfos pero más gordas; una en la nuca y otra en un lateral. Iba con las mismas prendas que Geko, pero en su cinto no colgaba ninguna vaina; era el único montaraz que no empuñaba una espada. Usaba un hacha de doble filo de guerra convencional como la de los enanos de antaño; aunque eso sí, desgastada con el paso del tiempo y mellada por sus víctimas. Con su rapidez y agilidad la convertía en un arma mortífera, aunque no tan potente como cuando la empuña un enano. Naldor llevaba el hacha en la cintura, en unos enganches que el mismo hizo y que acopló al chaleco; solo eran unas tiras de cuero reforzado con la abertura del mango.

A los pies de los montaraces había tres pequeños fardos.

Salne se acercó al rato con tres cervezas y más tarde con los tres platos de ciervo.

La tarde iba pasando y lo que antes era un ir y venir por parte de Duning y su hija ahora era su tiempo para comer; mientras, el sobrino del dueño se encontraba en la barra. Sólo quedaban en la sala los tres dúnedains y seis personas más distribuidas entre las mesas que no necesitaban de servicio alguno. Todos se habían ido a dedicarse a sus labres o, en su defecto, subido a echarse la siesta.

Sithel bajó las escaleras al cabo de poco más de dos horas. No llevaba ni el arco ni la espada, únicamente una daga oculto bajo las ropas, su expresión denotaba intranquilidad y estado de alerta. Se dirigió hacia la barra y se sentó en un taburete.

- ¿Perdone, algo para comer les queda? Y si tiene... un poco de néctar, por favor.

- Algo queda, pero no tenemos néctar, ni siquiera sé lo que es.

- Pues entonces tráigame un poco de vino.

El sobrino de Duning se retiró y le preguntó a su cocinera si había algunas obras que se pudieran comer, entretanto Salne se acercó al caballero.

- Perdone señor elfo, ¿Ya ha terminado su trance?

Sithel no contestó.

- No lo digo por meterme con usted, una es educada y respetuosa. Sólo quisiera saber si tiene pensado quedarse. Esos hombres de allí quieren una habitación, es para ver si les doy la suya o no, en cuanto se valla claro.

- No tengo planeado el futuro, joven dama, ni el rumbo. Cuando me vaya ya le avisaré – el joven ayudante ya venía con las sobras bien presentadas en un plato: un poco de conejo, otro de pollo... todo con patatas y condimento junto a un vaso de vino – y ahora si me disculpa quisiera comer tranquilo.

La muchacha se acercó a los hombres allí expectantes y les comunicó la respuesta del elfo que se disponía a almorzar gustosamente, parecía no comer desde hace días.

Una compañía de más de un centenar de enanos llegó a la ciudad, todos con cotas de mallas que cubría todo el cuerpo y petos de cuero encolchado desgañitadas o de hierro desgastado, menos unos pocos que lucían corazas de plata y oro. Grebas, brazaletes y yelmos completaban la armadura. A sus espaldas llevaban las armas que variaban de unos a otros: algunos llevaban un hacha de doble filo de extraña forma, con la hoja rudimentaria pero acabado en dos cuernos con lo que se podía agredir frontalmente típica de la antigua Nogrod, derrumbada en la Guerra de la Ira; otros un martillo de guerra, grandes y lujosas hachas de forma convencional, mazas y demás armas contundentes. En el cinto colgaban hachas pequeñas y demás proyectiles junto a varios fardos. Iban ordenadamente, en una formación rectangular, en filas de cinco. Entraron en la ciudad por la puerta grande del norte mientras muchos ciudadanos allí congregados se atemorizaban y huían. Los centinelas, guardias y jinetes les salieron al paso con las armas en alto mientras los arqueros les apuntaban desde las torres.

- ¿Qué hace una tropa de enanos por estos parajes?

- Venimos en son de paz. Me llamo Thorbardin y soy el líder al que sigue este pueblo errante del norte, de las Montañas Grises. Nos dirigimos a las minas de Nimrodel, al oeste de Moria, según nuestros puntos cardinales. No deseamos ocasionar problemas, estamos de paso.

Para los enanos el este está situado arriba y han de leerse en el sentido de las agujas del reloj: este, sur, oeste, norte; como está indicado en todos sus mapas.

- Sólo venimos ha comer un poco antes de reanudar la marcha. – añadió.

