Wirda (Libro II: La Espada y el Anillo)
Tras la Caída de Dagmar, una Dama Gris lanzó una profecía cuyo cumplimiento significaría la derrota definitiva de Zetra. Han pasado cien años, y el cumplimiento de la profecía, tanto si se quiere como si no, se pone en funcionamiento. Continuación de las peripecias de los ardieses y los galendos en un mundo cada vez más oscuro.

LIBRO II: LA ESPADA Y EL ANILLO

PRÓLOGO: DE LO QUE FUE DE LOS HIJOS DE VIDRENA

    Veinte años después de la Caída de Dagmar, los ardieses sobrevivían en el Valle de Katerlain recuperando lo que podían de los trhogol. No les quedaba otra esperanza que Hildwyn, el hijo de Vidrena. Era alto y rubio, y todos decían que era igual que su padre, excepto por los ojos, uno verde y el otro negro. Todas las ardiesas estaban enamoradas de él y todos los ardieses querían parecérsele, aunque siendo tan pocos, tampoco tiene mucho mérito.
    Cuando Hildwyn cumplió veintiún años, su tía Hyrna decidió que ya era hora de que se convirtiera en Señor de Ardieor, y con este objeto consultó a las Damas Grises acerca de las formalidades de la ceremonia. El resultado fue desolador: La antigua espada que había pasado de generación en generación desde los tiempos de Golsan se la había llevado Vidrena a Ternoy y no se sabía qué había sido de ella. En cuanto a Wirda, la propia Hyrna la había visto desaparecer junto a Vidrena durante la Batalla de Dagmar. Y el Sello Ardiés, el anillo que siempre se había entregado junto con la espada, había desaparecido con su legítima propietaria, la Joven Señora Himanday, de la que solo se sabía que había desaparecido del Valle mientras todos dormían. Resolvieron el problema haciendo que un herrero forjase un anillo de hierro, réplica exacta del Sello, y a falta de otra, entregarían a Hildwyn la espada de su padre. Y así se hizo.
    Katerlain no había sido invitada a la ceremonia, ya que muchas veces había manifestado su voluntad de no tratarse con los humanos, pero al enterarse de que iban a celebrarla sin ella, se ofendió y apareció vestida con sus mejores galas, y dispuesta a aguar la fiesta. Se burló de Hildwyn por lo que llamó triste parodia de los Viejos Tiempos, y dijo que ella nunca le reconocería como auténtico Señor de Ardieor hasta que tuviera en su poder el auténtico anillo y la auténtica espada. Él replicó llamándola elfa, sin saber que ese había sido uno de los motivos por los que ella había abandonado a Garlyn siglos antes. Katerlain, sobrepasada ya la barrera de la cólera, lanzó un hechizo que erró su trayectoria y fue a acertarle a Layda, la hija de Hyrna, la cual comenzó a hablar de lo primero que le venía a la cabeza, sin que hubiera forma humana de detenerla.
    Dos días después, Layda seguía hablando, con grave riesgo de volver loco a todo el Valle, así que Hildwyn decidió tragarse su orgullo y pedirle disculpas a Katerlain. Sin llevar encima ningún objeto de hierro, se internó en el bosque hasta el Círculo de Piedras, pensando que la encontraría allí, y podría disculparse y suplicar que le quitase el hechizo a Layda, antes de que ocurriese algo en verdad irreparable.
    Pero no era Katerlain quien estaba en el Círculo aquella noche, sino Jassira, la mayor de sus hijas, una muchacha de pelo negro, ojos color turquesa y corazón de manteca. Había luna llena, cantaba un ruiseñor y ellos no tenían nada mejor que hacer, así que se enamoraron. Jassira retiró el hechizo de Layda y prometió a Hildwyn estar en el mismo lugar y a la misma hora la noche siguiente. Y así pasó una semana. Y al cumplirse la semana, Hildwyn consideró que ya había esperado suficiente y le propuso matrimonio, a lo que ella respondió huyendo a toda velocidad. Triste y meditabundo anduvo Hildwyn durante los siguientes días. Ya no se oía su risa cristalina al retorcerle la espada en la barriga a un trhogol, al ver rebotar en el suelo la cabeza de un no-muerto o al conseguir apoderarse del botín. Ya no se unía su voz al canto de "Tragando barro en los Pantanos", y buscaba tanto la soledad, y suspiraba tanto, que hasta su primo Dewyn, que no tenía fama de destacar por su inteligencia, cayó en la cuenta de que le ocurría algo. Con la ayuda de la Dama Gris de Dagmar, consiguieron sonsacárselo, y una vez informados del asunto, decidieron hacer algo. La siguiente noche de luna llena, mientras la Antigua Gente bailaba e n el Círculo de Piedras, Dewyn y tres de sus amigos, protegidos según las instrucciones de la Dama Gris, secuestraron a Jassira, y se la llevaron a Hildwyn metida en un saco.
    Hay muchas formas de evitar que una novia Antigua abandone a su esposo, y la más civilizada de ellas es que él se apodere de un objeto que le pertenezca y sin el cual se sienta indefensa. Claro que, según las leyendas ella siempre se las arregla para encontrarlo y abandonarte, pero Dewyn no esperaba que el propio Hildwyn devolviera su collar preferido a Jassira diciendo que no quería conseguirla haciendo trampas y que si quería podía irse. Y justo cuando ella estaba dándole las gracias y despidiéndose, apareció Katerlain. Y estaba muy enfadada.
