La Caida del Reino perdido
Relato corto vencedor en un concurso y que su autor desea compartir con todos los que admiran a los Dunedain del Norte.
Era el invierno de 1975 de la Tercera Edad. Hacia mucho frío y soplaba una gélida corriente de aire por las agrestes tierras. Los ríos se habían congelado y la vida misma parecía anegada y congelada en la calma que precedería a la tempestad.
La tarde llegaba a su fin y los últimos destellos dorados se entremezclaban en el crepúsculo de las montañas color piedra. Y no había murmullo en las tierras, salvo el aullido y el lamento de vientos provenientes del helado yermo septentrional.
El sol se ocultaba perezosamente a sus espaldas. En lo alto del cielo, tímidamente, se asomaban, tenue y pálidamente, las estrellas como cuarzos blancos en la mágica oscuridad.
Como un rocío sobre la vegetación, se reflejaban como lágrimas cristalinas el claro brillo plateado de la luna. Unos resplandores teñían la noche de rojo, y la brisa peinaba la hierba de la llanura. En el palpitante y angustioso silencio, cantos de pájaros se elevaron de las sombrias arboledas.
De entre el follaje y las ramas de los árboles y los arbustos, unas formas negras saltaban, se levantaban y se arrastraban. De alta estatura, iban vestidos de oscuros mantos grises y las capuchas les cubrían la cabeza y el yelmo. Abandonaron la protección de los bosques y avanzaron rápidamente por la agreste región, deslizándose entre las sombras de la noche; rápidos como cazadores.
A lo lejos, Fornost Erain, último reducto de resistencia de los dúnedain del norte en la larga guerra contra el Rey Brujo y sus aliados de Rhudaur, se erguía solitaria y condenada en lo alto de las Quebradas del Norte. A sus muros, las hordas se estrellaban y la humareda de los fuegos que prendían se elevaba en oscuras espirales de humo y ceniza. Y los encapuchados se alzaron en los límites del asedio a lo alto de una loma, y un cerco de oscuridad los separaba de la ciudad y fortaleza del Norte.
Y eran ellos de oscuros cabellos, ojos grises y rostros de belleza élfica, vestían brillantes mallas bajo los mantos de color gris plata e iban armados de lanzas, arcos y espadas. Ordenados y en silencio, formaron en largas filas .
En lo alto de la loma desplegaron un estandarte negro con siete estrellas en círculo sobre un emblema con forma de casco y alas de ave. Y alzaron los arcos, tensandolos contra la hueste que asediaba su pueblo, porque eran Dúnedain del Norte y sus ojos se encendían con un brillo y fuego extraño.
El cerco de oscuridad se constituía de orcos, orientales y rhudaurrim, y advirtiendo la nueva amenaza, un contingente se separó con aire apresurado del batallón principal y a paso ligero se abalanzaron contra aquellos enemigos salidos de las sombras en alaridos de guerra y destrucción. Pero de entre la hueste y a grandes trancos, rugiendo como bestias, trolls de las Montañas septentrionales de Angmar se abalanzaban blandiendo espadas y martillos tan grandes como ellos mismos, más altos y corpulentos que los hombres.
Y los dúnedain aguardaron inmóviles y silenciosos, y sus ojos veían oscuridad y fuego oscuro.
Los incendios desdibujaban las formas esbeltas de las tierras en olas de calor y las llamas salpicaban la tierra como fuegos fatuos. Llamas y humaredas negras ascendian en el cielo y casi no se divisaban las estrellas; pero la luna, ocultada en las nubes, lloraba en la oscuridad.
Y los muros exteriores habían sido tomados por el enemigo, y los defensores se replegaban, en cada plaza y calle de la ciudad, hacia las defensas interiores.
Silbaron en el viento y perforaban y embestían la dura piel de los trolls. La salva de flechas había derribado a algunos trolls, y estos yacían caídos y de rodillas con múltiples flechas incrustadas en sus corpulentos cuerpos, y la sangre manaba negra y a borbotones en el cuello. Y sin embargo no todos los trolls habían sido contenidos y se abalanzaban a grandes trancos como una tempestad. Golpearon cabezas y yelmos, brazos y cuerpos, como herreros que martilleaban un hierro doblado al rojo.
El portaestandarte ondeaba en la suave brisa, y el emblema brillaba como el reflejo de aguas cristalinas; blanca y plateada a la luz de las rojas llamas.
Y la batalla prosiguió hasta que nadie quedó para hacer frente a aquella hueste de orcos, orientales y los aliados de Rhudaur.
No se ganó ni se podría haber ganado batalla semejante, y a un alto precio los dúnedain consiguieron salvar las vidas de su pueblo. Porque se retiraron cuando se les prestó la oportunidad, y se refugiaron en tierras ocultas y escondidas de los enemigos; y entre sus aliados, vigilaron. Para luchar el día de mañana.
Tras la caída de los reinos del norte fueron guardianes secretos de Eriador: compañías reservadas y misteriosas, que erraban en las sombras y luchaban contra el mal que poco a poco se extendía en las tierras...
Pocos testimonios quedan ahora sin embargo para relatar aquella tragica historia. Se olvidaron en las sombras y nada se supo de ellos.
