Historia de un Monje Infeliz

Divertido relato acerca de un sencillo pero fornido monje al que la admiración que causa en la gente sus hazañas le da muchos quebraderos de cabeza.
Érase una vez Saifont. Saifont era un monje vagabundo, un hombre muy religioso, en verdad, que siempre estaba andando de un lado para otro, y cuyo único objetivo era encontrar la paz interior. A Saifont poco o nada le importaban los bienes mundanos, pues tan sólo vivía para servir a Tyrpe, el Creador de Zenobia.
Pero quizá muchos de vosotros no sepáis aún qué es Zenobia. Zenobia es un mundo que se encuentra, para nuestro bien o nuestra desgracia, a muchas galaxias del nuestro, un mundo de fantasía, un mundo de héroes y de monstruos, de dioses y demonios. Pero, curiosamente, también mantiene bastantes semejanzas con el nuestro. Y Tyrpe es su Creador (o así es al menos como lo llaman los lugareños).
Pues bien, este monje pertenecía a este mundo, y era un servidor de Tyrpe. Saifont era un hombre humilde, muy humilde, y le gustaba la soledad. Quizá por esto se volvió un poco huraño, porque no se relacionaba con nadie, a pesar de que tenía un corazón tan grande que casi no le cabía en el pecho.
Lo describiré físicamente. Saifont era un hombre alto y robusto, de unos treinta años terrestres. Tenía prácticamente toda la cabeza afeitada, pero en cambio le colgaba una larga trenza negra. Su único ajuar estaba formado por una toga roja que llevaba alrededor del cuerpo y su espada, una gran espada de sus antepasados que utilizaba para defenderse. Pues Zenobia no es ni mucho menos un mundo fácil, sino que está infestada de horribles y malvadas criaturas. Y, al contrario de lo que hayáis podido pensar en un principio, y aunque detestaba la violencia, Saifont era un hombre muy, muy fuerte. Y es que su inmensa fe le daba unas fuerzas que ni siquiera él podía llegar a sospechar. Además, tenía grandes conocimientos de magia, tanto elemental como blanca. A menudo realizaba, sin saberlo, grandes hazañas. Era como lo que podríamos llamar un héroe. Pero no, él no era uno de ésos. A Saifont le gustaba pasar desapercibido.
La historia que voy a relatar a continuación narra un corto periodo de la vida de Saifont. Es una historia triste, pues Saifont era un hombre infeliz y desgraciado.
Una fría noche de otoño Saifont llegó peregrinando a una aldea llamada Inlagrím. Era una aldea sedienta de héroes, a quienes los aldeanos admiraban con gran fervor, pues esperaban que alguien los librara de las maldades de un grupo de bandoleros que a menudo les robaba. Claro que Saifont no sabía nada de esto. "No creo que llame mucho la atención", pensó, "Después de todo, es tarde y los aldeanos deben estar durmiendo". Pero se equivocó, pues no todos dormían todavía. Al poco de entrar en la aldea, se le acercaron los bandoleros de los que antes hablé, cuyo jefe era Fraguas, un malvado villano bastante temido en los alrededores.
-Vaya, vaya. Mirad lo que tenemos aquí. Pero si es un monje... - dijo Fraguas, mofándosele.
Pero Saifont no abrió la boca.
-¿Que haces por aquí, sacerdote? - preguntó otro de los bandoleros.
-No soy un sacerdote. Dejadme pasar, hombres de mala fe - contestó Saifont, intentando abrirse camino entre los bandidos. Pero éstos le cortaron el paso.
-Vayamos al grano - dijo Fraguas, al mismo tiempo que sacaba un largo cuchillo. Los otros hicieron lo mismo y descubrieron sus armas - Entréganos todo el dinero que tengas, monje.
-Me sorprendes, aldeano. Tan sólo tengo lo que ven tus ojos.
Fraguas vaciló un momento.
-Bien, entonces danos tu espada - dijo - Me gusta. La venderemos por un buen precio.
-No pienso darte nada.
Fraguas se adelantó, poniendo su cuchillo en el cuello de Saifont.
-Hazme caso si quieres vivir, monje - dijo.
-No tienes nada que hacer, bandolero, pues la fuerza de Tyrpe está conmigo y me protege. Aparta tu cuchillo si no quieres morir hoy - contestó el monje desafiante.
-¡Estúpido beato! - gritó Fraguas, y hundió un poco más su cuchillo en el cuello de Saifont hasta hacerle un pequeño corte.
Para sorpresa de éste, el monje cogió el cuchillo por la hoja con su mano izquierda desnuda, no sin hacerla sangrar, y lo tiró bien lejos. Después, con la derecha, agarró a Fraguas del cuello y lo levantó en el aire.
