A mi hermana
Es en las frías noches junto al calor de un hogar crepitante cuando los viejos reúnen a los niños a su alrededor, aclaran sus roncas voces y dejan escapar las historias que otros les contaron. Es en esas frías noches cuando el crujido de la madera seca se une al aullido del viento frío que sacude las ventanas como un coro a la voz del cuentacuentos, cuando se narran historias del Mar y las Montañas, de llanto y risa, de alegrías y pérdidas.
La clara luz de la mañana luchaba por atravesar las hojas y ramas de viejos robles y reñía con la fría y húmeda niebla por bendecir con su calor el oscuro suelo y la hojarasca. Bajo el tupido techado, no obstante, rara vez se asomaba un tímido rayo de Sol o de Luna que osara turbar la oscuridad del Bosque Viejo y sus árboles susurrantes. Las buenas gentes de Los Gamos hablan de senderos sinuosos que se cierran tras los viajeros y de viejos troncos animados por un alma perversa, por lo que pocos se atrevían a pasar más allá de La Cerca, ni aún en los meses fríos, cuando la leña se necesita para calentar los cuerpos entumecidos por las heladas.
Se decía que risas de niños recibían los tenues rayos de luz y, cantándoles la bienvenida, el graznido del grajo y el ulular del búho reían sus cabriolas. Los Niños del Bosque los llamaban. Se decía que eran los huérfanos de Farcadoc el Fuerte, de la rama pobre de los Gamo Viejo del otro lado del Brandivino, leñador de los Señores de Los Gamos; aunque no era seguro. Farcadoc se casó ya entrado en años con la hermosa Correhuela Musgaño de Juncalera y se retiraron a una vieja casucha del otro lado de los Pantanos de Allende. Al parecer la pobre Correhuela murió de dolores de parto y el viejo Farcadoc la acompañó poco después cuando los hielos asolaron los páramos durante el Largo Invierno. Poco más se sabe. Otros dicen que son retoños de duendes, vástagos del oscuro Bosque Viejo y que no conviene acercarse a ellos.
Ajenos a todo ello vivían, Cuco y Mira, los Niños del Bosque. Corrían despreocupados por sendas y trochas, bailando entre las zarzas y los añosos robles, bajo el muérdago de las ramas y sobre el musgo de las piedras y las secas hojas del sendero. El correteo del lirón en sus ramas y el trote del corzo entre las zarzas acompañaba sus confidencias que se llevaba el viento entre los abedules y los alisos. Cantaban con la alondra y el ruiseñor saliendo del bosque oscuro a las orillas lamidas del Brandivino.
¡Qué delicia el tibio sol de madrugada despejando las nieblas bajas del río!, ¡y qué frescura el rocío que en brillantes gotas de diamante se desliza por los tallos de hierba! Cuco se tumbó en la pradera mirando el cielo despejado mientras Mira recogía flores en un ramo y prendía algunas en su sombrero de paja:
–Esta tarde visitaremos a Vieja Dora –dijo Mira–. Quiero darle este ramillete de azucena y milenrama.
La vieja Viuda Dora vivía en las riberas de los Pantanos de Allende, cerca de la Hoya del Bajo. Casi ciega acogía a los Niños del Bosque como a los hijos que nunca tuvo, no sabiendo si eran realidad o sueños. Pero poco le importaba, en realidad. Cocía para ellos tartas de bayas y siempre había en la mesa pastas con mermelada de arándanos y panal de dulce miel. A Mira le encantaba visitar a la Vieja Dora. Solía susurrarle canciones al oído (que tanto enervaban a su hermano). Le cantaba mientras le peinaba desmañadamente su sedoso pelo de nieve. “Parece de tela de araña y algodón”, musitaba Mira mientras arrullaba a la anciana que cabeceaba con el calor de la lumbre.
–Por mi perfecto –respondió Cuco–. Pero después de visitar la granja del señor Sadoc. Hay muchas gallinas que asustar y gatos a los que hacer bufar.
