Historias de Khazad-dûm

Relato compuesto por dos historias referidas a este reino: El Daño de Durin, y La Batalla de Azanulbizar.
Historias de Khazad-dûm I
El Daño de Durin
De la caída de Khazad-dûm, y la muerte de su Rey Durin VI



   Khazad-dûm. Hadhodrond. Las Cavernas del Enano. Por estos nombres fue conocido por los Enanos, los Elfos y los Hombres hace ya muchos siglos lo que ahora nosotros, con temor y misterio, llamamos Moria.

   Durante muchos años, siglos y siglos, la grandeza y magnificencia de Khazad-dûm había trascendido más allá incluso de las Montañas Nubladas, o Hithaeglir. Y no solamente era afamada entre los otros reinos Enanos cómo Gabilgathol (Belegost) y Tumunzahar (Nogrod) en las Ered Luin, sino también entre los Elfos y los Hombres, como símbolo de riqueza y poderío. Así ha quedado recogido en las Crónicas que Khazad-dûm fue la Joya de entre todas las naciones Enanas.
   Colosales eran sus cámaras, sus salones, y sus techos descansaban sobre gruesas columnas cilíndricas cuyos fustes se perdían en las oscuras alturas, y aquel que miraba hacía arriba jamás lograba ver donde éstas se encontraban con el techo. Hasta el más mínimo detalle de su construcción se había labrado con absoluta maestría, cómo solamente un Enano podría llevar a cabo en tal empresa.
   En Khazad-dûm habitó desde la Primera Edad la raza de Dúrin, uno de los Siete Padres primigenios a los que Aulë dio forma y vida cuando Arda aún era joven en su existencia, pero ellos se referían a él como el Hacedor, o Mahal en la lengua enana. Y grande fue la amistad que estos Enanos mantuvieron con los Elfos, amistad como jamás hubo entre otro reino Enano y otra de las razas de Tierra Media. Aunque, incluso esto se malogró en tiempos de la Última Alianza de Gil-Galad y de Elendil de Nùmenor, cuando las Puertas de Khazad-dûm se cerraron y sus moradores se desentendieron del resto del mundo.

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   Así aconteció que durante los días de Durin VI, Señor de Khazad-dûm, se le comunicó que en unas de las minas del ala meridional se había encontrado lo que parecía ser el comienzo de una veta del tan codiciado mithril, el metal más preciado de toda Tierra Media. Aquello ánimo a todos los habitantes de la ancestral fortaleza, pues mithril era sinónimo de riquezas y hermosos objetos que crear en las forjas, cuyos fogones jamás descansaban.
   Al día siguiente, las excavaciones prosiguieron con mayor entusiasmo, los Enanos cavaban y cavaban y al cabo de aquel primer día en Khazad-dûm se celebraron pequeños festejos pues la veta apuntaba ser mayor de lo que esperaban. Y los sueños de riquezas aumentaron en los corazones intrépidos de los Enanos, pues nada sabían de la amenaza que se avecinaba.
   No pasó mucho tiempo antes de que comenzasen los primeros ataques de los orcos. Al principio no fueron más que pequeños y aislados enfrentamientos en los túneles y estancias más alejadas del cuerpo central de la ciudad. Empero pronto los orcos se tornaron más y más osados, y llegaban en grupos cada vez más numerosos y mejor armados. Y apenas un par de meses después, los acompañaban trolls venidos de las cuevas más septentrionales de las Montañas Nubladas. Y aunque al propio Dúrin poco preocupó éste hecho, cuando días más tarde los ataques comenzaron a suceder simultáneamente, una sombra comenzó a hacerse un hueco en su valeroso corazón.

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   Los días se sucedieron, y lo mismo hicieron las semanas, las cuáles se convirtieron en meses de lucha y vida cotidiana, vida cotidiana y lucha.
   Era el cuarto mes transcurrido desde que el primer ataque orco, y el rey Dúrin se encontraba sentado en el vetusto Trono de sus Antepasados, tallado de una sola pieza de grandes dimensiones -un Hombre podía haberse sentado en él y con todo aún le sobraría espacio por llenar- de mármol con entreverados marrones, y con grabados en ithildim en las macizas patas y los pulidos y redondeados apoyabrazos. A la luz de la multitud de antorchas que había en la estancia, el ithildim lanzaba destellos plateados, aumentando la visión sobrecogedora del sitial.
   La mirada de Dúrin estaba perdida, su mente navegando entre sombrías cavilaciones, hacía el inmenso Salón de los Reyes.
En aquella hora, Dúrin se encontraba casi en soledad y la grandiosa estancia parecía entonces ganar proporciones de interminable amplitud. Pero aquello le pesaba sobre los hombros y le agobiaba el corazón, en vez de ser motivo de orgullo para él, como Enano y Señor de Khazad-dûm.
   A parte del rey, solamente cuatro guardias permanecían junto a él; cuatro Enanos en la flor de su vida, de vigorosa planta y pétreas expresiones en sus rostros de longas y espesas barbas, quienes en ningún momento se separaban de su soberano. Vestían espléndidas cotas de malla, forjadas con el excelente mithril y que lanzaban destellos cada vez que la luz de las antorchas incidía sobre ellos, similar al ithildim del Trono, de cuellos altos, largas y holgadas mangas, y que les caían hasta las rodillas de sus cortas pero robustas piernas. De cada uno de ellos, en ambos costados, pendían dos gemelas hachas de combate, de largo mango y anchas hojas, y de sus espaldas asomaban grandes escudos redondos. Aquellos Enanos pertenecían a los mejores guerreros de Khazad-dûm y habían sido elegidos como la Guardia Personal de su Rey, cosa que los hacía henchirse de tremendo orgullo. Allá donde Dúrin iba, ellos le seguían.