-Los hombres como tú no merecen vivir - dijo, y seguidamente lo estranguló, dejándolo caer al suelo.
En ese mismo momento, otro de los hombres gritó "¡¡¡Venganza!!!", y corrió hacia Saifont espada en mano. Pero éste cogió la suya y lo atravesó de parte a parte. Después, se dirigió hacia los dos que quedaban, con paso amenazante, y preguntó: "¿Alguien más quiere mi espada?". "¡No nos hagas daño, nos rendimos!", dijo uno de los hombres al tiempo que tiraban las armas aterrorizados.
-Huid - les ordenó Saifont apuntándoles con la espada - Marchaos de esta aldea y no volváis jamás. Y como hagáis alguna otra fechoría, por Tyrpe juro que lo pagaréis con vuestras vidas.
-¡Sí, prometo que no robaré más! - dijo uno, sollozando.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! - dijo el otro, y seguidamente huyeron despavoridos.
Fue entonces cuando se le acercó a Saifont un anciano que rondaba por allí cerca, enterándose de lo que había sucedido.
-Pero, ¿qué ven mis ojos? - dijo - No me lo puedo creer... ¡Has matado a Fraguas! ¡Que Tyrpe te lo pague, amigo! ¡Eres un héroe!
-Te equivocas, anciano. Tan sólo me he defendido.
-¡Ja, ja! - rió el viejo - Vamos, vamos... No hay por qué ser tan modesto. Después de todo, dentro de poco serás más famoso que un dios.
-¡¡No!! - exclamó el monje.
-¡Ja, ja, ja! - volvió a reír el anciano - Ahora eso ya es inevitable, amigo. Te debemos la vida. Cuando alguien realiza una empresa como la que tú has realizado hoy es que es un héroe, y los héroes son famosos y ricos. O por lo menos deberían ser ricos.
-Yo no quiero dinero, anciano - le dijo el monje.
-Deja la humildad a un lado. Ahora mismo voy a despertar a toda la aldea para que te lo agradezca. Ya verás como más de uno te hace algún regalo.
-¡¡¡No!!! ¡¡Eso nunca!! - a Saifont le ofendía mucho que le consideraran alguien importante - Escucha, viejo, debo irme. La paz me reclama - dijo, y después echó a andar.
-Espera un momento, no tengas tanta prisa - le dijo el viejo poniéndole la mano en el hombro - ¿Cómo te llamas? - preguntó.
-Mi nombre no tiene la menor importancia, anciano.
-¡Claro que sí! ¿Cuál es?
-Los nombres sólo son etiquetas que nos ponen para identificarnos. No significan nada.
-Y bien, ¿cuál es tu etiqueta?
-Si tanto te interesa, anciano, te diré que mi nombre es Saifont. Y ahora, déjame en paz.
De repente, el anciano se puso a vocear su nombre.
-¡¡¡Despertad todos!!! ¡¡¡Contemplad a Saifont El Grande!!! ¡¡¡El más grande héroe que este mundo ha dado!!!
-¡¡¿¿Quéee??!! - gritó Saifont sobresaltadísimo. Hacía más de una década que nadie había sabido nada de él, y esto era lo último que esperaba que le ocurriera en su primer encuentro con alguien - ¡Por favor, cállate! ¡Te lo ruego!
Pero el viejo no prestaba atención a sus palabras.
-¡¡¡Venid, venid todos!!! ¡¡¡Hombres y mujeres, niños y ancianos!!! ¡¡¡Traed también a vuestros animales, si queréis, que este heroico monje los bendecirá a todos!!! ¡¡¡Ha matado a Fraguas!!! ¡¡¿Me oís?!! ¡¡¡¡¡Ha matado a Fraguas!!!!!
La gente comenzó a abrir ventanas, y se oían frases como "¡Ha matado a Fraguas!" o "¡Por fin un héroe!". "¡Maldito viejo!", se dijo Saifont, y echó a correr tan rápido como pudo. Mientras corría, se percató de que la gente le iba tirando desde las ventanas de alrededor pétalos de flores y monedas, e incluso un gracioso que nunca se dio a conocer tiró un cubo de cola, lo que hizo que los pétalos y las monedas se le apegaran al cuerpo. De pronto una hermosa muchacha de cabellos dorados que salió de un burdel se puso en medio del monje y le cortó el paso.
-Pareces un hombre fuerte - le dijo - Debes almacenar muchas energías en ese cuerpo. ¿No te gustaría gastarlas conmigo esta noche?
Saifont se enrojeció, y en ese momento sintió algo que nunca antes había sentido.
-Aparta, pecadora - dijo, y echó a correr de nuevo.
