El Orco de los Recados
Curioso relato con tintes humorísticos sobre un orco muy poco común y el condicionamiento que le provoca su pertenencia a esta raza.
Esto no es un cuento. Y por lo tanto no va a empezar por un tópico como "Érase una vez". Y Garbin no es un apuesto príncipe, ni tampoco un valiente caballero. Es un orco.
Su piel es de un desagradable color oscuro y verdoso; sus ropajes son sombríos y harapientos; en sus rasgos se observan crueles malformaciones, e infinidad de arrugas repugnantes; su tez es horrible. Nada hay en Garbin que no haga pensar que el mal fluye por sus venas... excepto sus ojos. De un azul claro y hermoso, sus brillantes ojos bien podrían haber pertenecido a la estirpe élfica, y no a la suya. Mucho se podría adivinar mirando a Garbin fijamente a los ojos.
Vive en las profundidades de la montaña, con su gente. No le gusta la vida que lleva. Odia a los suyos, y los suyos le odian a él. Pues entre los orcos no hay confianza, y los sentimientos más comunes a menudo confluyen entre la ira, el rencor y la venganza. Como orco, el único arte innato que tiene es el de matar; pero él mismo sabe que no es un talento éste digno de orgullo. No le gusta matar. Debido a su excéntrica personalidad para ser un orco, se ha ganado el título de "orco de los recados", pues a él se le encomiendan las tareas menos... orcas, por así decir. Y se queja. Porque vive como un esclavo, y él cree en la libertad. Pero un día, espera poder empezar a vivir...
Ésta es la amarga historia de cómo un orco intentó desviarse de la senda marcada para convertirse en algo mejor. Algo admirable para ser un orco.
El gran jefe Maglerond se acercó a Garbin con paso firme. Éste se hallaba bruñendo unas cimitarras mientras gruñía.
-¡Eh, chico! - ladró el jefe - Tengo un trabajo para ti.
-¡Ja! Qué novedad... - murmuró Garbin.
-Verás. Como supongo sabrás, dentro de dos días vamos a dar un festín por nuestras recientes conquistas. Hemos sacado mucho últimamente y vamos a celebrarlo. Hacen falta ciertos alimentos de los que ahora mismo no disponemos y que no pueden faltar en un festín, y quiero que bajes a esa aldea que conoces a por ellos. Un trabajo sencillo, teniendo en cuenta tus estúpidos ideales...
-¿Y por qué yo, eh? Todo se le manda a Garbin. Garbin, haz esto, Garbin, haz lo otro... ¡Estoy harto de ser el orco de los recados!
-¿De verdad? ¡Bien! Entonces deja esas espadas, no hay más que hablar. A la próxima vez que saqueemos un poblado, robemos los animales, quememos las casas, matemos a los hombres, violemos a las mujeres y nos llevemos a los niños te vendrás con nosotros, ¿de acuerdo? ¿Qué dices?
Garbin quedó turbado.
-No... - dijo al fin - Ni hablar. Sois una panda de salvajes carentes de racionalidad. Malditos idiotas...
-¡Eso pensaba! - gruñó el gran jefe Maglerond - Eres una vergüenza para nuestra especie, Garbin. Nunca nadie oyó hablar de un orco pacifista. A menudo te niegas a matar, e incluso das problemas cuando se te ordena torturar a los prisioneros. Así que, por la cuenta que te trae, vigila tu arrogante lengua y cumple sin rechistar con las "obligaciones" que se te encomiendan.
Garbin no dijo nada.
-Coge un saco. Toma esto - el jefe le tendió un papel.
-¡¿Qué es esto, una lista?!
-Sí. ¿Algún problema?
-Pues...
-Bien. Roba todo lo que he apuntado, y si alguien te lo intenta impedir, lo matas. ¿Me oyes? ¡Lo matas! Como mucho mañana te quiero aquí con todo eso.
Garbin leyó la nota en voz alta.
-Er... Vaya. Pan. Queso. Seis botellas de leche (aproximadamente). Agua, por supuesto. Vino. Dos sacos de harina. Trigo. Cebada. Chocolate. ¿Chocolate? Je, je... Tabaco (para el viejo). ¿? Carne de ternera. Algo de pescado. Caramelos. Ay... Mejillones en escabeche. Pfff, Madre del Amor Hermoso... H... Hue... ¿Has tachado los huevos? Ah, okey. Tres gallinas (vivas). ¿Vivas? ¡¿Cómo que vivas?!
-Así es.
-Oh, cielos... Un niño (pequeño). ¡¿Qué?!
-Para el pastel.
-¿Y qué es esto? Una mujer (voluptuosa). ¡¿Qué demonios significa esto, Maglerond?!
-Lo que lees. Quiero a una mujer, y la quiero viva. Nos divertiremos con ella un rato. Y luego... La encerraremos o nos la comeremos, no sé, ya se verá. Si es bella y tiene algún hijo te los traes a los dos, así matas dos pájaros de un tiro.
-¡¡Ni pensarlo!! - Garbin arrojó la lista al suelo - ¿Qué te has creído tú, gran jefazo, que soy una mula de carga? No voy a traer a ningún humano. ¡A ninguno!
-¡Me pones furioso con tus necedades! ¡Quiero todo eso, y rápido! Si no puedes con el saco, robas una carreta. Pero mañana te quiero de vuelta con todo. Y si crees que no puedes raptar a un par de humanos, yo mismo bajaré acompañado de unos cuantos a por ellos. Y no te gustará nada lo que haremos, créeme... Tú decides.
Garbin se sintió verdaderamente mal después de aquello. Sabía que si no traía él a una mujer y un niño, bajarían los demás a la aldea y se llevarían a muchos más. Pero se sentía incapaz de hacerlo. Ay, qué decisión tan funesta y desgraciada...
En cualquier caso pensó que no era conveniente perder más tiempo. Nadie sabía lo que le podía aguardar el destino. Tan pronto como Maglerond se hubo marchado dejó las espadas a un lado, se armó con su propia cimitarra y su casco de hierro forjado, cogió un saco grande y la lista de alimentos, y partió.
Dejó atrás la montaña, y se internó en el camino del bosque. Procuró no pensar en lo que haría hasta que no llegara a la aldea. Entretanto, se dedicó a mirar los árboles, arbustos y animales. Allí se encontraba a gusto, pues por lo menos el espeso ramaje apenas permitía la entrada de los rayos del sol.
