La Caída de Númenor
Relato de tipo histórico centrado en la figura y acciones de Isildur durante los años inmediatamente anteriores y posteriores a La Caída.
Isildur contempló la oscuridad del cielo. Hacía meses que las estrellas no iluminaban los campos de Númeror, como si un velo negro proveniente del oeste les privara de este privilegio. En su escondite, podía controlar los movimientos de los centinelas que guardaban el Nimloth, el Arbol Blanco, que crecía , en otro tiempo reluciente y cegador, ahora oscuro, sin flores, sin vida, en la ciudad dorada de Armenelos. Mientras se cubría el rostro con su capa, y se ajustaba la espada al fajín, pensaba en las palabras que su abuelo, Amandil, les había dicho a él, a su hermano y a su padre el día anterior...
Tar-Palantir había sido el rey antes del actual Ar-Pharazôn. Tras una larga etapa de reyes oscuros, que habían denegado de los eldar y de los Valar, Tar-Palantir intentó enderezar el rumbo de Númeror y de sus gentes.
En su reinado hubo paz y parecía que todo volvería a ser como antes. Los elfos retomarían los mares rumbo a las costas de Atalantë y los volverían a engalanar con regalos traídos de occidente. Pero a su muerte, Tar-Palantir no dejó hijos, pero sí una hija, llamada Míriel, que tenía los derechos al trono. Pero Pharazôn, cegado por sus ansias de poder, se casó con ella en contra de su voluntad y reclamó el reino de Númeror para sí. Entonces se convirtió en Ar-Pharazôn, y las esperanzas que hubo en el corazón de algunos se convirtió en miedo e incertidumbre en el corazón de todos.
Entre tanto, Sauron, el Señor de los Anillos, extendía su reinado sobre la Tierra Media. Su poder era grande, demasiado, creyó Ar-Pharazôn, y no dudó en declararle la guerra porque su ambición más grande era ser señor de toda la tierra, y Sauron parecía desafiarle en tan propósito. Así fue que, mientras se perdía en sus pensamientos de poder y en someter a Sauron como un simple vasallo, zarpó hacia la Tierra Media con una gran flota.
Desembarcaron en las costas de Umbar. Y a la sombra de las Ephel Dúath levantó su campamento. Se sentó en su trono y esperó a que el Señor de los Anillos apareciese ante su persona para pedir clemencia.
Pero Sauron, en la Torre Oscura de Barad-Dûr, vio el inmenso poder de Númeror y supo que no era la hora de hacerles frente. En su malvada mente comenzó a crear un plan para derrotar a los Dúnedain esquivando el camino de las armas. Y cuando lo tuvo listo, partió solo hacia el campamento numenoriano y, ante el asombro de todos, se rindió. Juró fidelidad a Ar-Pharazôn con palabras bellas, sabias y justas, o eso les pareció a aquellos que lo oyeron. Pero el rey, lejos de creerlas tal y como le fueron presentadas, encadenó a Sauron y lo embarcó hacia Númeror. El Señor de los Anillos ocultó su sonrisa de trinfo, porque sus designios se veían cumplidos...
Y así fue como Sauron, en el año 3261 de la Segunda Edad, fue llevado a Númeror. Y Amandil estaba allí cuando desembarcaron en el puerto de Rómenna. Lo vio en toda su maldad. Parecía derrotado y arrepentido. Pero Amandil actuó con juicio y, con toda lógica, desconfió de un antiguo sicario de Morgoth. Así que en secreto, comenzó a reunir gente que pensaban igual. Como el destino demostró, esta acción constituyó la salvación de la sangre de Númeror en los hombres y de la supervivencia de la casa de Elros, pues Amandil y sus descendientes pertenecía a ella, aunque no en la línea que los podría encumbrar como reyes, desgraciadamente.
Pero mientras Amandil se anticipaba a los acontecimientos, Sauron cobró fuerza en Númeror. Empleando las mismas bellas palabras, ofuscó todavía más la mente del rey y de todos sus súbditos. Se llegó a convertir en el consejero del rey. Y fue entonces cuando comenzaron las guerras en la Tierra Media. Númeror, de la mano de Ar-Pharazôn, pero según los planes de Sauron, conquistó numerosas tierras al este del mar. Pero Sauron iría más allá. No se atrevió a destruir el templo del Meneltarma, símbolo de adoración a Iluvatar, pero mintió al rey al hablarle de Melkor, el Señor Oscuro: “Él es el verdadero señor del mundo, aquel contra el que lucharon los Valar, porque amenzaba a su rígido reinado sobre la tierra. Melkor sólo quiso dar la libertad a elfos y hombres, y los Valar lo impidieron. Cayó vencido en el mundo, pero más allá, su alma y su poder siguen intactos. Sera a él a quien habrá que adorar a partir de ahora.”
