Decadencia
Una historia que narra la nostalgia de un elfo incapaz de aceptar la llegada de una nueva Era a la faz de la Tierra Media.
La débil y frívola mirada del Sol, como si se tratara de la perdida cordura, se alejaba cada vez más hacia un lugar al que él ya no podía llegar, totalmente inalcanzable para ese mermado sentido de la percepción que le dominaba. Y era así, incompleto, porque ya no era capaz de interpretar la realidad que afrontaba a cada paso. Únicamente se le aparecían fantasmas... dulces y crueles imágenes tan intangibles y al mismo tiempo tan poderosas, como sólo pueden serlo los recuerdos. Y cuanto más se acercaba a las heladas y lúgubres ciénagas más se le imponían esos sutiles encantamientos que, como tristes y lejanas voces, eran capaces de arrastrarle hasta los confines de aquel siniestro hogar. Las Ciénagas de los Muertos. Y eran su hogar, sí... lo fueron desde el mismo instante en el que Nenluin soportó extraviar su vida y su espíritu en esas tierras malditas y devastadas por el dolor.
Durante un segundo, nada más, sintió el ya conocido ardor que le desgarraba el cerebro como un tizón al rojo; era ese dolor que tantas veces había sentido desde aquel desdichado día en el que la muerte, con forma de flecha e impulsada con cobardía y deshonor, surgió de una baja almena de la inmunda ciudadela de Barad-dûr. Y acertó, sí, lo hizo a través de las monstruosas artes oscuras de algún maldito arquero que fue imbuído con el don de la crueldad y la habilidad del asesinato. Nenluin había muerto en los tristes y desgraciados días que comenzaron con el asedio a la imbatible fortaleza de Gorthaur el Cruel...
La Última Alianza, así la llamaron, pero deberían haberla llamado la Última Esperanza, porque fue el final de las esperanzas para un pueblo, los Elfos que nacieron y amaron en la Tierra Media, aquélla que les otorgó una oportunidad de medrar lejos de la condescendencia de los Valar, y de su inevitable, aunque totalmente inocente, necesidad de limitarles; ya que eran incapaces de comprender el significado de la libertad en un universo que ya tenían delimitado desde el Principio hasta el Fin de los Tiempos, y al que estaban atados de un modo que les convertían en las propias fuerzas que intentaban moldear: pudiendo cambiar, pero nunca perder la propia realidad.
En cambio los Elfos sí perdían, iban perdiendo poco a poco aquello a lo que nunca consintieron renunciar, simplemente porque a pesar de todo su orgullo y poder... no les pertenecía. Nunca lo hizo. La Tierra Media era sólo el lugar en el que habitaban y en el que sólo estaban de paso, y al que no podían hacer suyo para siempre bajo la inexorable e incorruptible ley de un Tiempo que todo lo destruye y lo hace renacer.
¿Acaso existía algún Poder que pudiera controlar el Orden Natural y demorar el inevitable agotamiento del mundo?
En realidad nunca había creído que necesitaría una respuesta a tan abstracta y ajena pregunta; pero llegó el día... ese amargo día en que algo vital se pierde para siempre, como la dulce inocencia que se diluye aun antes de comprender qué fue. Y ante su desesperación se dio cuenta de que todo lo que le rodeaba envejecía, no era sólo su amarga mirada lo que lo hacía palidecer, sino que realmente el mundo iba perdiendo la intensidad y el ardor que antaño tanto derrochó.
Todavía recordaba el instante en que, como un suspiro, cayeron todas esas arraigadas y dolorosas, firmes y consecuentes creencias acerca de la realidad de Eä que tanto le atormentaban. Si hubiera sido capaz de mirar claramente dentro de sí, habría sido consciente de la verdad que encerraba su anterior pensamiento, y no habría creído esas bellas mentiras que tan delicadamente se le ofrecieron en inmensos sueños de luz. Hacía ya décadas que corría el rumor de que en los bosques encantados de Lothlórien operaba un poder que se escapaba de la propia y limitada naturaleza élfica en lo referente al Orden Natural, algo que ellos, en un principio, tenían vetado dentro del alcance de su propia especie. Ese bosque estaba habitado en parte por los pocos Noldorin que todavía quedaban sobre la Tierra Media, o eso se decía; así que, dudando entre permanecer en los Puertos Grises, o si hacer el solitario Último Viaje hacia el lejano Occidente que nunca había hollado, se decidió por fin, y en contra de los consejos que se le ofrecieron, a intentar revivir aquellos dulces días que habían desaparecido del recuerdo del mundo.
