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Ver tema#402 Respondiendo a: ulbar
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Avanzamos con precaucion por el interior de la caverna. Apenas distinguimos algo unos pocos pasos por delante de nosotros. Solo nos ilumima el camino el baston de Namsis. Continuamos avanzando durante un trecho con cautela, todos listos para repeler cualquier ataque que se pueda producir. Fi...
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Mi daga resplandecía por el brillo del útil bastón de Namsis, al igual que las armas de mis compañeros. Avanzábamos en piña por el túnel, preparados para cualquier ataque, pero de momento nada perturbaba la curiosa tranquilidad de aquel sitio. Habíamos tenido suerte de encontrar aquella oquedad, quizá salvara nuestra vida. Tras recorrer una distancia considerable, la vara de Namsis alumbró una irregular pared que impedía continuar el paso. Pero Namsis levanta la vara hacia arriba, y sus ojos se entrecierran.
-¿Qué pasa? –le pregunta Îbal.
-Hay una especie de escalón allá arriba.-le responde Namsis.
-Vale, cubridme, voy a subir –sugiere Ulbar.
-¿Cómo vamos a cubrirte si no se ve? –pregunta el enano con sarcasmo, aunque con razón.
-Yo te acompaño –le dije.
-Observa donde pongo los pies y las manos. –yo asiento con la cabeza y comienza el ascenso. La pared tenía muchos salientes y resultó más fácil y rápido de lo que esperaba. Cuando Ulbar llegó arriba me tendió la mano y me ayudó a subir. Los dos quedamos allí de pie en el escalón, sin saber bien cómo era aquello, así que nos guiamos por el tacto. Yo tenté una pared y la fui pasando por la roca, reconociendo el terreno.
-Creo que no hay enemigos aquí, si no ya nos hubiera atacado, ¿no? –me preguntó Ulbar.
-No te fíes. –le dije aunque no sentía rastro alguno de enemigo por el suelo ni en las paredes.
-Pues parece acogedor –dijo Ulbar.
-No lo sabremos hasta que no lo veamos. –dije razonadamente, y Ulbar llamó a Namsis para tener algo de luz. El tenue resplandor que alumbraba algo se apagó y quedamos sumidos en una oscuridad total. Dentro de un rato oímos la respiración agitada de Namsis, que se quejó porque no le habíamos tendido una cuerda, pero no había tiempo. De nuevo encendió la vara y vimos que el lugar era apto para acampar y refugiarnos un tiempo. Dijimos a los otros compañeros que subieran, pero antes tendimos entre Ulbar y yo una cuerda para que subieran más fácilmente. Pronto Îbal y Aravir se encontraron examinando el lugar. El señor enano llegó un rato después, resoplando y maldiciendo. Nos sentamos allí un momento, y tonificamos el cuerpo con algo de ron del señor Ulbar, que vio agotada su cantimplora, aunque el sabor era amargo, calentaba el cuerpo, lo propio para aquellas regiones frías.