Se llevó la mano a la cara diciéndose "Pero, ¿qué he hecho yo para merecer esto?", pero como tenía la mano encolada, descubrió que no se la podía despegar de los ojos. Así que corrió con la mano en los ojos un buen trecho, tropezándose, chocándose, y de vez en cuando cayéndose al suelo y volviéndose a levantar. Y no despegó su mano de su cara hasta que paró a descansar fuera de la aldea, donde se vio obligado a recurrir a su espada para cortar la cola. Cuando se descubrió los ojos se dio cuenta de que tenía detrás suya a toda la aldea de Inlagrím: hombres, mujeres, niños, ancianos, tres perros y una vaca.
-¿Se puede saber que queréis, aldeanos? - les preguntó.
-Queremos ir contigo - contestó el viejo - Eres el Guardián de Inlagrím.
-No soy guardián de nada. Y no podéis venir conmigo. Sois unos alborotadores, y de seguro que no voy a encontrar la paz con vosotros. Además, no conviene que os alejéis mucho de vuestra aldea. Zenobia es un mundo peligroso, y yo marcho hacia tierras desconocidas.
-No nos importa - dijeron - Te seguiremos, y tú nos protegerás. ¡Sí, y te ayudaremos a luchar!
-¡Atajo de locos! ¡Dejadme en paz! ¡Tan sólo quiero tener una vida tranquila!
Pero los aldeanos ya habían empezado a parlotear entre ellos y no prestaron ninguna atención a Saifont. De esta manera fue como el monje tuvo que cargar durante un tiempo con la aldea de Inlagrím. No les hablaba, pero ellos le seguían como las moscas a la mier... Como las moscas a la miel. Y no se los pudo quitar de encima de ninguna manera. O al menos en una temporada.
De todos los aldeanos, los que más le molestaban eran una pareja de jóvenes enamorados que no hacían más que besarse y tocarse. Y esto causaba gran pudor en el monje, aparte de que lo consideraba una gran ofensa. Además del viejo, claro, que no hacía otra cosa que pregonar su nombre: "¡¡¡Contemplad a Saifont El Grande, Guardián de Inlagrím!!!", decía, y con esto atrajo a más gente de aldeas próximas. Pronto tuvo casi un centenar de personas detrás suyo, sin contar los animales. Le seguían las gentes de Inlagrím, y también parte de Guineas y Karmas Andallion.
Un día, mientras atravesaban una colina, Saifont oyó ruido de trasgos. Del mismo modo que sus parientes los orcos, los trasgos son criaturas malignas, de piel oscura y cuerpo deforme; y, al igual que muchas otras, no han sido creadas por Tyrpe, sino por alguno de los primeros demonios que poblaron el mundo. Le pareció ver cerca de cincuenta. Parecían ser trasgos vagabundos o extraviados, y por lo visto iban en busca de algún refugio oscuro donde pudieran esconderse del sol.
-¡Escuchadme! ¡Corred, corred todo lo rápido que podáis! ¡Vienen tras...!
-¡¡¡Atención, atención!!! ¡¡¡Saifont El Grande quiere decirnos algo!!! - le interrumpió el viejo pregonero.
-¡Vienen trasgos! Unos cincuenta, creo. Sin duda intentarán apresaros o mataros. Corred ya todo lo que podáis o no tendréis ninguna oportunidad. ¡Vamos! Los trasgos son veloces corredores.
-No nos importa - dijo un hombre - Nosotros te tenemos a ti. Además, somos más que ellos.
-¡¡¿Quéee?!!
Al momento se acercaron estas malvadas criaturas. Unas quince fueron a por Saifont, pues sin duda lo vieron más fuerte que los demás, y el resto se dirigió hacia los aldeanos. Para el monje, los trasgos no supusieron un gran problema, pues los liquidó rápidamente. Primero, cortó a siete de golpe por la mitad con su espada. Después, los otros ocho intentaron apresarle, pero se los quitó de encima con un hechizo de magia blanca que los dejó quemados, y a dos que quedaron vivos les rebanó la cabeza. Por su parte, los aldeanos no se acobardaron, sino que corrieron hacia los trasgos como un ejército. Algunos resultaron heridos, pero ninguno muerto. En cambio, en cuanto a los trasgos, sólo sobrevivió uno, que robó una cabra y escapó corriendo perseguido por el cabrero.
Cuál fue la sorpresa de Saifont cuando acudió en su ayuda y descubrió que los aldeanos se defendían realmente bien. Hasta los ancianos arreaban bastonazos. "Parece que no necesitan mi ayuda. Ahora es el momento", pensó, y echó de nuevo a correr. De repente, pasó corriendo junto a su lado el trasgo que llevaba la cabra, maldiciendo y refunfuñando entre dientes en la horrible lengua de los trasgos. Después, dijo "Te compadezco, monje", y lo adelantó. Detrás de él corría el cabrero profiriendo amenazas, y detrás el resto de los aldeanos. Parecía que no se había deshecho de ellos.
