Abd el-Krim, Príncipe de Harad
Relato que narra las aventuras de un príncipe Haradrim, que se verá envuelto en la Guerra del Anillo de una manera inesperada.

- Yo soy Abd el-Krim, hijo de Yusuf ibn Tashfin, hijo de Musa ibn Nusayr el Comerciante, hijo de Abd al-Mumin el Conquistador, príncipe de Gorfalas de Harad del Norte. Conmigo se extingue un linaje de reyes que trajeron a mi pueblo riquezas y fama mundial y esta es mi historia.

Mi sangre conquistó la costa que se extiende desde el norte del reino de Umbar hasta la desembocadura del río de Harad por manos de mi bisabuelo y su hijo otorgó bienes y dicha a la región y a sus habitantes a los que unificó y dotó de una identidad nacional y cultural exceptuando la libertad religiosa, frente a las tradicionales guerras tribales que hasta ahora habían soportado en su vida nómada.

Se hicieron famosas nuestras vasijas de fina porcelana y dulces grabados y todas las flotas de la Tierra Media arribaban a nuestras costas para abastecerse de nuestros también famosos trabajos en cobre. El reino creció en esplendor y los campos se volvieron fértiles gracias a las obras hidráulicas que desviaron las aguas del río Harad y regaron extensas regiones interiores del país.

El rey vecino Mokhtar Ould Daddah es primo hermano de mi padre y nuestras relaciones comerciales trajeron prosperidad a ambos reinos. Principalmente se ocupaba de suministrar armas a los ejércitos de las regiones vecinas pues poseían un magnífico acero, pero los adornos y filigranas de dichas armas los encargaba a nuestros artesanos con lo que se realizaban auténticas obras de arte en unos artilugios no destinados, en principio, a ser admirados sino temidos.

De mi infancia tengo gratos recuerdos precisamente de su hijo, Ben Barka, con el que estudié las letras y costumbres de nuestros pueblos en mi país. (Aquí teníamos los mejores eruditos de la zona que gustosamente venían cuando mi padre los requería.) Ambos seríamos reyes y nuestra amistad constituiría un reino aún más poderoso y próspero.

Nuestras correrías también fueron famosas por palacio. No hubo harén ajeno que no visitásemos, ¿acaso se iban a oponer tan bellas mujeres a dos futuros reyes?. Además contábamos con su complicidad ya que ellas realmente se entretenían con dos alegres jóvenes que les hacían las tardes más llevaderas. Más de una vez nos jugamos el cuello en semejantes incursiones e incluso una vez, ante un tío suyo tuvimos que ponernos ropas de mujer cuando éste visitó su harén. Por fortuna el pobre hombre disponía de muchas esposas y no se dedicó a contarlas, y al pasar revista para elegir compañía esa noche no debimos de resultarle agraciados tras nuestros respectivos velos. ¡Qué tiempos!

Con los años uno toma conciencia de su deber y de lo que mi pueblo esperaba de mí, con lo que comencé a esforzarme en mi educación como futuro soberano.

Mi padre cayó repentinamente enfermo y se me obligó a acelerar mi preparación. Ben volvió a su país a terminar sus estudios ya que su padre así lo reclamó.

Se puede decir que sólo disfrutaba de mis clases con el General Ufkir el cual era Ministro de la Guerra de mi padre. Me adiestró en el empleo de las armas y me convirtió en un gran guerrero pese a mi juventud. También se encargó de mostrarme el arte de la guerra naval y terrestre y ambos nos dimos cuenta de que yo mostraba un especial interés en todo lo relacionado con el ataque. Él parecía muy satisfecho con mi predilección pero tampoco descuidó sus lecciones sobre defensa. Soñé con ser Abd el-Krim el Grande - y nadie igualaría mi destreza en las armas- además, con él como Ministro de la Guerra expandiría mi reino gracias a la poderosa flota de mi padre. En este punto quiero resaltar la importancia de este asunto ya que de toda la Nación Haradrim el reino de mi padre, al limitar con el mar y con el curso del bajo Río Harad, era el que poseía la mayor parte de la temida flota de Harad respetada incluso por nuestros hermanos del sur los Corsarios de Umbar con los que tuvimos no pocos enfrentamientos.

Poco antes de morir, mi padre me alertó del peligro que entrañan las hazañas militares y la gloria que pudiese conseguir un pequeño país que despuntara y prosperase pues éste despertaría la codicia de otros más poderosos que hasta ahora no habían fijado su mirada en él.

No le presté especial atención y achaqué sus palabras a la prudencia y falta de ánimo de los que ya no son jóvenes. Algo sí capté. Seguíamos siendo un país relativamente débil, por lo que esperé a su muerte para tomar mi primera decisión política: Reconvertir parte de mi flota mercante en naves de guerra o de transporte de tropas. La segunda decisión la tenía muy estudiada desde que conocí al General Ufkir y lo confirmé como Ministro de la Guerra. La tercera medida sí me dolió tener que llevarla a cabo pues se trataba de preparar los funerales de mi padre.

Así fue como volví a ver a mi amigo Ben Barka. Sus ojos no me miraron como los que reconocen a un amigo, me preocupó mucho, pero el rígido protocolo me impidió hablar con él en ese momento. Recibí a su padre y tras las formalidades de rigor renovamos nuestros acuerdos de cooperación. Su delegación venía muy bien armada y al llegar a la Capital muchos pensaron que se trataba de un ejército invasor.

En los días siguientes pude hablar con Ben como hacíamos en otros tiempos y me sorprendieron sus palabras. Pensaban que preparaba una guerra contra ellos al haber hecho grandes pedidos de armas y al haber incrementado mi flota de guerra, por lo que antes de asistir a los funerales de mi padre tomaron sus medidas. También ellos habían incrementado su fabricación de armas y dejaron un virrey en su capital antes de partir por lo que pudiera pasar. Muy enfadado con él y con su padre sobre todo, que a fin de cuentas era el rey, lo saqué de su error. ¡Era yo, su amigo de siempre!. ¿Cómo se les pudo pasar por la cabeza semejante idea?. Volvió a sonreír y a tratarme como antes. Nuestra amistad resurgió y comenzamos a divagar sobre el futuro de nuestros reinos.

Pasaron unos meses y me propuse tomar una esposa para proseguir mi linaje. Menudo problema. Con tantos sueños y proyectos nunca había pensado en casarme, y por supuesto, nunca lo identifiqué con el amor. Mis consejeros me presentaron un listado de las futuras reinas elegidas de entre las mejores familias. Yo tenía la cabeza en otra parte y asentí cuando eligieron por mí a una de las más bellas y sobre todo de la mejor estirpe. Total, recuerdo que pensé, si me hartase de ella ya incrementaría mi número de esposas más adelante. Así que las nupcias se celebraron casi inmediatamente. La pobre infeliz ni me conocía el día que nos casaron. Mi pueblo se merecía una fiesta y una reina tras tanto luto y yo necesitaba un heredero.

Ella intentaba complacerme y creo que llegó a amarme, pero, tonto de mí, yo sólo pensaba en Harondor al norte, donde otros príncipes Haradrim rivalizaban con Gondor por su posesión. Mi flota marcaría la diferencia, cortaría los suministros mediante bloqueos severos y aceleraría el fin de la guerra.

Los generales se impacientaban ante la oportunidad de destacar en la guerra y recibir tierras del Nuevo Harad. Todos me presionaban para aliarme con los ejércitos Haradrim que luchaban contra Gondor porque todos conocían mis intenciones en cuestiones de política exterior, el ataque, crecer, conquistar y ganarme el respeto de las naciones vecinas por medio del temor. Aunque el General Ufkir hizo buena propaganda entre ellos de mis progresos como estudiante y mis preferencias bélicas, no le hubiera hecho falta nada de eso puesto que era yo quien realmente deseaba esa guerra. Ahora bien, no podía precipitarme, Gondor era un enemigo poderoso. Tenía que asegurarme de tener todas las de ganar. Necesitaría de aliados suficientes con los que sólo habría que llegar a un acuerdo a la hora de repartir las conquistas. Pensé que Gondor tenía cosas más importantes y cercanas que guardar, ante la incuestionable amenaza de su vecino Mordor, que unas tierras yermas en el sur y que se cansaría de tan absurda lucha con lo que podríamos llegar a negociar la paz. Entonces yo construiría canales y traería la vida a la zona. Los aliados... no me importaba quienes fueran aunque prefería que fuesen mis hermanos de Harad.