Transcurrieron un par de horas, y el bosque llegó a su fin. Garbin descubrió que fuera de sus lindes un hermoso crepúsculo rosado se cernía sobre el mundo. Miró un instante hacia el sol, y se arrepintió de haberlo hecho; no obstante, pronto se ocultaría entre las montañas, y esto lo animó un poco.
Empezaba a hacer fresco cuando penetró sigilosamente en la aldea. Comenzó entonces su curiosa cacería...
El pan y el queso los consiguió sin dificultades, metiendo un brazo por una ventana cerca de la cual había una mesa con la cena a punto, en un momento en que la habitación había quedado vacía. La harina, el trigo y la cebada los encontró en un viejo almacén al que entró por una ventana, al igual que el vino. Para conseguir la leche rondó por las afueras de aldea hasta que avistó una pequeña granja. Curiosamente, y por fortuna, al lado de unas vacas había unas cuentas botellas metálicas. Aprovechando, se hizo también con algunas gallinas, que se vio obligado a llevar bajo su brazo derecho porque por lo visto el saco que había cogido era demasiado pequeño. Las gallinas le dieron bastantes quebraderos de cabeza: armaban mucho escándalo, y al intentar callarlas, sin éxito, se llevó unos cuantos picotazos. Había que darse prisa.
Estaba pensando en el problema de los mejillones cuando al doblar una esquina se topó con una hermosa joven, llena de vida y vitalidad. Al parecer era la hija del granjero, a quien había alertado el alboroto de las gallinas. A Garbin se le nubló la mente, pues empezó a cavilar si debía o no hacer algo con aquella joven ahora que nadie los veía. Por su parte, ella quedó mirándolo fijamente, a aquel personaje que se erguía perplejo delante suya, con la boca torcida, los ojos azules como platos, un saco a su espalda y unas gallinas exasperadas bajo el brazo.
-Hola - dijo Garbin.
-Hola - respondió ella - ¡AAAAAAAAAAAAAHHH...!
Y echó a correr. Garbin farfulló alguna maldición en su lengua, pero en el fondo se alegraba de no haber tenido que hacer ninguna atrocidad. También él echó a correr, pero en dirección contraria. Decidió volver a la montaña con lo que tenía antes de que el resto de aldeanos advirtiera su presencia.
Demasiado tarde. Todo el mundo estaba alertado ya, y unos hombres le cerraron el paso. Dio la vuelta. También detrás había gente. Intentó escabullirse como una rata, pero le fue imposible, porque pronto una muchedumbre se congregó peligrosamente a su alrededor. Garbin soltó a las gallinas.
Un hombre, quizá el líder de los aldeanos, se adelantó y así habló:
-¿Vas a alguna parte, monstruo?
-Pues sí - dijo Garbin - A la montaña.
-¡Silencio! Cállate. ¿Qué haces aquí?
Garbin no contestó.
-¡Te digo que a qué demonios vienes a nuestra aldea, miserable!
Pero Garbin hacía caso omiso de sus palabras.
-¡Eh, tú! ¡Te estoy hablando! ¡Oye...!
-Me has dicho que me calle - gruñó Garbin.
-¡Pero serás...! Bueno, pues ahora te ordeno que hables sólo para responder a mis preguntas. Bien, ¿cuál es tu nombre, orco?
-Mmmm... Mi nombre es demasiado oscuro y complicado como para pronunciarlo en vuestra lengua...
-No te enrolles. ¿Cómo te llamas?
-Garbin.
-Vale, Garbin. Tú solo no pareces muy peligroso, pero aun así eres un orco, y quiero saber qué hace un orco en nuestro hogar - miró hacia el saco que colgaba de su espalda. Rió - ¿Qué eres, el Hombre del Saco?
-El Orco del Saco - lo corrigió Garbin.
-Ya basta. Ya has hablado bastante. Veamos qué tienes ahí...
Seguidamente le arrebataron el saco y examinaron su interior. Los dueños reclamaron sus alimentos.
-Ahora veo que no eres más que un ladrón de pacotilla - dijo el jefe - ¿Y sabes lo que se les hace a los ladrones por aquí? Se les ahorca.
Aunque Garbin no deseaba hacer el mal, el sarcasmo lo dominaba, y su sangre orca lo obligaba de alguna manera a ser desagradable con aquellas gentes que lo despreciaban.
-Hey, no sé cómo ha llegado ahí toda esa comida - dijo - Yo metí cabezas de niños.
-¡Que te calles! - le ordenaron, y le dieron un golpe en el cogote, dejándolo inconsciente...
Cuando Garbin despertó, la noche ya estaba bien entrada. Lo primero que advirtió fue que una soga se enredaba molestamente alrededor de su feo cuello. Miró hacia arriba y vio la horca. Miró hacia delante y vio a una multitud que esperaba verlo morir. Miró hacia abajo y vio que sus pies se sostenían sobre un alto taburete. Y por último miró a su izquierda, y vio al hombre que estaba a punto de darle una patada al taburete.
-Al diablo - murmuró - Acabemos de una vez con esta puñetera vida.
El hombre le propinó la previsible patada al taburete, con lo que Garbin se vio colgando agonizantemente de la cuerda, cuya fuerza le apretaba la nuez y le cortaba la respiración. Cualquier otro se hubiera alarmado. Pero Garbin cerró los ojos. Luego perdió la consciencia. Pronto acabaría todo.
Justo en ese momento todo el mundo oyó un espeluznante aullido que les heló la sangre, y venía de muy, muy cerca. Un hombre llegó corriendo a paso desesperado y cayó al suelo.
-Una bestia... - susurró - Hay una... bestia en el pueblo...
Otro aullido si cabe peor que el anterior se dejó oír, y luego un gran destrozo, como de casas derrumbándose. Cundió el pánico.
-¡Una bestia! - gritaron - ¡¿Qué haremos ahora?!
-¡Que alguien nos libre de la amenaza, ninguno sabemos luchar!
-¡El orco! ¡Que la mate el orco!
El cabecilla se volvió hacia el orco, que parecía estar muerto ya. Corrió hacia él y cortó la soga de un tajo. Cuando la cabeza de Garbin se dio contra el suelo, recuperó el conocimiento instantáneamente. Comenzó a toser.
-Maldita sea... - farfulló - Ahora me matáis. No he pasado por este mal trago para seguir viviendo. O me dejáis vivir o me matáis, pero no me ahorquéis a medias. Quiero terminar con este sufrimiento - dicho esto aferró la soga cortada y tiró de ella con todas sus fuerzas para ahorcarse él mismo.