De modo que anduvo días y días con esta muchedumbre a sus espaldas. Hasta que llegaron al Cañón de los Mil Demonios. Éste era una enorme y aterradora grieta en el terreno, por cuyo profundo fondo corría un río de aguas frías y turbulentas. Algunos aldeanos temerarios se asomaron al abismo, en el que casi no se veía el final del precipicio debido a la niebla y la inmensa altura. Ante el asombro de todos, el monje se arrojó al Cañón. "El golpe será duro, pero valdrá la pena", pensó, "Jamás podrán pasar a la otra parte". En efecto, el golpe fue duro, durísimo, mortal para cualquier otro. Pero no para Saifont, cuyo cuerpo había pasado por muchas calamidades en la vida. Una vez en el río, intentó permanecer unos minutos en el fondo del agua, simulando así su muerte. Cuando salió a la superficie, no vio a nadie arriba. Bueno, un loco saltó y se mató, pero nadie lo echó de menos. "Lo he conseguido", pensó el monje satisfecho, y lentamente comenzó a nadar hacia la pared opuesta. Era una pared vertical pero escarpada, y decidió escalarla. Aunque le llevó bastante tiempo, intentó escalar todo lo rápido que pudo, pues temía cansarse y no poder parar a descansar. Así que colocando un pie aquí, una mano allá, y ayudándose en varias ocasiones con su espada, al fin llegó a la cima. La primera visión que tuvo nada más llegar, fue la de los aldeanos mirándole. "Un espejismo causado por el estrés, sin duda", se dijo, pero pronto descubrió que no era así.
-¿Por qué no has cruzado el puente de allá como hemos hecho todos? - le preguntó el viejo pregonero mientras se le acercaba.
-¡No te acerques! - gritó el monje histérico al tiempo que daba un paso hacia atrás.
Pero como atrás no había suelo dio el paso en falso y volvió a caer al río. Y esta vez sí que pareció haberse matado de veras. Pues en esta ocasión resultó caer de espaldas, y durante más de un mes, Saifont tuvo la espalda más roja que la sangre. Entonces, víctima de un terrible dolor y un agotador cansancio, no tuvo más remedio que dejarse llevar por las aguas. Hasta que llegó al Salto de Tyrpe, una enorme cascada de inconmensurables metros de altura, donde cayó sin poder hacer nada al respecto. Pues en el Río Sagrado (que así era como se llamaba), las aguas eran altas y no existían salientes a los que aferrarse. Y estaba demasiado cansado y dolorido como para volver a escalar alguna de las paredes. "Se acabó", pensó mientras caía. "Al fin voy a descansar en paz". El temido y a la vez esperado momento llegó, y el impacto en las aguas del lago de abajo fue brutal.
Las aguas arrastraron el cuerpo del monje hasta la orilla. Y éste se llevó una gran sorpresa cuando descubrió que no estaba muerto. Como dije al principio, Saifont era mucho más resistente de lo que él mismo pensaba.
-¿Por qué no me arrebatas ya la vida, Padre? - dijo mirando al cielo - Aunque sea por misericordia...
Descansó un rato tumbado allí, en la orilla, antes de incorporarse de nuevo. Cuando por fin se levantó, se internó en un bosque que había junto al lago. Pero no avanzó mucho, pues pronto anocheció y tuvo que parar otra vez. Sabía que si se perdía de noche en un bosque como aquél, jamás encontraría la salida. Intentó dormir un poco, lo cual no le resultó muy difícil. Incluso en sueños le atormentaban unas voces que gritaban "¡¡¡Debemos encontrar a Saifont El Grande!!! ¡¡¡Es el Guardián de Inlagrím!!!", y que le hicieron volver al mundo de la vigilia. O quizá no estuviera del todo dormido. Pronto le pareció que las voces se iban volviendo más y más fuertes, y creyó ver a lo lejos unas luces, como antorchas. Lo que no sabía es que mientras él se dejaba llevar por las aguas del río, los aldeanos también siguieron al trote y sin cesar el curso de éste, hasta que ellos también bajaron al lago (lógicamente no por la cascada), y se internaron igualmente en el bosque siguiendo sus húmedas huellas. Sin duda, el monje ya les había sacado mucha ventaja, pero la perdió mientras descansaba.
-¿Por qué he de ser castigado de este modo, Padre? - volvió a decir cara al cielo - ¡Explícamelo!