Al quedar mi esposa embarazada mi vida cambió. De repente la vi. Era hermosa, dulce y nunca habían en sus palabras maldad ni fealdad. Ella veía el mundo feliz, la gente para ella sólo podía ser alegre y todo a su alrededor florecía. La nueva vida que crecía en su interior me hizo ver que no todo era guerra y conquista, que ella era lo mejor que me había pasado y que si bien no me lo había planteado, yo podía llegar a amarla con sólo dos minutos que dedicase a contemplarla. Eran dos buenas razones que podrían haber cambiado el curso de mi vida, pero, justo cuando comencé a sopesar esas ideas, otras dos noticias llegaron a mi palacio: Las iniciales victorias de los príncipes Haradrim contra Gondor y la entrada en la guerra del reino de Mokhtar Ould Daddah. (Ahora sé que de haberme olvidado de la guerra en el Norte sólo hubiera prolongado la agonía de mi reino porque otro más poderoso que yo tenía planes para el pueblo de Harad.)

¡Cruel es el Destino de los Hombres que constantemente juega con dos barajas!

Por si fuera poco recibí una tercera noticia. Un mensajero procedente de Mordor solicitaba una audiencia ese mismo día. Olvidé mis recién descubiertos sentimientos y me entusiasmé con la idea de pensar en Ben guiando sus ejércitos en pos de la Gloria. Recibí impaciente al mensajero de Mordor en el Salón del Trono con toda la pompa que se le debe a tan poderoso país. Se trataba de un Numenoreano Negro que se presentó con cierto aire irreverente ante mí pero que no aprecié en aquel entonces pues volvía a tener la cabeza envuelta en batallas y victorias.

Se anunció como la Boca de Saurón y me propuso aliarme a mis hermanos Haradrim para la conquista del Norte. Mordor se mostraba dispuesto a prestarnos tropas puesto que sus planes eran distraer la atención de Gondor hacia el Sur para tomar ellos el reino desde el Este. Una vez finalizada la conquista de Gondor Saurón recompensaría a sus aliados del sur con las tierras que pretendíamos los Haradrim. Llegó incluso a mostrarme un mapa de Harondor en el que venían representadas las tierras que recibiría mi reino en caso de aceptar. ¡Eran precisamente las que yo anhelaba!. El Gran Ojo me miró con todo su poder y leyó en mi alma. Mordí el anzuelo gustosamente.

La Flota estaba lista. Los generales ansiosos. Los refuerzos de Mordor llegaban al ritmo acordado. ¡Esos apestosos orcos!. También llegaban rudos hombres de los bárbaros países del este, vestidos con pieles y muy malos modales. No me importaba, mi alma viajaba al Norte. Pensaba en el esplendor que alcanzaría mi pueblo con las nuevas conquistas de cara al mar. Sería Abd el-Krim el Poderoso, o no, mejor ¡El Navegante!. Mis naves surcarían los mares llevando valiosos cargamentos de nuestros productos a tierras que aún no había visto y volverían con tejidos y joyas de texturas y colores que ningún artista sabría conseguir. Mi pueblo sería rico, con buenas tierras y poderosos aliados que las defenderían... Por aquel entonces pensaba que Mordor se conformaría con Gondor y las tierras del Norte. Debí darme cuenta de mi error cuando vi desfilar sus tropas por las calles de mi capital; refuerzos, pensé.

Mis hombres se congregaron en torno a su rey y juntos juramos ante el purpúreo estandarte lealtad a los reinos de los hermanos Haradrim. La ciudad se llenó de estandartes y serpientes negras por todas partes. Partimos entre vítores y aclamaciones a los puertos. La flota nos esperaba allí. Su velamen y enseñas de guerra la hacían parecer fuego sobre las aguas. ¡Todo era esplendor y alegría!. Jamás volvería a sentir tal emoción.

Los Valar parecían estar de nuestra parte. El viento favorable, el mar en calma, las tropas animadas... diríase que el Ojo que todo lo ve tenía prisa por que nos marchásemos. Así fue.

La resistencia en nuestra zona fue débil. Aplastamos al enemigo y hundimos o capturamos sus pocos barcos. No hubo muchas bajas y casi todos fueron orcos o extranjeros. Desembarqué a mi infantería y mandé la flota a bloquear un pequeño reducto de resistencia por el que se abastecían las tropas que teníamos delante. Levanté mi campamento y un nuevo estandarte Haradrim se unió al de mis hermanos en aquellas tierras.

Una vez establecido un cierto control envié mensajeros a las tropas de mi amigo Ben para encontrarnos y celebrar las victorias. Acudió al encuentro. No era el mismo. Estaba hundido en la desesperación. Supe que una peste alcanzó a su ciudad allá en Harad y sus esposas e hijos habían muerto. Los animistas venidos de Mordor no "pudieron" hacer nada por ellos. Se decretó la ciudad en cuarentena y no había podido volver. Nadie había salido de allí últimamente y no llegaban noticias. Sólo se sabía que el gobierno provisional de la ciudad estaba compuesto por un grupo de Numenoreanos Negros. Sin embargo, a pesar de tan malas oticias sus tropas estaban ávidas de sangre por el odio que los extranjeros habían alimentado en contra de Gondor como causante de que los hombres no puedan estar con sus familias en tan duras circunstancias.

Me apenó mucho lo que me dijo, pero le animé, "Son cosas de la guerra, eres joven, podrás formar una nueva familia y verás cómo se soluciona todo cuando la ganemos." Estúpido de mí, sin saberlo me adelantó el futuro de mi reino pero no acerté a sospecharlo emborrachado de soberbia y ánimo.

Los días pasaban y rara vez me ocupé de prestar atención a las noticias procedentes de mi capital. A mi marcha dejé un grupo de consejeros muy cualificados para que atendiesen esos asuntos, no había que preocuparse.

Las campañas se sucedían y frecuentemente coordinábamos nuestras estrategias con las tropas de Ben. Se cumplió uno de mis sueños, el único ahora que lo pienso, de cabalgar como un solo ejército junto a Ben Barka. Era mejor guerrero de lo que imaginé. Se lanzaba contra el enemigo con una fiereza ciega. Pude suponer que realmente buscaba la muerte. Su odio al enemigo no era más que impotencia contenida que intentaba disimular. Aquel día fue memorable. Una columna de Mûmaks altos como torres allanaba el camino de nuestra infantería. Nosotros, a caballo, rodeábamos y separábamos a los defensores en grupos que eran luego pisoteados por tan inmensos brutos.

En mi pueblo dichos animales eran escasos. Recuerdo que mi padre poseyó una pequeña compañía una vez pero que tuvo que librarse de ella puesto que suponía un gran gasto de mantenimiento y debido a que nuestra principal arma era la armada. En otras regiones más al sur sí eran comunes dichas bestias cuyo empleo en la guerra tuve la suerte de comprobar en el campo de batalla aquel día.