Pero lo que se presentó superó con creces a todo aquello que en sus más delirantes esperanzas hubiera podido concebir. Nada más adentrarse en las exiguas fronteras de Lórien, empezó a sucederse en él, y progresivamente a medida que se internaba más y más hacia el corazón de los bosques, un incoherente e increíble torrente de imágenes y sentimientos que él no podía contener, como rápidas corrientes que en forma de cascada rompían las imperturbables aguas de un lago que hasta entonces fuera mudo, y al que se abandonó y rindió hasta que se perdió en un insondable mar de nostalgia...
...con los ojos cerrados, pudo recrear otra vez en su memoria los largos y hermosos paseos que en compañía de Nenluin frecuentaba por los bosques de abedules de Nimbrethil, esbeltos y fragantes, que les rodeaban y les enmarcaban en un inefable sueño de eternidad. Allí, presos de mil caricias y susurros llameantes, se seducían entre delicadas notas de poesía, y él sucumbía a la luz que ella le ofrecía a través de dulces encantamientos de amor; las venas de fuego rebosantes, elevados requiebros misteriosos inundaban sus almas henchidas y vibrantes. Más profundamente recordó los etéreos reflejos que la superficie indolente de un lago trataba de imitar, y que no podían reflejar, ya que las irisadas pupilas de Nenluin, infinitamente azules, ofrecían todo un universo más allá del frágil marco de las luces y las sombras.
Y pudo escuchar nítidamente el delicado canto de los lómelindi en sus impávidos oídos, límpido y rebosante de esas claras notas que sólo ellos podían entonar, y que se entremezclaban con los musicales suspiros que se escapaban de sus incandescentes besos. Y fue más allá, quiso mirar en los más profundo de sus esperanzas y pudo sentir realmente la ardorosa piel que cubría la mano alabastrina que él sostenía...
...Nenluin...
Cuando abrió los ojos, arrasados en lágrimas, volvió con dureza y dolor a una realidad que ya no era capaz de aceptar como tal.
En los confusos días que siguieron al momento de su llegada, no pudo por menos que seguir anhelando lo que tan claramente era capaz de recrear, y eso le arrastraba más y más al insondable pozo de la pasión perdida que intentaba recuperar. Su alma, helada y quebradiza, había recobrado temporalmente la voluntad de existir nuevamente en los brazos de Arda; pero nunca sin ella -se dijo una y otra vez-, no sin ella. Derramó amargas lágrimas al volver a sentir la ardiente impotencia unida a la imposibilidad de reencontrase más allá del Mar Occidental, a la evocadora sombra del recuerdo de los demás... no, no habría dudado ni un instante en abandonar sus desgraciadas investiduras de carne...
Este deseo enfermizo se apoderó de él, y poco a poco fue dibujándose una idea, una resolución, que le llevó ineludiblemente al único lugar en el que se podían materializar sus extraviadas ideas. Ningún velo le separaba ya de su auténtica voluntad, se había sincerado consigo mismo más allá de todas las leyes que su naturaleza pudiera aconsejarle; y se alegró porque, una vez se decidió, su espíritu pareció encontrar una paz que hacía décadas que había perdido. Su estancia en Lothlórien le había ayudado a reconsiderar su existencia, aunque sólo fuera para recorrer con determinación un camino más oscuro e incierto todavía...