Después, con una agilidad asombrosa, subió hasta la copa del árbol en que estaba apoyado. Era un árbol muy delgado, pero también de considerable estatura. Al momento, un niño dijo "¡He oído algo por allí!", y enseguida tuvo a los aldeanos rondando por debajo de él. La vaca mugió al árbol donde se encontraba.
-¡Chssst! ¡Lárgate, res! - le ordenó.
Pero la vaca no obedeció, sino que siguió mugiendo cada vez más alto. Entonces se le acercó el niño.
-¿Qué pasa, Lulú? ¿Qué hay en ese árbol? - le dijo a la vaca, y después quedó mirando el árbol pensativamente - Mmmm... Ahí arriba hay algo... ¡Eh, mirad esto! ¡Ahí arriba hay algo! ¡Creo que es un pájaro!
-¡Ven aquí, Koll! - lo llamó su madre - ¡No molestes a los animales del bosque!
-Ahora verás, pájaro de mal agüero... - dijo el niño.
Después, comenzó a tirarle piedras. Saifont intentó soportarlas un rato, pero el niño parecía muy insistente, así que le tiró una manzana para alejarlo del árbol. "¡Eh, le he dado a una manzana!", dijo el niño, "¡Voy a ver si puedo darle a más!", y continuó tirando piedras.
-¡Ah! Pero que ¿hay manzanas en ese árbol? - preguntó un aldeano - ¿Vosotros no tenéis hambre? Yo por mi parte si que cogeré unas cuantas.
Se acercó al árbol junto a dos hombres más, y entre los tres comenzaron a moverlo con fuerza. En lugar de manzanas lo que cayó al suelo fue el pobre monje, con abundantes magulladuras.
-¿Saifont, eres tú? - preguntó el anciano sorprendido - ¿Qué hacías en ese árbol?
-Esconderme de vosotros, anciano - contestó mientras se incorporaba - Esconderme de vosotros.
-¿De nosotros? ¿Por qué?
-¿Que por qué? ¡Por vuestra culpa voy malherido! ¡Es increíble que aún no haya partido hacia la última morada! ¡Quiero viajar solo! ¡Dejadme en paz de una vez! ¡Sois unos...!
-¡Ajá! - le interrumpió el viejo - Ya te dije una vez, muchacho, que no había necesidad de ser tan modesto. Ya estamos aquí otra vez para hacerte compañía. Y no te preocupes, ya sabemos todos lo humilde que eres. ¿A que sí, gentes? - preguntó dirigiéndose hacia la muchedumbre - ¡Tres hurras por Saifont!
-¡¡¡Nooooo!!! - gritó el monje, y seguidamente echó de nuevo a correr.
Esta vez les ganó mucha ventaja, pues por el bosque los consiguió despistar un poco. Cuando las aldeas le retomaron la pista, ya les llevaba horas por delante.
Y por fin salió del bosque. Estaba mucho más cerca de las Montañas Fronterizas de lo que pensaba, y no le costó demasiado tiempo llegar hasta la falda de la cordillera. Se llamaban así porque separaban el país de Arwinione de las Tierras Blancas, unas regiones vastas en las que reinaba la nieve y la desolación. Se había dirigido hacia aquellas montañas desde un principio, hacia el Asfald, el pico más alto de la sierra.
La tarde que llegó a la falda comenzó a llover a cántaros, y más tarde aún, a granizar. Por suerte, avistó una gran cueva no muy lejos del lugar, y ahí fue hacia donde se dirigió para refugiarse de la tormenta. Descansó unas horas, hasta que comenzó a escuchar por enésima vez las mismas voces molestas que le perturbaban. "Oh, no", pensó, "Parece que también se dirigen hacia aquí. Nunca me desharé de ellos", se dijo, y después echó a andar hacia el interior de la cueva para que no lo descubrieran.
Pronto sintió un aire cálido en la cara. Se preguntó qué sería. A medida que se adentraba en la caverna, el calor se fue haciendo más sofocante. Después, la oscuridad comenzó a esclarecerse, como si hubiera alguna fogata cerca. Al principio creyó que se encontraba en el interior de un volcán, pero descubrió que no era así en cuanto escuchó una intensa respiración. "¡Maldición!", pensó, "¡Es aliento de dragón!". Dio media vuelta y avivó el paso considerablemente. Pero cuando los aldeanos lo vieron, no pudieron contener su alegría:
-¡¡¡Ahí está nuestro héroe!!! - gritó el viejo - ¡¡¡Tres hurras por Saifont!!!
-¡No! ¡No chilléis tanto! Vais a despertar al dr...
-¡¡¡Hip hip hurra!!!
-¡Callad!
-¡¡¡Hip hip hurra!!!
-¡El dragón!
-¡¡¡¡¡Hip hip hurra!!!!!
De repente se oyó un terrible rugido que provenía de las profundidades de la montaña.