Justo antes de llegar a las Bocas del Anduín en la imparable marcha de mi ejército que actuaba a modo de pinza, junto con el de Ben, con el que avanzaba por el camino de Harad formado por las tropas de los otros príncipes Haradrim, recibí una horrible noticia. La capital de mi reino estaba siendo asolada por una terrible enfermedad nunca antes conocida. Mi esposa y mi hijo no nacido aún habían muerto. Recordé la mirada de Ben el día que nos encontramos en Harondor. No era posible, la historia se repetía. Por todo el campamento cundían rumores de familias perdidas y el sufrimiento de los hombres se transformaba en odio al enemigo. Eran precisamente los extranjeros los que canalizaban el odio de mis hombres para que buscasen venganza a las puertas de Gondor. Harondor para ellos no era suficiente.

Entonces desperté. ¿Acaso no estábamos siendo utilizados?. Me prometieron tierras que por otra parte he conseguido sin apenas ayuda extranjera y ahora me piden que siga hacia Gondor. Ése no era el trato. Los soldados asienten como borregos. Ya no quieren sino ver Gondor arrasada. Les comunicaba constantemente que la guerra para nosotros estaba a punto de acabar cuando tomásemos las Bocas del Anduín y que podrían regresar a sus casas, pero me respondían ¿Qué casas?. Sus familias habían muerto o caían enfermas. Abandonaron sus hogares para tener tierras para sus hijos y ahora no tenían hijos. Sólo les quedaba el odio feroz.

Mi última orden fue expulsar a los extranjeros y los pocos orcos que quedaban de mi campamento. Los generales me miraron estupefactos, la gloria que habían alcanzado no les era suficiente. Yo sabía que eran los extranjeros los que por órdenes superiores alimentaban el odio de mis hombres y dirigían sus mentes a Gondor separándolos de su objetivo. Todos mis generales se opusieron rotundamente. Gondor estaba a un paso. Entonces, al fin, fue cuando descubrí los planes de Saurón. Mi maestro, el General Ufkir alzó su potente voz:
- Majestad, usted ya no es capaz de dirigir la campaña. Tomo el mando.

Me apresaron. En mi tienda iba desarmado y no pude defenderme. Era el fin.

La noticia recorrió el campamento. Apenas le importó a nadie. Los pocos capitanes leales a mí fueron también apresados. La flota de mi padre me fue arrebatada. Lo perdí todo, mi familia, mi pueblo, mi flota... pero no pudieron arrebatarme mi odio.

Hubo un relativo periodo de tranquilidad. A los prisioneros se nos aleccionaba sobre la conveniencia de arrasar Gondor y es más, de ceder el control de la guerra a Saurón, él lo coordinaría todo mejor y nos llevaría a la victoria. No pudieron engañarme esta vez, yo ya conocía la lección que me había dado ese magnífico estratega, esa lombriz embustera y embaucadora.

La guardia que nos vigilaba era muy severa y estaba formada por orientales. Por suerte en el campamento aún habían soldados que me eran fieles y se pusieron en contacto conmigo para acordar un plan de fuga. Una noche unos veinte guerreros atacaron a la guardia y nos liberaron. Nos dieron armas y nos fuimos de allí. El resto de soldados Haradrim no se opuso a la liberación, puede que me respetasen o me ignorasen. Tampoco se unieron.

La guerra se me fue de las manos. Sólo tenía un grupo de veinte fieles en su mayoría hambrientos y débiles por el cautiverio. Yo tampoco tenía buen aspecto. Decidimos volver a la capital y visitar nuestras casas. Tenía la esperanza de poder reclamar mis derechos ante el consejo que dejé allí gobernando en mi ausencia.

El viaje fue muy duro y fatigoso. La ya de por sí asolada región de Harondor estaba arrasada por la guerra y algunos de mis capitanes murieron en el camino por inanición. Por suerte nos cruzamos con una de las muchas patrullas de orientales que rondaban por la zona y en la emboscada pudimos arrebatarles sus provisiones.

Fuimos siete los que llegamos a las puertas de la ciudad. Harapientos y debilitados mis hombres estaban al límite de sus fuerzas. Allí nos impidieron el paso unos fornidos soldados. No eran Haradrim. Altos, pelo negro, ojos grises de mirada sombría... la ciudad estaba prisionera de los siervos de Saurón. Su aliento lo emponzoñaba todo, sus miras no tenían límites, su presencia enfermó mi ciudad y sus guardias eran los que ahora me impedían el paso.

Por suerte para mí y mis hombres yo conocía la existencia de un pasadizo secreto que comunicaba una alberca de las afueras de la ciudad con mi palacio. Tenía otra función primordial ya que en caso de asedio quedaba cerrado al tratarse de un sifón que abastecía la ciudadela. Un hombre debería salir del palacio por el mismo pasadizo y abrir las bien disimuladas válvulas, el problema era que al quedar el pasaje cerrado el hombre no podría volver.

Nos dirigimos al pasadizo y borrando las huellas nos aseguramos que nadie nos viese. El camino se trataba de un túnel de metro y medio de diámetro y unos dos kilómetros de largo que obviamente descendía hasta un punto donde volvía a ascender y llevaba a un rincón oculto de los aljibes de mi palacio. Dentro no habían apenas guardias. Sólo miraban al exterior. Junto al estandarte púrpura ondeaban negras enseñas con el símbolo del Ojo Sin Párpado. No tenía vergüenza de proclamar su traición a mi pueblo el muy miserable. Dentro guié a mis hombres por muros ocultos y pasillos secretos hacia las despensas las cuales para nuestra suerte estaban repletas.

Aprovisionados y tras un breve descanso fuimos a inspeccionar todo lo que pudimos dentro del palacio. A mí me interesaba principalmente saber si mi consejo seguía en activo o no, cosa que dudaba. Mi abuelo, al que nunca agradeceré lo suficiente su previsión, había construido un pasaje que comunicaba con la sala del consejo. Allí pude conocer los planes del Gran Ojo y cómo se hizo con mi reino. Sus hombres, y repito lo de suyos, habían oprimido a mi gente en mi ausencia y mataron a mi esposa e hijo. Cerraron las puertas de mis ciudades y los tenían encarcelados en sus casas sin apenas comida y en pésimas condiciones de salubridad, creando las idóneas condiciones donde se reproducirían las consecuentes pestes que ellos mismos introducían. Les obligaban sin embargo a trabajar como esclavos para abastecer a los gloriosos ejércitos sureños que les estaban consiguiendo tierras para su provecho. Muchos al principio les creerían, pero luego se darían cuenta del engaño y ya nadie tenía esperanzas. Los Numenoreanos Negros se hicieron con todo. Mi Guardia de Palacio fue también sobornada quedando directamente al servicio del General Ufkir. Todos aquellos que tenían derechos sucesorios a mi trono murieron por la "peste" así como aquellos que me eran fieles y cometían la imprudencia de animar a sus vecinos con la esperanza de mi retorno.

Había vuelto pero ya nadie me esperaba. Agradecí a mis compañeros su ayuda y les di libertad de volver a sus casas mostrándoles las salidas secretas que les ayudaría a tal efecto. El único que volvió fue un joven soldado llamado Muhammad ibn Arafa el cual tuvo la desgracia de encontrar su casa destruida y a sus padres muertos.

Allí ya no podíamos hacer nada. Yo conocía un sistema de galerías secretas que estaban pensadas además para destruir la fortificación. El suelo tenía un canal pegando al muro relleno de aceite negro de roca que ardía con facilidad. El calor derretiría unos tapones de cera que taladraban los muros del castillo y dejarían escapar el aceite hacia gran parte de las habitaciones. Era peligroso intentarlo, pero ya no podía perder nada más y decidí privar a esa cucaracha oscura de uno de los más bellos palacios de todos los reinos de Harad. Escapamos de allí por el sifón por el que habíamos entrado tras armarnos con lo mejor que pudimos encontrar en los panteones de mis antepasados (era lo único que habían respetado). A pesar de mi insistencia Muhammad no tomó nada para sí por respeto y me comentó que se sentía protegido con un extraño artilugio metálico que poseía y que hasta ahora nunca le pregunté por su utilidad. Más tarde supe lo que era, pero eso es otra historia.