Y Númeror adoró a Melkor, o Morgoth, el Enemigo Oscuro, aquél que robó los Silmarils, aquél que destruyó las lámparas y los árboles de los Valar, aquél que torturó a eldar y edain bajo su yugo. El enemigo del mundo y de los Valar fue reverenciado por las gentes de la tierra de los dones. Ar-Pharazôn prohibió el acceso al Meneltarma, bajo pena de muerte, y Sauron construyó un gran templo circular en el centro de Armenelos y allí se celebraron sacrificios y otras abobinables acciones en nombre de Melkor.
Mientras tanto, Amandil había conseguido reunir a un gran grupo de personas, que se hacían llamar los fieles, pero que Ar-Pharazôn los culpó de falsos delitos, de traición y los llamaba los Rebeldes, y constituían el grueso de las huestes que eran sacrificadas en el templo de Melkor. Se refugiaron en Rómenna, y allí vivieron como pudieron, escapando de los secuaces de Sauron.
Pero aquel día, Amandil llegó preocupado a casa de Elendil, padre de Isildur. Sauron pretendía cortar el Nimloth, el Arbol Blanco.
-Debemos impedirlo, pero no se como. Lo protegen muchos guardias en Armenelos, aunque ahora está decayendo y no es ni la sombra de lo que antaño fue. El destino y la suerte de esta tierra está ligada al Árbol Blanco. Si es destruido... no me imagino las terribles consecuencias que se extenderán sobre nuestras cabezas.
Y cuando Isildur se fue a descansar, esas palabras atormentaron su mente. Tenía que hacer algo. Se equipó con lo poco que pudo encontrar. Se disfrazó detrás de una capa que a la vez escondía su espada. Y montado en su caballo galopó hacia Armenelos mientras el gélido viento de la noche le golpeaba la piel y el alma.
Isildur alzó de nuevo la vista. Contempló el Árbol Blanco e hizo un juramento: no huiría de allí con vida sin un fruto de Nimloth. Entonces, agarrando con su mano derecha la empuñadura de su espada, avanzó sobre el patio, todavía sin ser descubierto. Su joven corazón palpitaba al ritmo del miedo y un sudor frío le recubría el cuerpo. Pero llegó al fin a la ténue sombre de Nimloth, y arrancó un fruto de una sus ramas. Lo contempló con reverencia y lo guardó mimosamtente bajo su capa. Y fue entonces cuando los guardias advirtieron su presencia.
En un instante, decenas de hojas plateadas relucieron en la oscuridad. Y todas tenían el mismo objetivo: él. Desenvainó su tizona y con los dientes apretados bajo la capa, ahogó un grito de guerra de uno de los atacantes hundiéndole el arma en el estómago. Se apresuró a escapar hacia la salida. Pero eran demasiados guardas. Con una hábil y eficaz estocada se libró de uno que le había salido al paso. Pero pronto otro le sustituyó, con su espada en alto, le arremetió en el hombro izquierdo. Isildur pudo detener el golpe, pero no lo suficiente como para que el filo no se intodujera desgarrando piel y carne. Gritó de dolor, pero recordó su juramento y, llorando, impulsó su hoja hacia la garganta de su enemigo. Cayó fulminado. Otros le atacaron por detrás, y esquivó los golpes como pudo. Su brazo era fuerte y rápido y su valor, inconmensurable. Acabó con muchos, pero su cuerpo estaba lleno de heridas, algunas más graves que otras. Entonces, tras dejar moribundo a uno de los guardias que se sujetaba las tripas tirado sobre un charco de sangre, encontró una ocasión para escapar. débil como estaba, silbó para llamar a su caballo, y éste acudió para, una vez montado en su grupa, llevar a su dueño de vuelta a la protección del hogar.
Elendil despertó temprano aquella mañana. El cielo estaba gris y amenazaba una tormenta. Las calles de Rómenna comenzaban su bullicio diario. Pero mientras contamplana toda la ciudad portuaria, en el fondo de la calle asomó un caballo. Iba al galope, derribando a toda persona que se interpusiera en su camino. Encima, iba un jinete con la cabeza baja. Estaba inconsciente. Entonces Elendil se dio cuenta de que el caballo se dirigía hacia allí y que el jiente era su hijo Isildur.