Cuco, adormecido sobre la pradera oía como su hermana cantaba a las campanillas y las lilas. Con los ojos cerrados podía imaginarla soplando un diente de león, sonriendo con su melena parda como las avellanas y sus ojos cerrados de jade apagado y oscuro ámbar:
su dulce miel dorada al sol,
de la niebla el rocío su verdor
beben sus hojas sencillas...
Fue entonces el Viento entre los sauces y los alisos quien hizo volar el sombrero de paja de Mira con milenrama y azucenas prendidas.
–¡Mi sombrero, mi sombrero!– gritaba desconsolada Mira.
Corrió tras él por la pradera mientras Cuco dormitaba indiferente. Tropezó y cayó lastimándose las rodillas. El dolor le escocía y un nudo en la garganta amenazaba con brotar como un torrente en sus ojos; pero se sacudió la tierra, compuso un fiero puchero de resolución y volvió a lanzarse en pos de sombrero que parecía tener vida propia bailoteando con la brisa de la mañana.
Cuco levantó perezosamente la cabeza. Su hermana trotaba por la pradera abajo siguiendo a su sombrero que acabó por descansar en las raíces muertas de un olmo tumbado sobre las aguas del Brandivino, raíces que brotan deformes de un barranco embarrado carcomido por las ondas de las riberas.
–Mira, quieres dejar de hacer el tonto. ¡Para quieta!–chilló impaciente Cuco.
–Mi sombrero... –sollozaba Mira impotente, sólo a unos palmos de su precioso sombrero de paja con milenrama y azucena prendidos.
Estiró su pequeño brazo sobre el abismo del río, con sus piececitos posados precariamente sobre las raíces del olmo muerto. Fue entonces cuando sucedió. Un chasquido y un grito ahogado. Cuco ya no pudo ver a su hermana. Se levantó como sacudido por un relámpago y descendió por la verde pradera tropezando y cayendo. Al borde del barranco con las raíces muertas sobre el Brandivino sólo vio cómo el sombrero de paja con milenrama y azucena prendidos se perdía en el curso del río arrastrado por la corriente. Miraba impotente las aguas que en remolinos y surcos se cerraban sobre sí mismas y sobre las riberas, lamiendo los cañizos y los juncos, mientras su pecho se encogía oprimido por el peso del miedo y la culpa. En la desesperación que le atenazaba, sus peludos pies caminaron por su cuenta. Una última bocanada de aire lleno su pecho oprimido y saltó hacia las aguas.
A su alrededor sólo sentía las heladas aguas y la irresistible fuerza de una corriente que le sacudía y frente a la cual sus fuerzas sólo arrancaban burbujas de las heladas aguas terrosas de castaño dorado. Podía ver como haces de luz atravesaban las aguas y rielaban danzantes. Después sólo oscuridad y frío.
Era un frío extraño. No era como el que se esperaba con la Escarcha junto al cuerpecito tibio de Mira en un tronco de algún roble viejo, arropado por la hojarasca y plumas de mochuelo; o el que hiere los pies al hollar la nieve crujiente mientras el Viento del Norte sacude esquirlas de hielo, Hijas del Invierno. Era el frío de un recuerdo en la oscuridad en la que te sumerges como flotando en una lenta caída.
Y además las risas. Risas vibrantes y temblonas, agudas como las notas chirriantes de las golondrinas, pero reunidas en una húmeda melodía que encantaba los sentidos. Recordaba la risa de Mira, brillante y quebrada por miles de gorjeos que estallaban borboteantes y cascados. Las risas continuaban dulces y encantadoras, coreadas por susurros y caricias como lluvia. Pudo ver Cuco figuras danzando con los rayos del sol que profanaban la oscuridad ambarina de Baranduin. Se acercaban bailando y sus cabellos y sus manos acariciaron su cara, consolándole con voces lejanas enmarcadas por burbujas:
–Pobre niño, pobre niño tan lindo –dijeron unas voces–. Mirad sus rizos de oro y seda y sus negros ojos tristes.