Allí fue donde conseguí una lanza de Mithril que sirvió a mi bisabuelo para conquistar su reino y que habrá de servirme a mí para recuperarlo algún día.

Ya anochecía cuando mi joven amigo y yo salimos del pasadizo. Pudimos ver las llamas de mi ciudadela y el bullicio de la gente que corría a extinguir el incendio. Lo sentí por ellos, pero mi venganza acababa de devorar su primera víctima. Me consolé pensando que muchos de los guardias extranjeros y mi consejo de traidores habrían muerto en el incendio de mi casa. Volveré.

No sabíamos dónde ir. Allí estábamos solos y sólo éramos dos. No podíamos hacer mucho y nos pusimos rumbo al Norte. En un puerto de una aldea cercana robamos un pequeño bote de vela y el mar me vio partir por segunda y última vez.

Ahora no había gloria en la marcha ni vítores. Huía de mi país en una barca que acababa de robar seguramente a un pobre hombre que intentaba sostener a su familia con la pesca que pudiera conseguir. Si Muhammad no hubiese estado a cargo del timón a mi espalda me hubiese visto llorar.

No miré atrás, sólo al Norte, a Gondor, donde encontraría aliados que me permitieran, al menos, ayudarles a luchar contra Saurón, esa rata vil y traicionera que pagará algún día por lo que le hizo a mi pueblo.

Viajábamos de noche y por el día nos ocultábamos aunque el día pareciese noche por las nieblas oscuras procedentes de Mordor que se expandían por el cielo. En ocasiones cuando alguna nave se nos acercaba simulamos con éxito ser simples pescadores. Lo difícil sería, a partir de que llegásemos a la zona donde se desarrollaban los combates, seguir aparentándolo por lo que decidimos continuar a pie. Excepto mi lanza nada en mi indumentaria me hacía diferente de cualquier otro guerrero Haradrim.

Deambulando por los asolados campos me dirigía al campamento de mi amigo Ben. Era mi última esperanza. Quizás él no hubiese sucumbido a la locura generalizada de que eran presas las Naciones Haradrim. Ahora, ante las patrullas, simulábamos ser heridos que volvían al frente. Todo el mundo estaba muy ocupado y no se molestaban en interrogarnos mucho, supongo que pensaban que aunque fuésemos desertores Saurón sería quien se ocupase de unos miserables cuyo aspecto bien pudiera ser el de dos vagabundos.

Al llegar no tuvimos problemas en pasar al campamento. Se nos dio un mendrugo de pan y fuimos invitados a sentarnos al calor de una de las miles de hogueras que prendían los soldados. Mi amigo Ben tendría que esperar hasta la mañana. Estábamos muy cansados y hambrientos. No tenían nada que temer de todos aquellos que procedían del sur. El enemigo había sido aplastado y ahora esperaban órdenes para el definitivo avance sobre Gondor. Para ello parte se embarcaría en la flota que permanecía amarrada en la Desembocadura del Anduín. A los que fueron mis barcos se unieron los capturados al enemigo y unos cuantos de los de mis vecinos del sur los Corsarios de Umbar.

Aquella noche pregunté a los que nos invitaron a su fogata por las intenciones de Ben con respecto a su alianza con Mordor. No sabían nada, eran simples soldados que obedecían a su rey. También intenté enterarme de lo sucedido en el campamento de Abd el-Krim y cómo iban las cosas por allí.
- ¿Ese traidor?- dijeron- mejor que esté muerto. Se ha marchado a Gondor y su ejército desmoralizado tuvo que ser capitaneado por el gran Ufkir. Pensará que las blancas piedras de la ciudad podrán salvarle de nuestra ira.

Por la mañana el campamento estaba tranquilo. Llevaban así semanas desde que Saurón fijó su vista en el Norte, mucho más allá de Gondor. Yo por mi parte no podía esperar más y decidí buscar a Ben. No iba a resultar fácil y no por que no supiese dónde estaba su tienda, sino para que resultase una entrevista secreta y así no comprometerle.

Llegué al lugar donde habían levantado su majestuosa tienda y me quedé cerca por si lo veía salir. Cuando lo hizo todos los de alrededor le vitoreaban y saludaban con el respeto debido a un rey. Aproveché la ocasión y mezclado entre ellos me acerqué y le hablé:
- Saludos y gloria Ben Barka, bravo guerrero y amigo mío.

Él no me miró siquiera y al dar un par de pasos más reconoció mi voz y descubrió tras la descuidada barba y sucio uniforme a su antiguo amigo. Se volvió y me miró. Por un momento no supe cómo iba a reaccionar. Me estaba jugando la vida. Al fin habló:
- Tú soldado. Ven a mi tienda. He reconocido en ti a uno de mis mejores guerreros y al que observé durante la batalla. Recuerdo que te prometí un puesto en mi guardia así que pasa a mi tienda y hablamos.

Menos mal, pensé, no me había delatado. Él me ayudaría. A solas me miró de arriba abajo y no supe descifrar su ánimo.
- Tú cobarde. ¿Osas presentarte ante mí y mis hombres después de haber abandonado a tu gente?.
- Ben, yo no he traicionado a nadie. Descubrí los planes de Saurón y me apresaron. Logré huir pero no a Gondor como os han dicho sino a mi capital. Comprobé el alcance de su traición. Sus guerreros la han tomado y matado a todos mis familiares garantizando que nadie pueda sucederme en el gobierno. Mis ciudadanos son ahora sus esclavos y trabajan para alimentar sus ejércitos. La gente sufre y ha sido abandonada. Supongo que es lo que también ha pasado en tu país.
- Has de saber extranjero que aquel a quien llamas usurpador es mi Señor Saurón y es Él quien está guardando nuestras ciudades mientras nosotros combatimos aquí. Es cierto que han sufrido calamidades, pero es la guerra. Gracias a su ayuda poseo un reino que es dos veces el que recibí de mi agónico padre y sé que cuando acabe la guerra podré volver a mi capital porque Él y sus bravos Numenoreanos Negros me la habrán guardado para entonces.
- ¡Te equivocas!. Si no mueres aquí él te matará y si te deja con vida será para que sufras al ver que no has conseguido nada sino perder tu reino y haber sumido en la esclavitud a tu gente al servicio de Mordor.
- Una vez fuiste mi hermano y por eso no permitiré que nadie de los míos te mate. Seré yo mismo quien lo haga y lavar así tu traición. ¡Defiéndete!.
- ¡Escucha... no!

Su espada se dirigía contra mi pecho y en un movimiento reflejo antepuse la mía en su trayectoria. No había nada que yo pudiese hacer ahora por él y tuve que defenderme.

Por suerte o por desgracia para mí el General Ufkir resultó ser un magnífico maestro y de un certero golpe sesgué la vida de mi amigo. Cayó, y en cierto modo pude percibir una leve sensación de alivio en su rostro antes de morir. Él fue la segunda víctima inocente de mi odio.

Fuera de su tienda oí el entrechocar de espadas de los soldados que practicaban. Eso me salvó de nuevo. Salí de la tienda haciendo ostensibles reverencias y dando las gracias como despidiéndome de mi anfitrión. Nadie se fijó en mí y me escabullí entre el gentío. A la larga lista de odios que me enfrentaban a Saurón tuve que añadir la muerte de mi mejor amigo Ben Barka.

No pasó media hora cuando se escucharon por todo el campamento las voces de alarma al ser descubierto el cadáver de Ben. El dolor se extendió a todos sus hombres y pude ahora desahogar mi callada pena uniéndome a ellos.
- ¡Maldito seas!- grité -.

Los que me oyeran pensarían que esas palabras iban dirigidas a su anónimo asesino y en cierto modo así era.

Tras un breve pero solemne funeral su vetusto padre asumió el mando. No iba a intentar hablar con él porque sabía que descubriría que sólo un guerrero como yo pudo ser el único capaz de matar a su hijo en un duelo.