    Sin atender a razones, se llevó a su hija y, como no podía hacer nada a los culpables del desaguisado debido a la protección que llevaban, le dijo a Hildwyn que Jassira solo sería la esposa del verdadero Señor de Ardieor, no de un farsante.
Recordando cómo Vidrena había marchado a Ternoy con la espada sin nombre y había regresado sin ella, Hildwyn no perdió el tiempo. Dejó a Hyrna al mando en Ardieor y se marchó a Ternoy con Dewyn, en parte para castigarle por su metedura de pata al raptar a Jassira y en parte porque todo héroe enamorado necesita un compañero sensato.
    No ocurrió nada digno de ser contado hasta una semana después de que ellos entrasen en los Pantanos. Se encontraron con la Gente de los Pantanos, unas tribus de humanos esclavizados por Zetra a la que servían como esclavos y cosas peores. Como habitantes de la antigua Frontera, hablaban una mezcla de ardiés y la lengua de los trhogol, y así lograron hacerse comprender por los dos ardieses.
    Resultó que los cazadores de la gente de los Pantanos habían estado vigilando a Hildwyn y Dewyn desde que habían pisado su territorio, y habían llegado a la conclusión de que Hildwyn era el libertador que un antiguo hechicero les había profetizado que algún día llegaría desde el Sur, y les libraría de Zetra y de todos los que les oprimían. Hildwyn no tenía la menor intención de quedarse a liberar a nadie, pero prefirió no insultarles, así que decidió no rechazar su hospitalidad al menos por unos días.
    Pero aquella noche, Hildwyn soñó que la propia Vidrena hablaba con él para decirle que si quería la espada sin nombre la estaba buscando en el lugar equivocado, porque ella sabía de buena tinta que la tenía Alwaid, en Dagmar, donde gobernaba, convertida en vampiresa por las malignas artes mágicas de Zetra. Era la que había utilizado para matarla.
    Hildwyn tenía que regresar a Ardieor, pero no sabía cómo sin ofender a aquellas personas tan amables, que además, eran más que él y estaban armados. Así que decidió decirles que en realidad ellos dos no eran más que unos enviados del verdadero liberador y debían partir para avisarle que le estaban esperando. Y, tras animarles a no perder la esperanza, volvieron a Ardieor.
    Hildwyn consiguió escalar la muralla del Castillo de Dagmar y entrar en la Torre Norte, mientras Dewyn le esperaba fuera. Pero era de noche y Alwaid estaba despierta. Al principio, se asustó pensando que el fantasma de Tairwyn había ido a visitarla; luego, al descubrir que era un hombre de carne y hueso, intentó seducirlo. Hildwyn le siguió la corriente hasta que tuvo en sus manos la espada que había ido a buscar, y entonces trató de zafarse. Alwaid, muy ofendida, le mordió en el cuello y lo mató. Pero ni eso ni ningún esfuerzo posterior consiguió que Hildwyn soltase la espada. Y Alwaid terminó arrojándole de la ventana de la torre con espada y todo.
    Dewyn regresó al Valle con el cuerpo de su primo. Hubo grandes demostraciones de dolor, y no fue la más pequeña la de Jassira, que había logrado huir de su encierro en Branglyn y refugiarse en la Casa Aletnor del Valle. Interrogaron a conciencia a Dewyn acerca de los últimos días de Hildwyn, y cuando descubrieron que Dagmar no se les había aparecido, ni siquiera en sueños, a ninguno de los dos, Jassira dijo que tal vez aún pudiera hacerse algo.
    Aquella noche, fue al Lago a la hora en que sale la luna y cruzó la Puerta que separa este mundo del Borroso, después de haber obligado a su hermana gemela, la Dama del Lago Arlina, a abrírsela. A través del Mundo Borroso, sobornando, halagando y amenazando cuantas veces hizo falta, Jassira llegó al Mundo de los Muertos, donde el alma de Dinel esperaba desde hacía veinte años una oportunidad para escapar, y mientras tanto mataba el aburrimiento representando a las almas que querían recurrir lo Irrecurrible ante la Implacable Señora del Destino.
    Dinel presentó la demanda ante Rhaynon por Muerte Indebida, representando a Jassira. Kuss, la Reina de los Muertos, se representó a si misma. Ambas partes argumentaron con mucha pasión y sólidas fundamentaciones, y presentaron testigos que las apoyaban. Dinel arguyó que la muerte de Hildwyn no era válida porque los Aletnor tienen derecho a un preaviso que en el caso del joven no se había realizado (lo cual se había probado con claridad meridiana mediante la declaración testifical de la propia Dagmar, que había estado jugando a la pelota con "Totó", el Perro Guardián de la Puerta, en el momento de la muerte de Hildwyn), pero, viendo que Rhaynon no daba señales de estar muy convencida, Jassira interrumpió la argumentación, pidió continuar ella con las alegaciones, y, previa venia de Rhaynon, comenzó a cantar.
    Cantó sobre el dolor del amor perdido, sobre el dolor de la brevedad de la vida y sobre todos los dolores en general, hasta que Rhaynon, presa de pavoroso dolor de cabeza, gritó con lágrimas en los ojos: "¡Fallo a favor de la demandante, pero por favor, que alguien la haga callar!". La muerte de Hildwyn fue declarada no válida, él devuelto a la vida y Kuss fue condenada, en concepto de costas, a liberar a Dinel.