   Sucedió entonces que, una de las puertas que daban al Salón se abrió con brusquedad y dos Enanos de aspecto polvoriento y visibles manchas de sangre en sus vestiduras avanzaron presurosos hacía el Trono. El ruido pesado de sus botas sobre el suelo de mármol resonó amplificado en la enorme estancia.
-¡Rey Dúrin! ¡Rey Dúrin! -gritaron los recién llegados.- ¡Los Orcos han tomado los niveles inferiores, y algo terrible les acompaña, aunque sólo hemos sentido su siniestra presencia!
   La mente retornó a la realidad, los pensamientos turbulentos y las preocupaciones dejadas para un momento posterior, y Dúrin se incorporó del antiguo y soberbio sitial. Tomó su yelmo y su hacha que habían estado a los pies del trono, y descendió por los tres escalones que lo distanciaban hasta los dos mensajeros.
   Tenía el semblante sombrío y su voz sonó cavernosa cuando dijo:
-Bànin. Thodor. Marchad inmediatamente y reunid a cuantos guerreros podáis. Luego llevadlos a los niveles inferiores lo más perentoriamente posible.
   Ambos Enanos asintieron como uno solo y partieron corriendo en distintas direcciones. Poco después, era Dúrin y sus silenciosos guardianes quienes abandonaban la Sala del Trono. Y en silencio, el rey Enano se preguntó que tipo de bestia o monstruo salido de las tinieblas de los Años Antiguos podía haber llegado con los Orcos. Muchas y tenebrosas eran las historias sobre seres milenarios y desconocidos que moraron libremente en los Años Oscuros de Morgoth, y que bajo su oscuro designio llevaron el terror a los pueblos libres de la Tierra Media. Sin embargo, desde el derrocamiento de Morgoth, aquellos míticos monstruos, los que sobrevivieron, se retiraron y moraron en lugares oscuros, en profundas y siniestras cavernas, en hediondos pantanos... Y allí atacaban a aquellos incautos que penetraban en sus dominios, aunque los más atrevidos aprovechaban la oscuridad de la noche para aterrorizar a los habitantes de los pueblos próximos.
   Y con el paso de los siglos se habituaron a sus nuevas vidas hasta el punto que pocos de los monstruos de antaño lucharon bajo la égida de Sauron antes de su derrota a manos de Isildur hijo de Elendil el Alto, simiente de Osternesse y Rey de Gondor.
   El Rey de Khazad-dûm recorría presuroso las amplias galerías de cubierta de bóveda de cañón, entonces en su corazón surgió el temor de que uno de los tenebroso Nâzgul, los Espectros del Anillo Único y esbirros terribles de Sauron, fuera el incitador de los ataques de Orcos, así como su capitán.
Pero fuera un monstruos de Antaño o un terrifible Nâzgul, Durin Señor de la Milenaria Khazad-dûm le plantaría cara.

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Para cuando Durin alcanzó el sector de los noveles inferiores, las minas donde se había encontrado la valiosa veta de mithril, se encontró con que sus guerreros habían retrocedido hasta su frontera con los niveles medios, conteniendo a duras penas a una incesante avalancha de Orcos. Sus guerreros khazad combatían con bravura, empero aunque antes de caer acababan con dos o tres orcos, otros tantos ocupaban sus lugares entre las filas invasoras.
-Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu! -gritó Durin y se arrojó a la batalla.
   El hacha del monarca -el Hacha de Durin I, uno de los Siete Padres, según se decía proceder- acabó con la vida de tres orcos, su hoja de brillante mithril cortando malla, carne, músculos y tendones como si fueran trozos de madera o manteca, y la sangre oscura, maloliente y espesa de los orcos lo salpicó todo.
   Como un bálsamo revitalizador, la aparición del Rey Durin y sus cuatro guardias personales enardeció el valor de los guerreros. Gran luchador era Durin, pero no mucho menos terribles eran sus acompañantes. Sus nombres no serían recordados en tiempos venideros más su valentía si lo fue. Solamente eran cinco guerreros más, pero cada uno mataba a cuatro de sus enemigos cuando avanzaba. Los Enanos, aún viéndose todavía superados en un número mayor de orcos, arreciaron sus golpes.
   Así fue que Durin hizo retroceder a los orcos nuevamente hasta los niveles inferiores, hasta las minas más profundas.
   Cuanto duró la lucha, nadie lo sabe ni lo sabrá, pero si que ésta se extendió durante varias horas. Horas en las que la vida y la muerte tan solo se hallaban separadas por un paso, un golpe mejor o pero dirigido, o unos reflejos más o menos rápidos.
   Bajo las hachas de los Enanos cientos de orcos cayeron aquel día, pues grande era entonces su fiereza en esos días, y dos terribles trolls de las cavernas perecieron también. La muerte de aquellos seres fue motivo de mucha alegría, pues entre los enanos y los trolls ha reinado desde tiempos pretéritos un odio inagotable. El Hacha de Durin fue la que descabezó al segundo. Sin embargo, excelentes Enanos murieron, tres de los cuatro protectores del Rey entre ellos.
