Un hallazgo
Un joven Rohirrim de excursión al sur del bosque de Fangorn hace un interesante descubrimiento. ¿Le acompañarás a resolver el misterio?
Bingui ya dominaba excelentemente el caballo a sus 12 años de edad y recorría el sur del bosque del Fangorn dentro de los limites de su país. Muchas veces apostaba con sus amigos haciendo carreras por los prados y otras iba con su padre de pesca al río. Pero aquel día le apetecía galopar y sentir el aire en su rostro y la libertad que tan poco tenía en su hogar y eligió aquel tramo porque pocas veces había ido por él.
El Sol ya hacía casi dos horas que había abandonado su posición más elevada sobre el cielo y pensó que sería buen momento para comer y reposar un poco. Descabalgó en la ladera de las montañas, cerca de un pequeño manantial de agua que brotaba de entre las rocas y formaba una pequeña laguna, en la que podría bañarse un poco después de comer.
Comió en abundancia: pan, pollo, queso y algo de fruta. Y luego se zambulló en la laguna. El agua estaba realmente fría pero su fuerte cuerpo era capaz de soportarlo y disfrutar con júbilo. Tras secarse decidió ir a explorar las tierras de alrededor en busca de alguna piedra extraña para su colección. Pedruscos inútiles los llamaba su madre, pero a él le gustaban y no podía evitar ver el resplandor de algunas de ellas en su dormitorio, poco antes de acostarse, sobre las estanterías que colgaban en la pared norte, cerca de la ventana.
Su cara de asombro habría dejado extrañado a cualquier ser viviente que lo viese, cuando de pronto se topó con la entrada de una cueva. No era una cueva normal, producida por el agua y los elementos de la naturaleza, si no que estaba labrada a mano pues era capaz de distinguir en los "dinteles" extrañas siluetas de horrible apariencia y también lo que parecía ser una marca de color negro en forma de mano alargada. Su mente se debatió entre la curiosidad propia de la gente de su edad y el miedo. Recordó las palabras de su padre: "Solo tienen miedo los cobardes, hijo mío, y los cobardes son los primeros en morir en la batalla". Así pues se adentró en la galería y se detuvo a los pocos metros para que sus ojos se adecuaran a la escasez de luz.
Sus manos recorrían las paredes de la cavidad. En un principio notaba como la roca no estaba en absoluto trabajada y que estaba formada, pensaba él, por algún tipo de arcilla. Pero más tarde las rugosidades propias de la tierra virgen desaparecieron dando lugar a unas paredes lisas y frías de roca viva claramente labradas a mano. El pasillo se convirtió de pronto en una pendiente descendente y curva hacia la derecha. Ambas eran suaves pero los agudos sentidos de Bingui eran capaces de detectarlos. Sin duda sería un gran explorador el día en que lo dejaran alistarse en las filas del ejercito del Rey.
No sabía ya cuánto tiempo llevaba andando. Le faltaba oxígeno y sus músculos ya se sentían entumecidos por el frió y la humedad que le atacaban como si no quisieran que continuase caminando. Estaba cerca de desistir cuando inesperadamente el pasillo terminó en una gran sala en la que un rayo de sol iluminaba el centro de la misma, un rayo que atravesaba la densa montaña y se abría paso con una fuerza implacable. El joven no tubo más remedio que taparse los ojos pues tanto tiempo de oscuridad y una luz tan repentina le habían cegado momentáneamente. Sus vivarachos ojos verdes, rebosantes de juventud, no tardaron en adaptarse al nuevo medio y más aun cuando se fijaron en una columna de metro y medio, plantada en el centro del recinto circular, en el cual se encontraba depositado un objeto del tamaño de un puño, tapado por un trapo malva. Sus pequeños pies comenzaron a caminar de nuevo sintiendo como su corazón se aceleraba con cada paso por la emoción de descubrir qué sería aquello que estaba oculto, y que probablemente llevaría allí muchísimo tiempo a juzgar por la cantidad de telarañas que lo cubrían.
Se encontraba ya ante la columna finamente labrada con enredaderas y motivos florales, y su mano se acercaba vacilante sobre el color malva. Un calor extraño recorría su cuerpo, no sabía si por causa del haz de luz que lo iluminaba o por la adrenalina de su propio cuerpo. Al fin destapó de un tirón el objeto y una increíble cantidad de luces encendió en colores todo el recinto creando un tapiz realmente bello, inimaginable, imposible de explicar. Todo aquella maravilla provenía de una piedra blanca, más blanca que la nieve, tan hermosa que...