El campamento se mantuvo en silencio y aquella noche las hogueras no se encendieron. Fue como si decenas de miles de hombres hubiesen desaparecido de repente. Los vigías enemigos del otro lado del río correrían con la ilusión de poder dar parte a sus superiores de la desaparición de nuestro ejército. No era así. Por la mañana verían las tiendas montadas donde habían estado desde... siempre. ¡Parecían años de guerra!. Tantas malas noticias, tantas cosas habían cambiado tan drásticamente que no reconocía el mundo en que hasta ayer mismo había vivido.

Actualmente la frontera se había quedado formada por las formas naturales del Anduín en la parte Oeste y el Poros al Este. Muhammad y yo decidimos irnos a los campamentos de los haradrim que venían por el camino de Harad porque me resultaba muy duro seguir en el campamento de Mokthar y en el mío era imposible que no me reconociesen. El periodo de inactividad nos favoreció ya que pudimos evadirnos sin dificultad. Tras un día de viaje llegamos a las puertas del campamento más cercano que encontramos cerca del puente sobre el río Poros. Se trataba del campamento de Ahmed Ben Yasef, uno de los más famosos príncipes Haradrim de las tierras del Sur y uno de los primeros en atacar Gondor, y a pesar de haber empezado antes su lucha sólo pudo llegar hasta aquí. Al llegar usamos de nuevo la excusa de ser heridos de vuelta al frente y no hubo problemas.

Era hora de irse y decidí huir esta vez sí, al norte, a Gondor. No me resultó difícil entrar a formar parte de una de las compañías a las que encargaban las ahora únicas misiones que se realizaban de reconocimiento y pequeñas racias puesto que necesitaban reemplazar a los soldados que iban perdiendo con los que no teníamos regimiento y eran fruto en su mayoría de los restos de otras compañías diezmadas. Sólo era cuestión de abandonar el grupo una vez adentrados en territorio del enemigo y escabullirme. Tenía sed de venganza y mi odio pedía presas. ¿Cómo podría yo, un Haradrim, solicitar ayuda a la gente de Gondor sin que ellos mismos me diesen muerte solo por verme?. La duda estaría siempre presente pero tendría que ser así. No había otra solución. Tampoco sabía qué sería de mi vida una vez hubiese desertado. ¿Correría a Gondor a ofrecerme a luchar y pedir ayuda?, ¿olvidar de una vez la maldita guerra y seguir huyendo más al norte para ganarme la vida como mercenario?, ¿descubrirme ante mis hermanos Haradrim y que así acabasen todos mis problemas con la muerte?. Sería demasiado fácil. No. Alguien tendrá que pagar por su traición y yo me encargaré de que se acuerde de todo esto en la medida en que un hombre solo pueda llevar a cabo tal empresa.

Cuando volví a encontrarme con Muhammad le conté mi plan de fuga y decidió acompañarme. Fuimos asignados a un pelotón de reconocimiento formado por una veintena de hombres comandados por un piojoso capitán indigno a todas luces de tal honor y un grupo de cuatro rastreadores orcos a los que usaban a modo de perros por su extraordinario olfato. ¿Cómo podrían tales criaturas no mezclar el rastro con su propio hedor?.

Por fin llegó el día en que nos pusimos en marcha. Nos dirigimos por el Camino de Harad al norte y cruzamos el Poros por un punto cercano al puente el cual estaba lógicamente muy vigilado y destruido lo que haría imposible infiltrarnos. Los orcos fueron un autentico problema para cruzar. Por suerte, y tras atarlos como a sacos que arrastramos por la corriente, el hedor que desprendían al llegar a la otra orilla se había calmado y ahora era soportable. Muhammad y yo habíamos acordado una señal para llevar el plan a la práctica y sólo era cuestión de esperar el momento adecuado.

Estuvimos andando sin un rumbo fijo durante horas y ya estaba amaneciendo cuando vimos una patrulla de doce soldados gondorianos. Nos apostamos a ambos lados del camino listos para sorprenderlos. La frondosa vegetación ocultaba nuestros purpúreos atuendos. Era el momento. A la señal de ataque un griterío debió envolver a los sorprendidos gondorianos y una nube de sureños cayó sobre ellos. Por supuesto faltábamos dos. Mientras nos replegábamos vi que Muhammad sacó aquella extraña arma que siempre pensé, al vérsela oculta en parte por el cinto, que se trataba de un hacha roma por cuanto que sus bordes no estaban afilados. Personalmente hasta aquel momento en que la vi al completo no entendía por qué llevaba tal artilugio ya que para cortar no servía obviamente. Entonces la cogió por uno de sus extremos y la lanzó contra la nuca de uno de los orcos que corría a lanzarse contra los gondorianos. Pensé durante un instante que estaba loco si pensaba volver a recogerla y meterse en el centro de la pelea. Echaría a perder el plan de fuga y nos descubrirían como traidores. Pues imaginad cuál fue mi sorpresa cuando vi que el arma tras impactar brutalmente contra el ahora hundido cráneo regresó a las manos de su dueño. "No es magia "dijo ante mi perpleja expresión.

Juntos comenzamos a correr en dirección opuesta a la lucha sin importarnos el desenlace de la misma. Aquellos soldados gondorianos tuvieron que ser el cebo de nuestra fuga y no me sentía orgulloso por ello aunque tampoco quería que muriese ninguno de los haradrim con la posible excepción del payaso del capitán.

Teníamos que poner tierra de por medio antes de que nos echasen en falta ya que podrían rastrearnos fácilmente con la ayuda de los asquerosos orcos. Para confundir nuestro rastro corrimos por la rivera de los riachuelos que nos encontrábamos en los tramos que podíamos siempre guardando no resultar vistos por nadie, ni siquiera por los gondorianos. Exhaustos por llevar corriendo casi doce horas sin haber comido nada y sólo refrescados por algún piadoso sorbo de agua, nos encaramamos a un frondoso árbol a pasar la noche y antes de repartirnos las guardias pedí a mi amigo que calmase mi curiosidad respecto a su habilidad con aquella extraña arma que usó esta mañana. Divertido por mi ignorancia y, por qué no, sintiéndose orgulloso, la sacó y tras limpiarla someramente del barro que se le había pegado por la huida me la dejó observar. Se trataba de una lámina de acero curvada de forma que al lanzarla volvía a las manos de su portador, según luego supe, pero que en aquel momento, incluso esa noche, yo me negué a creer que no fuese un objeto dotado de inteligencia por algún habilidoso alquimista.

La noche fue tranquila y tras un par de horas de sueño por persona proseguimos la marcha. Así fue durante... días, no lo recuerdo. Los días se sucedían todos con monotonía, lo único que variaba era el paisaje, cada vez más verde, a pesar de la guerra, a medida que avanzábamos siempre al norte paralelos en lo posible al camino de Harad hacia las colinas que en vuestra lengua llamáis Emyn Arnen.

Nuestra dieta se basó por aquel entonces en brotes y raíces. Yo sentía que me abandonaban las fuerzas y veía a Muhammad cada vez más deteriorado pero teníamos que seguir huyendo. Sabíamos que la patrulla de la que formábamos parte ya no nos perseguía pues estábamos muy alejados de la actual frontera. Lo que temíamos ahora era encontrarnos con soldados de Gondor y que nos tomasen por espías. Temía que no prestasen oídos a nuestro relato y tener que luchar contra ellos.

En otro de nuestros descansos, más frecuentes y más necesarios cada vez, comenté a mi amigo la idea de entregarnos al Senescal de Gondor en persona para que él nos juzgase y tener la oportunidad de contar nuestra historia y poder luchar contra Saurón si nos daban esa posibilidad. No le gustó mucho ya que para llegar a él antes habríamos de pasar por los siete círculos de la ciudad blanca y antes de eso cruzar todo el país esquivando a sus soldados y contando con el hecho de que nuestra raza resultaba difícilmente camuflable ante un encuentro con algún otro ciudadano y no digamos los propios soldados. Había que arriesgarse o abandonar la idea de ofrecernos a Gondor y buscarnos la vida lo más alejados de la guerra posible. Por suerte Muhammad comprendió este hecho y siguió a mi lado, ya que si él hubiese elegido abandonarlo todo y buscarse otra vida me hubiese dolido tener que separarnos pues mi decisión estaba ya tomada.