   Fue entonces que la batalla se detuvo en una amplia estancia, un distribuidor del cual partían varias galerías que conducían a las minas propiamente dichas. Al principio los Enanos creyeron que los orcos huían al verse superados gradualmente en número. En cuestión de segundos, la estancia quedó vacía de cualquier trasgo.
   Sin embargo, el Rey Durin no se unió a los gritos de victoria, su ánimo estaba aún ensombrecido pues aunque no había aparecido aquel que comandaba a los orcos y trolls, en lo más recóndito de su ser sentía su ominosa presencia.
   Cerca. Aguardando.
   Durin, quien andaba en primera línea se detuvo y estiró su brazo libre en un gesto admonitorio. Mientras, en su mano derecha sentía el tacto terriblemente frío del mango de su hacha, surgido repentinamente. Los oscuros ojos del monarca miraron en derredor, rastreando las bocas de los túneles que partía de aquella caverna. Empero, no se veían más orcos que los cadáveres de aquellos que había perecido allí antes de huir con el resto.
   Pero el que no hubiera enemigos a la vista no tranquilizó al rey de Khazad-dûm. De las runas cinceladas en el mango de su hacha -el Hacha de Durin el Inmortal- había unas que dotaban al arma de la facultad de avisar a su dueño de la proximidad de las criaturas de la Oscuridad.
   Los orcos acechaban, no cabía duda alguna.
   Ocurrió entonces que comenzó a escucharse el sonido de tambores, primero lentos y casi inaudibles y luego más rápidos y próximos. Aquel toque de tambores parecía provenir de cada túnel, y resonaba de tal modo que ninguno de los Enanos habría podido asegurar si eran diez, cien o mil los tambores que se escuchaban. Su retumbar se extendió durante minutos que parecieron horas, su cadencia insoportable volviéndose más y más frenética hasta el punto en que resultó hiriente a los oídos.
   Y, bruscamente, se hizo el silencio.
   Los orcos reaparecieron entonces, gritando como los seres salvajes que eran, otros cantando en la aborrecible lengua de Mordor, surgiendo en incesante número de todos los túneles salvo por el que los Enanos los habían empujado hasta allí. Pronto, Durin y sus guerreros, poco más de un centenar, se vieron rodeados por centenares de orcos.
   Formando un círculo, los Enanos encararon con actitud defensiva y desafiante al enemigo, sus hachas dispuestas para descargar un golpe mortal.
   Sin embargo, los orcos detuvieron en seco su enloquecida carga y sus bestiales gritos. El silencio que siguió, en comparación, resultó opresivo.
   Por Mahal el Hacedor, ¿A qué aguardaban?
   Entonces la silenciosa pregunta del Rey Durin obtuvo su respuesta. De uno de los túneles, el de mayor tamaño que llevaba a la veta mayor de mithril, llegó un pesado retumbar. Como unos pasos.
   No esperaban algo, sino a algo o alguien. A aquel que los lideraba.
   Los temblores fueron poco a poco tornándose más fuertes, y los orcos cerca de la boca del túnel se iban apartando a medida que de ésta comenzaba a emanar una rojiza y anaranjada luminosidad que igualmente crecía en intensidad. ¡Por el Hacedor! ¿Acaso había un dragón de fuego con ellos? Si así era, su destino sería muy similar al de Azaghâl de Belegost, Señor Enano que murió, y aún así hirió de seriedad, a Glaurung el Primer Dragón.
   Entre las filas de los orcos comenzó a escucharse un chirriante tintineó metálico mientras estos rebullían con inquietud. Tal cosa no extrañó a Durin, pues él mismo podía sentir la aterradora sensación que flotaba en el aire.
   Fue entonces cuando, de aquel inmenso túnel, surgió una figura todavía mayor, más alta que el mayor de los trolls a los que se hubiera enfrentado Durin en su vida. Era un ser terrible envuelto en llamas y en un manto de oscuridad.
   El miedo fluyó libremente por su cuerpo, urgiéndole a huir. Sin embargo, su cuerpo parecía estar paralizado. Erguido en toda su amedrentadora altura, el Balrog, un ser de pesadilla tan antiguo como lo era Arda, se detuvo y clavó en los Enanos sus ojos, dos pozos de ascuas ardientes. Entonces lanzó un rugido y muchos orcos cayeron al suelo gimoteando y chillando, aterrados y doloridos.
   Cuando el Balrog cayó, alzó su siniestra y descargó el látigo que en ella portaba sobre los Enanos. Sus numerosas colas restallaron, un sonido semejante al de pequeños truenos, y media docena de los guerreros de Khazad-dûm se desplomó entre horribles alaridos mientras sus bajos y robustos cuerpos se consumían bajo unas llamas imposibles de extinguir.
   Así fue que la ira de Durin superó su temor, ahogándolo, y su parálisis cesó. Gritando de rabia, y agitando el hacha por encima de su cabeza, se lanzó a la carga.
   A su paso la mayoría de los orcos se apartaban amedrentados por su cólera y pos su terrible hacha, que ahora destellaba tan intensamente que hería la vista. Y aquello insensatos que osaron cruzarse en su camino, fueron rápidamente abatidos por la arcana arma.