–Llevémoslo al fondo, con el lucio y la perca de escamas de plata, donde las raíces de los nenúfares no llegan, para bailar con él entre las algas –dijeron otras.
–Pobre niño tan lindo que ha perdido a su hermana –cantaron todas las voces a coro–. Las Doncellas del Río te cantan y te llaman a su morada.
–¿Dónde... dónde está mi hermana? -preguntó desconsolado Cuco.
De entre las Doncellas de verde y argento una aparición inundó su vista. Parecía envolverlo y cobijarlo todo en aquel Río. Su cara de pálido alabastro temblaba brumosa en torno al pequeño hobbit y sus cabellos de oro, ámbar, esmeralda y cristal se continuaban con las corrientes del Baranduin:
–Perdida. Perdida más allá de las pardas aguas del Brandivino, en negras brumas escondidas a ojos que no las pueden contemplar.
–¿Perdida mi Señora? –sollozó Cuco–. Ay, ¿quién desborda mis ojos para sólo mostrarme desolación?
–Hijo del Bosque, ¿no me reconoces? ¿No corríais tu hermana y tú junto a mi vera en los cálidos días de verano o refrescabais vuestros pies en mi seno de rientes aguas? ¿No cruzabais mis dominios de hielo fino cuando los fríos del invierno llegan desde el Norte? Soy la Dama de Río que arrebató a tu hermana de tus brazos, Señora de Sus Aguas desde que nace en el Crepúsculo olvidado hasta que muere en el Oeste de los anhelos.
–Oh, cruel Señora. Devolvedme a mi hermana. Ella es inocente y sólo buscaba su sombrero de paja y flores. Pedidme lo que queráis, pero devolvedme a Mira –dijo Cuco.
–No está en mi mano ahora devolverte lo que se perdió. En un tiempo olvidado, antes de que fueran prendidas las Luces en el Mundo, y antes de que la Tierra fuese joven y corrompida, una Música bendijo un mundo al que amé y abracé desesperada. En las nuevas Aguas, hijas de la lluvia y las nubes, moré con los Oarni y los Falmaríni y los Wingildi de las largas trenzas. Pero un día entre el rumor de las olas y la espuma, sentí la llamada palpitante de unos ecos de esa Música olvidada. Me llegó un sabor venido de montañas distantes y arrastrado por tierras de ensueño enmarcadas por bosques de verdor infinito. Me entregué al Río al que di vida como Madre y Señora, pero sierva del que mora en los Océanos. Recorrí su curso durante Edades, desde los manantiales en los que brota hasta el Mar. Pero sentí cansancio de las cosas que se pierden y desaparecen, en el corazón del curso orgulloso de dorado castaño reposé para olvidarme de lo que fui y el dolor de lo que perdí. ¿Es posible que estén perdidas las respuestas a lo largo de las aguas del Viejo Brandivino al igual que lo está tu hermana? Busca mi canción perdida, Cuco Hijo del Bosque, y yo traeré para ti la alegría de aquella hermana caída.
–Mi Señora, ¿qué debo hacer? -preguntó Cuco.
–Busca desde que nace hasta que muere el Río ecos descarriados de una melodía vibrante y tráelos a mi presencia.
–¿Pero cómo podría yo, tan pequeño, llevar a cabo tal empresa?
–Sigue ahora raudo al banco de recios salmones hasta los manantiales donde el Brandivino nace y tráeme nuevas de allí. Luego desciende con las aguas hasta llegar donde se confunden en el Oeste, en el Gran Mar. Para ti traeré entonces la alegría de tu hermana caída. ¡Pero rápido! Los salmones no esperan y oigo sus trémulos chapoteos y su fuerte y decidido avance luchando contra mi corriente.