El líder de la aldea se lo impidió con un nuevo golpe en la cabeza, que ya estaba empezando a padecer secuelas después de tanta torta.
-¿Te ha costado encontrar un hueco en el que aún no hubiera ningún chichón? - se quejó Garbin.
-Tarde o temprano conseguiré que te calles, maldito...
Un tercer aullido, tan o más estridente que los otros dos.
-¿Qué es eso? - preguntó Garbin - ¿Se os ha escapado un perro?
-No sé lo que es, pero está destrozando la aldea. ¡Tienes que detenerlo!
-¿Yo?
-¡Sí, tú sabes luchar! ¿No es así? ¡Por eso te he liberado!
-¿Y quieres que te lo agradezca? Oye, yo no soy un héroe, ¿vale? Sólo soy un orco. No puedo encargarme de eso, sea lo que sea.
-¡Tienes que intentarlo! O lo haces o nos matará a todos. Creo que no estás contento con la vida que llevas, orco. Lo veo en tus ojos. Quizá ésta sea tu oportunidad de redimirte y comenzar una nueva vida, haciendo el bien y no el mal.
-¡¿Hacer el bien?! ¡Ja! Soy un orco. ¿Qué esperas de mí? No importa que haga el bien o no. Ni siquiera importa que quiera o no hacerlo. Siempre seré despreciado, tanto por los míos como por los tuyos. Por todo el mundo. Lo mío es... ya sabes, robar, tirar piedras, asustar a los niños y todo eso.
-¿Asustar a los niños?
-Sí. Buh.
Furioso, el hombre le asestó otro golpe al lado de la oreja.
-¡Maldito seas, monstruo! ¡Sal ahí y encárgate de esa bestia, o...!
-¡¿Te crees que colecciono golpes o qué?! Mira, te cambio uno repe - y al decir esto le dio un puñetazo en la cara al líder de la aldea, quien enfurecido lo agarró de sus vestimentas y lo llevó hasta el lugar del que se oían los gritos.
Garbin tampoco opuso mucha resistencia. Pretendía hacerse el duro, pero lo cierto es que le ponía enfermo ver cómo la gente chillaba de terror. Meditó un momento sobre las palabras del hombre, y decidió que tal vez podría tener razón. Quizá si eliminaba a aquella bestia lo aceptarían, o por lo menos se sentiría bien consigo mismo de haber hecho algo que no fuera despreciable.
El hombre lo soltó con un empujón, y salió al encuentro del monstruo. Era un gigantesco hombre lobo, grande como una casa, y estaba destrozando de forma salvaje todo lo que encontraba en su camino, sin ningún tipo de miramiento. Parecía que buscaba a alguien.
Garbin se sorprendió y reconfortó al mismo tiempo al reconocer en él a un viejo amigo de los buenos tiempos. El lobo se detuvo, y la imagen del orco pareció tener el mismo efecto sobre él.
-¿Garbin? - aventuró.
-¿Pluck?
-¡Garbin!
-¡Pluck!
Ambos corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron efusivamente.
-Garbin...
-Pluck...
El lobo le golpeó la cabeza amistosamente.
-Déjame la cabecita, compañero. Últimamente la tengo que no doy abasto. ¿Has venido a rescatarme?
-¡No! Estaba buscando alguien a quien comerme. ¿Qué haces tú aquí?
-Bueno, pues verás... ¡¿Alguien a quien comerte?! ¿Qué hay de las tesis que te expuse sobre comerte a la gente indiscriminadamente?
-Oh, vamos, Garb, no seas aguafiestas. ¡Tus tesis me tenían muerto de hambre! No tengo nada contra estas personas... Sólo tengo apetito. Mira, Garbin, a la hierba se la comen los conejos, a los conejos se los comen los jabalíes, a los jabalíes se los comen los humanos, y a los humanos me los como yo. Es ley de vida, socio. O ganas tú o ellos. Al final sólo queda el más fuerte. Por cierto, ¿comen conejos los jabalíes?
-Supongo.
Tres hombres se asomaron entonces para contemplar la supuesta pelea, pues no oían golpes, uno de ellos el jefe de la aldea.
Garbin pensó rápido y con un grito de guerra se abalanzó sobre su amigo para acto seguido asestarle varios puñetazos en el hocico.
-¡Huid! ¡Salid de aquí, estúpidos humanos! ¡¡Deprisa!!
Los hombres obedecieron. Sorprendido, el hombre lobo se zafó agresivamente del orco.
-¡¡Aaargh...!! ¡¿Pero qué diablos haces, Garbin?!
-Lo siento. Es que esas personas creen que voy a librarlas de ti, y como me estaban mirando...
-¡Me has hecho daño, ¿sabes?!
-Ya te he dicho que lo siento. Escucha, necesito que me hagas un favor. ¿Te importa hacerte el muerto para que parezca que te he matado?
-¿Qué? Garbin, me muero de hambre. Debo encontrar un bocado rápido o voy a desfallecer. Tengo un agujero en el estómago...
-Es un favor de amigo, Pluck. ¿Recuerdas todo eso que te conté sobre una vida mejor? Creo que tengo una oportunidad. Simula que te he matado, por favor...
Extrañados, los hombres volvieron a asomarse a observar la escena.
-¿Va todo bien, orco?
Garbin se lanzó una segunda vez contra el hombre lobo y empezó a darle más golpes.
-¡Malditos humanos entrometidos! ¿Queréis largaros de aquí?
Los hombres desaparecieron.
-¡¡Hey!! - se quejó Pluck - Garbin, nos conocemos desde hace mucho, pero si vuelves a hacerme eso te juro que te arrancaré la cabeza.
-Entonces hazte el muerto. Porfavorporfavorporfavorporfavorporfavor...
-Oh, está bien, cállate. Eres un tipo raro, Garbin. Pero me caes bien. Como te veo tan entusiasmado... Bien, como quieras. Allá voy - el lobo carraspeó y luego cambió su voz por una más teatral, a la vez que subía el volumen para que todos pudieran oírlo - AY, me has MATADO... Estoy MUERTO... Pero que muy MUERTO... Eres un HÉROE, GARBIN... AGH... Me MUERO...
-Vale, tío, que lo estás forzando demasiado...
Pluck se desplomó en el suelo.