El valle de Gorgoroth se extendía más allá de lo que su vista era capaz de vislumbrar. Las sombras habían comenzado a descender rápidamente cubriendo las faldas de las lomas, y a medida que la falsa imagen de luz se desvanecía, pareció conjurarse sobre el valle una delicada sucesión de nieblas que se elevaban lentamente sobre las aguas. Él las observaba lánguidamente, insensible a la enormidad del lugar y cavilando sobre dónde estaría situada la fría tumba que tantos años antes había cavado amargamente en la tierra oscura. Poco a poco fue acercándose a las fétidas lagunas que se entremezclaban ante su mirada.
Una inmensa melancolía le asaltaba con cada paso que recorría, y las voces que escuchaba en su cabeza parecían cobrar forma y susurrarle heladas palabras de muerte y dolor. Sus sentidos parecieron desdibujarse, y fueron sustituidos por otras voluntades que le inducían a anhelar un dulce encuentro con el olvido. Débiles llamitas, como suspendidas sobre cirios invisibles, fueron mostrándosele y suplicándole que durmiera sobre el lecho de los fondos de sus lagos, eternamente dispuestos a satisfacer sus lamentos y desdichas con un consuelo más allá del marco de su carnalidad. Estaba tan aturdido por las tristes melodías que teñían los encantamientos que en su alma se susurraban, que no se percató de la fina y gélida llovizna que empezó a empapar sus cabellos. Alzó la mirada cuando de pronto escuchó una voz... una voz quejumbrosa que creyó reconocer entre los pliegues de su memoria; pero sonaba lejana, muy distante y apagada, y entonaba una lenta plegaria que parecía hablar de él. Se acercó envuelto en brumas y ensoñaciones hacia el lago que intuía era el que tañía aquella voz, y un requiebro se escapó de sus labios ardorosos cuando creyó ver un ténue brillo azulado sobre la sombría superficie de sus aguas. Tal vez sus debilitados ojos le habían mostrado una vana ilusión, pero no pudo evitar acercarse lentamente para profundizar en los matices de aquel irisado resplandor. Como en otras tantas charcas había una vibrante llama que ardía fatua a una estrecha distancia del suelo, y que danzaba al son de una música olvidada a través de los largos años de corrupción. Ahora podía escuchar con nitidez lo que aquella voz suplicaba: decía lánguida, entre arrulladores sollozos, "¿por qué me has abandonado?" "¿por qué me has dejado sola?". Las palabras, que parecían surgir amortiguadas por un indefinido velo de agua, pronunciaron entonces su nombre con una voz tan infinitamente triste que sus ojos se anegaron en amargas lágrimas.
- ¿Daelin? ¿Por qué me dejaste morir? ¿Por qué...?
La voz del elfo, que hasta entonces había estado aprisionada por unos asfixiantes dedos invisibles, pudo liberarse y contestar acongojado a sus lamentos.
- ¿Nenluin? ¿Mi dulce esposa? Estoy aquí, cerca de ti. He venido por ti.
Se acercó entonces al borde de la charca, y arrodillándose en el barro miró ansioso en su interior. Lo que su inquisitiva mirada encontró fue una etérea forma fantasmal que ondulaba suavemente en las oscuras profundidades de las aguas cenagosas. Y entonces ésta irguió la frente, y le miró... y él pudo ver unos ojos imposibles que llameaban vibrantes con un resplandor azul, tan azul, que sintió que caía en un terrible encantamiento que le impedía erguirse.
- Mi esposo. Mi amante. ¿Eres tú en verdad? Te he estado esperando -dijo con su voz musical-. ¿Por qué has tardado tanto? Todo es tan oscuro aquí. Tan oscuro. Y frío. ¿Has venido por mí? ¿Has vuelto?.
- Sí esposa mía -dijo entre lágrimas-, he recorrido inmensos valles de tiempo por ti. No he podido olvidar los dichosos lustros que supieron de nuestro amor.
El espíritu de agua ascendió incorpóreo a través de las corrientes invisibles, y acercándose fijó con mayor intensidad todavía su mirada en el elfo, que preso de un apasionado arrebato de amor se postró más sobre la superficie. Sus cabellos de plata acariciaron la faz del lago, que parecía vibrar con las dulces entonaciones de Nenluin. Ella llegó al fin al azulado haz de agua, y en un gesto lleno de dulzura extendió sus brazos, sus blancos y flexibles brazos, que surgieron de la superficie y que con una suavidad infinita se aferraron al ardiente cuello de Daelin.