-¡Escuchadme todos! Hay un dragón en esta montaña. ¡Y lo acabáis de despertar! Ahora, salid todos de la cueva. ¡Ya!
-Pero nos calaremos los huesos... - protestó uno.
-¿Prefieres abrasarte vivo? ¡Vamos!
Los aldeanos se resistieron un poco, pero cuando salió el monje, todos fueron detrás suyo. Después, quedaron observando atentamente la entrada de la cueva (aun el viejo pregonero), desde la cual se oían horribles sonidos. Entonces salió el temido dragón. Un enorme dragón verde grisáceo que parecía estar muy molesto con sus nuevos huéspedes. La bestia se irguió cuan alta era, y todos pudieron comprobar su increíble estatura, cerca de unos veinte metros.
-¡Rápido, a la cueva! ¡Yo me encargaré de él! - les ordenó el monje.
La muchedumbre retornó a la cueva, pero no por obediencia a Saifont, ni siquiera por salvar sus vidas, sino para no mojarse. Desde el umbral pudieron ver cómo el valiente monje luchaba contra la bestia bajo el aguacero. Se defendía de sus llamas con algún tipo de escudo mágico. En el transcurso del combate, un niño advirtió que el dragón se preparaba para asestarle a Saifont un golpe con la cola. "¡Cuidado, Saifont! ¡A tu izquierda!", gritó. Pero éste resultó ser un niño que confundía los puntos cardinales, así que cuando el monje se volvió hacia su izquierda, recibió un golpe por la espalda que le hizo surcar los aires durante un desagradable momento. Cuando, se levantó, intentó esquivar unos minutos a la bestia, pues aún estaba un poco aturdido por el golpe. De pronto, todos le vieron subirse sobre el lomo del dragón para poder dañarle la cabeza. Entonces pensaron que debían ayudarle. Pero no se les ocurrió otra forma de hacerlo que tirando palos y piedras a la bestia.
-¡No! ¡Cesad en vuestros actos! - gritó el monje - ¡Así sólo lo enfureceréis más!
En ese momento, una piedra alcanzó un ojo del dragón, y éste se enrabietó tanto que de una furiosa sacudida volvió a mandar a Saifont al suelo, no sin antes hacerle volar unos cuantos metros.
-¡Ya basta! - gritó éste - ¡¡No me ayudéis más!!
Era tal la ira y desesperación que corría por las venas del monje en aquel instante que, sin pensarlo dos veces, corrió coléricamente hacia la bestia, y antes de que nadie tuviera tiempo de ver nada hundió su espada en el corazón de ésta.
Los aldeanos salieron de la caverna aplaudiendo y vitoreando, pero Saifont estaba muy enojado y no tenía ganas de celebraciones. Sin prestarles la más mínima atención, retomó el camino hacia el Asfald, y prefirió empaparse antes que seguir un minuto más con aquellas gentes. Desgraciadamente para él, los aldeanos eran verdaderamente obstinados, y no lo abandonaron ni un solo momento. Cuando llegaron a los pies del Asfald, algunos de ellos se encontraban debatiendo una estúpida disputa.
-¡Saifont es el Guardián de Inlagrím! - dijo el anciano.
-¡No es más guardián de Inlagrím que de Karmas Andallion! - discrepó otro - ¡Ambas son aldeas vecinas!
-¡Pero no por ello más importantes que Guineas! - añadió un tercero.
-¡Ja! - rió burlonamente el segundo - Los guineanos sois unos paletos. Guineas sólo tiene cuatro chozas, prácticamente, y no las conoce ni tu madre.
-¡¿Cómo te atreves?! ¡Los guineanos somos lo suficientemente fuertes y valientes como para daros una paliza a Inlagrím y Karmas Andallion juntas!
-¿Ah, sí? - dijo el anciano, y luego levantó el bastón -¡En guardia!
Entonces intervino el monje, que apaciguó un poco a los aldeanos.
-¡Haya paz, gentes!
-¿Qué pasa, Saifont? - preguntó el viejo.
-¿Veis aquella cumbre cubierta de nieve? - le dijo el monje señalando el pico del Asfald - Hacia allí me dirijo. Como podéis observar, es lo suficientemente alta, empinada y peligrosa como para que vosotras, gentes de campo, podáis escalarla. Así que aquí nos despedimos. ¡Adiós!
El viejo quedó pensativo un momento mientras contemplaba el pico de la montaña.
-¡No!, creo que sí podemos subirla... - dijo.
-¡Maldita sea! ¿Es que no entendéis nada de lo que digo? - el monje estuvo a punto de perder los nervios, pero intentó hallar una solución - A ver... Decís que soy vuestro héroe, ¿no?