    Mientras tanto, en Galenday, la hermana gemela de Hildwyn, que había desaparecido la misma noche en que ambos habían llegado al Valle de forma tan inesperada y había pasado la mayor parte de su vida en Galenday ignorando su verdadera identidad, acababa de descubrir quién era, y lo hizo del modo siguiente:
    Himanday había sido raptada por un joven jeddart que había soñado que debía llevarla lejos del Valle, y entregarla a Igron, el medio hermano de su madre, el cual prometió contarle la verdad a la niña a su debido tiempo. Pero Igron no cumplió su palabra. La llamó Hindy, dijo que se la había encontrado en las ruinas de una cabaña y la crió con su hija Adra, pero no le entregó el Sello hasta el día en que la envió a Gailander con Adra, que iba a casarse con un príncipe de allí.
    La caravana nupcial de Adra fue asaltada por bandidos cerca de la frontera. Hindy y Adra se las arreglaron para escapar, solo para caer en manos de Jalen, el hijo de Ildor de Erdengoth, y su grupo de amigos, que habían salido de Grialdán en busca de aventuras. A falta de opción mejor, las chicas se dejaron llevara a Grialdán.
    Por el camino, Jalen se enamoró de Himanday, aunque él creía que ella era Adra, pues las dos jóvenes habían decidido intercambiar sus identidades para que la verdadera princesa pudiera escapar en cuanto surgiera una oportunidad.
    Cuando llegaron a Grialdán, Jalen presentó sus prisioneras a Ildor. Pero tal era el parecido de Himanday con su madre que cuando Ildor la vio se desmayó de la impresión. En cuanto se recuperó del desmayo, decidió casarse con ella. Pero Jalen, que tenía otros planes, se enfrentó a su padre y terminó en un calabozo.
    Mientras tanto, Himanday había conocido a Gaynor de Kanilay, el antiguo Historiador de la Corte de Crinale, que varios años antes había entrado en posesión del diario de Hyrna (también conocido como Crónica del Asedio de Dagmar) por métodos poco claros, él decía que se lo había entregado un fantasma. Gaynor reconoció el anillo que ella llevaba, se fijó en el sorprendente parecido de la joven con Vidrena, y le dijo a Himanday quién creía que era ella. Himanday sintió entonces grandes deseos de ir a Ardieor y aclarar las cosas. Pero Igron se había enterado de lo que había ocurrido con la caravana nupcial de su hija y se había puesto al mando de un enorme ejército que avanzaba hacia Grialdán con la intención de rescatarla. Así que cuando los amigos de Jalen le sacaron del calabozo y le ayudaron a rescatar a Himanday el día previsto para su boda, y la joven comenzó su viaje hacia el norte, se lo encontró de frente. Discutieron, él se lo confesó todo y trató de retenerla por las malas, pero ella consiguió escaparse.
    Ildor había salido al encuentro del ejército de Igron en cuanto se había enterado de que iba hacia Grialdán, así que no tuvieron más remedio que enfrentarse. Igron mató a Ildor y Jalen, que había presenciado la batalla desde lo alto de una colina en calidad de rehén, se enfadó, rompió sus ligaduras, entró en el combate y mató a Igron. Una vez muertos los dos reyes, sus ejércitos no sabían qué hacer, así que aclamaron a Jalen como Rey de Galenday. Incluso Adra, que había acudido a la batalla disfrazada de caballerizo, se arrodilló ante Jalen y le juró lealtad.
    En cuanto llegaron a Crinale, Jalen la dejó al mando del país y viajó hasta Ardieor en busca de Himanday.
    Himanday, al llegar a Ardieor se había encontrado con que Hildwyn estaba muerto, Jassira desaparecida para tratar de devolverle la vida, y todos los ardieses muy deprimidos. Hildwyn soltó la espada que llevaba en la mano cuando Himanday se acercó a la cabecera de su cama, y abrió los ojos al deslizar ella el Sello en su dedo.
    Y entonces, Katerlain ya no tuvo ninguna excusa para impedir que Hildwyn y Jassira fueran felices para siempre si podían. Pero como no quería estar allí para verlo, abandonó el Valle y a partir de entonces fue Arlina quien se encargó de gobernar a las Antiguas y velar por el Hechizo.
    Jalen y la Guardia de Crinale, aliados con Hildwyn y los jeddart, consiguieron tomar Comelt por sorpresa, Hamlyn y Hyrna volvieron a ser sus Gobernadores, y Jalen y Himanday volvieron a Crinale, donde se casaron y al parecer fueron felices, ya que ninguno de los dos hizo envenenar al otro ni le envió a la Torre Solitaria. Por su parte, Adra se casó con un amigo de Jalen y se retiró a un tranquilo castillo en el Oeste de Galenday donde murió a una edad avanzadísima.
    Antes de que volvieran a Crinale, Hildwyn le entregó a Himanday como recuerdo la espada de Tairwyn y su copia en hierro del Sello Ardiés. Y la Dama Gris de Dagmar recitó una profecía:
-Estas son las cuatro señales que anunciarán la derrota de nuestros enemigos:
Del Sur vendrá la Primera Señal:
La espada y el anillo a casa volverán.
Del Este vendrá la Segunda Señal:
Una profunda sombra la luna cubrirá.
Del Oeste vendrá la Tercera Señal:
Un lobo gris sobre un dragón rojo volará.