La gente llegó a borbotones y contempló el enorme cuerpo del licántropo en el suelo. Luego cogieron al orco en brazos, y comenzaron a aclamarlo.
-¡Viva Garbin, el Orco Bondadoso! ¡Nos ha librado de la bestia! ¡¡Viva!!
Garbin sonrió y se mostró muy satisfecho y reconfortado. Creyó que por fin empezaría una nueva vida...
-¡Rematemos al lobo por si las moscas! - exclamó de pronto un anciano.
-¡Cortémosle la cabeza!
-¡Trasquilémoslo y hagámonos abrigos con sus pieles!
Pluck se mostró disimuladamente alarmado e intentó no menear la cola de los nervios. Pero Garbin resolvió su temor.
-¡No es necesario! - se apresuró a decir - El lobo está muerto, lo he matado yo. ¡Ahora vayamos y celebrémoslo con una buena cena!
-¡Síiiii...!
Con las emociones todo el mundo olvidó al lobo y lo siguió, y así Pluck pudo escurrirse y escapar de la aldea, eso sí, después de robar una vaca y un tonel de vino para pasar la noche.
Mientras tanto, el cabecilla del poblado se acercó a Garbin y le sonrió.
-Como te dije, has demostrado que no estás obligado a ejercer el mal. Puedes quedarte con nosotros tanto tiempo como quieras... Garbin.
Garbin asintió animado.
-Así lo haré - dijo.
El hombre le proporcionó una palmadita amistosa cerca de la nuca.
-La cabeza, jefe.
Garbin decidió de veras quedarse a vivir con aquellas gentes, al menos por un tiempo. Por el día podía refugiarse del sol en la que sería su nueva casa o bajo la espesura del bosque, si así lo prefería, y por la noche cenar y charlar alegremente con los aldeanos.
El día siguiente a su llegada las cosas fueron muy bien. Lo trataban ya como si fuera uno de ellos, con "¿Qué hay, Garbin?" y "¡Hasta luego, Garbin!", y además con honores. Por una vez en su vida, el orco se sintió bien, y creyó encontrar definitivamente la paz que tanto tiempo andaba buscando. Todo transcurrió con una tranquilidad inusitada para él.
Por el día dio un largo paseo por el bosque con algunos de sus nuevos amigos, que le mostraron los bellos lugares que ocultaba la zona, y por la noche todos se reunieron alrededor de una gran fogata en el centro del pueblo y escucharon atentamente sus historias.
Pero, allá en la montaña, alguien estaba inquieto. El gran jefe Maglerond golpeaba la hoja de su espada contra el pie del Trono mientras esperaba con ansiedad noticias de Garbin. De pronto, el repiqueteo cesó.
-¡Maldición! Sabía que no podía confiar en ese imbécil pacifista de Garbin. ¡Preparad las armas, muchachos! Mañana bajaremos a la aldea.
En la tarde de su tercer día en la aldea, Garbin se había adentrado profundamente en el bosque para sentir la calma que en él se respiraba. A decir verdad, ya se había olvidado de los recados que le habían mandado y de las amenazas del gran jefe Maglerond. Pero algo lo alarmó y le recordó de súbito lo que pasaría si no cumplía debidamente con su misión. Porque no muy lejos avistó a una avanzadilla de orcos que se dirigían hacia la aldea. "Ya están aquí", se lamentó, "Al final han venido".
Como conocía los caminos mejor que nadie, echó a correr hacia el poblado con intención de adelantarse a los orcos. Llegó presuroso a la aldea, en donde la gente se dedicaba como cada día tranquilamente a sus labores. El orco los avisó a todos para que no los pillaran por sorpresa, y la muchedumbre se mostró aterrorizada.
-¡¿Orcos?! ¡Oh, no, nos matarán a todos!
-¡No nos dejan vivir en paz!
-¿Y por qué no les hablas? ¡Tú eres un orco, puedes disuadirlos!
-¡No, no puedo! - replicó Garbin - Éstos orcos no son como yo, son crueles y destructivos, y arrasarán con todo lo que encuentren.
-No tendrás tú algo que ver, ¿verdad? - preguntó el jefe del poblado con tono antipático - ¡¿No será una artimaña para ganarte nuestra confianza y luego traicionarnos a todos?!
-¡¡No!! ¡No, maldita sea, yo también los odio!
-¿Y qué podemos hacer?
-Dos cosas: podéis quedaros aquí, esperando vuestra muerte... o podéis luchar.
-¡¿Luchar?!
-Así es. Debéis defender lo que amáis. Si de verdad amáis estas tierras, no podéis rendiros tan fácilmente. ¡Propongo que luchemos, todos juntos!
La multitud quedó confusa, sin saber qué hacer o decir. Rara vez habían luchado, y empezar a hacerlo contra un ejército de orcos no era muy alentador...
-¡Vamos! - exigió Garbin - ¿Quién está conmigo?
Una chispa reprimida brotó inesperadamente en los corazones de los aldeanos, quienes comenzaron a levantar los brazos uno detrás de otro, y pronto los voluntarios empezaron a contarse por decenas.
-¡Muy bien! - aplaudió Garbin - Ahora bien, los que no quieran luchar, pues en su derecho están, que huyan o se escondan. ¡Pero los que estén dispuestos a defender su hogar, que corran a proveerse de todas las armas que puedan y se reúnan aquí conmigo dentro de unos minutos! ¡No tenemos mucho tiempo!
Así lo hicieron, y en breves instantes la multitud se arrejuntó frente a la entrada del bosque, formando una larga hilera en la que se esgrimían viejas espadas durante largo tiempo envainadas además de otras armas provisionales, tales como utensilios domésticos. Pero la gente tenía confianza en sí misma, y también en su nuevo y rocambolesco líder, y ésa era el arma más poderosa.
No transcurrió demasiado. La avanzadilla ya se había reunido con el resto de la partida, y estaban llegando a los lindes del bosque. Se oía el retumbar de cientos de pasos metálicos.
-¡Ahí están! - gritó el jefe de la aldea - ¡Preparad las armas, y que la suerte esté con vosotros! Siempre te recordaremos como aquél que liberó nuestra aldea, Garbin. ¿Garbin? ¡Hey! ¡¿Dónde está Garbin?!