   Y se encontró frente al Balrog.
   Poderoso y temible, el Demonio de Fuego adelantó un paso, descargó su brazo derecho y la ardiente cimitarra que aferraba en ella se precipitó sobre el Rey de Khazad-dûm, al que poco le faltó acabar hendido en dos simétricas mitades. La pesada hoja de hierro y fuego se incrustó profundamente, produciendo un sonoro crujido en el suelo, mientras Durin se lanzaba a su derecha, sintió como las lenguas de fuego que danzaban sobre la hoja le lamían dolorosamente la nuca.
   Y él contraatacó. Durin descargó golpeó, y la mágica hoja del Hacha de Durin el Inmortal hendió el aire, atravesó las llamas oscuras y tajó la oscura y rojiza carne que éstas envolvían.
   Herido por primera vez desde hacia incontables siglos, desde antes de la Gran Guerra, el Balrog bramó de dolor. De la profunda herida manó una humeante sangre semejante a la lava.
   En la caverna los orcos gritaron y gimieron nuevamente, hasta el último contemplando el desigual enfrentamiento. Así fue como los Enanos, liberados repentinamente de la aterradora presencia del Balrog, y enardecidos por la acción de su señor, cayeron sobre los orcos. Más de dos centenares murió antes de que el resto se recobrase de la sorpresa y luchara.
   Pero los valientes guerreros Enanos siguieron arreciando sus golpes, sus hachas de batalla descendiendo o cortando en tajos oblicuos o trazando arcos y descabezando. Mas cuando uno de ellos caía, una docena de orcos perecía como justa venganza.
   Y sus voces profundas, gritaban sin cesar.
-¡Por Khazad-dûm! -y a continuación.- ¡Por Durin, Rey de Khazad-dûm!
   Sin embargo, Durin apenas prestó atención a la batalla que estalló a su espalda, puesto que ésta estaba centrada en el Balrog, y en eludir su maldito látigo. Las colas flamígeras del instrumento restallaron a escasos centímetros del brazo con el que aferraba el hacha. Ahogó un gruñido de dolor y se le arrugó la achatada nariz al aspirar el punzante y desagradable olor a carne quemada, junto al de cuero y acero fundido.
   Entonces la cimitarra llameante se alzó hasta una altura imposible, su rojiza y chispeante punta rozando casi el techo de la caverna. El brazo armado de Durin comenzaba a cubrirse de dolorosas ampollas, pero el Rey Enano le prestó tanta atención como lo haría con una picadura de mosquito. Flexionó las rodillas y afianzo sus fornidas pero cortas piernas, sabiendo que aquel sería el final del combate; su último combate.
   Mas, Durin de Khazad-dûm estaba resuelto a vender cara su vida.
   Algo más de tiempo, sin embargo, quiso concederle el Destino, o tal vez Mahal el Hacedor. O una oportunidad, que por mínima que fuera, de alzarse con la victoria aun a costa de su vida. Aunque esto último lo dudaba el Rey, pues pese a que había destacado entre los Enanos de su época, guerreros más poderosos de Antaño se habían enfrentado contra un Balrog y habían perecido, y solamente Ecthelion, señor Elfo de Gondolin la Perdida, La Ciudad de la Piedra Cantora, había matado a uno antes de morir él. Y nada menos que a Gothmog, el Señor de los Balrogs.
   Ocurrió que antes de que el Demonio del Terror descargase su mortal golpe, un grupo de Enanos llegó hasta él, por su espalda y le golpearon con furia con sus hachas. Pero ninguno de aquellos golpes le afectaron seriamente. Y rugió mientras se volvía. La hoja de llamas describió un arco, primero descendente y luego ascendente, y cuando se hubo detenido los Enanos yacían sobre el pedregoso suelo de la caverna, la sangre manando incesante de sus mutilados cuerpos.
   Pero aquella leve distracción fue todo lo que precisó Durin para actuar. Corrió hacia la derecha, donde nacía una rampa corta y empinada que ascendía curvándose hacia dentro, y terminaba en un saliente a una altura de casi dos metros.
   Los Enanos no es una raza que destaque por ser buena corredora, pero Durin ascendió de prisa, contrayendo las mandíbulas cada vez que una oleada de dolor, que nacía en su antebrazo abrasado, le hacía estremecerse.
   Durin ignoró el dolor, y apretó la presa sobre el mango de su hacha. Y el dolor se hizo prácticamente insoportable hasta el punto de bordear las náuseas y la inconsciencia. Sin embargo, el rey de Khazad-dûm no se dejó doblegar por el dolor. Ni el cansancio ni el dolor paraban a un Enano.
   Entonces alcanzó el borde del saliente y saltó sobre la espalda del Balrog.
   Cuando Durin cayó sobre él, ya se daba la vuelta, sin embargo, y el hacha no le golpeó en la espalda como pretendía sino en el bajo costado izquierdo.
   Cualquier otra arma habría hecho poco en la carne del demonio del terror, pero el rey portaba el Hacha de Durin el Inmortal, uno de los Siete Padres. La hoja mágica se enterró profundamente en la oscura carne del Balrog y la sangre salpicó el rostro barbudo del Enano. ¡Por el Hacedor! ¡Hasta su sangre quemaba!
