El Fin de la Tierra Media
Magnífico relato en el que se narran, como dice el título, los últimos momentos de Gondor en particular y de la Tierra Media en general.
El horizonte plomizo, gris como el filo de una espada aherrumbrada, aparecía ahora festoneado por una larga sombra negra que era como un palio ominoso tendido sobre el rostro informe del cielo. Fíriel se estremeció.
Había algo en aquella oscuridad que sembraba en el corazón de Fíriel la semilla insomne de una vaga inquietud. Fíriel, acostumbrada desde niña a la resplandeciente penumbra de la torre de Gondor en que había vivido siempre, veía ahora en esta nueva oscuridad el signo de un cambio; y ese cambio, de algún modo, tendía un velo de escarcha sobre su joven espíritu. Rápidamente descendió los escalones de mármol mellado por las eras y, pasando bajo la arcada con bajorrelieves de reyes y reinas de tiempos olvidados, entró en el gran salón del trono.
Avanzando rápidamente entre las columnas, Fíriel era como una suave brisa que arrastrara tras de sí una neblina de rocío titilante, perfumada con el aura de las cumbres enguirnaldadas de niphredil. Ante ella se alzó de pronto el alto sitial, y en él la figura venerable de un anciano de largos cabellos fuliginosos pareció inclinarse como ella como un árbol que ha soportado muchos inviernos, pero que aún conserva en sus ramas la savia de antiguas primaveras llenas de vida. Los ojos del anciano, profundos como lagos de montaña velados por nieblas otoñales, reflejaron en sus pupilas la imagen de la joven doncella de Gondor, grácil y hermosa, cuyo vestido estaba adornado con engarces de plata y un cinturón de nomeolvides. Las miradas de ambos se encontraron en un silencioso equilibrio, como un arco tensado sobre un abismo que sin embargo era fácil de cruzar con un gesto, un susurro, o incluso con un leve asentimiento. El abismo se pobló con los ecos de una voz profunda, pero llena de un cansancio que parecía infinito:
-Fíriel... hija mía... ¿Por qué te has levantado tan temprano?
-Sentía una inquietud en mi pecho, padre... -la voz era suave, frágil y a la vez poderosa, y descendía como una brisa perfumada sobre un manantial oculto entre marañas de juncos- No podía dormir... Hace varias noches que soy incapaz de conciliar del sueño... Algo se avecina. Mi corazón lo presiente.
El rostro del anciano se ensombreció como si una mano de niebla se hubiera posado sobre sus nobles facciones, y el ceño se le endureció con la impronta de una oscura aprehensión.
-¿Por qué dices eso, hija mía?
-He oído los rumores, padre... -respondió Fíriel con voz temblorosa- Una nave llena de elfos muertos arribó hace dos días a la bahía de Belfalas... Sus velas eran negras y estaban hechas jirones, y los mástiles eran del color de la sangre. ¡Y los rostros de los elfos... -Fíriel se cubrió la cara con las manos, enclavijadas como blancas madréporas- ... esos rostros antes hermosos... ¡tenían un rictus de un horror y un sufrimiento tales que hicieron palidecer a los valientes caballeros de Gondor que los encontraron!
“Asimismo, Galdor, guardián de la Torre Blanca, me ha dicho que en las últimas semanas han llegado a las costas del Lebennin muchos barcos llenos de elfos muertos. Las naves, antaño bellas y orgullosas, son ahora de negras maderas corrompidas, y en sus cubiertas se apilan los cuerpos sin vida de los elfos; sus ojos , fríos y vidriosos, reflejan un terror sin nombre, y sus rostros cenicientos y lívidos no son sino la sombra de la belleza perdida con el dolor y la muerte... ¡Qué horrible, padre mío! - la voz de Fíriel se quebró en sollozos, como un cristal de plata.
El anciano se levantó con dificultad de su sitial y se incorporó: aunque era muy anciano, había sido un hombre muy alto y apuesto, y aun encorvado por el peso de los múltiples años conservaba la majestad y el poder de su bisabuelo Aragorn hijo de Arathorn, quien devolviera a Gondor el esplendor de los días antiguos, si bien de manera harto efímera. El anciano se acercó a Fíriel y la estrechó con delicadeza entre sus brazos.
-¡Oh, padre!-exclamó Fíriel con el hermoso rastro bañado en lágrimas, que eran como gemas brillantes engarzadas en un óvalo de plata- ¿Qué significa todo esto?... ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Acaso es el fin de Gondor?