Llamó a Amandil y entre los dos consiguieron apaciguar al animal.
Descablagaron a Isildur y lo llevaron a su lecho.
-¿De dónde viene y qué ha ido a hacer? -gritaba Elendil- ¿Y quién le ha hecho esto?
-Quizás salió a pasear por la noche y lo asaltaron soldados reales.-expuso Anarion, hermano de Isildur.
-Entonces,-interrumpió Amandil que se encontraba junto a su nieto- ¿Por qué llevó una espada si su intención era “pasear”?
Amandil sujetaba en alto la capa que cubría a Isildur; en su cintura, se hallaba su espada, con el filo todavía desteñido de color sangre fruto de la batalla. Entonces, algo rodó por el suelo proveniente del interior de la capa. Fue a chocar contra el pie de Elendil y éste, alzándolo, exclamó:
-Un fruto de Nimloth...
-Tienes un hijo muy valeroso, Elendil. Está destinado a hacer grandes cosas-dijo Amandil- Arriesgó su vida por conseguir un vástago del Árbol Blanco. Planta el fruto y cuida de que no muera. Yo cuidaré de Isildur.
Isildur estuvo inconsciente durante meses. Pasó el invierno y llegó la primavera. Y fue entonces cuando el fruto traído desde Armenelos creció en un pequeño árbol, blanco como la nieve recién caída y luminoso como el sol de una mañana estival. Pero lejos de allí, lejos de las alegrías de la buena nueva del nacimiento del Árbol, Sauron continuaba con sus planes.
Al poco de conseguir Isildur el fruto, Ar-Pharazôn ordenó derribar el Nimloth, cediendo ante las peticiones de Sauron, el cual había conseguido un poder mayor que el del mismísimo rey. Se instaló en el templo de Melkor, y allí ordenó sobre las gentes de Númeror. Los sacrificios se hicieron mayores en número. Y llegó el día en que Ar-Pharazôn le pidió consejo porque algo lo atormentaba...
Amandil había partido hacía una semana y a su vuelta, parecía fatigado, nervioso... y asustado. Tan pronto como desmontó, mandó a su hijo que él y Anarion se reunieran en la casa.
-Ar-Pharazôn se dispone a llevar a cabo el acto más vil que ha habido hasta el momento.-dijo.
-Explícate- le pidió Elendil.
-Estuve en Armenelos todo este tiempo, y he descubierto que Ar-Pharazôn acaba de salir de una grave enfermedad que casi acaba con su vida. Esto ha reavivado su miedo a la muerte... y se lo ha comunicado a Sauron. He podido hablar con los pocos que estuvieron presentes, y me revelaron las mentiras del demonio. Esto fue lo que le dijo:
“Gran Rey de Númeror, tu dolencia tiene fácil solución. Cuando los Valar prohibieron a los Dúnedain navegar por los mares del oeste no era por otra razón que para protegerse a ellos mismos. Porque la inmortalidad no es un don innato, como os han dicho, sino que es otorgado a aquellas grandes gentes, gradnes reyes, de alto linaje, que dominen el mundo. Por ello, aquél que controle las Tierras Imperecederas será recompensado con la vida eterna. Pero eso no lo pueden permitir los Valar. Ellos no permitirían que un hombre les arrebatara su poder. Y piensan que sois inferior, mi rey. Pero aquel que tiene poder, reclama sus posesiones por derecho. Y vos tenéis mucho poder”.
-Hace cinco días, Ar-Pharazôn ha comenzado a construir una gran flota en el puerto de Andúnië. Pienso que pretende declarar la guerra a los Valar.
-¡Pero eso es impensable!-exclamó Elendil.
-Lo sé, pero no creo que todo se quede ahí. Intuyo que algo muy grave va a pasar. El fin del mundo conocido se acerca, hijo mío. Por ello quieron que lleveis a cabo una misión. Reunireis a todos los fieles que quieran seguiron y construireis pequeños barcos en el puerto. Yo viajaré hacia el oeste, esta misma noche. Intentaré llevar a cabo la misma hazaña que nuestro bienamado Eärendil; viajaré hacia la tierra de los Valar, aún en contra de la prohibición, y les rogaré que pongan fin a esto. pero si no regreso, quiero que os embarqueis hacia la Tierra Media, y que allí vivais en el exilio. Escapad del grave destino que se cierne sobre esta isla. Entonces oyeron algo en el umbral de la puerta. Se giraron los tres y vieron a Isildur, que se había despertado por fin. Y en sus ojos se podía leer su tristeza.