   Por su segunda vez en su existencia, el Balrog bramó de auténtico dolor. Se agitó bruscamente y arrojó al Enano al suelo. El hacha cayó también al suelo, a poco más de un metro de Durin y de su brillante hoja plateada y manchada de oscura sangre se elevaban zarcillos de humo.
   Y el Balrog se cernió sobre Durin, como un heraldo de la muerte.
   Asi fue como pereció Durin VI, Rey de Khazad-dûm, abatido cuando yacía sobre el suelo. La cimitarra del Balrog cayó sobre él, y aunque solamente la punta de aquella oscura arma del abismo le alcanzó, el golpe resultó mortal. Hendió su hombro izquierdo, cortando la cota de mithril como si fuera un simple pedazo de cuero, y el brazo le cayó amputado.
   Lo último que vio Durin antes de morir, fue al demonio del terror volverse y caer sobre los guerreros Enanos que aún quedaban con vida, matando a veces incluso a orcos en el camino.

   Tan solo uno escapó con vida, y fue el quien aviso al resto del reino de la muerte de su rey y de cómo había sucedió esto.
Un año después, después de sangrientos enfrentamientos y cuantiosas pérdidas para ambos bandos, los Enanos dirigieron un masivo y definitivo ataque en las minas, pues estaban dispuestos a acabar de una vez por todas con los orcos y el Balrog que los dirigía.
   Mas fracasaron, y tres cuartas partes de los guerreros de Khazad-dûm sucumbió aquel día bajo las cimitarras, flechas y hachas orcas, y muchos cayeron también bajo el terrible poder del Balrog. Entre ellos, Náin I, hijo de Durin VI.
   Los supervivientes huyeron, dejando Kahzad-dûm vacío y a su suerte. Y Thráin I, hijo de Náin, los condujo al lejano norte, donde fundó Erebor, el Reino de la Montaña Solitaria.
   En cuanto al Hacha de Durin y al Yelmo, sagrados objetos de la Casa de Durin, se perdieron con Náin I, y nadie se atrevió a bajar a las minas y recuperarlos. Sin embargo, el Anillo de Poder, si que permaneció junto a los supervivientes de la Casa de Durin, y así fue durante muchos siglos.
   Hasta que Thráin II, Rey en el Exilio de la Casa de Durin, fue apresado por Sauron y éste se apoderó del anillo.
   Pero eso, es otra historia.




Historias de Khazad-dûm II
La Batalla de Azanulbizar
De la Guerra entre Enanos y Orcos en el Valle de Arroyo Sombrío.



   Ocho meses de vagabundeo errático. Ocho meses de arduo caminar... Y al final, Thrór había alcanzado su destino ansiado. Él y su inseparable compañero habían pasado un tiempo en las Tierras Brunas, pero vencido al fin por una extraña necesidad, el anciano Enano había decidido marchar hacia el Norte, cruzar el Paso del Cuerno Rojo y descender al Valle del Arroyo Sombrío, donde el Cauce de Plata corría impetuoso y sus aguas eran más frías que el mismo hielo del norte.
   Sus viejos ojos contemplaron ensoñadores tan maravilloso lugar.
   A su espalda se desprendió una piedra, y se oyó el sonido de unos pasos apresurados y pesados. Thrór giró sobre sus talones.
-Ven, Nár. -le dijo Thrór a su compañero de viajes, un Enano de Erebor más joven, aunque ya adulto.- Observa la belleza que se extiende ante nuestros ojos. Observa el Kheled-zarâm, y ¿ves esa enorme columna? Ese es el Pilar de Durin el Inmortal, el Padre y primer Rey de mi Linaje.
   Nár lo contempló todo no con poco asombro en sus ojos, pues aquel era el ancestral hogar de su raza. Pero se sentía inquieto, y el lugar poca confianza le proporcionaba. Y así se lo dijo a su señor, pero éste rió.
-Pongámonos en marcha, Nár -adujo Thrór, luego, agachándose para recoger su equipo, una corta capa de color gris oscuro con capucha, su casco, y la mochila en la que guardaba diferentes objetos y alimentos necesarios para el caminar. Dos hachas de pequeño tamaño, ideales para ser arrojadas, pendían de su ancho cinturón, mientras que un hacha de dimensiones mayores y doble hoja semilunar asomaba por encima de uno de sus anchos hombros.- Debemos alcanzar las Grandes Puertas antes de que la noche caiga. Quien sabe que criaturas vagan por estas regiones, y quizás tu inquietud no sea infundada. Más ten por seguro que entre los muros de Khazâd-dûm encontraremos seguridad.
   Y echó a andar. Nár le siguió, y aunque su mente le decía que las palabras del Enano más viejo eran acertadas, su corazón le gritaba que se alejasen de allí.
   Cuando llegaron a las Grandes Puertas las encontraron abiertas. La inquietud de Nár se convirtió en temor, e imploró a Thrór que no entrase, que tuviera cuidado, pero él no le hizo ni caso, y entró lleno de orgullo como el legítimo heredero de Moria que retornaba para reclamar lo que por derecho era suyo.
-¡Mi señor, no entréis pues temo que algo malo pueda pasaros si lo hacéis! -pero Thrór no le hizo caso, y entró. Más no volvió a salir.