A pesar de esta resolución decidimos que tendríamos más posibilidades si nos entregábamos en las cercanías de la ciudad de Minas Tirith que ante una patrulla de guardias de la frontera que no se molestarían en comprobar nuestro relato ni mucho menos llevarnos ante el Senescal.

Yo de joven había oído hablar de las maravillas de Gondor, sus fértiles campos, sus poderosos senescales... y me habían enseñado parte de su historia, sus orígenes y sus reyes. No es que los envidiase, éramos pueblos distintos y con distintos valores y objetivos, pero sí los admiraba antes de que mi mente pensase en guerras y conquistas. Ahora sus campos estaban arruinados. La gente que no había muerto por la guerra o las enfermedades se refugiaba en la ciudad blanca esperando que alguien los salvase o se alistaba al ejército sin más ilusión que la de morir haciendo algo útil. Las granjas que vimos estaban abandonadas o saqueadas con sus moradores ausentes y ni siquiera pudimos encontrar algo de ropa para no llevar encima los uniformes del ejército de Harad. Un poblado había ardido hasta los cimientos. Ni siquiera los caminos estaban libres de tanta desolación. Los montículos de enterramientos jalonaban sus márgenes y en el interior de los bosques no pudimos encontrar animales que poder cazar y saciar la acusada hambre. Lo más que encontramos fueron huellas de destrucción y pestilencia. ¿Era éste el país que habría de acabar con Mordor?. Ahora, en vistas de la situación en que nos encontramos confieso que no veo esperanza. Pero sigamos con el relato.

Los días se sucedían con pesada monotonía y pudimos recorrer las 180 millas que separan el paso del Poros y las Emyn Arnen sin que nadie nos viese. Lo más probable yendo por este camino y no directamente cruzando el Anduín hacia Minas Tirith, es que nos encontrásemos con orcos o haradrims y podríamos pasar por exploradores o incluso acompañarles hasta que nuestros caminos no coincidiesen.

De hecho pudimos ver que una hueste numerosa de haradrims ascendía por el camino precedida por una compañía. El asalto final había comenzado y no habíamos podido alertar a nadie. Esa misma noche capturamos a dos centinelas gondorianos que pretendían acecharnos y una vez desarmados les contamos nuestras intenciones de ir a entregarnos y la inminente llegada de la compañía de haradrims para ese mismo mediodía. Aunque incrédulos, nos pidieron que nos entregásemos a ellos y nos llevaría ante su superior el señor Faramir. No me pareció bien pues yo aún no conocía al hijo del Senescal y pensé que nos iban a hacer perder el tiempo o incluso matarnos. Al menos con este encuentro pudimos alertar a aquellos gondorianos y en cierto modo sofocar en parte la culpa que sentía por no haber ayudado a aquellos soldados de Gondor que murieron para que pudiésemos escapar. Tras golpearlos y dejarlos sin sentido volvimos a huir rumbo al oeste hacia la Ciudad.

No quería verlo. Pensé que los haradrim caerían en una emboscada y me dolió pensar en mis hermanos sufriendo, pero que vivan o mueran depende sólo de ellos y a ello se expusieron en cuanto cruzaron el Poros. Yo cumplí con mi deber de alertar a los gondorianos.

Al día siguiente a lo lejos oímos los cuernos, poderosos y secos. Claramente pudimos oír gritos y el tintineo del acero contra el acero, el choque metálico de las espadas sobre los yelmos de hierro, el golpe seco de las hojas sobre los escudos y unas voces claras y fuertes al unísono. ¡Gondor!, ¡Gondor!

Dolido me prometí aquel día no luchar personalmente jamás contra un hermano haradrim, exceptuando a los generales que me traicionaron, si llegase el momento en que me admitieran en las huestes de Gondor a las que prometo ayudar con esa única condición.

Miré al este para recordar el motivo de mi lucha y mi desgracia y pensar en el causante de que ahora yo, Abd el-Krim, era responsable de la emboscada a las tropas de Harad y vi las nubes oscuras que se extendían por el cielo ahora más espesas y cómo las sombras se extendían ocultando plenamente el sol y dejaban el camino libre para que los apestosos orcos saliesen de sus cuevas e invadieran el país. Lejanas ahora, a la derecha, aparecían aquellas montañas que no sólo no habían servido como barrera que impidiese cruzar al mal sino que le servía de protección y defensa.


Por las noches veíamos en las distantes cumbres de Osgiliath unas torres encima de las cuales prendían fogosas llamas. Supuse que era el sistema de alarma de Gondor y recordé mis estudios al respecto de estas almenaras comprobando su utilidad. Quedaba claro que el asalto era de envergadura y que la mirada del Enemigo Único ahora se centraba en Gondor.

Al acercarnos camino al muro del Pelennor fuimos directamente por el sendero ya que estando tan cerca no temíamos ser capturados puesto que ese era el objetivo. Aquí sí teníamos posibilidades de ser llevados a juzgar ante el Senescal por lo que la marcha fue mucho más rápida. Al encontrarnos con el muro defensivo unos guardianes sorprendidos de ver a dos haradrims a sus puertas nos recibieron con un griterío de alarma y una lluvia de flechas que desgraciadamente alcanzaron a Muhammad. No oyeron nuestras voces identificándonos y no tuvieron tiempo de vernos arrojando las armas. El daño estaba hecho y tras comprobar que no teníamos intenciones hostiles salieron a apresarnos y se hicieron cargo de mi amigo. Tras cruzar el muro nos interrogaron pero al ver a Muhammad gravemente herido y casi sin sentido se lo llevaron para curarle su herida. Volví a contar parte de mi historia y sugerí ser llevado ante el Senescal para ofrecerme con la esperanza de poder enmendar mis errores. En medio del interrogatorio llegaron noticias de que mi amigo estaba agonizando y pedí verlo. La herida se había infectado y el pobre estaba con la vista perdida. Al acercarme reconoció mi voz y en nuestra lengua se despidió de mí entregándome su boomerang el cual no había sido identificado por nuestros captores como un arma. Luego expiró. Entregué el arma a los guardias pidiéndoles que me fuese devuelta en caso de resultar absuelto y poder recordar por siempre a aquel pobre soldado que siempre me fue fiel destacándose del resto de sus compañeros a mis ordenes y que luego me darían la espalda.

El jefe del puesto se identificó como Ingold y tras darme el pésame por la muerte de mi amigo me prometió una escolta que me llevase a Minas Tirith. Cuatro de sus hombres me llevaron maniatado hasta un caballo y los cinco partimos raudos a la ciudad. Las tierras cercadas por el muro eran ricas y bien cultivadas pero ahora estaban abandonadas. Según me contaron las gentes se habían encerrado en los siete círculos de la Ciudad o en los altos valles en Lossarnach y también en Lebennin, la de los cinco ríos rápidos.

Por fin vi al alba un resplandor dorado que provenía de la cima del oscuro Monte Mindolluin donde se alzaba esta espléndida ciudad blanca de los siete muros y en su centro la Torre de Ecthelion resplandeciente y esbelta. Al llegar a las batientes de la inmensa puerta de hierro pidieron permiso para pasar con - según dijeron - un espía sureño para ser juzgado ante el Senescal. Entrando algunos ciudadanos escupían a mi paso y el resto miraba con malas caras. El temido enemigo del sur paseaba por sus calles. Yo seguía atado y pensaron que sería mejor vendarme los ojos tras haber penetrado en el primer círculo para que no viese dónde me llevaban ni las disposiciones del resto de las puertas entre círculos. Yo notaba el bullicio a mi alrededor y cómo el camino era siempre ascendente con muchos requiebros bien a derecha o bien a izquierda cada vez que por el eco de los portales supe que cruzábamos algún círculo más. El exceso de celo de mis guardianes me impidió ver la arquitectura de la ciudad. Al final me desmontaron y tras tomarme de nuevo declaración y mi nombre me encerraron en una fría celda en espera de audiencia. El resto ya lo conocéis, Señor.