Del Norte vendrá la Última Señal:
La luz más brillante en lo más oscuro brillará.

    Unos cien años después, sin previo aviso de cometas o raras conjunciones planetarias, ni siquiera de voces misteriosas en la noche o reveladoras y oportunas tormentas, llegó el momento de que la Profecía se hiciera realidad.
    Y las ruecas del Destino se pusieron en marcha.

CAPÍTULO 1



    Níkelon de Erdengoth, con los hombros encogidos y la cabeza gacha, trataba de pasar desapercibido en el extremo más lejano al centro de la mesa de la Sala del castillo de Gueldou. Como ya le había ocurrido más de una vez durante aquel viaje de incógnito, tenía una de las patas de la mesa justo entre las rodillas.
    Aunque el vino estaba un poco picado y muy aguado, Níkelon comenzaba a sufrir un espantoso dolor de cabeza, empeorado por la actuación de los dos juglares que cantaban acompañados de un desafinado laúd, cuando alguien habló a su izquierda.
-¿Encuentras esto tan aburrido como yo?
    Níkelon tardó unos instantes en comprender que la frase iba dirigida a él, y apartó la mirada del fondo la copa para fijarla en el desconocido. Unos ojos muy claros, casi incoloros, se la devolvieron con intereses desde un rostro tostado por el sol, cruzado de derecha a izquierda por una cicatriz que comenzaba en el nacimiento del pelo y terminaba en la mandíbula. Níkelon parpadeó al darse cuenta de que su mirada había estado demasiado tiempo fija en la cicatriz, y replicó con aire indiferente.
    -He estado en sitios peores.
    El desconocido levantó las cejas en un gesto algo despectivo, y sonrió como si la idea le divirtiera.
    -Lo dudo, Alteza.
    -Me temo que os habéis equivocado de persona.
    -Bueno, jovencito, creo que voy a tener que hablar sin rodeos. Soy Jelwyn Aletnor, de Katerlain, y estoy aquí para salvar tu pellejo, quieras o no.
    Solo entonces vio Níkelon las ropas del desconocido. La camisa, el jubón de cuero, los pantalones grises y las botas hasta la rodilla, el ancho cinturón y la espada. Solo faltaba la capa, y Níkelon estaba seguro de que se abrochaba con una estrella roja.
    -Llevas una buena espada. ¿Sabes utilizarla?
    -¿Os gustaría comprobarlo?
    -No me gusta matar humanos, gracias. Pero si no quieres que alguien lo haga por mí, será mejor que sepas manejarla.
    -¿No podríais explicaros un poco más?
    El ardiés se inclinó hacia él y susurró con un tonillo que a Níkelon se le antojó algo zumbón:
    -Tus amables anfitriones van a intentar matarte esta noche, y por alguna extraña razón Dag quiere que llegues vivo a Ardieor. Así que me ha enviado a mí para protegerte.
    -¿No estáis exagerando un poco? Ellos no saben quién soy.
    -Claro. Y Dag y yo tampoco.
    -¿Quién es Dag?
    -La Lym de la Dama Gris de Dagmar.
    -No la conozco.
    -Ella a ti tampoco. Pero está muy interesada en que tú y ese anillo lleguéis vivos a Ardieor.
    Níkelon miró su mano izquierda. Casi había olvidado el anillo que le había regalado su abuela antes de que partiera hacia aquel viaje que de repente parecía haberse vuelto tan peligroso.
    -Pero yo no voy a Ardieor.
    -Ahora sí.
    Níkelon levantó la barbilla en un gesto que supuso altivo y majestuoso.
    -Si no os importa, señor, seré yo quien decida dónde voy.
    -Si quieres vivir para decidirlo, duerme vestido esta noche.
    Níkelon se levantó y anduvo hacia la puerta con la espalda rígida y la cabeza alta, sintiendo la mirada de Jelwyn entre sus hombros. Respiró aliviado al traspasar el arco apuntado de la puerta de la Sala y sentir el aire frío del pasillo en la cara. Le sobresaltó un trueno. Iba a ser una noche tormentosa, pensó mientras se daba prisa en atravesar el patio y llegar al establo antes de que comenzara a llover en serio.
    Si hubiera viajado con su verdadera identidad, Níkelon habría dormido en una alcoba, atendido por criados que le habrían ayudado a desvestirse y con Guardias de Crinale velando su sueño en la puerta. Pero haciéndose pasar por vagabundo no tenía más remedio que acostarse en el heno del establo, intentando evitar las goteras. Había poca diferencia entre estar allí, con el viento y la luz de los relámpagos colándose entre las rendijas de la pared, o en el exterior. Tal vez el olor a vaca y caballo, los ronquidos de otros vagabundos, o de criados, que se oían entre trueno y trueno, y un poco más de calor que en el patio, aunque no tanto como para animarle a desnudarse. Poco a poco, el cansancio pudo más que las incomodidades, y Níkelon se durmió.
    Le pareció que acababa de conseguirlo cuando un trueno más ruidoso que los otros le despertó. O quizás hubiera sido un crujido de la madera, o los pasos de un animal. A la luz de los relámpagos, distinguió a tres personas trabadas en una extraña forma de lucha. Sorprendido, reconoció al señor de Gueldou y a su dama. Y al ardiés. Y pudo ver con toda claridad cómo su espada decapitaba a uno y atravesaba el pecho de la otra.