   Durante tres días Nár permaneció en las afueras, escondido, manteniéndose con sus raciones de viaje. Esperaba el regreso de su señor.
   En el tercer día se oyó un sonoro grito, y a continuación el sonar de un cuerno, y vio como un cuerpo era arrojado a la escalinata. Nár temió que fuera su señor Thrór y fue arrastrándose en dirección a la entrada, pero del interior de las puertas le llegó una voz potente, profunda u amedrantadora.
-¡Ven, barbudo! No te escondas pues podemos verte. Más hoy no será necesario que tengas miedo. Te precisamos como mensajero.
   Nár se aproximó sin dejar de temblar, y vio que en efecto se trataba del cuerpo de Thrór el arrojado, pero le habían seccionado la cabeza y tenía la cara vuelta hacia abajo. Se arrodilló con lágrimas corriendo por sus barbadas mejillas, y se oyó la risa de un Orco, y la voz anterior habló de nuevo:
-Si los mendigos no aguardan a la puerta y se escurren dentro intentando robar, este es el destino que corren. Si alguno de los vuestros mete aquí otra vez sus inmundas barbas, recibirá el mismo tratamiento. ¡Márchate y dilo! Más si su familia desea saber quien es ahora el rey aquí, el nombre está escrito en su rostro. ¡Yo lo escribí! ¡Yo lo maté! ¡Yo soy el amo!
   Entonces Nár dio la vuelta a la cabeza de su señor Thrór y vio marcado en runas de los Enanos, de modo que él lo comprendía, el nombre AZOG. Aquel nombre quedó grabado entonces a fuego en el corazón de Nár y en el de todos los Enanos. Nár se inclinó para recoger la cabeza, sin embargo la voz de Azog le interrumpió:
-¡Déjala caer!¡Lárgate! Ahí tienes tu paga, mendigo barbado. -entonces un pequeño saco golpeó a Nár en el pecho. Al caer al suelo, la cochambrosa cuerda que lo cerraba se desasió y reveló su contenido. Unas pocas monedas de escaso valor, la mayoría afectadas por la herrumbre.
   Llorando, Nár huyó por el Celebrant abajo, el Cauce de Plata; más miró una vez atrás, por encima de sus robustos hombros, y lo que vio le encogió de espanto su ya aterrado corazón. De las puertas abiertas habían surgido varios orcos que estaban despedazando el cuerpo de Thrór y arrojando sus trozos a los cuervos negros que acudían a darse un festín cruento.
   Y huyó hacia el norte, donde moraba Thráin hijo de Thrór, y el Pueblo de Durin.

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   Esto fue lo que Thráin oyó de labios de un lloroso y tembloroso Nár, pero guardó silencio y se mesó las barbas. Siete días meditó y estuvo sin hablar, hasta que aquel último día se levantó de golpe y dijo:
-¡No es posible soportarlo!
   Desde ese mismo día se inició la Guerra de los Enanos y los Orcos, larga y mortal, y casi siempre bajo tierra.
   Thráin no tardó en enviar emisarios al norte, este y oeste, pero no fue hasta pasados tres años cuando el ejército de los Enanos estuvo preparado. El Pueblo de Durin reunió a todos sus guerreros, y a ellos se unieron guerreros enviados por las Casas de los otros Padres; pues todo Enano se sentía colérico por el agravio que había sufrido el heredero del Mayor de la raza. Una vez estuvo todo listo, Thráin fue atacando y saqueando todas las moradas de los Orcos que encontraron, desde Gundabad hasta los Gladios. Ambos bandos fueron implacables, y la muerte no hallaba parada ni de noche ni de día. Pero los Enanos, gracias a sus armas y a su furia, se alzaron con la victoria una y otra vez mientras buscaban a Azog en cada escondrijo subterráneo de las Montañas Nubladas. Y así transcurrieron otros seis años. Hasta que...
   El gran ejército de los Enanos avanzaba incansable por los llanos orientales de las Montañas Nubladas. A su izquierda, a tres días de marcha, fluía el ancho Anduin hacia el Sur, y más allá de él, estaban las grandes frondas del Bosque Negro, y el inicio de la tierra de Rhovanion. Al sur, a poco más de treinta millas y ya visible en el horizonte para todos, el embrujado bosque de Lothlórien donde residía, según contaban las leyendas, una bruja elfa de pavoroso poder.
   Según se aproximaban al Valle del Arroyo Sombrío, los Enanos no podían evitar dirigir recelosas miradas al sur, hacia aquel bosque de misterio, deseando virar pronto hacia el Oeste y alejarse nuevamente de aquel embrujado bosque.
   Thorin hijo de Thráin era quien más miradas dirigía. Pero sus motivos eran casi premeditados. Eran un medio para distraer su mente, algo de lo que poco o nada había podido disponer en el transcurso del viaje desde las Colinas de Hierro hasta allí. La noticia de la muerte atroz de su abuelo le había afectado lo indecible. Pese a que Thrór ya era un Enano entrado en la vejez, entre abuelo y nieto había existido un lazo quizás mucho más intenso que en idénticos miembros de otras razas.