El ruido fue ensordecedor. Un sonido entre grito humano y gruñido de bestia que rebotaba sobre las paredes y llegaban a los oídos del joven rohirim. Su cuerpo se paralizó por el miedo, teniendo ya entre sus manos el precioso objeto.
Sus ojos recorrían rápidamente los alrededores y al poco vio algo que le asusto aun más. Un enorme saco de músculos de tres metros de altura como mínimo, armado con un hacha a dos manos que él utilizaba solo a una. La enorme bestia se acercaba a Bingui cojeando y éste luchaba en su interior. El horror lo paralizaba y en su mente recordó las historias que le contaba su abuelo las noches de inviernos junto a la cálida chimena sobre esa bestia, un Olog-hai, ese era su nombre. Parecido a un troll pero de piel negra como el carbón y terriblemente fuerte, astuto y despiadado.
El cuerpo del pequeño reaccionó cuando el hacha estuvo a punto de cortarle las manos que aun posaban sobre la columna y echó a correr por donde había entrado. Notaba la tensión de todos los músculos de su cuerpo, el respirar rápido que le permitía seguir alentando su sensación de mayor velocidad, y también las pisadas de la enorme criatura tras él. Solo 12 años, solo 12 años, tan solo tengo 12 años. Se repetía una y otra vez el joven en su mente mientras corría por salvar su vida. La cuesta suave que le abría el camino hacía el exterior parecía no tener fin. Oía su corazón, como un gran tambor, bombear la sangre hacia sus extremidades proporcionádoles el oxigeno necesario para no desfallecer, y las pisadas que eran cada vez más próximas. En sus labios podía notar el sabor de su propia sangre que emanaba de un pequeño corte que se había autoinflinjido al apretar fuertemente los dientes, una sangre que no estaba dispuesto a perder por ningún otro orificio de su cuerpo. Ya pudo ver la salida. Un punto luminoso a lo lejos del pasillo ahora llano. Su corazón palpitante parecía aliviado y sus oídos ya no captaban a su perseguidor. Se sentía a salvo, libre, cuando alcanzara aquel punto estaría vivo de nuevo, su vida volvería a transcurrir como hasta entonces, riendo entre sus amigos, pescando a orillas del río con su padre y mirando las piedras de su estantería, pero lo único que alcanzó fue, la más fría negrura. La negrura de su muerte al separársele la cabeza de su cuerpo que se desplomó como un árbol joven sobre el suelo arcilloso y seco que pronto se humedeció por su propia sangre. Por la entrada de la cueva salió rodando una piedra blanca salpicada en tonos rojizos y una enorme mano negra que la apresó y volvió a desaparecer en el interior.
El Sol ya hacía casi dos horas que había abandonado su posición más elevada sobre el cielo y pensó que sería buen momento para comer y reposar un poco. Descabalgó en la ladera de las montañas, cerca de un pequeño manantial de agua que brotaba de entre las rocas y formaba una pequeña laguna, en la que podría bañarse un poco después de comer.
Comió en abundancia: pan, pollo, queso y algo de fruta. Y luego se zambulló en la laguna. El agua estaba realmente fría pero su fuerte cuerpo era capaz de soportarlo y disfrutar con júbilo. Tras secarse decidió ir a explorar las tierras de alrededor en busca de alguna piedra extraña para su colección. Pedruscos inútiles los llamaba su madre, pero a él le gustaban y no podía evitar ver el resplandor de algunas de ellas en su dormitorio, poco antes de acostarse, sobre las estanterías que colgaban en la pared norte, cerca de la ventana.
Su cara de asombro habría dejado extrañado a cualquier ser viviente que lo viese, cuando de pronto se topó con la entrada de una cueva. No era una cueva normal, producida por el agua y los elementos de la naturaleza, si no que estaba labrada a mano pues era capaz de distinguir en los "dinteles" extrañas siluetas de horrible apariencia y también lo que parecía ser una marca de color negro en forma de mano alargada. Su mente se debatió entre la curiosidad propia de la gente de su edad y el miedo. Recordó las palabras de su padre: "Solo tienen miedo los cobardes, hijo mío, y los cobardes son los primeros en morir en la batalla". Así pues se adentró en la galería y se detuvo a los pocos metros para que sus ojos se adecuaran a la escasez de luz.
Sus manos recorrían las paredes de la cavidad. En un principio notaba como la roca no estaba en absoluto trabajada y que estaba formada, pensaba él, por algún tipo de arcilla. Pero más tarde las rugosidades propias de la tierra virgen desaparecieron dando lugar a unas paredes lisas y frías de roca viva claramente labradas a mano. El pasillo se convirtió de pronto en una pendiente descendente y curva hacia la derecha. Ambas eran suaves pero los agudos sentidos de Bingui eran capaces de detectarlos. Sin duda sería un gran explorador el día en que lo dejaran alistarse en las filas del ejercito del Rey.