Amandil partió al caer el sol. Se embarcó con dos amigos más y, tras una breve despedida, se lanzó al mar, dirección oeste. Nunca más se supo de él. Elendil lloraba para sus adentros, pero cuando el barco se perdió en el horizonte, dio media vuelta y lo que vio le nubló el corazón.
Porque sobre el Meneltarma se alzaron grandes nubes escarlatas, enormes águilas de color rojo ira que se cernieron sobre Númeror. Y eran miles.
Muchos cayeron entonces de rodillas exclamando “¡Mirad!¡Las águilas de Manwë, Señor de los vientos!” y pedían clemencia. Pero otros alzaban el puño y las desafiaban. Entonces las águilas desaparecieron en un gran tornado de nubes negras. Y sobre Armenelos formaron su vórtice. Y de sus entrañas surgió un rayo que impactó sobre el templo de Melkor. Y allí se encontraba Sauron, pero, aun cuando el templo fue destruído, él salió indemne. Y entonces lo aclamaron como a un Dios.
Ar-Pharazôn aceptó el desafío de Manwë y tan pronto como tuvo lista su flota, la mayor flota jamás vista, partió hacia el oeste. Los mástiles ocultaban el mar, negro como el cielo en aquella hora. Salían del agua como lanzas inquebrantables. El viento soplaba del oeste, pero los barcas contaban con numerosos esclavos que remaban al ritmo que imponía el látigo. Y así partió Ar-Pharazôn hacia la guerra contra los Valar. Y Sauron se quedó riendo en su trono de Armenelos, porque Númeror era suya al fin.
Un jinete llegó desde el oeste. Elendil le dio la bienvenida, pero éste se apresuró a decir.
-No podemos esperar más. Ar-Pharazôn ha partido. Debemos escapar como dijo tu padre.
Entonces zarparon en nueve barcos, dejando las costas a su espalda y fijando el rumbo hacia la incertidumbre. Navegaron regidos por los designios de Ilúvatar. Pero sus ojos no escaparon a la destrucción.
La flota del rey avistaba ya las costas de las Tierras Imperecederas. Allí se levantaba el Taniquetil, la montaña de Manwë. Y los elfos de Tol Eresea lloraron ante lo que iba a venir. Y en la cima de la montaña, Ar-Pharazôn vio brillar una gran silueta. Tuvo miedo y dudas en aquel instante, y estuvo cerca de dar media vuelta. Pero antes de que se decidiera, sus hombres ya comenzaban a bajar a tierra.
Se dirijió hacia la playa y allí enarboló un estandarte. Lo clavó en la arena y exclamó:
-¡Reclamo esta tierra para mí, si es que nadie se opone por la fuerza de las armas!
Pera la respuesta llegó desde la cima del Taniquetil. Y fue una gran luz que se levantó cruzando el cielo. Graves y terribles palabras trajo el fuerte viento que se despertó entonces. Porque Manwë había invocado al poder de Ilúvatar, y éste participó en el destino del mundo, por segunda y última vez.
Y las tierras de desquebrajaron. Sobre la flota del rey Ar-Pharazòn se derrumbaron las colinas circundantes y quedaron allí, atrapados, y condenados hasta el fin de todo. Pero no fue eso lo único que ocurrió. Porque un gran abismo se cernió en el mundo, y fragmentó en dos la isla de Númeror. Una gran ola se levantó en el oeste y barrió toda Atalantë. Todo ello fue visto por los ojos de Elendil y sus dos hijos, mientras eran empujados por el oleaje hacia las costas del este.
A esto se le llamó el Cambio del Mundo. Dejó de ser un mundo plano para curvarse sobre sí mismo. Nuevos mares aparecieron, separando a las Tierras Imperecederas de todo lo demás, alzándolas sobre los cielos, fuera del alcance ya de los hombres.
Y mientras las altas torres de Armenelos se hundían bajo las aguas, Sauron aún reía. Pero fue sorprendido por el poder de Ilúvatar y cayó en la oscuridad, aunque no fue derrotado totalmente...
En el año 3319 Númeror fue destruída y hundida bajo las aguas. Y al año siguiente, los fieles, comandados por Elendil, avistaron las costas de la Tierra Media. Allí todavía brillaban las estrellas, cuando tocaron tierra al fin.
-¿Qué haremos ahora, padre?-preguntó Isildur.
-Fundaremos reinos en las comarcas que pertenecían a Númeror en la Tierra Media. E intentaremos que no se olvide el poder de nuestra isla, cuando todavía se encontraba bendecida por los Valar. No permitiremos que caiga la casa de Elros. Ahora seguidme.