Y ella le suplicó un beso, un cálido beso que infundiera existencia al intangible espíritu que la difuminaba. Y acercando él sus febriles labios... no pudo evitar perder el equilibrio; y resbaló, y se arrojó sobre las aguas oscuras que tan sólo un instante después cerraron la abierta herida con un suspiro lúgubre, largo, doliente... y que le enterró bajo un eterno olvido más allá del fin de Eä.
Durante un segundo, nada más, sintió el ya conocido ardor que le desgarraba el cerebro como un tizón al rojo; era ese dolor que tantas veces había sentido desde aquel desdichado día en el que la muerte, con forma de flecha e impulsada con cobardía y deshonor, surgió de una baja almena de la inmunda ciudadela de Barad-dûr. Y acertó, sí, lo hizo a través de las monstruosas artes oscuras de algún maldito arquero que fue imbuído con el don de la crueldad y la habilidad del asesinato. Nenluin había muerto en los tristes y desgraciados días que comenzaron con el asedio a la imbatible fortaleza de Gorthaur el Cruel...
La Última Alianza, así la llamaron, pero deberían haberla llamado la Última Esperanza, porque fue el final de las esperanzas para un pueblo, los Elfos que nacieron y amaron en la Tierra Media, aquélla que les otorgó una oportunidad de medrar lejos de la condescendencia de los Valar, y de su inevitable, aunque totalmente inocente, necesidad de limitarles; ya que eran incapaces de comprender el significado de la libertad en un universo que ya tenían delimitado desde el Principio hasta el Fin de los Tiempos, y al que estaban atados de un modo que les convertían en las propias fuerzas que intentaban moldear: pudiendo cambiar, pero nunca perder la propia realidad.
En cambio los Elfos sí perdían, iban perdiendo poco a poco aquello a lo que nunca consintieron renunciar, simplemente porque a pesar de todo su orgullo y poder... no les pertenecía. Nunca lo hizo. La Tierra Media era sólo el lugar en el que habitaban y en el que sólo estaban de paso, y al que no podían hacer suyo para siempre bajo la inexorable e incorruptible ley de un Tiempo que todo lo destruye y lo hace renacer.
¿Acaso existía algún Poder que pudiera controlar el Orden Natural y demorar el inevitable agotamiento del mundo?
En realidad nunca había creído que necesitaría una respuesta a tan abstracta y ajena pregunta; pero llegó el día... ese amargo día en que algo vital se pierde para siempre, como la dulce inocencia que se diluye aun antes de comprender qué fue. Y ante su desesperación se dio cuenta de que todo lo que le rodeaba envejecía, no era sólo su amarga mirada lo que lo hacía palidecer, sino que realmente el mundo iba perdiendo la intensidad y el ardor que antaño tanto derrochó.
Todavía recordaba el instante en que, como un suspiro, cayeron todas esas arraigadas y dolorosas, firmes y consecuentes creencias acerca de la realidad de Eä que tanto le atormentaban. Si hubiera sido capaz de mirar claramente dentro de sí, habría sido consciente de la verdad que encerraba su anterior pensamiento, y no habría creído esas bellas mentiras que tan delicadamente se le ofrecieron en inmensos sueños de luz. Hacía ya décadas que corría el rumor de que en los bosques encantados de Lothlórien operaba un poder que se escapaba de la propia y limitada naturaleza élfica en lo referente al Orden Natural, algo que ellos, en un principio, tenían vetado dentro del alcance de su propia especie. Ese bosque estaba habitado en parte por los pocos Noldorin que todavía quedaban sobre la Tierra Media, o eso se decía; así que, dudando entre permanecer en los Puertos Grises, o si hacer el solitario Último Viaje hacia el lejano Occidente que nunca había hollado, se decidió por fin, y en contra de los consejos que se le ofrecieron, a intentar revivir aquellos dulces días que habían desaparecido del recuerdo del mundo.