-Poco nos falta ya. -dijo una voz profunda y con un ligero timbre tenso, a su derecha. Thorin volvió la cabeza y miró a Frerin, su hermano menor. Frerin miraba fijamente hacia las elevadas cumbres que se extendían frente a ellos, hacia el oeste, sus ojos oscuros brillando intensamente. Su hermano también había querido profundamente al viejo Thrór. De pequeños su abuelo les entretenía con cuentos y narraba las batallas gloriosas de la raza Enana, y las de la Casa de Durin concretamente. Frerin acariciaba el mango de su hacha colgada del cinto. Los orcos lo pagarían, no importaba que hubieran transcurrido nueve años desde el asesinato; los Enanos nunca olvidaban. Y vaya si lo pagarían.
   Varios pasos mas adelante, advirtió Thorin, su padre conversaba con su primo Náin. Y entorno a ellos se habían congregado Dáin Pie de Hierro, hijo de Náin, y Fundin pariente de Thráin, y los dos hijos de éste, Balin y Dwalin, y los sobrinos de Fundin, Óin y Glóin, quienes eran los guerreros más jóvenes de todo el ejército. Náin y sus guerreros de las Colinas de Hierro habían sido los últimos en llegar. En total eran ocho miembros de la Casa Real de Durin, descendientes de un linaje antiguo y orgulloso, y de grandes guerreros. Mientras Thorin adelantaba sus pasos, esbozó una sonrisa que nada tenía de alegre. Dentro de poco las piedras de Azanulbizar se bañarían en sangre orca.

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-¡Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu!
   Por todo Azanulbizar resonaban los gritos de millares de gargantas Enanas, superponiéndose a los bramidos de los orcos.
Thorin era uno entre los muchos de su pueblo que gritaban, aferraba un hacha de batalla en su diestra y un escudo en la otra, y el filo de su arma tajaba, amputaba y hendía en los cuerpos de cuantos orcos se encontrase. Diez, quince, veinte o más, había perdido la cuenta de cuantos había matado ya. No importaba, mataría y mataría hasta que no quedase ninguno de aquellos malditos seres.
   Cuando los Enanos comenzaron su ascensión del Valle, se encontraron con que los Orcos habían salido de Moria y les aguardaban formando un numeroso y oscuro ejército. Al verlos, Thráin y sus seguidores se lanzaron en loca carga, pues en ellos la muerte de Thrór causaba mayor dolor y cólera.
   Dos imágenes destellaron en la mente de Thorin. Frerin, su hermano, hecho pedazos por los orcos. Fundin, su pariente, ensartado por dos lanzas barbadas, los dos muertos cerca de una pequeña arboleda que crecía próxima al Lago Espejo. Dos Enanos más de la Casa de Durin muertos. Al menos, tanto Frerin como Fundin habían matado a muchos de sus enemigos antes de caer.
-Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu! -gritó con rabia Thorin, hendiendo el pecho de un orco negro. A su lado varios Enanos corearon sus palabras, mientras los orcos morían bajo sus golpes. Uno de ellos era Nár, quien acompañó a Thrór durante sus errantes viajes y que contempló aterrorizado el fatal destino de su cuerpo. El hijo de Thrían recordaba al maduro Enano como alguien débil, pero los años transcurridos parecían haberle endurecido el corazón. El Enano de Erebor era un guerrero, y parecía poseído, sus ojos brillaban como enloquecidos, mientras su martillo aplastaba los rostros de sus enemigos y su hacha los desmembraba, y sus labios se movían pronunciando una y otra vez el nombre de su señor asesinado.
   Aquella batalla fue una de las más cruentas jamás habidas en Tierra Media. Orcos y Enanos, mortales enemigos desde la Primera Edad, se enfrentaron con pasión, por completo entregados al éxtasis de la lucha. Una batalla donde las hachas Khazâd y las cimitarras orcas se tiñeron centenares de veces de la sangre de unos u otros, donde pocos eran los que caían heridos y si muchos los que ya estaba muertos antes de que sus cuerpos cayesen al suelo rocoso.
Y allí donde cayeron Frerin y Fundin, y muchos otros también, Thorin y su padre fueron heridos. Ocurrió que una cimitarra que empuñaba un enorme y fornido orco negro cayó sobre su escudo alzado, y lo quebró, causándole un corte en el brazo izquierdo. Thorin arrojó el escudo inservible y con su hacha cortó una maciza rama de roble, y con ella detuvo los golpes que sus enemigos le asestaban, y más de una vez la empleó a modo de maza o porra, y aplastó con ella muchas cabezas Orcas.
   Ciertamente las piedras de Azanulbizar se tiñeron de sangre, pero no sólo de orca, como pensó Thorin, sino la de muchos Enanos también. Y el Lago Espejo, el Kheled-zâram, también se tiñó de rojo.
   Pese a todo el valor y la bravura de los Enanos, los Orcos parecían estar a punto de lazarse con la victoria. Pero sucedió que el pueblo de las Colinas de Hierro entró en escena -Thorin ni siquiera se había dado cuenta de su ausencia en el inicio de la batalla-, y Náin hijo de Grór, príncipe de las Colinas de Hierro, primo de Thráin, condujo a sus guerreros vestidos con relucientes cotas de malla hasta los umbrales de las Grandes Puertas de Khazâd-dûm, al grito de "¡Azog, Azog!", derribando con sus piquetas y sus hachas a cuantos Orcos insensatos se interponían en su camino.