Y cuando se dirigían hacia el interior, Isildur giró la vista. Una ténue sombra surcó el cielo, hacia el sureste, hacia Mordor.
-Sauron...-exclamó.
Y reclamando venganza siguió a su padre, dejando su anterior vida atrás y enfrentándose al destino que comenzaba a fraguarse delante de él.
Tar-Palantir había sido el rey antes del actual Ar-Pharazôn. Tras una larga etapa de reyes oscuros, que habían denegado de los eldar y de los Valar, Tar-Palantir intentó enderezar el rumbo de Númeror y de sus gentes.
En su reinado hubo paz y parecía que todo volvería a ser como antes. Los elfos retomarían los mares rumbo a las costas de Atalantë y los volverían a engalanar con regalos traídos de occidente. Pero a su muerte, Tar-Palantir no dejó hijos, pero sí una hija, llamada Míriel, que tenía los derechos al trono. Pero Pharazôn, cegado por sus ansias de poder, se casó con ella en contra de su voluntad y reclamó el reino de Númeror para sí. Entonces se convirtió en Ar-Pharazôn, y las esperanzas que hubo en el corazón de algunos se convirtió en miedo e incertidumbre en el corazón de todos.
Entre tanto, Sauron, el Señor de los Anillos, extendía su reinado sobre la Tierra Media. Su poder era grande, demasiado, creyó Ar-Pharazôn, y no dudó en declararle la guerra porque su ambición más grande era ser señor de toda la tierra, y Sauron parecía desafiarle en tan propósito. Así fue que, mientras se perdía en sus pensamientos de poder y en someter a Sauron como un simple vasallo, zarpó hacia la Tierra Media con una gran flota.
Desembarcaron en las costas de Umbar. Y a la sombra de las Ephel Dúath levantó su campamento. Se sentó en su trono y esperó a que el Señor de los Anillos apareciese ante su persona para pedir clemencia.
Pero Sauron, en la Torre Oscura de Barad-Dûr, vio el inmenso poder de Númeror y supo que no era la hora de hacerles frente. En su malvada mente comenzó a crear un plan para derrotar a los Dúnedain esquivando el camino de las armas. Y cuando lo tuvo listo, partió solo hacia el campamento numenoriano y, ante el asombro de todos, se rindió. Juró fidelidad a Ar-Pharazôn con palabras bellas, sabias y justas, o eso les pareció a aquellos que lo oyeron. Pero el rey, lejos de creerlas tal y como le fueron presentadas, encadenó a Sauron y lo embarcó hacia Númeror. El Señor de los Anillos ocultó su sonrisa de trinfo, porque sus designios se veían cumplidos...
Y así fue como Sauron, en el año 3261 de la Segunda Edad, fue llevado a Númeror. Y Amandil estaba allí cuando desembarcaron en el puerto de Rómenna. Lo vio en toda su maldad. Parecía derrotado y arrepentido. Pero Amandil actuó con juicio y, con toda lógica, desconfió de un antiguo sicario de Morgoth. Así que en secreto, comenzó a reunir gente que pensaban igual. Como el destino demostró, esta acción constituyó la salvación de la sangre de Númeror en los hombres y de la supervivencia de la casa de Elros, pues Amandil y sus descendientes pertenecía a ella, aunque no en la línea que los podría encumbrar como reyes, desgraciadamente.
Pero mientras Amandil se anticipaba a los acontecimientos, Sauron cobró fuerza en Númeror. Empleando las mismas bellas palabras, ofuscó todavía más la mente del rey y de todos sus súbditos. Se llegó a convertir en el consejero del rey. Y fue entonces cuando comenzaron las guerras en la Tierra Media. Númeror, de la mano de Ar-Pharazôn, pero según los planes de Sauron, conquistó numerosas tierras al este del mar. Pero Sauron iría más allá. No se atrevió a destruir el templo del Meneltarma, símbolo de adoración a Iluvatar, pero mintió al rey al hablarle de Melkor, el Señor Oscuro: “Él es el verdadero señor del mundo, aquel contra el que lucharon los Valar, porque amenzaba a su rígido reinado sobre la tierra. Melkor sólo quiso dar la libertad a elfos y hombres, y los Valar lo impidieron. Cayó vencido en el mundo, pero más allá, su alma y su poder siguen intactos. Sera a él a quien habrá que adorar a partir de ahora.”