Pero lo que se presentó superó con creces a todo aquello que en sus más delirantes esperanzas hubiera podido concebir. Nada más adentrarse en las exiguas fronteras de Lórien, empezó a sucederse en él, y progresivamente a medida que se internaba más y más hacia el corazón de los bosques, un incoherente e increíble torrente de imágenes y sentimientos que él no podía contener, como rápidas corrientes que en forma de cascada rompían las imperturbables aguas de un lago que hasta entonces fuera mudo, y al que se abandonó y rindió hasta que se perdió en un insondable mar de nostalgia...
...con los ojos cerrados, pudo recrear otra vez en su memoria los largos y hermosos paseos que en compañía de Nenluin frecuentaba por los bosques de abedules de Nimbrethil, esbeltos y fragantes, que les rodeaban y les enmarcaban en un inefable sueño de eternidad. Allí, presos de mil caricias y susurros llameantes, se seducían entre delicadas notas de poesía, y él sucumbía a la luz que ella le ofrecía a través de dulces encantamientos de amor; las venas de fuego rebosantes, elevados requiebros misteriosos inundaban sus almas henchidas y vibrantes. Más profundamente recordó los etéreos reflejos que la superficie indolente de un lago trataba de imitar, y que no podían reflejar, ya que las irisadas pupilas de Nenluin, infinitamente azules, ofrecían todo un universo más allá del frágil marco de las luces y las sombras.
Y pudo escuchar nítidamente el delicado canto de los lómelindi en sus impávidos oídos, límpido y rebosante de esas claras notas que sólo ellos podían entonar, y que se entremezclaban con los musicales suspiros que se escapaban de sus incandescentes besos. Y fue más allá, quiso mirar en los más profundo de sus esperanzas y pudo sentir realmente la ardorosa piel que cubría la mano alabastrina que él sostenía...
...Nenluin...
Cuando abrió los ojos, arrasados en lágrimas, volvió con dureza y dolor a una realidad que ya no era capaz de aceptar como tal.
En los confusos días que siguieron al momento de su llegada, no pudo por menos que seguir anhelando lo que tan claramente era capaz de recrear, y eso le arrastraba más y más al insondable pozo de la pasión perdida que intentaba recuperar. Su alma, helada y quebradiza, había recobrado temporalmente la voluntad de existir nuevamente en los brazos de Arda; pero nunca sin ella -se dijo una y otra vez-, no sin ella. Derramó amargas lágrimas al volver a sentir la ardiente impotencia unida a la imposibilidad de reencontrase más allá del Mar Occidental, a la evocadora sombra del recuerdo de los demás... no, no habría dudado ni un instante en abandonar sus desgraciadas investiduras de carne...
Este deseo enfermizo se apoderó de él, y poco a poco fue dibujándose una idea, una resolución, que le llevó ineludiblemente al único lugar en el que se podían materializar sus extraviadas ideas. Ningún velo le separaba ya de su auténtica voluntad, se había sincerado consigo mismo más allá de todas las leyes que su naturaleza pudiera aconsejarle; y se alegró porque, una vez se decidió, su espíritu pareció encontrar una paz que hacía décadas que había perdido. Su estancia en Lothlórien le había ayudado a reconsiderar su existencia, aunque sólo fuera para recorrer con determinación un camino más oscuro e incierto todavía...
El valle de Gorgoroth se extendía más allá de lo que su vista era capaz de vislumbrar. Las sombras habían comenzado a descender rápidamente cubriendo las faldas de las lomas, y a medida que la falsa imagen de luz se desvanecía, pareció conjurarse sobre el valle una delicada sucesión de nieblas que se elevaban lentamente sobre las aguas. Él las observaba lánguidamente, insensible a la enormidad del lugar y cavilando sobre dónde estaría situada la fría tumba que tantos años antes había cavado amargamente en la tierra oscura. Poco a poco fue acercándose a las fétidas lagunas que se entremezclaban ante su mirada.