El anciano la observó con aire grave y dijo lentamente:
-Nada es eterno, hija mía, y me temo que el destino de Gondor es semejante al de las demás cosas de este mundo fugaz... No quiero engañarte, hija mía, con falsos consuelos. Desde hace muchos años, Gondor es una ciudad sin vida. No hay niños, no hay risas, no hay canciones... sólo unos pocos viejos soldados y caballeros cansados cuya única actividad es limpiar el polvo de sus armaduras enmohecidas, y apenas media docena de jóvenes como tú y Galdor, cuyo exclusivo pasatiempo es deambular por calles vacías, casas derruidas y grandes edificios abandonados a la luz de las estrellas sombrías, imaginando la gloria perdida que antes animó los tristes laberintos ahora poblados por yedras y zarzas. La decadencia de Gondor es irreversible... Ya no queda tiempo, hija mía...
-Entonces, padre...-dijo Míriel con un estremecimiento- ¿Vamos... vamos a morir...?
El anciano guardó silencio con el ceño sombrío, antes de responder:
-Las Madres han vuelto... Ellas son más antiguas y más poderosas que Eru Ilúvatar. De hecho, fueron Ellas las que crearon a Ilúvatar, y han sido Ellas las que lo han destronado. El mismo Eru y los altos Poderes del Occidente están ahora muertos... Lo he visto en mis sueños... Y también he visto a las Madres, como grandes vórtices y abismos de furia negra e informe, del tamaño de universos, extendiendo sus largos miembros de sombra a través de distancias inimaginables, creando y destruyendo mundos con una voluntad ciega e inmisericorde... No tenemos nada que hacer , hija mía, porque Ellas lo son todo...Nosotros mismos formamos parte de ellas...
El cielo era un inmenso manto de sombras caliginosas, festoneadas de sangre. En el horizonte una sombra aún mayor, una especie de ominosa ceguera móvil de tamaño descomunal que había devorado el sol y las estrellas y que ahora avanzaba presta a devorar todo el mundo conocido, extendía sus seudópodos de tinieblas en dirección a los campos de Parth Galen y a la ciudad de Gondor. Fíriel, de pie contra el marco de la ventana, era como un doncella élfica de los días antiguos, envuelta en una crisálida de luz evanescente cuyos tenues hilos se entretejían con los largos cabellos que le caían como una cascada de oro. Fíriel se volvió y observó en silencio a Galdor, guardián de la Torre Blanca, sentado en el borde del lecho de sábanas blancas y perfumadas. Los ojos grises de Galdor le devolvieron en silencio la mirada, mientras Fíriel avanzaba hacia la cómoda con pasos circunspectos y se quitaba el vestido de blanca seda susurrante. Desnuda, Fíriel resplandecía en la penumbra como una joya de delicada orfebrería, como un Silmaril que hubiera sobrevivido a la destrucción y al fuego de las entrañas de la Tierra y se hubiera encarnado en un cuerpo mortal, preservando la luz de los Árboles de Oesternessë. Fíriel se tendió en el lecho al lado de Galdor, y fijó la mirada en el cielo raso decorado con motivos florales.
-Galdor -dijo ella, al final de un largo silencio- Nuestro mundo se acaba...
Galdor se acercó a Fíriel y la besó en la frente, los ojos y el cuello. Ella lo miró a los ojos, y unas lágrimas de cristal tallado descendieron por sus mejillas.
-¡Es el fin de la Tierra Media! -dijo suspirando, mientras Galdor le acariciaba el vientre y el pecho -Ya nunca más volveremos a estar juntos. Nunca más podremos susurrarnos al oído el dulce y precioso “te quiero”; y nuestras caricias se perderán en el abismo y el silencio, sin ni siquiera un tenue recuerdo que las atesore con un suave estremecimiento...
-Por favor, Fíriel, no hables -replicó Galdor, sellándole la boca con un beso.
Fíriel tomó la cabeza de Galdor entre sus manos y la colocó sobre su pecho desnudo.
-¿Qué sientes?- le preguntó.
-Tu corazón -respondió Galdor- No ha cesado de latir. Lo hace con la misma fuerza de siempre... Nunca dejará de hacerlo.
Fíriel sonrió y acarició los cabellos grises de Galdor.
-¿Me tienes miedo?- dijo ella.
- En ocasiones sí -respondió Galdor- Hay en ti mucho más de lo que sale a la luz. Algo profundo y antiguo... A veces miro tus ojos y siento vértigo...
Fíriel escrutó durante un instante en silencio el rostro de Galdor, y una luz cerúlea se le asomó a los ojos, azules como dos lagunas sin fondo engastadas entre montañas coronadas de nieves eternas.
-Abrázame con fuerza, Galdor -dijo.