-
Creo que no hace falta seguir el interrogatorio. Usted ha podido comprobar la sarta de mentiras que en un momento ha pronunciado este espía sureño el cual pretende hacerse pasar nada menos que por el príncipe Abd el-Krim de Gorfalas. ¡Inaudito! ¡Es un insulto a toda la sala y a los presentes!.

- ¡Silencio señores!. He tenido a bien escuchar el relato del reo y mi opinión es que la historia es demasiado fantástica como para que sea falsa. No obstante meditaré el hecho de liberar a un sureño en mi ciudad y hasta ese momento ordeno que permanezca en su celda hasta que decida qué hacer con el prisionero. ¡Tengo cosas mucho más importantes en que pensar!. ¿Desea añadir algo el acusado?

- ¿Tanto poder tienen las sombras en la Tierra Media que ni siquiera en la sala del trono de Minas Tirith se le designa a un hombre un letrado que lo defienda?

- ¡Ah Mithrandir, tú siempre has sido portador de malas noticias y ahora insinúas que no sé administrar justicia!

- No he dicho tal cosa majestad. No veo maldad en este hombre a pesar de sus errores y con los tiempos que corren no estará de más una espada en Gondor.

- Y tú, al igual que yo, ¿no tienes cosas más importantes en las que pensar?

- ¿Pretendéis así apartarme del caso Señor Denethor, Senescal de Gondor?

- Tú, Mithrandir serás el responsable del sureño y de los problemas que ocasione. ¡Tengo un reino que gobernar en estos momentos de crisis!.

- Vos lo habéis dicho, me hago responsable. Por tanto sugiero que el acusado pueda demostrar su palabra siendo incluido en cualquiera de los pelotones que defienden las puertas de la ciudad en el círculo exterior.

- Así sea. Traedme su espada.

Aquello desconcertó a los guardianes ya que ni siquiera pensaron en este desenlace. Al cabo de un rato la trajeron. La colocó sobre sus rodillas y puse mi mano sobre la guardia del arma.

-
Repetid conmigo - me dijo -.

- Juro ser fiel y prestar mis servicios a Gondor y al Señor y Senescal del Reino, con la palabra y el silencio, en el hacer y en el dejar hacer, yendo y viniendo, en tiempos de abundancia o de necesidad, tanto en la paz como en la guerra, en la vida o en la muerte a partir de este momento y hasta que mi señor me libere o la muerte me lleve o perezca el mundo. ¡Así he hablado yo, Abd el-Krim, hijo de Yusuf ibn Tashfin, Príncipe de Gorfalas!.

- Y yo te he oído, yo, Denethor hijo de Ecthelion, Señor de Gondor, Senescal del Rey, y no olvidaré tus palabras, ni dejaré de recompensar lo que me será dado: fidelidad con amor, valor con honor, perjurio con venganza.

Me devolvió la espada y la enfundé. El murmullo fue general. Ahora era soldado de Gondor. Salimos de la sala y la gente de fuera pudo ver a un sureño partir del lugar sin escolta. Esperé bajo furiosas miradas de alguno de los soldados, a que saliera aquel importante señor que se había interesado por mí. Era un hombre anciano aunque vigoroso y su atuendo lo hacía resplandecer. No me extraña que a los de allí causase temor pues al hablar, su profunda y serena voz apaciguaba el espíritu y lo inundaba de valor. Ese hombre debía ser alguien muy poderoso al tener la audacia de hablarle así al mismísimo Senescal de Gondor y conocer mis auténticas aspiraciones en contra de la opinión general. Creo que puede leer en el alma de las personas.

- Gracias señor por haberme ayudado. No se arrepentirá. Aunque sólo sea una espada, la mía hará pagar con sangre la traición de Sauron.
-
No lo dudo impetuoso príncipe. Nos veremos ante las puertas de esta ciudad cuando llegue el fatídico momento, mas no temas. Tengo grandes esperanzas depositadas en otros que tampoco se negaron a oír mis consejos. ¡Afila tu espada Abd el-Krim!
Aquel hombre se marchó y al seguirlo con la mirada se detuvo ante un hombrecillo que vestía la librea de la Torre de Ecthelion y que permaneció durante todo el acto tras el trono del Senescal. Extraños aliados se busca, pensé.

Fui conducido a mi puesto en las cercanías de la gran puerta de hierro que viese al entrar en la ciudad. Me encuadraron en mi nueva compañía y me asignaron un catre y un uniforme gondoriano. Pude comer bastante bien y asearme. Al volver a la formación más de uno se sorprendería de ver cómo un andrajoso sureño se había convertido en un soldado de Gondor. Sé muy bien que jamás me perderán de vista pero no tengo nada que temer de ellos.

Han pasado tres días desde que fui asignado a esta guardia y es curioso que en momentos tan difíciles los hombres se abran tanto que te confíen sus pensamientos. He podido entablar amistad con varios de ellos gracias a que me vieron practicar con el arma de mi amigo Muhammad. Se puede decir que la consigo recoger la mayoría de las veces. ¡Ja, ja! Alguno pensaba que era magia... Lo conseguí amigo mío. Si bien no pudiste luchar contra Saurón tu arma hundirá varios cráneos.

Ahora se me ha proporcionado papel y he podido anotar mi declaración ante el Senescal de Gondor, el señor Denethor y llevo la cuenta de los días que aquí llevo sirviendo. La vida es angustiosa dentro de la ciudad. Sabemos que los ejércitos de Harad se acercan y tienen su flota remontando el Anduín... no es el momento de lamentarse pero al pensar en mis naves temí que cayese la capital por culpa de mis barcos. Hasta ese momento no alcancé a comprender el alcance del error que cometí al entrar en la guerra. Podíamos morir todos por mi culpa. Por supuesto no conté esto a mis nuevos compañeros.

Todo aquel día fue oscuro y tétrico. Desde el amanecer sin sol hasta la noche, la sombra había ido aumentando. Arriba a lo lejos una gran nube, llevada con intencionada precisión por un viento de guerra, flotaba lentamente hacia el oeste devorando la luz, pero abajo el aire estaba inmóvil, sin un soplo, como si el Valle del Anduin esperase el estallido de una tormenta devastadora.

A mediodía vimos a cinco formas de pájaros horripilantes como buitres pero más grandes como águilas descendiendo sobre unos jinetes que corrían hacia las puertas. Aunque débilmente, nos llegó la voz de una trompeta que culminó en una nota aguda y prolongada.

- ¡Rápido, abrid las puertas, es la llamada de Faramir! - nos ordenaron -.

Como no soy buen arquero me destinaron al servicio de las puertas y mientras las abríamos intentaba recordar por qué no era extraño para mí el nombre de Faramir. Cuando lo recordé vi cómo una sombra blanca cabalgaba con la celeridad del rayo hacia el grupo y una de las criaturas se lanzó contra ella. Vi también cómo al jinete blanco le brotó de la mano un haz de luz blanca y tras un horrísono chillido la criatura huyó seguida de las otras cuatro.

Muchos de los hombres salieron de la ciudad a recibirlos. Al pasar a mi lado saludé al gran hombre y que a pesar de su marcada fatiga no había perdido su señorío y comprobé un tanto aturdido cómo el jinete que había ahuyentado a los monstruosos pájaros era el propio Mithrandir.