Rato después, desde lo alto de una colina, dos extrañas figuras miraban sentadas cómo la aldea era quemada y saqueada vilmente por los orcos. De vez en cuando alguien conseguía escapar de la aldea corriendo desesperadamente por su vida. Los que no podían terminaban sus días con agudos y escalofriantes gritos de dolor, o de lo contrario eran apresados para ser torturados durante mucho, mucho tiempo, y eso, en manos de un orco, es infinitamente peor que la muerte.
La figura de la izquierda se removió apesadumbrada.
-¿Qué crees que debería haber hecho, Pluck? ¿Debería haber luchado yo también contra ellos?
-No lo creo. Si una cosa he aprendido en esta vida, Garb, es que sólo sobrevive el que es egoísta. Sólo si te preocupas por tu propia seguridad tienes esperanzas de vivir. Es la ley de la supervivencia, de la que tantas veces te he hablado frente a tus tesis. Podías haberte quedado ahí abajo y haber defendido a tus nuevos amigos, pero habrías muerto, porque en ti habría sido en quien antes se habrían fijado. Y lo peor es que habrías muerto inútilmente. Como un héroe, cierto, pero inútilmente, porque es cosa común que los que son llamados héroes pierdan la vida en vano, defendiendo valores imposibles. Creo que, a pesar de todo, Garbin, el instinto de la supervivencia ha resurgido en ti como orco que eres en el momento preciso y te ha sacado sano y salvo de ésta, contra toda esperanza. No, no creo que hubiera sido buena idea luchar, amigo mío.
-Vaya... Yo en cambio estoy empezando a sentirme arrepentido por no haberlo hecho, ¿sabes? Pero todo lo que dices parece tan cierto... Además, me tortura la idea de que, si hubiera raptado a un par de personas y se las hubiera llevado a Maglerond, nada de esto habría sucedido, y muchas vidas se habrían salvado. A menudo hay que sacrificar a algunos inocentes para que muchos otros puedan salvarse, y eso me turba. Pero aun así, si volviera un par de días al pasado, no creo que hubiera modificado en absoluto mi comportamiento. No puedo hacerlo, Pluck.
-No pienses más en ello, hermano. Lo que está hecho está hecho. Al fin y al cabo, nada tenías tú que ver con esas gentes. Tarde o temprano todo habría vuelto a su cauce. Los seres como nosotros no podemos aspirar a una vida mejor, ni a una aceptación por parte de la sociedad. Por una parte estamos nosotros y por otra ellos. Somos incompatibles. Tiene que haber de todo en este mundo, ¿no crees? Y... Lo creas o no, es muy difícil renunciar a tu propia naturaleza, Garbin. No le des más vueltas.
-Pero a mí no me gusta este asco de vida, Pluck...
-Ni a mí tampoco, compañero. Ni a mí tampoco. ¿Crees que me gusta vagar solo de un lado para otro, sin nadie con quien hablar? ¿Crees que me gusta tener que esconderme porque sé que soy despreciado por todo el mundo? ¿Crees que me gusta saber que tengo que arrebatar una vida y provocar el llanto de montones de familias cada vez que tengo hambre? Pero soy un hombre lobo, me guste o no, y me limito a obedecer a mis instintos. Si piensas en lo que está bien y lo que está mal te volverás loco. Claro que es un asco de vida, hermano, pero ¿qué vamos a hacer? ¿Ponernos a llorar? Por lo menos nos tenemos el uno al otro. Procuremos animarnos y hablar de cosas más alegres.
-En eso tienes toda la razón, Pluck. Y te digo una cosa: no pienso volver a la montaña. Voy a empezar una nueva etapa de mi vida. Mañana mismo echaré a caminar hacia el horizonte, en busca de algo que motive a vivir a este orco tan cavilador. Me gustaría tener compañía, así que, si quieres... Siempre que no quieras continuar solo, claro.
El lobo sonrió.
-Será un honor viajar contigo, Garbin.
Le dio una bofetada cariñosa mientras reía.
-Deja en paz la puñetera cabeza, Pluck.
-Okey, tranquilo.
Fue entonces cuando el orco se percató de algo que su amigo guardaba con recelo a su derecha y que por lo visto estaba royendo mientras hablaban.
-¿Qué es eso que estabas comiendo, Pluck?
-Oh, ¿esto? Emmm... Nada. No es nada.
-Para no ser nada te debe resultar muy sabroso.
-Sí. O sea, no. Déjalo, Garbin, no tiene importancia...
-¿Qué es?
Garbin alargó un brazo y agarró aquello que estaba comiendo el lobo.
-No me lo puedo creer... ¡Son piernas! ¡Las piernas de una humana!
-Bastante celulíticas, por cierto...
Garbin miró a su compañero con gesto duro.
-¿Qué? - dijo el lobo - No, Garbin. No voy a pedir perdón. No estoy arrepentido. Deja esas piernas en su sitio, grrrrr... Ya estaba muerta, socio. A ella no le va a importar mucho. Si no me la como yo se la comen los gusanos, ¿o no?
-Pues no sé, visto así...
-Iré contigo, Garbin, pero debes tener en cuenta que soy un hombre lobo. Y, como ya te he dicho... Es muy difícil renunciar a tu propia naturaleza...
-Muy difícil... - repitió para sí el orco con voz lastimera mientras dejaba escapar una lágrima de sus hermosos ojos azules. Luego se los enjugó y quedó callado un instante - Pásame un trozo de carne, ¿quieres?
Su piel es de un desagradable color oscuro y verdoso; sus ropajes son sombríos y harapientos; en sus rasgos se observan crueles malformaciones, e infinidad de arrugas repugnantes; su tez es horrible. Nada hay en Garbin que no haga pensar que el mal fluye por sus venas... excepto sus ojos. De un azul claro y hermoso, sus brillantes ojos bien podrían haber pertenecido a la estirpe élfica, y no a la suya. Mucho se podría adivinar mirando a Garbin fijamente a los ojos.
Vive en las profundidades de la montaña, con su gente. No le gusta la vida que lleva. Odia a los suyos, y los suyos le odian a él. Pues entre los orcos no hay confianza, y los sentimientos más comunes a menudo confluyen entre la ira, el rencor y la venganza. Como orco, el único arte innato que tiene es el de matar; pero él mismo sabe que no es un talento éste digno de orgullo. No le gusta matar. Debido a su excéntrica personalidad para ser un orco, se ha ganado el título de "orco de los recados", pues a él se le encomiendan las tareas menos... orcas, por así decir. Y se queja. Porque vive como un esclavo, y él cree en la libertad. Pero un día, espera poder empezar a vivir...