Y Númeror adoró a Melkor, o Morgoth, el Enemigo Oscuro, aquél que robó los Silmarils, aquél que destruyó las lámparas y los árboles de los Valar, aquél que torturó a eldar y edain bajo su yugo. El enemigo del mundo y de los Valar fue reverenciado por las gentes de la tierra de los dones. Ar-Pharazôn prohibió el acceso al Meneltarma, bajo pena de muerte, y Sauron construyó un gran templo circular en el centro de Armenelos y allí se celebraron sacrificios y otras abobinables acciones en nombre de Melkor.
Mientras tanto, Amandil había conseguido reunir a un gran grupo de personas, que se hacían llamar los fieles, pero que Ar-Pharazôn los culpó de falsos delitos, de traición y los llamaba los Rebeldes, y constituían el grueso de las huestes que eran sacrificadas en el templo de Melkor. Se refugiaron en Rómenna, y allí vivieron como pudieron, escapando de los secuaces de Sauron.
Pero aquel día, Amandil llegó preocupado a casa de Elendil, padre de Isildur. Sauron pretendía cortar el Nimloth, el Arbol Blanco.
-Debemos impedirlo, pero no se como. Lo protegen muchos guardias en Armenelos, aunque ahora está decayendo y no es ni la sombra de lo que antaño fue. El destino y la suerte de esta tierra está ligada al Árbol Blanco. Si es destruido... no me imagino las terribles consecuencias que se extenderán sobre nuestras cabezas.
Y cuando Isildur se fue a descansar, esas palabras atormentaron su mente. Tenía que hacer algo. Se equipó con lo poco que pudo encontrar. Se disfrazó detrás de una capa que a la vez escondía su espada. Y montado en su caballo galopó hacia Armenelos mientras el gélido viento de la noche le golpeaba la piel y el alma.
Isildur alzó de nuevo la vista. Contempló el Árbol Blanco e hizo un juramento: no huiría de allí con vida sin un fruto de Nimloth. Entonces, agarrando con su mano derecha la empuñadura de su espada, avanzó sobre el patio, todavía sin ser descubierto. Su joven corazón palpitaba al ritmo del miedo y un sudor frío le recubría el cuerpo. Pero llegó al fin a la ténue sombre de Nimloth, y arrancó un fruto de una sus ramas. Lo contempló con reverencia y lo guardó mimosamtente bajo su capa. Y fue entonces cuando los guardias advirtieron su presencia.
En un instante, decenas de hojas plateadas relucieron en la oscuridad. Y todas tenían el mismo objetivo: él. Desenvainó su tizona y con los dientes apretados bajo la capa, ahogó un grito de guerra de uno de los atacantes hundiéndole el arma en el estómago. Se apresuró a escapar hacia la salida. Pero eran demasiados guardas. Con una hábil y eficaz estocada se libró de uno que le había salido al paso. Pero pronto otro le sustituyó, con su espada en alto, le arremetió en el hombro izquierdo. Isildur pudo detener el golpe, pero no lo suficiente como para que el filo no se intodujera desgarrando piel y carne. Gritó de dolor, pero recordó su juramento y, llorando, impulsó su hoja hacia la garganta de su enemigo. Cayó fulminado. Otros le atacaron por detrás, y esquivó los golpes como pudo. Su brazo era fuerte y rápido y su valor, inconmensurable. Acabó con muchos, pero su cuerpo estaba lleno de heridas, algunas más graves que otras. Entonces, tras dejar moribundo a uno de los guardias que se sujetaba las tripas tirado sobre un charco de sangre, encontró una ocasión para escapar. débil como estaba, silbó para llamar a su caballo, y éste acudió para, una vez montado en su grupa, llevar a su dueño de vuelta a la protección del hogar.
Elendil despertó temprano aquella mañana. El cielo estaba gris y amenazaba una tormenta. Las calles de Rómenna comenzaban su bullicio diario. Pero mientras contamplana toda la ciudad portuaria, en el fondo de la calle asomó un caballo. Iba al galope, derribando a toda persona que se interpusiera en su camino. Encima, iba un jinete con la cabeza baja. Estaba inconsciente. Entonces Elendil se dio cuenta de que el caballo se dirigía hacia allí y que el jiente era su hijo Isildur.
Llamó a Amandil y entre los dos consiguieron apaciguar al animal.
Descablagaron a Isildur y lo llevaron a su lecho.
-¿De dónde viene y qué ha ido a hacer? -gritaba Elendil- ¿Y quién le ha hecho esto?
-Quizás salió a pasear por la noche y lo asaltaron soldados reales.-expuso Anarion, hermano de Isildur.