Afuera, una oscuridad impenetrable, la Última Oscuridad, cayó sobre el mundo y devoró los últimos restos de luz. Y ya no hubo más palabras, ni suspiros, ni más añoranzas ni recuerdos...
Había algo en aquella oscuridad que sembraba en el corazón de Fíriel la semilla insomne de una vaga inquietud. Fíriel, acostumbrada desde niña a la resplandeciente penumbra de la torre de Gondor en que había vivido siempre, veía ahora en esta nueva oscuridad el signo de un cambio; y ese cambio, de algún modo, tendía un velo de escarcha sobre su joven espíritu. Rápidamente descendió los escalones de mármol mellado por las eras y, pasando bajo la arcada con bajorrelieves de reyes y reinas de tiempos olvidados, entró en el gran salón del trono.
Avanzando rápidamente entre las columnas, Fíriel era como una suave brisa que arrastrara tras de sí una neblina de rocío titilante, perfumada con el aura de las cumbres enguirnaldadas de niphredil. Ante ella se alzó de pronto el alto sitial, y en él la figura venerable de un anciano de largos cabellos fuliginosos pareció inclinarse como ella como un árbol que ha soportado muchos inviernos, pero que aún conserva en sus ramas la savia de antiguas primaveras llenas de vida. Los ojos del anciano, profundos como lagos de montaña velados por nieblas otoñales, reflejaron en sus pupilas la imagen de la joven doncella de Gondor, grácil y hermosa, cuyo vestido estaba adornado con engarces de plata y un cinturón de nomeolvides. Las miradas de ambos se encontraron en un silencioso equilibrio, como un arco tensado sobre un abismo que sin embargo era fácil de cruzar con un gesto, un susurro, o incluso con un leve asentimiento. El abismo se pobló con los ecos de una voz profunda, pero llena de un cansancio que parecía infinito:
-Fíriel... hija mía... ¿Por qué te has levantado tan temprano?
-Sentía una inquietud en mi pecho, padre... -la voz era suave, frágil y a la vez poderosa, y descendía como una brisa perfumada sobre un manantial oculto entre marañas de juncos- No podía dormir... Hace varias noches que soy incapaz de conciliar del sueño... Algo se avecina. Mi corazón lo presiente.
El rostro del anciano se ensombreció como si una mano de niebla se hubiera posado sobre sus nobles facciones, y el ceño se le endureció con la impronta de una oscura aprehensión.
-¿Por qué dices eso, hija mía?
-He oído los rumores, padre... -respondió Fíriel con voz temblorosa- Una nave llena de elfos muertos arribó hace dos días a la bahía de Belfalas... Sus velas eran negras y estaban hechas jirones, y los mástiles eran del color de la sangre. ¡Y los rostros de los elfos... -Fíriel se cubrió la cara con las manos, enclavijadas como blancas madréporas- ... esos rostros antes hermosos... ¡tenían un rictus de un horror y un sufrimiento tales que hicieron palidecer a los valientes caballeros de Gondor que los encontraron!
“Asimismo, Galdor, guardián de la Torre Blanca, me ha dicho que en las últimas semanas han llegado a las costas del Lebennin muchos barcos llenos de elfos muertos. Las naves, antaño bellas y orgullosas, son ahora de negras maderas corrompidas, y en sus cubiertas se apilan los cuerpos sin vida de los elfos; sus ojos , fríos y vidriosos, reflejan un terror sin nombre, y sus rostros cenicientos y lívidos no son sino la sombra de la belleza perdida con el dolor y la muerte... ¡Qué horrible, padre mío! - la voz de Fíriel se quebró en sollozos, como un cristal de plata.
El anciano se levantó con dificultad de su sitial y se incorporó: aunque era muy anciano, había sido un hombre muy alto y apuesto, y aun encorvado por el peso de los múltiples años conservaba la majestad y el poder de su bisabuelo Aragorn hijo de Arathorn, quien devolviera a Gondor el esplendor de los días antiguos, si bien de manera harto efímera. El anciano se acercó a Fíriel y la estrechó con delicadeza entre sus brazos.
-¡Oh, padre!-exclamó Fíriel con el hermoso rastro bañado en lágrimas, que eran como gemas brillantes engarzadas en un óvalo de plata- ¿Qué significa todo esto?... ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Acaso es el fin de Gondor?