No sabía ya cuánto tiempo llevaba andando. Le faltaba oxígeno y sus músculos ya se sentían entumecidos por el frió y la humedad que le atacaban como si no quisieran que continuase caminando. Estaba cerca de desistir cuando inesperadamente el pasillo terminó en una gran sala en la que un rayo de sol iluminaba el centro de la misma, un rayo que atravesaba la densa montaña y se abría paso con una fuerza implacable. El joven no tubo más remedio que taparse los ojos pues tanto tiempo de oscuridad y una luz tan repentina le habían cegado momentáneamente. Sus vivarachos ojos verdes, rebosantes de juventud, no tardaron en adaptarse al nuevo medio y más aun cuando se fijaron en una columna de metro y medio, plantada en el centro del recinto circular, en el cual se encontraba depositado un objeto del tamaño de un puño, tapado por un trapo malva. Sus pequeños pies comenzaron a caminar de nuevo sintiendo como su corazón se aceleraba con cada paso por la emoción de descubrir qué sería aquello que estaba oculto, y que probablemente llevaría allí muchísimo tiempo a juzgar por la cantidad de telarañas que lo cubrían.
Se encontraba ya ante la columna finamente labrada con enredaderas y motivos florales, y su mano se acercaba vacilante sobre el color malva. Un calor extraño recorría su cuerpo, no sabía si por causa del haz de luz que lo iluminaba o por la adrenalina de su propio cuerpo. Al fin destapó de un tirón el objeto y una increíble cantidad de luces encendió en colores todo el recinto creando un tapiz realmente bello, inimaginable, imposible de explicar. Todo aquella maravilla provenía de una piedra blanca, más blanca que la nieve, tan hermosa que...
El ruido fue ensordecedor. Un sonido entre grito humano y gruñido de bestia que rebotaba sobre las paredes y llegaban a los oídos del joven rohirim. Su cuerpo se paralizó por el miedo, teniendo ya entre sus manos el precioso objeto.
Sus ojos recorrían rápidamente los alrededores y al poco vio algo que le asusto aun más. Un enorme saco de músculos de tres metros de altura como mínimo, armado con un hacha a dos manos que él utilizaba solo a una. La enorme bestia se acercaba a Bingui cojeando y éste luchaba en su interior. El horror lo paralizaba y en su mente recordó las historias que le contaba su abuelo las noches de inviernos junto a la cálida chimena sobre esa bestia, un Olog-hai, ese era su nombre. Parecido a un troll pero de piel negra como el carbón y terriblemente fuerte, astuto y despiadado.
El cuerpo del pequeño reaccionó cuando el hacha estuvo a punto de cortarle las manos que aun posaban sobre la columna y echó a correr por donde había entrado. Notaba la tensión de todos los músculos de su cuerpo, el respirar rápido que le permitía seguir alentando su sensación de mayor velocidad, y también las pisadas de la enorme criatura tras él. Solo 12 años, solo 12 años, tan solo tengo 12 años. Se repetía una y otra vez el joven en su mente mientras corría por salvar su vida. La cuesta suave que le abría el camino hacía el exterior parecía no tener fin. Oía su corazón, como un gran tambor, bombear la sangre hacia sus extremidades proporcionádoles el oxigeno necesario para no desfallecer, y las pisadas que eran cada vez más próximas. En sus labios podía notar el sabor de su propia sangre que emanaba de un pequeño corte que se había autoinflinjido al apretar fuertemente los dientes, una sangre que no estaba dispuesto a perder por ningún otro orificio de su cuerpo. Ya pudo ver la salida. Un punto luminoso a lo lejos del pasillo ahora llano. Su corazón palpitante parecía aliviado y sus oídos ya no captaban a su perseguidor. Se sentía a salvo, libre, cuando alcanzara aquel punto estaría vivo de nuevo, su vida volvería a transcurrir como hasta entonces, riendo entre sus amigos, pescando a orillas del río con su padre y mirando las piedras de su estantería, pero lo único que alcanzó fue, la más fría negrura. La negrura de su muerte al separársele la cabeza de su cuerpo que se desplomó como un árbol joven sobre el suelo arcilloso y seco que pronto se humedeció por su propia sangre. Por la entrada de la cueva salió rodando una piedra blanca salpicada en tonos rojizos y una enorme mano negra que la apresó y volvió a desaparecer en el interior.