-Entonces,-interrumpió Amandil que se encontraba junto a su nieto- ¿Por qué llevó una espada si su intención era “pasear”?
Amandil sujetaba en alto la capa que cubría a Isildur; en su cintura, se hallaba su espada, con el filo todavía desteñido de color sangre fruto de la batalla. Entonces, algo rodó por el suelo proveniente del interior de la capa. Fue a chocar contra el pie de Elendil y éste, alzándolo, exclamó:
-Un fruto de Nimloth...
-Tienes un hijo muy valeroso, Elendil. Está destinado a hacer grandes cosas-dijo Amandil- Arriesgó su vida por conseguir un vástago del Árbol Blanco. Planta el fruto y cuida de que no muera. Yo cuidaré de Isildur.
Isildur estuvo inconsciente durante meses. Pasó el invierno y llegó la primavera. Y fue entonces cuando el fruto traído desde Armenelos creció en un pequeño árbol, blanco como la nieve recién caída y luminoso como el sol de una mañana estival. Pero lejos de allí, lejos de las alegrías de la buena nueva del nacimiento del Árbol, Sauron continuaba con sus planes.
Al poco de conseguir Isildur el fruto, Ar-Pharazôn ordenó derribar el Nimloth, cediendo ante las peticiones de Sauron, el cual había conseguido un poder mayor que el del mismísimo rey. Se instaló en el templo de Melkor, y allí ordenó sobre las gentes de Númeror. Los sacrificios se hicieron mayores en número. Y llegó el día en que Ar-Pharazôn le pidió consejo porque algo lo atormentaba...
Amandil había partido hacía una semana y a su vuelta, parecía fatigado, nervioso... y asustado. Tan pronto como desmontó, mandó a su hijo que él y Anarion se reunieran en la casa.
-Ar-Pharazôn se dispone a llevar a cabo el acto más vil que ha habido hasta el momento.-dijo.
-Explícate- le pidió Elendil.
-Estuve en Armenelos todo este tiempo, y he descubierto que Ar-Pharazôn acaba de salir de una grave enfermedad que casi acaba con su vida. Esto ha reavivado su miedo a la muerte... y se lo ha comunicado a Sauron. He podido hablar con los pocos que estuvieron presentes, y me revelaron las mentiras del demonio. Esto fue lo que le dijo:
“Gran Rey de Númeror, tu dolencia tiene fácil solución. Cuando los Valar prohibieron a los Dúnedain navegar por los mares del oeste no era por otra razón que para protegerse a ellos mismos. Porque la inmortalidad no es un don innato, como os han dicho, sino que es otorgado a aquellas grandes gentes, gradnes reyes, de alto linaje, que dominen el mundo. Por ello, aquél que controle las Tierras Imperecederas será recompensado con la vida eterna. Pero eso no lo pueden permitir los Valar. Ellos no permitirían que un hombre les arrebatara su poder. Y piensan que sois inferior, mi rey. Pero aquel que tiene poder, reclama sus posesiones por derecho. Y vos tenéis mucho poder”.
-Hace cinco días, Ar-Pharazôn ha comenzado a construir una gran flota en el puerto de Andúnië. Pienso que pretende declarar la guerra a los Valar.
-¡Pero eso es impensable!-exclamó Elendil.
-Lo sé, pero no creo que todo se quede ahí. Intuyo que algo muy grave va a pasar. El fin del mundo conocido se acerca, hijo mío. Por ello quieron que lleveis a cabo una misión. Reunireis a todos los fieles que quieran seguiron y construireis pequeños barcos en el puerto. Yo viajaré hacia el oeste, esta misma noche. Intentaré llevar a cabo la misma hazaña que nuestro bienamado Eärendil; viajaré hacia la tierra de los Valar, aún en contra de la prohibición, y les rogaré que pongan fin a esto. pero si no regreso, quiero que os embarqueis hacia la Tierra Media, y que allí vivais en el exilio. Escapad del grave destino que se cierne sobre esta isla. Entonces oyeron algo en el umbral de la puerta. Se giraron los tres y vieron a Isildur, que se había despertado por fin. Y en sus ojos se podía leer su tristeza.
Amandil partió al caer el sol. Se embarcó con dos amigos más y, tras una breve despedida, se lanzó al mar, dirección oeste. Nunca más se supo de él. Elendil lloraba para sus adentros, pero cuando el barco se perdió en el horizonte, dio media vuelta y lo que vio le nubló el corazón.
Porque sobre el Meneltarma se alzaron grandes nubes escarlatas, enormes águilas de color rojo ira que se cernieron sobre Númeror. Y eran miles.