    Y también vio, o creyó ver, la sangre que goteaba del arma cuando se acercó a él, la cicatriz de su rostro que parecía más profunda aún a la luz de los relámpagos y el brillo afilado de los ojos. Y la estrella que sujetaba la capa en su hombro, roja como la cerveza de los cuervos. Un auténtico jeddart, fugado de una leyenda siniestra.
    -¿Estás herido?
    Níkelon estaba temblando. Su voz salió como un balbuceo.
    -Por favor, no me mates.
    -No seas tonto, chico. Eran ellos los que venían a matarte, ¿recuerdas?
    -¿Por qué?
    -Date prisa, tenemos que marcharnos de aquí. No sé cuántos esbirros más tiene Zetra en este antro.
    -¿Zetra?
    -Sí, Zetra. ¿O crees que los ardieses nos metemos en política extranjera por diversión?
    -¿Cómo vamos a salir de aquí?
    -Por la puerta.
    -Estáis bromeando.
    Jelwyn ensilló a toda prisa su caballo, una bestia negra de expresión tan hosca como la suya, y Níkelon no tuvo más remedio que hacer lo mismo y salir a galope del establo.
    Los cascos de los caballos arrancaban pellas de barro del suelo. La luz de los relámpagos iluminó por un instante la puerta: estaba abierta.
    -¿Habéis matado a los centinelas?
    -No, solo están dormidos.
    Níkelon se preguntó cómo los habría dormido, pero prefirió no preguntárselo a él. Se limitó a seguirle, sintiendo cómo el agua le golpeaba la cara, se escurría por su cuello y se colaba bajo su ropa. Nunca había imaginado que el agua de lluvia fuera tan fría.
    -¡Un momento! -gritó, cuando ya estaban lo bastante lejos del castillo- ¿Dónde vamos?
    -Creía que ya lo sabías.
    -No pienso ir a Ardieor. Voy a volver a Crinale y contar lo que ha ocurrido. Si los Señores de Gueldou trabajaban para Zetra, en Crinale tienen que saberlo.
    -¿Piensas que llegarías? ¡Debe haber esbirros de Ella en cada cruce de camino o en cada posada desde aquí a Crinale! ¡Puede que hasta en el mismo Crinale! Tu única esperanza de salvarte es venir a Ardieor conmigo.
    Aquello era un sueño, se dijo Níkelon. Al día siguiente despertaría en el establo, o mejor aún, en su cama de Crinale. De modo que no había nada malo en seguir a aquel desconocido por lo menos hasta la hora de despertarse. Además, lo que le había dicho parecía todo lo lógico que podía parecer algo aquella noche.
    Eso sí, Níkelon se hizo la solemne promesa de no volver a beber vino aguado en su vida.

*****

    Le despertó el calor del sol en su cara. Níkelon apartó la manta, que le cubría medio cuerpo y se le había enredado en las piernas, y se incorporó restregándose los ojos.
    No estaba en Crinale. Ni siquiera en el establo del Castillo de Gueldou. Había pasado la noche en una antigua Torre Vigía de la que solo quedaba una planta, con la pared semiderruida, el suelo hundido y la escalera impracticable. Salió de las ruinas, aguantándose un bostezo, y vio al ardiés, algo menos siniestro que la noche anterior pero igual de serio, acuclillado ante una pequeña cacerola de agua hirviendo.
    -Creía que tendría que despertarte yo. ¿Te gusta la menta?
    -No sé, nunca la he probado.
    -Alguna vez tiene que ser la primera - Jelwyn apartó la cacerola del fuego y echó en ella unas cuantas hojas secas que sacó de una de sus muchas bolsitas de cuero-. Tenemos queso y cecina, pero no hay pan, y tenemos que llenar las cantimploras antes de que se vacíen del todo. ¿Hay alguna fuente cerca de aquí?
    -No lo sé.
    -Creía que este era tu país.
    Níkelon decidió no darse cuenta del ligero tono de reproche.
    -No he viajado mucho por él.
    Ni por ningún otro, se dijo, pero esa no era cosa que le importase a Jelwyn.
    -Tendremos que confiar en nuestra suerte - Jelwyn vertió un poco de miel en la infusión de menta, lo agitó, lo sirvió en dos cuencos de arcilla y le alargó uno.
    Níkelon lo cogió y bebió un sorbo. No sabía mal del todo. Se lo terminó muy despacio, para no quemarse la lengua.
Mientras tanto, Jelwyn guardaba en las alforjas el tarro de miel y la bolsita de menta, y sacaba de ellas las provisiones de las que había hablado. Cortó el queso en lonchas gruesas pero regulares, y la cecina en daditos casi perfectos, y comió utilizando tres dedos. Unos modales algo incongruentes con el momento y el lugar, pensó Níkelon. Hasta se molestó en tragar la comida antes de hablar.
    -¿Qué hace un chico como tú metido en un lío cómo éste?
    Níkelon estuvo a punto de contestar un ofendido: "Ya tengo veintiún años", pero le pareció una réplica demasiado infantil.
    -Una vez cada cinco años, el Rey de Galenday viaja de incógnito por el país, disfrazado de vagabundo. Para conocer la realidad y no lo que le cuentan los señores. Se supone que los súbditos están más dispuestos a contarle sus desdichas a un vagabundo preguntón que a un emisario real. Pero este año el rey se ha puesto enfermo y el príncipe heredero estaba demasiado ocupado sustituyéndole, así que Anhor dijo: ¿por qué no mandamos a Níkelon?, le vendrá bien dar un paseo. Y aquí estoy.