Ésta es la amarga historia de cómo un orco intentó desviarse de la senda marcada para convertirse en algo mejor. Algo admirable para ser un orco.
El gran jefe Maglerond se acercó a Garbin con paso firme. Éste se hallaba bruñendo unas cimitarras mientras gruñía.
-¡Eh, chico! - ladró el jefe - Tengo un trabajo para ti.
-¡Ja! Qué novedad... - murmuró Garbin.
-Verás. Como supongo sabrás, dentro de dos días vamos a dar un festín por nuestras recientes conquistas. Hemos sacado mucho últimamente y vamos a celebrarlo. Hacen falta ciertos alimentos de los que ahora mismo no disponemos y que no pueden faltar en un festín, y quiero que bajes a esa aldea que conoces a por ellos. Un trabajo sencillo, teniendo en cuenta tus estúpidos ideales...
-¿Y por qué yo, eh? Todo se le manda a Garbin. Garbin, haz esto, Garbin, haz lo otro... ¡Estoy harto de ser el orco de los recados!
-¿De verdad? ¡Bien! Entonces deja esas espadas, no hay más que hablar. A la próxima vez que saqueemos un poblado, robemos los animales, quememos las casas, matemos a los hombres, violemos a las mujeres y nos llevemos a los niños te vendrás con nosotros, ¿de acuerdo? ¿Qué dices?
Garbin quedó turbado.
-No... - dijo al fin - Ni hablar. Sois una panda de salvajes carentes de racionalidad. Malditos idiotas...
-¡Eso pensaba! - gruñó el gran jefe Maglerond - Eres una vergüenza para nuestra especie, Garbin. Nunca nadie oyó hablar de un orco pacifista. A menudo te niegas a matar, e incluso das problemas cuando se te ordena torturar a los prisioneros. Así que, por la cuenta que te trae, vigila tu arrogante lengua y cumple sin rechistar con las "obligaciones" que se te encomiendan.
Garbin no dijo nada.
-Coge un saco. Toma esto - el jefe le tendió un papel.
-¡¿Qué es esto, una lista?!
-Sí. ¿Algún problema?
-Pues...
-Bien. Roba todo lo que he apuntado, y si alguien te lo intenta impedir, lo matas. ¿Me oyes? ¡Lo matas! Como mucho mañana te quiero aquí con todo eso.
Garbin leyó la nota en voz alta.
-Er... Vaya. Pan. Queso. Seis botellas de leche (aproximadamente). Agua, por supuesto. Vino. Dos sacos de harina. Trigo. Cebada. Chocolate. ¿Chocolate? Je, je... Tabaco (para el viejo). ¿? Carne de ternera. Algo de pescado. Caramelos. Ay... Mejillones en escabeche. Pfff, Madre del Amor Hermoso... H... Hue... ¿Has tachado los huevos? Ah, okey. Tres gallinas (vivas). ¿Vivas? ¡¿Cómo que vivas?!
-Así es.
-Oh, cielos... Un niño (pequeño). ¡¿Qué?!
-Para el pastel.
-¿Y qué es esto? Una mujer (voluptuosa). ¡¿Qué demonios significa esto, Maglerond?!
-Lo que lees. Quiero a una mujer, y la quiero viva. Nos divertiremos con ella un rato. Y luego... La encerraremos o nos la comeremos, no sé, ya se verá. Si es bella y tiene algún hijo te los traes a los dos, así matas dos pájaros de un tiro.
-¡¡Ni pensarlo!! - Garbin arrojó la lista al suelo - ¿Qué te has creído tú, gran jefazo, que soy una mula de carga? No voy a traer a ningún humano. ¡A ninguno!
-¡Me pones furioso con tus necedades! ¡Quiero todo eso, y rápido! Si no puedes con el saco, robas una carreta. Pero mañana te quiero de vuelta con todo. Y si crees que no puedes raptar a un par de humanos, yo mismo bajaré acompañado de unos cuantos a por ellos. Y no te gustará nada lo que haremos, créeme... Tú decides.
Garbin se sintió verdaderamente mal después de aquello. Sabía que si no traía él a una mujer y un niño, bajarían los demás a la aldea y se llevarían a muchos más. Pero se sentía incapaz de hacerlo. Ay, qué decisión tan funesta y desgraciada...
En cualquier caso pensó que no era conveniente perder más tiempo. Nadie sabía lo que le podía aguardar el destino. Tan pronto como Maglerond se hubo marchado dejó las espadas a un lado, se armó con su propia cimitarra y su casco de hierro forjado, cogió un saco grande y la lista de alimentos, y partió.
Dejó atrás la montaña, y se internó en el camino del bosque. Procuró no pensar en lo que haría hasta que no llegara a la aldea. Entretanto, se dedicó a mirar los árboles, arbustos y animales. Allí se encontraba a gusto, pues por lo menos el espeso ramaje apenas permitía la entrada de los rayos del sol.
Transcurrieron un par de horas, y el bosque llegó a su fin. Garbin descubrió que fuera de sus lindes un hermoso crepúsculo rosado se cernía sobre el mundo. Miró un instante hacia el sol, y se arrepintió de haberlo hecho; no obstante, pronto se ocultaría entre las montañas, y esto lo animó un poco.
Empezaba a hacer fresco cuando penetró sigilosamente en la aldea. Comenzó entonces su curiosa cacería...
El pan y el queso los consiguió sin dificultades, metiendo un brazo por una ventana cerca de la cual había una mesa con la cena a punto, en un momento en que la habitación había quedado vacía. La harina, el trigo y la cebada los encontró en un viejo almacén al que entró por una ventana, al igual que el vino. Para conseguir la leche rondó por las afueras de aldea hasta que avistó una pequeña granja. Curiosamente, y por fortuna, al lado de unas vacas había unas cuentas botellas metálicas. Aprovechando, se hizo también con algunas gallinas, que se vio obligado a llevar bajo su brazo derecho porque por lo visto el saco que había cogido era demasiado pequeño. Las gallinas le dieron bastantes quebraderos de cabeza: armaban mucho escándalo, y al intentar callarlas, sin éxito, se llevó unos cuantos picotazos. Había que darse prisa.