-¡¡¡Síiii, Saifont El Grande es nuestro héroe!!! - contestó la muchedumbre, y después aplaudieron.
-¡Vale, vale! O sea, que haréis lo que yo diga, ¿verdad?
-¡¡¡Síiii, haremos lo que Saifont diga!!! - dijeron, y luego silbaron y vitorearon.
-¡De acuerdo, de acuerdo! Entonces, ¡marchaos!
Todos los aldeanos se quedaron mirando al monje como sin comprender lo que acababa de decir, y con un brillo de estupidez en los ojos.
-¿A qué esperáis? ¡Vamos! ¡Marchaos!
Pero ninguno se movió. Hasta que el viejo pregonero rompió el silencio.
-¡¡¡Tres hurras por Saifont!!!
Los aldeanos cantaron tres "hip hip hurras" y después gritaron "¡¡¡Saifont!!! ¡¡¡Saifont!!! ¡¡¡Saifont!!!". "¡Socorro!", gritó este, y comenzó a escalar la montaña tan veloz como el viento.
Cuando llegó a la cima, se dispuso a realizar aquello para lo que había estado preparándose tanto tiempo: un éxtasis místico; la única ilusión verdadera de cualquier monje o persona religiosa. Sentía que en la cima del Asfald estaba más cerca de Tyrpe. Así que se sentó de rodillas, cerró los ojos y se sumió en una concentración absoluta... Hasta que al cabo de un rato llegaron sus molestos seguidores, desconcentrándole por completo.
-¡¡¡¿Quéeeee?!!! ¡¡¡¿Cómo habéis llegado hasta aquí?!!!
-¡Uff! Ha costado, en verdad - respondió el anciano - He tenido que ayudarme con el báculo unas cuantas veces... Brrr, hace fresquito aquí arriba, ¿eh?
La vaca mugió.
-¡¡¡¿Y la vaca?!!! ¡¡¡¿Cómo ha llegado hasta aquí la vaca?!!!
-¡Ja! Lulú puede con todo. Es una experta escaladora. ¿A que sí, Lulú?
Lulú mató una mosca con el rabo.
-Paciencia, Saifont, paciencia... - se dijo el monje mientras se llevaba una mano a la cara. Aunque antes se aseguró de que no estuviera encolada.
Entonces el viejo retornó a sus ya habituales exclamaciones.
-¡¡¡¿Quién es el más grande de todos los héroes?!!!
-¡¡¡Saifont!!! - contestó la muchedumbre.
-¡¡¡¿Quién es el protector de los débiles?!!!
-¡Tu padre! - gritó un gracioso, pero los demás le pegaron un guantazo.
-¡¡¡Saifont!!! - respondieron después los otros.
Y luego vocearon "¡¡¡Saifont!!! ¡¡¡Saifont!!! ¡¡¡Saifont!!!". "Debo aguantarlos un poco más", pensó el pobre mártir, "Ay, los que mejor me caen los he matado yo mismo... Pero no deseo internarme en las Tierras Blancas. No aún al menos, no hasta que encuentre lo que estoy buscando". Seguidamente se sentaron y se pusieron a comer. "Hacen mucho ruido, pero por lo menos mientras tengan la boca llena estarán callados", pensó el monje, y volvió a su postura de concentración. Al cabo de tan sólo unos minutos, sentía que Tyrpe estaba ya muy cerca de él. En ese momento el anciano, que había terminado de los primeros, se levantó y les habló a los demás.
-¡Gentes mías!
-¡No todas somos tus gentes! - gritó uno.
-¡Si no te gusta el discurso te largas! ¡Gentes mías! - repitió - ¡Todos sabemos que, aunque en otros lugares de esta región esté considerado como una falta de educación y aun una porquería, en nuestra zona, eructar simboliza el cariño y la amistad! ¡Así que, ¿por qué no le mostramos todo nuestro cariño a nuestro gran héroe?! ¡¡¡Va para ti, Saifont!!!
Y cuando éste estaba a punto de contactar con el mismísimo Tyrpe, escuchó una oleada masiva de eructos que le hizo perder toda concentración y aun vomitar. Hasta la vaca Lulú emitió un sonido harto desagradable. Después, el monje les miró, mareado, angustiado y colérico.
-Vosotros... Esto es inaguantable... - dijo mientras se dirigía lentamente hacia ellos.