Una inmensa melancolía le asaltaba con cada paso que recorría, y las voces que escuchaba en su cabeza parecían cobrar forma y susurrarle heladas palabras de muerte y dolor. Sus sentidos parecieron desdibujarse, y fueron sustituidos por otras voluntades que le inducían a anhelar un dulce encuentro con el olvido. Débiles llamitas, como suspendidas sobre cirios invisibles, fueron mostrándosele y suplicándole que durmiera sobre el lecho de los fondos de sus lagos, eternamente dispuestos a satisfacer sus lamentos y desdichas con un consuelo más allá del marco de su carnalidad. Estaba tan aturdido por las tristes melodías que teñían los encantamientos que en su alma se susurraban, que no se percató de la fina y gélida llovizna que empezó a empapar sus cabellos. Alzó la mirada cuando de pronto escuchó una voz... una voz quejumbrosa que creyó reconocer entre los pliegues de su memoria; pero sonaba lejana, muy distante y apagada, y entonaba una lenta plegaria que parecía hablar de él. Se acercó envuelto en brumas y ensoñaciones hacia el lago que intuía era el que tañía aquella voz, y un requiebro se escapó de sus labios ardorosos cuando creyó ver un ténue brillo azulado sobre la sombría superficie de sus aguas. Tal vez sus debilitados ojos le habían mostrado una vana ilusión, pero no pudo evitar acercarse lentamente para profundizar en los matices de aquel irisado resplandor. Como en otras tantas charcas había una vibrante llama que ardía fatua a una estrecha distancia del suelo, y que danzaba al son de una música olvidada a través de los largos años de corrupción. Ahora podía escuchar con nitidez lo que aquella voz suplicaba: decía lánguida, entre arrulladores sollozos, "¿por qué me has abandonado?" "¿por qué me has dejado sola?". Las palabras, que parecían surgir amortiguadas por un indefinido velo de agua, pronunciaron entonces su nombre con una voz tan infinitamente triste que sus ojos se anegaron en amargas lágrimas.
- ¿Daelin? ¿Por qué me dejaste morir? ¿Por qué...?
La voz del elfo, que hasta entonces había estado aprisionada por unos asfixiantes dedos invisibles, pudo liberarse y contestar acongojado a sus lamentos.
- ¿Nenluin? ¿Mi dulce esposa? Estoy aquí, cerca de ti. He venido por ti.
Se acercó entonces al borde de la charca, y arrodillándose en el barro miró ansioso en su interior. Lo que su inquisitiva mirada encontró fue una etérea forma fantasmal que ondulaba suavemente en las oscuras profundidades de las aguas cenagosas. Y entonces ésta irguió la frente, y le miró... y él pudo ver unos ojos imposibles que llameaban vibrantes con un resplandor azul, tan azul, que sintió que caía en un terrible encantamiento que le impedía erguirse.
- Mi esposo. Mi amante. ¿Eres tú en verdad? Te he estado esperando -dijo con su voz musical-. ¿Por qué has tardado tanto? Todo es tan oscuro aquí. Tan oscuro. Y frío. ¿Has venido por mí? ¿Has vuelto?.
- Sí esposa mía -dijo entre lágrimas-, he recorrido inmensos valles de tiempo por ti. No he podido olvidar los dichosos lustros que supieron de nuestro amor.
El espíritu de agua ascendió incorpóreo a través de las corrientes invisibles, y acercándose fijó con mayor intensidad todavía su mirada en el elfo, que preso de un apasionado arrebato de amor se postró más sobre la superficie. Sus cabellos de plata acariciaron la faz del lago, que parecía vibrar con las dulces entonaciones de Nenluin. Ella llegó al fin al azulado haz de agua, y en un gesto lleno de dulzura extendió sus brazos, sus blancos y flexibles brazos, que surgieron de la superficie y que con una suavidad infinita se aferraron al ardiente cuello de Daelin.
Y ella le suplicó un beso, un cálido beso que infundiera existencia al intangible espíritu que la difuminaba. Y acercando él sus febriles labios... no pudo evitar perder el equilibrio; y resbaló, y se arrojó sobre las aguas oscuras que tan sólo un instante después cerraron la abierta herida con un suspiro lúgubre, largo, doliente... y que le enterró bajo un eterno olvido más allá del fin de Eä.