Se vio entonces Cuco envuelto vigorosos cuerpos de irisadas escamas y ojos apagados. Le llevaban con una fuerza sobrehumana brincando y nadando contracorriente, desafiando cursos, rápidos, cascadas y peñascos. En las orillas los orgullosos y altos árboles se volvieron arbolillos achaparrados, arbustos y praderas de hierba y en el Río los cantos rodados cantaban historias de sus viajes de vagabundos desde las Colinas.
Fue a lo lejos cuando Cuco divisó, un gran lago de azul zafiro y ópalo enmarcado en el horizonte por el dorado del Sol Poniente y unas suaves Colinas verdes.
–Este es nuestro final –dijeron los salmones–. Volvemos de donde vinimos para morir y dar vida a los que vendrán–. Cuco miraba extrañado a los cansados peces por su largo peregrinar desde el Mar a las fuentes de donde vinieron.
Finos arroyos confluían en el curso mayor del Brandivino herederos del brillante Lago. Nadó junto a los últimos salmones hasta que todas se separaron a desovar y se vió sólo en medio de aguas de añil, azur y zarco.
Una voz tronó desde las Colinas:
–¿Quién se zambulle con descuido y sin pensar en las aguas benditas del Nenuial, donde los últimos rayos cálidos de la hermosa Anar caen de su nave de oro para estallar en mil fragmentos dorados sobre sus olas antes de perderse en la Noche?
–Cuco Hijo del Bosque, que busca las Fuentes del Brandivino por su hermana perdida, ¿quién eres tú gran señor? –respondió envalentonado el pequeño hobbit.
–El Custodio del Nenuial, Gigante del Lago, hermano de los Compañeros del Trueno y el Relámpago que gozan de su fuerza y sus risas entre las piedras de las Hithaeglir. ¿Preguntas por las Fuentes? Yo las he visto hondas en lo profundo vomitando los frutos de la lluvia y la nieve de las grutas que corroen la médula las colinas, y también hijas de los arroyuelos que lamen ansiosas la roca y perfilan brincando fugaces cauces. Todas son las madres del Lago del Crepúsculo en las Colinas de Evendim, olvidado en el Norte con la Annúminas perdida: vestigios de gloria, esplendor del Oeste, fantasmas pálidos de Edades pasadas tristes en el yermo frío, bajo una Oscuridad vencida pero palpitante. Piedras como dientes ruinosos por sobre las Colinas.
–¿Qué canto secreto le he de llevar a la Dama del Río que reposa en el lecho del Brandivino? –preguntó Cuco.
–El canto de las piedras rodantes que sus aguas arrancan al nacer –respondió el Gigante–, que chasquean en sus fondos hasta que sólo es un susurro de arena. Marcha hacia donde esa arena colma al Mar... Ven, para recuperar a tu hermana, toma uno de mis potros: Rochlim de los Elfos, Each-Uisge de los Mortales... ¡Suerte en la búsqueda!
El Gigante del Nenuial se fue despidiendo con el Sol en el horizonte, cuando en el lago hirvientes aguas saludaron al engendro de sus profundidades. Un rocín de pelo hirsuto verde y negro de algas, de ojos muertos como los peces y crines ornadas de líquenes y caracolas de cristal:
–Sube a mi empapada grupa maese hobbit –dijo el caballo-pez–, veloces navegaremos por las pardas aguas del Brandivino hasta los anchos mares.
Como una exhalación surcó el Rochlim las aguas del Baranduin, con una estela de plata y lluvia de rocío a su paso. Las praderas, los pastos, los bosques y las ciénagas trotaban frente a los ojos confusos de Cuco. La brisa de poniente templó sus sentidos y el caballo de agua frenó su galope demencial en arenas blancas al sur de Eryn Vorn. El salado ditisco y las jaras doradas dieron la bienvenida a los visitantes desde las dunas. En el lecho de la fértil desembocadura los cañizos escondían orgullosas garzas que entonaban saludos. Y más allá, al paso sinuoso de la corriente moribunda, el susurro de la marea y la espuma aduladas el agudo canto de melancolía de las gaviotas.