"¡¡¡Malditos seáis!!!", gritó, y sacando su espada, corrió rabiosamente hacia el viejo dispuesto a atravesarlo con ella. Pero cuando ésta se encontraba ya a uno o dos centímetros del cuello del anciano, paró en seco. Pues aunque sentía una gran aversión hacia esta persona, sabía que no podía arrebatarle la vida a un inocente (¡inocente!). Los dos se miraron fijamente. El aire se hizo pesado entre ellos. Aterrorizado, el viejo tragó saliva. Después, le arreó un bastonazo a Saifont en la cabeza tan fuerte que lo dejó en el suelo y casi inconsciente. Entonces corrieron hacia él los demás aldeanos y entre todos le propinaron la mayor paliza que le hubiera dado alguien en toda su vida. Se fueron enfadados y muy decepcionados, diciendo frases como: "Menudo héroe nos hemos buscado" o "Es el asesino más grande que he visto jamás". Antes de irse, un perro pequeño le orinó encima.
Quedó Saifont en el suelo, encogido y magullado. "¿Por qué me haces esto, Padre?", dijo, "¡¿Por qué?!". Fue entonces cuando el monje observó cómo las nubes se abrieron y un rayo de luz surgió de la abertura. "¿Padre?", preguntó, y poco a poco, y aunque le costó lo suyo, se incorporó y miró hacia el firmamento. De pronto, una voz que sonaba como mil tormentas, se dejó oír.
-Hijo mío... - dijo la voz.
-¡¿Padre?! - por una vez en su vida, Saifont se sintió feliz. Le cayeron lágrimas de los ojos, y mostró en la expresión de su rostro una alegría indescriptible.
-Hijo mío... - prosiguió la voz - Eres un tonto.
En ese momento Saifont sintió una frustración como jamás ha sentido ningún hombre, y quedó con una cara de bobo difícil de explicar.
-No pongas esa cara, hijo mío... - continuó la voz - Te lo digo cariñosamente. Eres un tonto - repitió - Esas gentes te han ofrecido todo su amor, y tú, mira cómo se lo has pagado. Eres un hombre infeliz, hijo mío, y si continuas así, te quedarás solo para siempre.
El monje bajó la cabeza y cerró los ojos. Después, mostró una leve sonrisa. Y a continuación, le entró una risa histérica, como de locura.
-¿De qué te ríes, hijo mío? - preguntó la voz.
Saifont tardó un poco en cesar de reír. Y cuando terminó, estalló en él una ira que llevaba conteniendo durante mucho, mucho tiempo.
-¡¡¡A la mierda!!! - gritó.
-¿Cómo? - preguntó la atronadora voz, sorprendida.
-¡¡Digo que a la mierda!! ¡¡A la mierda todo!! Resulta que me comporto como un imbécil todo el tiempo para que Tú te enorgullezcas de mí... ¡y encima me echas la bronca! No eres mi padre, ¿sabes? - y quedó pensativo durante un instante - Bueno, quizá sí seas mi Padre... ¡¿Pues sabes qué?! ¡Que me hago ateo! ¡Hala! ¡Ya no creo en ti! ¡Voy a dejarme de todos estos rollos de monje! ¡Primero, empezaré dejándome pelo, mucho pelo! ¡Como un león! ¡Y luego, me emborracharé! ¡Y después, je, je, después me iré con la chica rubia del burdel! ¡Cuando la vi en la aldea, sentí un calorcillo difícil de disimular! ¡Y voy a llevar una vida de pecado, Padre! ¡¿Me oyes?! ¡¡¡Voy a llevar una vida de pecado!!!
En ese mismo momento, un aterrador rayo cayó justo en los pies de Saifont, que quedó petrificado del susto.
-¡¿Qué dices?! - preguntó la voz, furiosa.
-Que me voy a rezar - contestó el monje.
Entonces se sentó cerca de allí y rezó todas las oraciones a Tyrpe existentes en Zenobia (bastantes, en realidad). Después, se arrepintió de su atrevimiento y rompió a llorar, pues vio que su Padre le había abandonado.
Entonces, muy a su pesar, no tuvo más remedio que regresar a la aldea de Inlagrím para demostrarle a Tyrpe su fidelidad. Pero ya era demasiado tarde: le volvieron a pegar. En toda la región se oían cosas como que el viejo Stivell les había librado de las garras de Saifont El Malvado. Incluso en algunos lugares lo conocían como Saifont El Idiota. Pero Saifont tan sólo buscaba el perdón de su Padre, no el de estas gentes. Y Tyrpe, al ver que el desdichado monje aún le era fiel, olvidó su rencor y le perdonó. A decir verdad, era el único ser (por llamarlo de alguna forma) que apreciaba de veras a Saifont. Así que éste, feliz de que su Padre estuviera de nuevo con él, se internó en las frías y desoladas Tierras Blancas. Y nadie lo volvió a ver. Jamás.
Bueno, una vez la chica del burdel afirmó haber pasado una noche con él; pero ésta no era una muchacha de fiar. Aunque, quizá el pobre monje infeliz al final sí sucumbió a la tentación. Quién sabe...