Muchos cayeron entonces de rodillas exclamando “¡Mirad!¡Las águilas de Manwë, Señor de los vientos!” y pedían clemencia. Pero otros alzaban el puño y las desafiaban. Entonces las águilas desaparecieron en un gran tornado de nubes negras. Y sobre Armenelos formaron su vórtice. Y de sus entrañas surgió un rayo que impactó sobre el templo de Melkor. Y allí se encontraba Sauron, pero, aun cuando el templo fue destruído, él salió indemne. Y entonces lo aclamaron como a un Dios.
Ar-Pharazôn aceptó el desafío de Manwë y tan pronto como tuvo lista su flota, la mayor flota jamás vista, partió hacia el oeste. Los mástiles ocultaban el mar, negro como el cielo en aquella hora. Salían del agua como lanzas inquebrantables. El viento soplaba del oeste, pero los barcas contaban con numerosos esclavos que remaban al ritmo que imponía el látigo. Y así partió Ar-Pharazôn hacia la guerra contra los Valar. Y Sauron se quedó riendo en su trono de Armenelos, porque Númeror era suya al fin.
Un jinete llegó desde el oeste. Elendil le dio la bienvenida, pero éste se apresuró a decir.
-No podemos esperar más. Ar-Pharazôn ha partido. Debemos escapar como dijo tu padre.
Entonces zarparon en nueve barcos, dejando las costas a su espalda y fijando el rumbo hacia la incertidumbre. Navegaron regidos por los designios de Ilúvatar. Pero sus ojos no escaparon a la destrucción.
La flota del rey avistaba ya las costas de las Tierras Imperecederas. Allí se levantaba el Taniquetil, la montaña de Manwë. Y los elfos de Tol Eresea lloraron ante lo que iba a venir. Y en la cima de la montaña, Ar-Pharazôn vio brillar una gran silueta. Tuvo miedo y dudas en aquel instante, y estuvo cerca de dar media vuelta. Pero antes de que se decidiera, sus hombres ya comenzaban a bajar a tierra.
Se dirijió hacia la playa y allí enarboló un estandarte. Lo clavó en la arena y exclamó:
-¡Reclamo esta tierra para mí, si es que nadie se opone por la fuerza de las armas!
Pera la respuesta llegó desde la cima del Taniquetil. Y fue una gran luz que se levantó cruzando el cielo. Graves y terribles palabras trajo el fuerte viento que se despertó entonces. Porque Manwë había invocado al poder de Ilúvatar, y éste participó en el destino del mundo, por segunda y última vez.
Y las tierras de desquebrajaron. Sobre la flota del rey Ar-Pharazòn se derrumbaron las colinas circundantes y quedaron allí, atrapados, y condenados hasta el fin de todo. Pero no fue eso lo único que ocurrió. Porque un gran abismo se cernió en el mundo, y fragmentó en dos la isla de Númeror. Una gran ola se levantó en el oeste y barrió toda Atalantë. Todo ello fue visto por los ojos de Elendil y sus dos hijos, mientras eran empujados por el oleaje hacia las costas del este.
A esto se le llamó el Cambio del Mundo. Dejó de ser un mundo plano para curvarse sobre sí mismo. Nuevos mares aparecieron, separando a las Tierras Imperecederas de todo lo demás, alzándolas sobre los cielos, fuera del alcance ya de los hombres.
Y mientras las altas torres de Armenelos se hundían bajo las aguas, Sauron aún reía. Pero fue sorprendido por el poder de Ilúvatar y cayó en la oscuridad, aunque no fue derrotado totalmente...
En el año 3319 Númeror fue destruída y hundida bajo las aguas. Y al año siguiente, los fieles, comandados por Elendil, avistaron las costas de la Tierra Media. Allí todavía brillaban las estrellas, cuando tocaron tierra al fin.
-¿Qué haremos ahora, padre?-preguntó Isildur.
-Fundaremos reinos en las comarcas que pertenecían a Númeror en la Tierra Media. E intentaremos que no se olvide el poder de nuestra isla, cuando todavía se encontraba bendecida por los Valar. No permitiremos que caiga la casa de Elros. Ahora seguidme.
Y cuando se dirigían hacia el interior, Isildur giró la vista. Una ténue sombra surcó el cielo, hacia el sureste, hacia Mordor.
-Sauron...-exclamó.
Y reclamando venganza siguió a su padre, dejando su anterior vida atrás y enfrentándose al destino que comenzaba a fraguarse delante de él.