Por sobre las olas plomizas batientes se irguieron los Señores de las Costas, orgullos y hermosos vestido de plata y coral, imponentes en la quietud y la cólera:
–¡Llamamos a Uinen de los calmosos cabellos y Ossë, el señor de las aguas irascibles! –piafó Rochlim.
Altos y lejanos se alzaban, ignorantes del pequeño niño y su caballo de agua.
La dulce Uinen tan sólo posó su cálida mirada sobre el Hijo del Bosque, y Cuco no necesitó más. Contempló la amargura por los marineros perdidos y la melancolía del grito de las gaviotas, y cómo las aguas fecundas mueren en la sal del Mar encrespado confundiéndose con otras aguas de ríos distantes, convergiendo en una obra que sobrecoge con majestad y hermosura.
Cerró el Hijo del Bosque sus ojos empañados y guió de vuelta a Each-Uisge hasta donde descansaba la Dama del Río, sin volverse hacia los Señores de las Costas.
Llevaba para la Dama del Brandivino la armonía de los cantos rodados con sus lloros al nacer y la melodía de los murmullos agonizantes de las aguas en el Mar. Corearon las Doncellas del Río su regreso, pero la dama del Río no apareció:
–¿Dónde estáis mi Señora? Os traigo el Principio y el Fin de vuestro señorío. Devolvedme a mi hermana caída, pues es lo que me prometisteis.
Sólo pudo Cuco oír su Voz, entre las aguas pardas y doradas del curso del Brandivino:
–¡Ay, pobre de ti, Hijo del Bosque! ¿No lo has entendido aún? Tú que me has traído el Nacimiento y la Muerte de mi Río. ¿Dónde crees que mora ahora tu hermana?
Después sólo oscuridad, burbujas y frío. Pero en el silencio pudo reconocer una risa que conmovió su corazón. Una risa brillante y quebrada por miles de gorjeos que estallaban borboteantes y cascados. En la oscuridad nada veía, sólo sentía el palpitar de su pecho y sus lágrimas satisfaciendo las ansias del Río que lo envolvía mientras brazeaba torpemente siguiendo aquella risa que le llamaba: ¡Espera, espera Mira!
Cuco despertó empapado y boca abajo, con fango de la orilla en su boca. ¿Dónde estaba Mira? ¡Mira! ¿Dónde...? ¿Y esa dulce risa? ¿No es la de mi hermana que juega con la milenrama y la azucena? Y Cuco siguió empapado la orilla del río hacia aquella canción de ensueño. La sentía cada vez más cerca y sin embargo, más distante, extraña.
–¡Mira! ¿Dónde te escondes? –gritaba Cuco.
Bajo las estrellas vio una pequeña cascada en un arroyo que fluía hacia el Río. La luz de la Luna menguante iluminaba con pálidas chispas de luz un agua que en su caída reía como brillante y quebrada por miles de gorjeos que estallaban borboteantes y cascados.
Cuco, el Hijo del Bosque, se sentó en una peña a la orilla de la cascada y pensó en su pequeña hermana. Y la tristeza, pero también una alegría sobrecogida, envolvió su recuerdo de cabellos de avellana y ojos de esmeralda plomiza.
Lloró, y de sus manos cayeron piedras redondas de río y una caracola desde la que, si ponías atención, podías escuchar el susurro del Mar.
Es en las frías noches junto al calor de un hogar crepitante cuando los viejos reúnen a los niños a su alrededor, aclaran sus roncas voces y dejan escapar las historias que otros les contaron. Es en esas frías noches cuando el crujido de la madera seca se une al aullido del viento frío que sacude las ventanas como un coro a la voz del cuentacuentos, cuando se narran historias del Mar y las Montañas, de llanto y risa, de alegrías y pérdidas.