   Allí se detuvo el heredero de las Colinas de Hierro, y su voz potente resonó en las paredes montañosas cuando gritó:
-¡Azog! ¡Si estás dentro sal fuera, cobarde! ¿O quizás el juego en el valle te parece demasiado rudo?
   Entonces Azog, Rey Orco de Moria, salió al valle. Era un orco de inmenso tamaño, de la raza uruk-hai creada por Sauron, y su cabeza estaba protegida por un pesado casco de hierro oscuro y grotesco. Y pese a lo enorme de su tamaño se movía con inusitada agilidad. Junto a él salieron otros Orcos que se le parecían, aunque de tamaño algo menor; eran su guardia personal, que se arrojó sobre los guerreros de Náin vociferando en su oscura lengua.
   Entretanto, Azog se volvió hacia Náin y habló así:
-¿Cómo? ¿Acaso veo otro mendigo llegado a mi puerta? ¿Tendré que marcarte a ti también?
   Y sin previo aviso, se abalanzó sobre Náin, y entablaron terrible combate. Pero al Enano lo cegaba la ira y el cansancio ya se acusaba en sus movimientos, más el Rey Orco estaba descansado, y actuaba con astucia y ferocidad. Entonces Náin, reuniendo todas sus fuerzas, asestó un golpe dirigido hacia el vientre de Azog, pero el Orco eludió el embate y le dio una patada en una pierna, de modo que la piqueta que había utilizado Náin golpeó contra la piedra que había estado detrás de Azog y se astilló. Náin cayó hacia adelante. Entonces Azog le hacheó el cuello, y aunque la cota de malla detuvo el filo, el golpe fue tan poderoso que el cuello del Enano se rompió y cayó muerto al suelo.
   Azog se sintió llenó de jubilo por aquella victoria. Rió alto y alzó la cabeza para lanzar un grito de triunfo... pero murió en su garganta, pues ante sus ojos su ejército huía en desbandada, y los Enanos iban de un lado a otro matándolos son clemencia, con mortal precisión. Aquellos que lograban escapar a las hachas y piquetas, huían hacia el Sur, corriendo y chillando. Entonces miró a aquellos guerreros que le habían acompañado como guardia personal, yacían muertos por donde mirara. Por primera vez el Gran Azog sintió miedo, pues vio que los Enanos se imponían en Azanulbizar, y dándose la vuelta echó a correr hacia las Puertas.
   Pero el Destino quiso que no huyera. Un Enano surgió entonces a su espalda y se arrojó sobre Azog, deteniéndole justo ante las Grandes Puertas. Y era Dáin Pie de Hierro, hijo de Náin, a quién Azog había matado momentos antes. El Gran Orco intentó acabar con el recién llegado, pero sus golpes estaban guiados por el temor y no por la astucia, y el Enano no tuvo dificultades en acabar con él. Dos fuertes golpes con su hacha roja bastaron al Enano para decapitarlo. Aquella fue la primera de sus grandes hazañas en el campo de batalla, y la más importante si cabe pues por aquel entonces era apenas un muchacho en las cuentas de la raza de los Enanos.
   Antes de morir, Azog lanzó un grito espeluznante, lleno de dolor y sorpresa. Luego, su cuerpo descabezado se desplomó sordamente sobre las piedras, la negra sangre manchando la roca y fluyendo hacia las cristalinas aguas del Celebrant que fluía cerca.
-¡VICTORIA! ¡VICTORIA! ¡EL PROFANADOR HA MUERTO! -gritó Dáin. Se había subido a una roca, y en su brazo extendido aferraba la sanguinolenta cabeza de Azog que acababa de cercenar. Mientras agitaba la testa, bramó:
"Baruk Khazâd!"
   Y cientos de gargantas profundas respondieron:
-Khazâd ai-mênu!!
   Pero la lucha prosiguió hasta la caída de la noche, y entonces los orcos que vivían aún huyeron hacia Lórien, donde sería expulsados por los Elfos, y posteriormente vagarían hasta las Montañas Nubladas Septentrionales, pues la derrota ya era inevitable. Y el hijo de Azog, Bolgo, juró venganza por la muerte de su padre antes de marcharse junto a sus guerreros.
   Tras la batalla, los Enanos recogieron a sus muertos, y les despojaron de cuantas armas y armaduras portaban, pues no querían que los orcos al regresar los saquearan vilmente. Luego los incineraron, y para ello talaron los árboles que crecían en la ribera del Lago Espejo, que en adelante quedó desnudo. Tal práctica ofendía a los Enanos, pero no estaban dispuestos a dejar a sus muertos objetivos de rapiña y comida de carroñeros. En adelante, si un Enano hablaba a cerca de uno de sus mayores, decía "Fue un Enano Incinerado", y aquello bastaba pues todo el mundo sabía a que se refería.

   Había terminado la larga Guerra, pero los Enanos no entraron en Moria, en Khazâd-dûm, sino que abandonaron Azanulbizar, el Valle del Arroyo Sombrío, y partieron de vuelta cada Enano a su hogar. Y aunque al principio Thráin protestó sobre aquella decisión, pues al fin y al cabo él era el legítimo heredero de Khazâd-dûm, Dáin Pie de Hierro logró convencerle de lo contrario. Pues sabían que en Moria moraba todavía un mal mucho mayor. El Daño de Durin.
   Ya volverían a Khazad-dûm para reconquistarla.
   Pues los Enanos nunca olvidaban.