El anciano la observó con aire grave y dijo lentamente:
-Nada es eterno, hija mía, y me temo que el destino de Gondor es semejante al de las demás cosas de este mundo fugaz... No quiero engañarte, hija mía, con falsos consuelos. Desde hace muchos años, Gondor es una ciudad sin vida. No hay niños, no hay risas, no hay canciones... sólo unos pocos viejos soldados y caballeros cansados cuya única actividad es limpiar el polvo de sus armaduras enmohecidas, y apenas media docena de jóvenes como tú y Galdor, cuyo exclusivo pasatiempo es deambular por calles vacías, casas derruidas y grandes edificios abandonados a la luz de las estrellas sombrías, imaginando la gloria perdida que antes animó los tristes laberintos ahora poblados por yedras y zarzas. La decadencia de Gondor es irreversible... Ya no queda tiempo, hija mía...
-Entonces, padre...-dijo Míriel con un estremecimiento- ¿Vamos... vamos a morir...?
El anciano guardó silencio con el ceño sombrío, antes de responder:
-Las Madres han vuelto... Ellas son más antiguas y más poderosas que Eru Ilúvatar. De hecho, fueron Ellas las que crearon a Ilúvatar, y han sido Ellas las que lo han destronado. El mismo Eru y los altos Poderes del Occidente están ahora muertos... Lo he visto en mis sueños... Y también he visto a las Madres, como grandes vórtices y abismos de furia negra e informe, del tamaño de universos, extendiendo sus largos miembros de sombra a través de distancias inimaginables, creando y destruyendo mundos con una voluntad ciega e inmisericorde... No tenemos nada que hacer , hija mía, porque Ellas lo son todo...Nosotros mismos formamos parte de ellas...
El cielo era un inmenso manto de sombras caliginosas, festoneadas de sangre. En el horizonte una sombra aún mayor, una especie de ominosa ceguera móvil de tamaño descomunal que había devorado el sol y las estrellas y que ahora avanzaba presta a devorar todo el mundo conocido, extendía sus seudópodos de tinieblas en dirección a los campos de Parth Galen y a la ciudad de Gondor. Fíriel, de pie contra el marco de la ventana, era como un doncella élfica de los días antiguos, envuelta en una crisálida de luz evanescente cuyos tenues hilos se entretejían con los largos cabellos que le caían como una cascada de oro. Fíriel se volvió y observó en silencio a Galdor, guardián de la Torre Blanca, sentado en el borde del lecho de sábanas blancas y perfumadas. Los ojos grises de Galdor le devolvieron en silencio la mirada, mientras Fíriel avanzaba hacia la cómoda con pasos circunspectos y se quitaba el vestido de blanca seda susurrante. Desnuda, Fíriel resplandecía en la penumbra como una joya de delicada orfebrería, como un Silmaril que hubiera sobrevivido a la destrucción y al fuego de las entrañas de la Tierra y se hubiera encarnado en un cuerpo mortal, preservando la luz de los Árboles de Oesternessë. Fíriel se tendió en el lecho al lado de Galdor, y fijó la mirada en el cielo raso decorado con motivos florales.
-Galdor -dijo ella, al final de un largo silencio- Nuestro mundo se acaba...
Galdor se acercó a Fíriel y la besó en la frente, los ojos y el cuello. Ella lo miró a los ojos, y unas lágrimas de cristal tallado descendieron por sus mejillas.
-¡Es el fin de la Tierra Media! -dijo suspirando, mientras Galdor le acariciaba el vientre y el pecho -Ya nunca más volveremos a estar juntos. Nunca más podremos susurrarnos al oído el dulce y precioso “te quiero”; y nuestras caricias se perderán en el abismo y el silencio, sin ni siquiera un tenue recuerdo que las atesore con un suave estremecimiento...
-Por favor, Fíriel, no hables -replicó Galdor, sellándole la boca con un beso.
Fíriel tomó la cabeza de Galdor entre sus manos y la colocó sobre su pecho desnudo.
-¿Qué sientes?- le preguntó.
-Tu corazón -respondió Galdor- No ha cesado de latir. Lo hace con la misma fuerza de siempre... Nunca dejará de hacerlo.
Fíriel sonrió y acarició los cabellos grises de Galdor.
-¿Me tienes miedo?- dijo ella.
- En ocasiones sí -respondió Galdor- Hay en ti mucho más de lo que sale a la luz. Algo profundo y antiguo... A veces miro tus ojos y siento vértigo...
Fíriel escrutó durante un instante en silencio el rostro de Galdor, y una luz cerúlea se le asomó a los ojos, azules como dos lagunas sin fondo engastadas entre montañas coronadas de nieves eternas.
-Abrázame con fuerza, Galdor -dijo.
Afuera, una oscuridad impenetrable, la Última Oscuridad, cayó sobre el mundo y devoró los últimos restos de luz. Y ya no hubo más palabras, ni suspiros, ni más añoranzas ni recuerdos...