- Está bien, perdone la desconfianza. Hoy en día la sombra de la guerra vuelve a cernirse sobre nuestras cabezas. Entenderá nuestra desconfianza... no todos los días se ve una tropa de enanos pasar pos nuestros campos vestidos para la guerra, más bien nunca...

- No se disculpe, comprendo vuestras miras. – y dicho aquello se volvió a los enanos que aguardaban en formación tras él – ¡Ir a comer y descansar! ¡A la caída del sol partiremos!

Todos asintieron con la cabeza y se perdieron por las calles. Con él, sólo quedaron siete enanos que vestían lujosas armaduras y largas capas.

- Perdone guardia. ¿Cuál es la mejor posada de la ciudad?

Cuando Sithel terminó de comer Salne se acercó a recoger el plato. Su padre y su primo estaban dentro terminando de recoger y fregar.

- Has terminado de almorzar, ya se te puede hablar ¿No?

- Una pregunta ¿Cuál es vuestro nombre? – preguntó Sithel con el único interés de conocer la identidad de tan irritable mujer.

- Salne Agüeren, para servirle. ¿Y usted, señor elfo?

- Sithel hijo de... solo Sithel.

- Y dime solo... Sithel. ¿A qué ha venido? ¿De dónde es?

- Mis asuntos son cosa mía. ¿De dónde soy?... ¿Qué mas da?

- ¿Por qué eres tan descortés? ¿Su padre no le enseñó modales?

- ¡Déjame en paz! – dijo enfurecido mientras se levantaba del asiento bruscamente tirando el baso que la joven limpiaba entre sus manos.

Al ver y oír esto, enseguida se levantó Geko y corrió hacia donde estaban ellos, al otro lado de la barra. Al llegar empujó al elfo que fue a parar a la pared en un golpe seco.

- ¿Te está molestando este individuo? – dijo haciendo ademán de sacar la espada.

- ¡Geko no! – se apresuró a decir Ergoth mientras corría para impedir que desenvainara.

Sithel recuperó la compostura y echó mano de la daga pero no la sacó.

- ¡Nada de sangre Geko y menos la de un elfo! – dijo Náldor ayudando a su amigo a detenerle.

Geko apartó la mano de la empuñadura, Sihtel hizo lo mismo aunque no se percataron.

- No le iba a matar, sólo a darle una lección para que sepa como tratar a una dama.

- Sé tratar mejor a una dama que tú, rudo montaraz. – se apresuró a contestarle Sithel con desprecio.

Geko enfurecido llevó otra vez la mano a la espada, pero sus dos compañeros le frenaron el intento.

- No busco pelea, solo descanso y comida. He hecho un viaje muy largo desde el Bosque Verde como para pelearme con un montaraz infantil con los nervios a flor de piel – giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta, y abriéndola dijo – sólo busco aventura para huir de mi hogar, olvidarme de mis problemas y ver mundo.

- ¿Quieres aventura? Entonces acompáñame. – dijo un personaje que estaba al otro lado de la puerta.

- ¿Quién eres? – preguntó el elfo mirando hacia abajo, hacia su nuevo interlocutor.

- Soy Thorbardin, y un pueblo nómada de enanos me siguen a las minas de Nimrodel a una cacería de orcos, nos vendrán bien un poco de refuerzos; el número de trasgos es ingente por lo que tengo entendido. ¿Qué me dices?

- Digo... – se lo pensó un poco – ¿Cuándo partimos? – no parecía estar muy entusiasmado pero aceptó de igual modo.

- En cuanto haya comido un poco, no tan raudo. Mientras puedes ir a recoger tus cosas ¿Señor...?

- Sithel, del Reino de los Bosques. – tras decir esto, se retiró a prepararse.

El enano y sus acompañantes entraron y pidieron a Salne que les sirviera carne de cerdo y cerveza. Los tres montaraces se quedaron mirando.

Thorbardin era un enano corpulento y muy alto para su raza. Tenía el pelo canoso por la edad y una gran barba muy prominente. Llevaba un casco con algunos adornos y runas que le dejaba a la luz el rostro, aunque se lo había quitado al sentarse en una mesa. Iba equipado con una armadura de acero con incrustaciones y adornos de oro sobre una cota de malla. A la espalda iba enganchada el hacha en unos enganches diseñados artesanalmente, bajo la capa azul. Las piernas iban cubiertas por dos grabas de plata, atadas a unas botas altas de cuero adecuadas para correr sobre roca dura.

Ergoth y Geko se miraron, asintieron y preguntaron a la vez:

- ¿Ha dicho que hay muchos orcos en esa mina?