Estaba pensando en el problema de los mejillones cuando al doblar una esquina se topó con una hermosa joven, llena de vida y vitalidad. Al parecer era la hija del granjero, a quien había alertado el alboroto de las gallinas. A Garbin se le nubló la mente, pues empezó a cavilar si debía o no hacer algo con aquella joven ahora que nadie los veía. Por su parte, ella quedó mirándolo fijamente, a aquel personaje que se erguía perplejo delante suya, con la boca torcida, los ojos azules como platos, un saco a su espalda y unas gallinas exasperadas bajo el brazo.
-Hola - dijo Garbin.
-Hola - respondió ella - ¡AAAAAAAAAAAAAHHH...!
Y echó a correr. Garbin farfulló alguna maldición en su lengua, pero en el fondo se alegraba de no haber tenido que hacer ninguna atrocidad. También él echó a correr, pero en dirección contraria. Decidió volver a la montaña con lo que tenía antes de que el resto de aldeanos advirtiera su presencia.
Demasiado tarde. Todo el mundo estaba alertado ya, y unos hombres le cerraron el paso. Dio la vuelta. También detrás había gente. Intentó escabullirse como una rata, pero le fue imposible, porque pronto una muchedumbre se congregó peligrosamente a su alrededor. Garbin soltó a las gallinas.
Un hombre, quizá el líder de los aldeanos, se adelantó y así habló:
-¿Vas a alguna parte, monstruo?
-Pues sí - dijo Garbin - A la montaña.
-¡Silencio! Cállate. ¿Qué haces aquí?
Garbin no contestó.
-¡Te digo que a qué demonios vienes a nuestra aldea, miserable!
Pero Garbin hacía caso omiso de sus palabras.
-¡Eh, tú! ¡Te estoy hablando! ¡Oye...!
-Me has dicho que me calle - gruñó Garbin.
-¡Pero serás...! Bueno, pues ahora te ordeno que hables sólo para responder a mis preguntas. Bien, ¿cuál es tu nombre, orco?
-Mmmm... Mi nombre es demasiado oscuro y complicado como para pronunciarlo en vuestra lengua...
-No te enrolles. ¿Cómo te llamas?
-Garbin.
-Vale, Garbin. Tú solo no pareces muy peligroso, pero aun así eres un orco, y quiero saber qué hace un orco en nuestro hogar - miró hacia el saco que colgaba de su espalda. Rió - ¿Qué eres, el Hombre del Saco?
-El Orco del Saco - lo corrigió Garbin.
-Ya basta. Ya has hablado bastante. Veamos qué tienes ahí...
Seguidamente le arrebataron el saco y examinaron su interior. Los dueños reclamaron sus alimentos.
-Ahora veo que no eres más que un ladrón de pacotilla - dijo el jefe - ¿Y sabes lo que se les hace a los ladrones por aquí? Se les ahorca.
Aunque Garbin no deseaba hacer el mal, el sarcasmo lo dominaba, y su sangre orca lo obligaba de alguna manera a ser desagradable con aquellas gentes que lo despreciaban.
-Hey, no sé cómo ha llegado ahí toda esa comida - dijo - Yo metí cabezas de niños.
-¡Que te calles! - le ordenaron, y le dieron un golpe en el cogote, dejándolo inconsciente...
Cuando Garbin despertó, la noche ya estaba bien entrada. Lo primero que advirtió fue que una soga se enredaba molestamente alrededor de su feo cuello. Miró hacia arriba y vio la horca. Miró hacia delante y vio a una multitud que esperaba verlo morir. Miró hacia abajo y vio que sus pies se sostenían sobre un alto taburete. Y por último miró a su izquierda, y vio al hombre que estaba a punto de darle una patada al taburete.
-Al diablo - murmuró - Acabemos de una vez con esta puñetera vida.
El hombre le propinó la previsible patada al taburete, con lo que Garbin se vio colgando agonizantemente de la cuerda, cuya fuerza le apretaba la nuez y le cortaba la respiración. Cualquier otro se hubiera alarmado. Pero Garbin cerró los ojos. Luego perdió la consciencia. Pronto acabaría todo.
Justo en ese momento todo el mundo oyó un espeluznante aullido que les heló la sangre, y venía de muy, muy cerca. Un hombre llegó corriendo a paso desesperado y cayó al suelo.
-Una bestia... - susurró - Hay una... bestia en el pueblo...
Otro aullido si cabe peor que el anterior se dejó oír, y luego un gran destrozo, como de casas derrumbándose. Cundió el pánico.
-¡Una bestia! - gritaron - ¡¿Qué haremos ahora?!
-¡Que alguien nos libre de la amenaza, ninguno sabemos luchar!
-¡El orco! ¡Que la mate el orco!
El cabecilla se volvió hacia el orco, que parecía estar muerto ya. Corrió hacia él y cortó la soga de un tajo. Cuando la cabeza de Garbin se dio contra el suelo, recuperó el conocimiento instantáneamente. Comenzó a toser.
-Maldita sea... - farfulló - Ahora me matáis. No he pasado por este mal trago para seguir viviendo. O me dejáis vivir o me matáis, pero no me ahorquéis a medias. Quiero terminar con este sufrimiento - dicho esto aferró la soga cortada y tiró de ella con todas sus fuerzas para ahorcarse él mismo.
El líder de la aldea se lo impidió con un nuevo golpe en la cabeza, que ya estaba empezando a padecer secuelas después de tanta torta.
-¿Te ha costado encontrar un hueco en el que aún no hubiera ningún chichón? - se quejó Garbin.
-Tarde o temprano conseguiré que te calles, maldito...
Un tercer aullido, tan o más estridente que los otros dos.
-¿Qué es eso? - preguntó Garbin - ¿Se os ha escapado un perro?
-No sé lo que es, pero está destrozando la aldea. ¡Tienes que detenerlo!
-¿Yo?
-¡Sí, tú sabes luchar! ¿No es así? ¡Por eso te he liberado!
-¿Y quieres que te lo agradezca? Oye, yo no soy un héroe, ¿vale? Sólo soy un orco. No puedo encargarme de eso, sea lo que sea.
-¡Tienes que intentarlo! O lo haces o nos matará a todos. Creo que no estás contento con la vida que llevas, orco. Lo veo en tus ojos. Quizá ésta sea tu oportunidad de redimirte y comenzar una nueva vida, haciendo el bien y no el mal.
-¡¿Hacer el bien?! ¡Ja! Soy un orco. ¿Qué esperas de mí? No importa que haga el bien o no. Ni siquiera importa que quiera o no hacerlo. Siempre seré despreciado, tanto por los míos como por los tuyos. Por todo el mundo. Lo mío es... ya sabes, robar, tirar piedras, asustar a los niños y todo eso.
