Precioso relato corto que mezcla con acierto realidad, fantasía y mito.
Bajando por un angosto desfiladero entre las rocas desmenuzadas por el implacable hielo, se encuentra el Valle, cubierto de cuando en cuando con algunos robledales marchitos luchando por agarrarse al suelo.
En medio de una de esas arboledas y donde el ruidoso torrente de las montañas describe una curva en su curso hacia el Noreste, se pueden ver los muros de las ruinas de una torre de guardia. El inexorable paso del tiempo se ha cebado con el antaño orgulloso baluarte, y ahora no es más que un frío cascarón que a duras penas se mantiene en pie.
Todo tiene un aspecto dormido, como si no pasaran ni los días ni los años. El canto del arroyo no es sino una monótona letanía, tocando siempre el mismo acorde. El viento mece las ramas de los árboles haciéndolos oscilar y debatirse, pero todo parece muerto, abandonado. Ningún ave perturba la paz de aquel lugar, ningún animal se agazapa entre los arbustos o viene a beber a la orilla del arroyo. Una maldición pesa sobre el valle y ningún ser vivo viene a morar el él o siquiera a detenerse un momento.
Pero al anochecer, en la siniestra arcada de la torre que muestra su sonrisa desdentada al final de una senda bordeada de espinos, una luz se abre paso a través de la penumbra, iluminando el interior y oscilando, como si el fuego del que proviene danzara mecido por el inexistente viento. Seguidamente, una nueva luz se enciende entre las almenas allá en lo alto, en el antiguo pasillo de guardia a tramos derrumbado, haciendo la ruta de un centinela invisible.
Acercándose un poco, se puede oír el crepitar del fuego en el patio de armas y los ecos de unas voces quedas, como si fueran susurros traídos por el viento. En lo alto de la torre, siguiendo a la luz del centinela, unos pasos resuenan sobre las heridas rocas, con el ruido metálico de una coraza.
Al cabo de un rato, que parecen cien años, los rumores se multiplican, abajo en el patio y en las almenas. La actividad crece, así como una sensación de esperanza y de prontitud.
De repente, el eco de un cuerno que sonó hace siglos inunda la quietud del valle... y después de él, el fragor de una multitud que se cierne sobre la torre.
Pronto el entrechocar de metales atraviesa la puerta y se cuela en el patio, donde se magnifica mezclándose con los gritos de dolor. Unos pasos ascienden hasta las almenas, y la voz del único guardia se convierte en un prolongado lamento mientras cae desde las alturas, con un ruido metálico abajo, junto a la orilla del arrollo, donde el acero de su armadura perdurará muchas décadas, desapareciendo a cualquier recuerdo la librea de su escudo, cubierta de lodo y herrumbre. En el patio la hoguera se convierte en gigantesca pira, alimentada con aquellos que un día poblaron la torre. La noche está a punto de acabar, y el baluarte parece desierto, pero entonces un asta se resquebraja y el pendón que descansaba en el último pináculo cae despacio, sostenido por el viento.
Así, todas las noches, la guarnición de la torre lucha en una batalla que perdió hace siglos, cuando las espadas aliadas se hicieron enemigas. El amanecer trae consigo el silencio y el olvido...
...y una lanza quebrada proyecta su sombra con el primer fulgor del Sol, sobre las mudas piedras heladas, las únicas que recuerdan a los caídos.
A la memoria de las victimas de Angmar. Moq el Moriquendi.
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