    -Es lo más estúpido que he oído nunca.
    -Es una tradición.
    -¿Y también es una tradición que el rey disfrazado viaje sin escolta disfrazada?
    -Pensé que así pasaría más inadvertido.
    -Pues no lo conseguiste -Jelwyn abrió una bolsita y se la ofreció-. ¿Avellanas?
    Níkelon negó con la cabeza.
    -Debería haberlo hecho Anhor. A él no se habrían atrevido a intentar matarle. Es el mejor caballero de Galenday.
    -Tal vez. Pero a mí me dijeron que te salvase a ti.
    -¿Cómo te metiste tú en esto?
    Ya que él insistía en no hablarle de vos, Níkelon decidió hacer lo mismo.
    -Dag me lo pidió.
    -¿Y eso es todo?
    -Lo entenderás cuando la conozcas.
    Por un momento, solo se oyó el ruido de las muelas de Jelwyn masticando las avellanas tostadas.
    -¿Cómo es?
    -¿Quién?
    -Tu Lym. Nunca he conocido a ninguna.
    Por primera vez, Jelwyn sonrió.
    -Diecinueve años, alta, rubia, ojos grises y delgada pero no flaca. Tiene hoyuelos en las mejillas hasta cuando no sonríe. Y la voz mejor afinada de Ardieor, nada que ver con aquellos incompetentes de anoche... -Mientras hablaba, Jelwyn miraba hacia algún lugar situado detrás de Níkelon, y sus manos se deslizaban con aparente indolencia por el reverso del cinturón- ¿Aún quieres demostrarme lo que sabes hacer con la espada? -murmuró, casi sin mover los labios.
    Níkelon le miró, preguntándose perplejo si estaría hablando solo. Y de repente, las manos de Jelwyn parecieron invisibles. Níkelon oyó dos silbidos pasando junto a sus orejas, un choque contra carne blanda y unos gritos ahogados.
    Jelwyn se levantó de un salto, y Níkelon le imitó sin estar muy seguro de lo que hacía. Sólo entonces vio los seres patituertos y de anchos hombros que les tenían acorralados contra la torre.
    Las historias que había oído no contaban que los trhogol apestaban tanto. Níkelon se preguntó cómo podían hacerse acercado sin ser olidos. O cómo había pasado la frontera algo tan grande sin ser visto. Eran por lo menos diez, del color parduzco oscuro del fango de pantano, y tan peludos que Níkelon se preguntó cómo soportarían el peso, si los esquilarían en verano como a las ovejas y si habría que cepillarlos como a los gatos que tanto les gustaban a las Reinas de Galenday.
    Jelwyn pegó su espalda a la de él.
    -Ve andando de lado, despacio, hacia los caballos -susurró-. Son demasiados para luchar con ellos.
    -¿Vamos a huir?
    -El jeddart que huye vive para seguir luchando.
    -Nunca había oído ese dicho.
    -Siempre hay una primera vez para todo.
    La señal de ataque de los trhogol fue un gruñido del que parecía ser el jefe. Los demás se arrojaron sobre los dos humanos como caballos sedientos a un abrevadero.
    Níkelon nunca supo con exactitud qué le había ocurrido. Una nube roja cubrió sus ojos, y su cuerpo comenzó a moverse por su cuenta. Vio sin terminar de creérselo cómo su espada cortaba, hendía, atravesaba, destrozaba. Sus pies daban patadas a un lado y a otro, sus codos y sus rodillas golpeaban lugares que parecían encontrar solos. Oyó el grito de entusiasmo de Jelwyn y lo sintió más que lo vio a su lado, arrojando pequeñas estrellas de acero en todas direcciones. Un montante trhogol le rozó el cuello, y otro le infligió una leve herida en una mano, pero Níkelon no sintió miedo. Por lo menos no tanto como la noche anterior.
    Solo cuando el último trhogol cayó muerto, se disipó la neblina roja, y Níkelon sintió la catarata de sudor precipitándose por su espalda. Le temblaron las piernas y tuvo que apoyarse en la pared de la torre.
    -Me estoy haciendo viejo -jadeó Jelwyn. Tenía una rodilla en el suelo y la cara manchada de sangre, pero no parecía herido-. Debería haberlos sentido acercarse -Se limpió la cara, se incorporó y miró a Níkelon-. Me pregunto por qué creerá Dag que necesitas protección.
    Níkelon le devolvió la mirada, aturdido.
    -Ni siquiera sé cómo lo he hecho.
    -A veces ocurre -Jelwyn miró al suelo-. Maldita sea, todas las avellanas estropeadas -Recuperó las pequeñas estrellas metálicas que se habían quedado clavadas en los trhogol-. Bien, vámonos, aún nos queda un largo camino hasta el Valle.

*****

    Níkelon despertó al oír voces. Se incorporó, sobresaltado, pero no vio más que a Jelwyn discutiendo con un buhonero. El hombre protestaba de que Jelwyn pretendía arruinarle, Jelwyn le acusaba de ladrón y amenazaba con no comprar nada, pero ninguno de los dos parecía hablar en serio.
    -¡Es coral rojo, noble príncipe! ¡La sangre del mar, traída desde islas remotas superando peligros que vos no podéis imaginar!
    -Pues a mí me parecen sólo piedras.
    -¡Y los diamantes os parecerán sólo cristales!