- ¿Es éste el encuentro que me prometió usted en las puertas de la ciudad? - le pregunté orgulloso de su hazaña -.

-
Así me hubiese gustado que hubiese sido pero me temo que el próximo encuentro no sea tan agradable - respondió -.

Mientras se alejaban y ascendían por el interior de la ciudad se oían vítores y se aclamaban los nombres de Faramir y Mithrandir. Y al cerrar las puertas mis compañeros se quedaron asombrados al ver mi amistad con el mago pues no podía este hombre ser llamado de otra forma según lo visto. No les conté que me ayudó en el juicio puesto que pocos sabían, con excepción de mis superiores, mi pasado. Me aceptaron sin preguntarme qué hacía un haradrim en Gondor y eso es algo que les agradezco.

El día siguiente llegó con una mañana semejante a un crepúsculo pardo. De vez en cuando, alto sobre la ciudad, se oía un grito lejano que recordaba el de las figuras aladas del día anterior. El señor Faramir volvió a salir con algunos voluntarios, según supe, hacia Pelennor. Desde los muros miré hacia Cair Andros, una ciudad ahora en ruinas que defendía Osgiliath. Miré al norte donde corrían rumores de que Théoden rey de Rohan cabalgaba con su ejército a socorrernos. ¿Vendrá? - decían -.

Al día siguiente llegaron desastrosas noticias. El cruce del Anduin estaba ahora en poder del enemigo. Faramir se batía en retirada hacia los muros de Pelennor, donde me entregué, y reunía a todos sus hombres en los Fuertes de la Explanada, pero el enemigo era diez veces superior. Mithrandir volvió a salir en su ayuda y esa noche (por así decirlo pues el día no era más que una triste imitación de la noche) vimos relámpagos sobre los muros de la sitiada defensa. A media mañana, regresó con un puñado de carretas escoltadas por un grupo de jinetes. Estaban cargadas de heridos. Esta vez, visto su semblante, no me atreví a preguntarle si era ésta nuestra intrigante cita. Faramir se quedó para evitar que sus hombres en su repliegue no acabasen huyendo en desbandada. Poco más tarde llegaron grupos pequeños de hombres extenuados y en completo desorden.

A lo lejos, al Este ardían casas y graneros y empezaron a correr unos arroyos de llamas rojas que serpeaban en la sombra. Las defensas habían cedido y al rato sí vimos un grupo de hombres en formación que se acercaba a la ciudad escoltados por unos pocos jinetes. ¡Era nuestra retaguardia que regresaba!. Los apestosos orcos y mis hermanos haradrim intentaban cortarles el paso entonces volvimos a abrir las puertas y un gentío incontable y los mejores jinetes salieron a socorrerles. Yo me debía a mi puesto y me hervía la sangre al no poder salir. Me tranquilicé al ver salir de nuevo al jinete blanco. El enemigo fue aplastado y una corneta de la ciudad tocó retirada por lo que no persiguieron a los pocos orcos que huyeron. Pronto volvieron a la ciudad pisando con orgullo y Faramir fue el último en entrar. Venía en brazos del gran señor que luego supe se trataba del Príncipe Imrahil y estaba herido. Entró en la ciudad escoltado por el estandarte azul de los caballeros del cisne de Dol Amroth.

La ciudad estaba sitiada, cercada por un anillo de adversarios. Los últimos hombres en entrar llegaron del camino del norte y estaban bajo el mando de Ingold el cual me reconoció y me sentí orgulloso de que viese que no le habíamos mentido Muhammad y yo respecto a servir a Gondor.

-
No hay noticia alguna de los Rohirrim - dijo -. Batallones de orcos del Ojo e innumerables compañías de bárbaros del Este se habían apoderado del camino del norte. Los Rohirrim no podrán acudir.

Esa noche tuve descanso. Por la mañana vi que las compañías en marcha cubrían toda la llanura y habían levantado tiendas negras y rojas alrededor de la ciudad sitiada. Estaban cavando líneas de profundas trincheras y a medida que las iban terminando montaban grandes máquinas de proyectiles que traían en carretas al reparo de las trincheras. Nosotros no teníamos armas de tanto alcance. Sin embargo no temíamos a tales armas puesto que los muros de la ciudad, construidos antes de la desaparición del esplendor de Númenor, eran altos y de una solidez maravillosa. Pero las máquinas no derrochaban golpes contra el muro. Arrojaron proyectiles a una altura prodigiosa y pasaban por encima de nosotros para caer dentro del primer círculo de la ciudad y muchos de estos proyectiles, en virtud de algún arte misterioso, estallaban en llamas cuando golpeaban el suelo.

Los incendios se multiplicaban detrás de la muralla que defendíamos. De pronto, en medio de los grandes proyectiles empezó a caer otra clase de lluvia menos destructiva pero más horripilante. Caían y rodaban por las calles objetos redondos más pequeños que no ardían porque se trataban de las cabezas de los defensores que cayeron en Osgiliath. Aplastadas y deformadas en su mayoría, algunas aún poseían facciones reconocibles y todas venían marcadas a fuego con la señal del Ojo Sin Párpado. Por si fuera poca la desgracia llegaron noticias de que el señor Denethor se había vuelto loco y Mithrandir había tomado el mando. Constantemente cabalgaba desde la ciudadela hasta la puerta y lo acompañaba el Príncipe de Dol Amroth. El ánimo volvía a los hombres al verlo mas al irse retornaban la angustia y la impotencia.

El fuego nos cerraba la retirada hacia el segundo círculo. Muchos hombres huyeron tras la segunda puerta. Tomé un arco he hice lo que pude en el muro. Avanzaban apiñados por entre los senderos excavados sin importarles las bajas. Disparé todo lo que tenía a mano y fue entonces cuando se acercaron las torres de asalto arrastradas por los Mûmaks, aquellas espléndidas bestias de mi pueblo grandes como casas. Centré mi atención en un enorme ariete que avanzaba justo hacia la puerta que no dejaba de ser, por muy sólida que fuese, el único punto débil de todo el círculo defensor.

El artefacto estaba fundido en acero negro y reproducía la cabeza de un lobo feroz. Tras él iban gigantescos trolls de las montañas que serían los encargados de manejarlo. Enfurecidos seguimos disparando. Tuve la suerte de combatir junto a los caballeros de Dol Amroth que nos reforzaron a los pocos que quedábamos defendiendo la puerta en estos momentos de desesperación. Algunas torres caían y se desplomaban incendiadas por nuestras flechas. Los cadáveres enemigos se amontonaban ante los muros pero seguían viniendo enloquecidos. El ariete era incombustible y las bajas de los que lo empujaban eran inmediatamente reemplazadas. Algún Mûmak enloqueció por las heridas y el tumulto y pisoteó a los propios orcos.

Al final el ariete llegó a las puertas y fue empujado por los trolls. El impacto fue brutal pero las puertas aguantaron. Oí un estremecedor grito fuera mientras descendía hacia el patio tras la puerta con la espada en mano y el boomerang dispuesto a vengar a Muhammad. Tras el grito retumbó de nuevo toda la ciudad con el estruendo proveniente de la puerta. Así tres veces tras las cuales la puerta cedió y se deshizo en mil pedazos como por arte de hechicería. La explosión me derribó y lo último que vi fue a un jinete negro encapuchado que se detuvo bajo la arcada. Mi vista se nublaba y perdía el conocimiento y lo recuperaba intermitentemente. De los momentos lúcidos recuerdo oír cantar a un gallo y también cómo se me acercó una mancha blanca que me habló:

-
Resiste Príncipe!. Ésto es sólo el principio.

Ahora me encuentro en las Casas de Curación. No tengo heridas graves y deseo volver a mi puesto. Quieran los Valar que pueda seguir combatiendo a Saurón en esta jornada que se presenta dramática para el futuro de todo el mundo libre y el resto de la Tierra Media.

Abd el-Krim, Príncipe de Harad