Thorbardin se giró hacia los montaraces.

- Si debe haber para convocar una gran cacería. – fue la respuesta que obtuvo – Será un agradable evento que no ocurre desde hace bastante tiempo. – rió.

- ¿Le vendría bien dos espadas y un hacha? Acabamos de regresar de una refriega en las Tierras Pardas.

- Toda ayuda será bienvenida, podéis venir si queréis pues según tengo entendido hay enemigos para todos.

- De acuerdo. – dijo Geko.

- Eso está hecho. – añadió Ergoth.

- ¡A no ni hablar! ¿Qué sacaremos de todo esto? Ya sé que cazar trasgos es suficiente diversión, pero ir a unas minas... no me gustan las minas, tanta oscuridad, tanta humedad... me pone los pelos de punta y en las profundidades de la tierra se entierran grandes males del mundo y viles criaturas.

- Lo que tengo claro es que no te voy a obligar ni suplicar, si quieres venir serás bienvenido.

- Cuenta con la espada de Geko, hijo de Zârandon.

- Y con la de Ergoth, hijo Éarnor.

- Bueno yo soy Náldor... y aunque no muy conforme os acompañaré en esta empresa.

Sithel bajaba ya por las escaleras con la espada al cinto y su aljaba llena de flechas con penacho verde oliva y el arco a la espalda, por encima de la capa. Largo, de madera de gran calidad y resistencia. Tallado en las puntas donde se aloja la cuerda, de la que nacen dos leves ondulaciones. Entre ellas una parte recta y lisa por donde se cogía y apoyaba la flecha.

- Estoy listo. – informó dudoso al ver que los montaraces también irían, titubeó si quedarse pero ya había aceptado.

Esperaron a que los enanos terminaran de comer, mientras los demás revisaban su equipo. A Sithel le quedaba un pan del camino y una cuerda élfica muy fina pero que podía soportar el peso de tres personas adultas. Los dúnedains cogieron un barril de cerveza pequeño, por cabeza y comida de la posada; carne en abundancia y pan al igual que los enanos, con mantequilla y otras delicias. El elfo llenó su cantimplora de piel con vino, ya que el néctar se le había acabado, y también cogieron agua. Después de pagar sus respectivas cuentas, los doce salieron de la posada.

El sol les cegó, acostumbrados a la tenue luminosidad de la posada. La calle estaba tranquila, más bien desierta. Sin más dilación se dirigieron a las puertas de la ciudad. Sithel y los montaraces tuvieron que dejar los caballos en el establo, dieron órdenes a Mackey de que los cuidara en sus ausencias. Hubiese sido una falta de respeto y consideración hacia los enanos llevarlos consigo, aparte que una mina no está hecha para llevar caballería.

Enfrente de la puerta aguardaban los demás enanos llenando la gran plaza rectangular de más de cien yardas, listos y preparados. Al ver a Thorbardin se pusieron en pie e hicieron una reverencia.

- ¡Escuchadme! Sithel del Reino de los Bosques – se oyeron murmullos cuando fue presentado el elfo – Ergoth hijo de Éarnor, Geko hijo de Zârandon y Náldor el “minero” – los montaraces sonrieron al escuchar la sutil broma del enano – nos acompañarán en nuestra cacería. ¡En marcha!, ¡Son más de siete jornadas de aquí a las minas a pie! ¡No perdamos más tiempo!

La compañía se puso inmediatamente en camino. Los tres dúnedains y Sithel se colocaron a la cabeza del comité junto a Thorbardin. Salieron de la ciudad como habían venido, en rigurosa formación, uno detrás de otro, ahora cantando con las profundas voces enanas una canción popular de presentación y pregón.

¡Abrid paso, llegan los enanos!

¡Los grandes mineros, de las cavidades montañosas!

¡Somos del norte, errantes entre montañas!

¡Oradores de la cerveza, artesanos del mithril

y las riquezas de la tierra!

Las gentes allí congregadas no sabían el motivo de su cruzada pero les despidieron con júbilo. Los enanos, ahora con las fuerzas recuperadas, andaban a buen ritmo sus voces se elevaban por encima de las murallas. A ambos lados de la puerta, ascendían dos de las diez torres defensivas en la que había arqueros, ahora con el arco desarmado, al contrario que a su llegada.

Anduvieron por el camino principal un gran trecho para luego atravesar las largas y hermosas praderas de Calenardhom.