    Níkelon nunca había pensado que Jelwyn regatease tan bien. No solo consiguió lo que quería, sino además lo que el vendedor llamó "un amuleto contra el mal de ojo".
    -Ese sinvergüenza me ha estafado -Jelwyn miró cómo el buhonero, su carro y sus dos mulas se alejaban hacia poniente-. Pero no tenía ganas de seguir discutiendo.
    -¿Qué has comprado? -Jelwyn le mostró un collar de pequeñas cuentas rojas-. ¿Un regalo para tu dama?
    Jelwyn sonrió.
    -Algo así. ¿Quieres el amuleto contra el mal de ojo?
    El amuleto era un triángulo de latón, de lados torcidos y vértices redondeados. A la izquierda, una piedra azul, algo descolorida, estaba rodeada de rayos como intentando parecer un sol sobre una pequeña pirámide escalonada. El resto estaba ocupado por una especie de abolladuras semicirculares que parecían hechas a propósito por algún inescrutable motivo.
    -Es lo más feo que he visto en mi vida.
    -Supongo que eso significa que tendré que quedármelo.
    -¿Por qué lo has comprado?
    -Para parecer tonto.
    Níkelon iba a preguntarle por qué quería parecer tonto, pero Jelwyn sonrió como si hubiera adivinado la pregunta y no quisiera contestar, y comenzó a preparar el desayuno mientras silbaba una cancioncilla.

*****

    Aquella noche, Jelwyn tuvo una pesadilla. Níkelon le vio revolverse como luchando con alguien, le oyó murmurar un nombre y por fin gritarlo. Y a la tercera vez no aguantó más. Se inclinó sobre Jelwyn y le sacudió hasta despertarle.
    Jelwyn se incorporó gritando y se golpeó la cabeza con la de Níkelon.
    -¿Se puede saber qué estabas haciendo?
    -Intentaba despertarte.
    -Lo siento -Jelwyn se frotó la frente-. ¿Gritaba mucho?
    -No, no mucho -Se hizo una pausa muy incómoda. A Níkelon le latía el lugar donde había recibido el golpe-. ¿Quién es Jaysa?
    Jelwyn aferró a Níkelon por los brazos. Sus uñas se le clavaron a través de las mangas.
    -¿He hablado de ella? ¿Qué decía?
    -No... no lo entendí bien. Sólo la llamabas. Como si se estuviera marchando a alguna parte sin ti.
    Creía que Jelwyn iba a soltarle, pero no lo hizo. Se le quedó mirando a los ojos, como intentando leer sus pensamientos.
    -¿Tienes sueño?
    Níkelon negó con la cabeza. Jelwyn le soltó y se levantó de un salto.
    -Muy bien. Nos vamos.
    -¿Que nos vamos? ¡Pero si acabamos de pararnos!
    Jelwyn envainó su espada, dobló su manta y ensilló el caballo.
    -Yo estoy al mando, galendo -Ajustó el bulto detrás de la silla-. Y si digo que nos vamos, nos vamos.
    -¡No soy uno de tus hombres, ardiés! ¡No tienes ningún derecho a darme órdenes! Ni siquiera tengo por qué ir contigo a ninguna parte. Puedo volver a Crinale y explicarlo todo. Maldita sea, soy un príncipe de Galenday, mi palabra aún vale algo, no eran más que dos traidores, ¡Y ni siquiera les maté yo!
    Jelwyn desató el caballo del árbol donde lo había atado.
    -Seguro que creer n una explicación tan coherente.
    -No voy a Ardieor. Voy a quedarme aquí, voy a dormir hasta mañana y mañana volver‚ a Crinale y se lo explicaré todo. Me creerán.
    -Creía que habías dicho que no tenías sueño -Jelwyn puso el pie izquierdo en el estribo.
    -Esto es porque no quieres contestar a mi pregunta, ¿verdad?
    Jelwyn señaló hacia lo que Níkelon supuso que sería el sur.
-Se va por allí.
    Y espoleó a su caballo en dirección contraria.
    Níkelon le vio alejarse sin saber si sentirse aliviado. Cuando dejó de oír los cascos del caballo, el silencio cayó sobre él como un cubo de nieve.
    -Oh, maldición.
    Desató su caballo y trató de correr detrás de Jelwyn.
Al principio, no comprendió qué le había ocurrido. Mientras planeaba sin un asomo de dignidad ni elegancia hacia un inevitable encuentro con el suelo, pensó que el caballo debía haber tropezado con algo. Unas botas ante su nariz le mostraron que estaba equivocado.
    Medio atontado por el golpe, intentó incorporarse. Un pie en su cuello le aplastó la cara contra el suelo.
    -Desarmadlo.

*****

    Atado de pies y manos, transportado como un bulto en la grupa de un caballo ajeno, Níkelon intentó pensar en cómo podría salir de semejante lío, pero había demasiada sangre en su cerebro como para darle ideas brillantes. A lo más que alcanzó fue a sentir el deseo desesperado que Jelwyn regresara para salvarle, y luego a avergonzarse por ello.
    El que parecía estar al mando, un sujeto alto y rubio con la cara oculta por una máscara que solo dejaba al descubierto unos ojos muy oscuros, casi negros, dio la voz de alto. Con muy malos modos, Níkelon fue arrojado al suelo y sentado mientras los seres que le habían capturado preparaban un improvisado campamento a las órdenes del enmascarado.