Tras un rato Aravir propone camuflar la entrada, algo que yo apoyo firmemente, aunque sin mediar palabra. Nos acompaña Namsis para alumbrarnos el camino, y cuando salimos fuera empieza a nevar. Desenfundo el puñal, comienzo a cortar ramajes de los árboles y arbustos escasos en aquella estepa, y no puedo evitar oír un ritmo cansino de tambores y pasos, que hace que me apresure. Namsis también corta ramas con su brillante espada y Aravir está preparando trampas a la entrada de la cueva, que deja sin tapar para evitar accidentes. La nieve se amontona a nuestros pies, y Namsis y yo entramos a la cueva, mientras Aravir borra nuestras huellas y cubre las trampas con nieve. Terminamos de cubrir la entrada, y la nieve sigue cayendo. Volvemos con el resto de grupo y comprobamos las provisiones. Son escasas, durarían alrededor de una semana si las racionábamos mucho, aunque la nieve podría aprovecharse más tarde si nos quedábamos sin agua. Las guardias se reparten: Ulbar y Miquel la primera, Îbal y yo la segunda, y Aravir y Namsis la tercera. Ulbar y Miquel marchan hacia la entrada para realizar la guardia, y yo me limito a envolverme en el manto y recostarme a la pared, dando un buche rápido al anís, que me reconforta. Me incorporo para ofrecer a los demás, pero la oscuridad es total ahora que Namsis ha apagado la vara, y reposo la cabeza contra la pared, pensando. ¿Qué haríamos? Si marchábamos hacia el sur, tendría que ser por una senda poco frecuentada, por lo alto de las montañas, si no nos encontraríamos a los enemigos que se habían quedado en la retaguardia, y si marchábamos al norte, aún cuando hubiera vuelto el ejército de Angmar, habría que andar bastante para llegar a la bahía de Forochel, sin provisiones. Gran dilema. Îbal me saca de mi ensimismamiento con una palmada a tientas en la cabeza, y yo me levanto y cojo la cuerda para bajar, sumergido en la oscuridad, pues Namsis dormía. Sin embargo, los ojos, tras pasar tanto tiempo a oscuras veían casi todos los detalles de la cueva. Îbal y yo caminamos charlando en susurros hasta que vimos la entrada, por la que penetraba un poco de la luz de la luna.
-¿Qué tal la guardia? –pregunto.
-Entretenida –me responde Ulbar. –Hemos tenido n gran espectáculo.
En ese momento resuenan unos pasos detrás de nosotros, y reconocemos la figura encapuchada de Aravir, que nos informa de que Namsis estaba susurrando en sueños.
Todos nos sorprendemos, y yo comento que yo al menos me quedaba a cumplir la guardia por si acaso. Le digo a Îbal que vaya a ver qué pasa con ellos y que vuelva luego. Todos se marchan y de nuevo me recuesto contra la pared, oyendo la marcha enemiga alejarse poco a poco. El amanecer nos traería nuevos planes. Mientras tanto, cogí una flecha y me puse a examinarla aburrido, mirando de vez en cuando el exterior nevado, sin novedad alguna en el frente, mientras espero a Îbal.
Mi daga resplandecía por el brillo del útil bastón de Namsis, al igual que las armas de mis compañeros. Avanzábamos en piña por el túnel, preparados para cualquier ataque, pero de momento nada perturbaba la curiosa tranquilidad de aquel sitio. Habíamos tenido suerte de encontrar aquella oquedad, quizá salvara nuestra vida. Tras recorrer una distancia considerable, la vara de Namsis alumbró una irregular pared que impedía continuar el paso. Pero Namsis levanta la vara hacia arriba, y sus ojos se entrecierran.
-¿Qué pasa? –le pregunta Îbal.
-Hay una especie de escalón allá arriba.-le responde Namsis.
-Vale, cubridme, voy a subir –sugiere Ulbar.
-¿Cómo vamos a cubrirte si no se ve? –pregunta el enano con sarcasmo, aunque con razón.
-Yo te acompaño –le dije.
-Observa donde pongo los pies y las manos. –yo asiento con la cabeza y comienza el ascenso. La pared tenía muchos salientes y resultó más fácil y rápido de lo que esperaba. Cuando Ulbar llegó arriba me tendió la mano y me ayudó a subir. Los dos quedamos allí de pie en el escalón, sin saber bien cómo era aquello, así que nos guiamos por el tacto. Yo tenté una pared y la fui pasando por la roca, reconociendo el terreno.
-Creo que no hay enemigos aquí, si no ya nos hubiera atacado, ¿no? –me preguntó Ulbar.
-No te fíes. –le dije aunque no sentía rastro alguno de enemigo por el suelo ni en las paredes.
-Pues parece acogedor –dijo Ulbar.