Pero dice una profecia:
Ahora, en cambio, los tiempos han cambiado y será de las cenizas y del tiempo de donde resurgirá un pueblo hace tiempo olvidado...
La tarde llegaba a su fin y los últimos destellos dorados se entremezclaban en el crepúsculo de las montañas color piedra. Y no había murmullo en las tierras, salvo el aullido y el lamento de vientos provenientes del helado yermo septentrional.
El sol se ocultaba perezosamente a sus espaldas. En lo alto del cielo, tímidamente, se asomaban, tenue y pálidamente, las estrellas como cuarzos blancos en la mágica oscuridad.
Como un rocío sobre la vegetación, se reflejaban como lágrimas cristalinas el claro brillo plateado de la luna. Unos resplandores teñían la noche de rojo, y la brisa peinaba la hierba de la llanura. En el palpitante y angustioso silencio, cantos de pájaros se elevaron de las sombrias arboledas.
De entre el follaje y las ramas de los árboles y los arbustos, unas formas negras saltaban, se levantaban y se arrastraban. De alta estatura, iban vestidos de oscuros mantos grises y las capuchas les cubrían la cabeza y el yelmo. Abandonaron la protección de los bosques y avanzaron rápidamente por la agreste región, deslizándose entre las sombras de la noche; rápidos como cazadores.
A lo lejos, Fornost Erain, último reducto de resistencia de los dúnedain del norte en la larga guerra contra el Rey Brujo y sus aliados de Rhudaur, se erguía solitaria y condenada en lo alto de las Quebradas del Norte. A sus muros, las hordas se estrellaban y la humareda de los fuegos que prendían se elevaba en oscuras espirales de humo y ceniza. Y los encapuchados se alzaron en los límites del asedio a lo alto de una loma, y un cerco de oscuridad los separaba de la ciudad y fortaleza del Norte.
Y eran ellos de oscuros cabellos, ojos grises y rostros de belleza élfica, vestían brillantes mallas bajo los mantos de color gris plata e iban armados de lanzas, arcos y espadas. Ordenados y en silencio, formaron en largas filas .
En lo alto de la loma desplegaron un estandarte negro con siete estrellas en círculo sobre un emblema con forma de casco y alas de ave. Y alzaron los arcos, tensandolos contra la hueste que asediaba su pueblo, porque eran Dúnedain del Norte y sus ojos se encendían con un brillo y fuego extraño.
El cerco de oscuridad se constituía de orcos, orientales y rhudaurrim, y advirtiendo la nueva amenaza, un contingente se separó con aire apresurado del batallón principal y a paso ligero se abalanzaron contra aquellos enemigos salidos de las sombras en alaridos de guerra y destrucción. Pero de entre la hueste y a grandes trancos, rugiendo como bestias, trolls de las Montañas septentrionales de Angmar se abalanzaban blandiendo espadas y martillos tan grandes como ellos mismos, más altos y corpulentos que los hombres.
Y los dúnedain aguardaron inmóviles y silenciosos, y sus ojos veían oscuridad y fuego oscuro.
Los incendios desdibujaban las formas esbeltas de las tierras en olas de calor y las llamas salpicaban la tierra como fuegos fatuos. Llamas y humaredas negras ascendian en el cielo y casi no se divisaban las estrellas; pero la luna, ocultada en las nubes, lloraba en la oscuridad.
Y los muros exteriores habían sido tomados por el enemigo, y los defensores se replegaban, en cada plaza y calle de la ciudad, hacia las defensas interiores.
Silbaron en el viento y perforaban y embestían la dura piel de los trolls. La salva de flechas había derribado a algunos trolls, y estos yacían caídos y de rodillas con múltiples flechas incrustadas en sus corpulentos cuerpos, y la sangre manaba negra y a borbotones en el cuello. Y sin embargo no todos los trolls habían sido contenidos y se abalanzaban a grandes trancos como una tempestad. Golpearon cabezas y yelmos, brazos y cuerpos, como herreros que martilleaban un hierro doblado al rojo.
El portaestandarte ondeaba en la suave brisa, y el emblema brillaba como el reflejo de aguas cristalinas; blanca y plateada a la luz de las rojas llamas.
Y la batalla prosiguió hasta que nadie quedó para hacer frente a aquella hueste de orcos, orientales y los aliados de Rhudaur.
No se ganó ni se podría haber ganado batalla semejante, y a un alto precio los dúnedain consiguieron salvar las vidas de su pueblo. Porque se retiraron cuando se les prestó la oportunidad, y se refugiaron en tierras ocultas y escondidas de los enemigos; y entre sus aliados, vigilaron. Para luchar el día de mañana.
Tras la caída de los reinos del norte fueron guardianes secretos de Eriador: compañías reservadas y misteriosas, que erraban en las sombras y luchaban contra el mal que poco a poco se extendía en las tierras...
Pocos testimonios quedan ahora sin embargo para relatar aquella tragica historia. Se olvidaron en las sombras y nada se supo de ellos.
Pero dice una profecia:
Ahora, en cambio, los tiempos han cambiado y será de las cenizas y del tiempo de donde resurgirá un pueblo hace tiempo olvidado...