    -Así que tú eres lo que tanto teme mi Señora.
    El estómago de Níkelon dio un salto mortal hacia atrás. El enmascarado, acuclillado ante él, le había hablado en ardiés.
    -No os entiendo -contestó Níkelon en galendo.
    -¿Quién eres? -preguntó el desconocido también en galendo.
    -Nadie.
    -Bonito nombre. Corto y fácil de pronunciar. Pues yo soy Estrella Negra de Dagmar, Capitán de esta pequeña expedición, y mis órdenes son llevarte allí vivo o muerto. ¿Qué prefieres?
    -Si me matáis no serviré de nada a vuestra Señora.
    Níkelon esperaba estar equivocado acerca de la identidad de la Señora, pero Estrella Negra disipó sus dudas con una carcajada.
    -Te sorprendería saber lo que ella puede hacer con un cadáver.
    Níkelon tragó saliva. No, no se había equivocado con la Señora.
    Un trhogol llegó galopando.
    -Lo homos porrdodo, Copotón.
    -Por supuesto. ¿Has oído, Nadie? Jedllyn te ha abandonado. Típico de él.
    -No sé de qué me estáis hablando.
    -No importa. Me pregunto por qué les das tanto miedo.
    -¿Cobardía?
    -Tal vez -Estrella Negra le pellizcó la mejilla derecha y se levantó-. Seguiremos hablando, Nadie.
    Pero no volvió a hacerlo. Pasaron otros dos días, que Níkelon pasó en la misma posición sobre el caballo, con las manos atadas, que solo le desataban para que comiera aquella sustancia, demasiado condimentada y de olor sospechoso, que los trhogol parecían adorar y Estrella negra apenas tocaba. Después de la comida del mediodía se reanudaba la marcha sin darle tiempo a digerir su ración, que insistía en regresar desde el estómago a la boca dejándole un sabor a bilis y especias pegado a su reseca lengua. Y después de la última comida del día le ataban a una estaca con las manos a la espalda. Era una postura muy incómoda y Níkelon apenas podía dormir, tan solo dar unas ligeras cabezadas entre pesadilla y pesadilla.
    Al final del tercer día, lo que hasta entonces había sido una línea azul oscuro en el horizonte se convirtió en las Montañas de Ardieor, lejanas aún pero ya visibles. Se detuvieron, montaron el campamento, le dieron su cena a Níkelon y volvieron a atarle. Níkelon vio cómo se distribuían las guardias antes de que su cabeza, rendida, cayera sobre su pecho. Despertó sobresaltado al sentir que algo frío rozaba sus manos.
    -Calla -murmuró la voz de Jelwyn tras él.
    La garganta de Níkelon latía tan fuerte que llegó a pensar que tenía dentro un tambor.
    Jelwyn no tardó mucho en cortar la cuerda, y Níkelon sintió el hormigueo de la sangre regresando a sus manos. Jelwyn dejó el puñal en su mano.
    -Acaba tú. Voy por tu espada.
    -Vaya, vaya, lo que se puede encontrar en Gueldou a medianoche.
    Jelwyn se levantó muy despacio.
    -Era "en Surlain", y te has dejado un "vaya".
    -Quisquilloso -Estrella Negra desenvainó su espada. La de Jelwyn apareció en su mano sin que Níkelon pudiera ver cómo-. ¡Quietos! -gritó Estrella Negra a los trhogol-. ¡Es mío!
    Por un momento, Níkelon se quedó sin saber qué hacer, con el puñal en la mano, los pies atados y la espalda contra la estaca. Pero cuando Estrella Negra se lanzó contra Jelwyn con un mandoble que provocó un pequeño rayo al pararlo la espada del ardiés, Níkelon reaccionó. Cortó las ligaduras de sus tobillos y trató de levantarse, pero tenía los pies dormidos y cayó de costado. Ni Jelwyn ni Estrella Negra repararon en él, estaban demasiado ocupados con sus ataques, paradas y bloqueos. Níkelon, sentado en el suelo hasta que sus pies respondiesen a su voluntad, no tuvo más remedio que disfrutar de la exhibición.
    -¿Eso es todo lo que sabes hacer? -se burló Estrella Negra.
    Jelwyn amagó un golpe que provocó un movimiento de su enemigo hacia la izquierda, y aprovechó este movimiento para darle una patada en el estómago. Estrella Negra se quedó sin respiración y se dejó caer al suelo. Jelwyn cogió a Níkelon por el cuello de la camisa y lo arrastró sin consideraciones.
    -¡A por ellos, imbéciles! -jadeó Estrella Negra. Los trhogol parecieron despertar y corrieron tras los dos fugitivos.
    Níkelon nunca había corrido tan deprisa. Jelwyn montó en el caballo de un salto y le subió tras él de un tirón. Apenas tuvo tiempo de sujetarse antes de que Jelwyn arrease al animal y salieran al galope.
    -¡Detenedles! -gritó Estrella Negra, ya recuperado el aliento.
    Níkelon estaba a punto de gritar de alegría por haber escapado cuando sintió un golpe en la espalda, a la altura de la cadera. Al principio no le dio importancia, pero el dolor persistía. Con infinita precaución, llevó su mano derecha al lugar dolorido.
    -¡Nos están disparando!
    -¿Cómo lo sabes?
    -Porque me han acertado.
    -Para una vez que aciertan tiene que ser a él -murmuró Jelwyn.