-No lo sabremos hasta que no lo veamos. –dije razonadamente, y Ulbar llamó a Namsis para tener algo de luz. El tenue resplandor que alumbraba algo se apagó y quedamos sumidos en una oscuridad total. Dentro de un rato oímos la respiración agitada de Namsis, que se quejó porque no le habíamos tendido una cuerda, pero no había tiempo. De nuevo encendió la vara y vimos que el lugar era apto para acampar y refugiarnos un tiempo. Dijimos a los otros compañeros que subieran, pero antes tendimos entre Ulbar y yo una cuerda para que subieran más fácilmente. Pronto Îbal y Aravir se encontraron examinando el lugar. El señor enano llegó un rato después, resoplando y maldiciendo. Nos sentamos allí un momento, y tonificamos el cuerpo con algo de ron del señor Ulbar, que vio agotada su cantimplora, aunque el sabor era amargo, calentaba el cuerpo, lo propio para aquellas regiones frías.
Tras un rato Aravir propone camuflar la entrada, algo que yo apoyo firmemente, aunque sin mediar palabra. Nos acompaña Namsis para alumbrarnos el camino, y cuando salimos fuera empieza a nevar. Desenfundo el puñal, comienzo a cortar ramajes de los árboles y arbustos escasos en aquella estepa, y no puedo evitar oír un ritmo cansino de tambores y pasos, que hace que me apresure. Namsis también corta ramas con su brillante espada y Aravir está preparando trampas a la entrada de la cueva, que deja sin tapar para evitar accidentes. La nieve se amontona a nuestros pies, y Namsis y yo entramos a la cueva, mientras Aravir borra nuestras huellas y cubre las trampas con nieve. Terminamos de cubrir la entrada, y la nieve sigue cayendo. Volvemos con el resto de grupo y comprobamos las provisiones. Son escasas, durarían alrededor de una semana si las racionábamos mucho, aunque la nieve podría aprovecharse más tarde si nos quedábamos sin agua. Las guardias se reparten: Ulbar y Miquel la primera, Îbal y yo la segunda, y Aravir y Namsis la tercera. Ulbar y Miquel marchan hacia la entrada para realizar la guardia, y yo me limito a envolverme en el manto y recostarme a la pared, dando un buche rápido al anís, que me reconforta. Me incorporo para ofrecer a los demás, pero la oscuridad es total ahora que Namsis ha apagado la vara, y reposo la cabeza contra la pared, pensando. ¿Qué haríamos? Si marchábamos hacia el sur, tendría que ser por una senda poco frecuentada, por lo alto de las montañas, si no nos encontraríamos a los enemigos que se habían quedado en la retaguardia, y si marchábamos al norte, aún cuando hubiera vuelto el ejército de Angmar, habría que andar bastante para llegar a la bahía de Forochel, sin provisiones. Gran dilema. Îbal me saca de mi ensimismamiento con una palmada a tientas en la cabeza, y yo me levanto y cojo la cuerda para bajar, sumergido en la oscuridad, pues Namsis dormía. Sin embargo, los ojos, tras pasar tanto tiempo a oscuras veían casi todos los detalles de la cueva. Îbal y yo caminamos charlando en susurros hasta que vimos la entrada, por la que penetraba un poco de la luz de la luna.
-¿Qué tal la guardia? –pregunto.
-Entretenida –me responde Ulbar. –Hemos tenido n gran espectáculo.
En ese momento resuenan unos pasos detrás de nosotros, y reconocemos la figura encapuchada de Aravir, que nos informa de que Namsis estaba susurrando en sueños.
Todos nos sorprendemos, y yo comento que yo al menos me quedaba a cumplir la guardia por si acaso. Le digo a Îbal que vaya a ver qué pasa con ellos y que vuelva luego. Todos se marchan y de nuevo me recuesto contra la pared, oyendo la marcha enemiga alejarse poco a poco. El amanecer nos traería nuevos planes. Mientras tanto, cogí una flecha y me puse a examinarla aburrido, mirando de vez en cuando el exterior nevado, sin novedad alguna en el frente, mientras espero a Îbal.
"La vida tiene el sentido que nosotros le damos y en ello reside la grandeza del hombre" -Friedrich Nietszche.