-¿Asustar a los niños?
-Sí. Buh.
Furioso, el hombre le asestó otro golpe al lado de la oreja.
-¡Maldito seas, monstruo! ¡Sal ahí y encárgate de esa bestia, o...!
-¡¿Te crees que colecciono golpes o qué?! Mira, te cambio uno repe - y al decir esto le dio un puñetazo en la cara al líder de la aldea, quien enfurecido lo agarró de sus vestimentas y lo llevó hasta el lugar del que se oían los gritos.
Garbin tampoco opuso mucha resistencia. Pretendía hacerse el duro, pero lo cierto es que le ponía enfermo ver cómo la gente chillaba de terror. Meditó un momento sobre las palabras del hombre, y decidió que tal vez podría tener razón. Quizá si eliminaba a aquella bestia lo aceptarían, o por lo menos se sentiría bien consigo mismo de haber hecho algo que no fuera despreciable.
El hombre lo soltó con un empujón, y salió al encuentro del monstruo. Era un gigantesco hombre lobo, grande como una casa, y estaba destrozando de forma salvaje todo lo que encontraba en su camino, sin ningún tipo de miramiento. Parecía que buscaba a alguien.
Garbin se sorprendió y reconfortó al mismo tiempo al reconocer en él a un viejo amigo de los buenos tiempos. El lobo se detuvo, y la imagen del orco pareció tener el mismo efecto sobre él.
-¿Garbin? - aventuró.
-¿Pluck?
-¡Garbin!
-¡Pluck!
Ambos corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron efusivamente.
-Garbin...
-Pluck...
El lobo le golpeó la cabeza amistosamente.
-Déjame la cabecita, compañero. Últimamente la tengo que no doy abasto. ¿Has venido a rescatarme?
-¡No! Estaba buscando alguien a quien comerme. ¿Qué haces tú aquí?
-Bueno, pues verás... ¡¿Alguien a quien comerte?! ¿Qué hay de las tesis que te expuse sobre comerte a la gente indiscriminadamente?
-Oh, vamos, Garb, no seas aguafiestas. ¡Tus tesis me tenían muerto de hambre! No tengo nada contra estas personas... Sólo tengo apetito. Mira, Garbin, a la hierba se la comen los conejos, a los conejos se los comen los jabalíes, a los jabalíes se los comen los humanos, y a los humanos me los como yo. Es ley de vida, socio. O ganas tú o ellos. Al final sólo queda el más fuerte. Por cierto, ¿comen conejos los jabalíes?
-Supongo.
Tres hombres se asomaron entonces para contemplar la supuesta pelea, pues no oían golpes, uno de ellos el jefe de la aldea.
Garbin pensó rápido y con un grito de guerra se abalanzó sobre su amigo para acto seguido asestarle varios puñetazos en el hocico.
-¡Huid! ¡Salid de aquí, estúpidos humanos! ¡¡Deprisa!!
Los hombres obedecieron. Sorprendido, el hombre lobo se zafó agresivamente del orco.
-¡¡Aaargh...!! ¡¿Pero qué diablos haces, Garbin?!
-Lo siento. Es que esas personas creen que voy a librarlas de ti, y como me estaban mirando...
-¡Me has hecho daño, ¿sabes?!
-Ya te he dicho que lo siento. Escucha, necesito que me hagas un favor. ¿Te importa hacerte el muerto para que parezca que te he matado?
-¿Qué? Garbin, me muero de hambre. Debo encontrar un bocado rápido o voy a desfallecer. Tengo un agujero en el estómago...
-Es un favor de amigo, Pluck. ¿Recuerdas todo eso que te conté sobre una vida mejor? Creo que tengo una oportunidad. Simula que te he matado, por favor...
Extrañados, los hombres volvieron a asomarse a observar la escena.
-¿Va todo bien, orco?
Garbin se lanzó una segunda vez contra el hombre lobo y empezó a darle más golpes.
-¡Malditos humanos entrometidos! ¿Queréis largaros de aquí?
Los hombres desaparecieron.
-¡¡Hey!! - se quejó Pluck - Garbin, nos conocemos desde hace mucho, pero si vuelves a hacerme eso te juro que te arrancaré la cabeza.
-Entonces hazte el muerto. Porfavorporfavorporfavorporfavorporfavor...
-Oh, está bien, cállate. Eres un tipo raro, Garbin. Pero me caes bien. Como te veo tan entusiasmado... Bien, como quieras. Allá voy - el lobo carraspeó y luego cambió su voz por una más teatral, a la vez que subía el volumen para que todos pudieran oírlo - AY, me has MATADO... Estoy MUERTO... Pero que muy MUERTO... Eres un HÉROE, GARBIN... AGH... Me MUERO...
-Vale, tío, que lo estás forzando demasiado...
Pluck se desplomó en el suelo.
La gente llegó a borbotones y contempló el enorme cuerpo del licántropo en el suelo. Luego cogieron al orco en brazos, y comenzaron a aclamarlo.
-¡Viva Garbin, el Orco Bondadoso! ¡Nos ha librado de la bestia! ¡¡Viva!!
Garbin sonrió y se mostró muy satisfecho y reconfortado. Creyó que por fin empezaría una nueva vida...
-¡Rematemos al lobo por si las moscas! - exclamó de pronto un anciano.
-¡Cortémosle la cabeza!
-¡Trasquilémoslo y hagámonos abrigos con sus pieles!
Pluck se mostró disimuladamente alarmado e intentó no menear la cola de los nervios. Pero Garbin resolvió su temor.
-¡No es necesario! - se apresuró a decir - El lobo está muerto, lo he matado yo. ¡Ahora vayamos y celebrémoslo con una buena cena!
-¡Síiiii...!
Con las emociones todo el mundo olvidó al lobo y lo siguió, y así Pluck pudo escurrirse y escapar de la aldea, eso sí, después de robar una vaca y un tonel de vino para pasar la noche.
Mientras tanto, el cabecilla del poblado se acercó a Garbin y le sonrió.
-Como te dije, has demostrado que no estás obligado a ejercer el mal. Puedes quedarte con nosotros tanto tiempo como quieras... Garbin.
Garbin asintió animado.
-Así lo haré - dijo.
El hombre le proporcionó una palmadita amistosa cerca de la nuca.
-La cabeza, jefe.
Garbin decidió de veras quedarse a vivir con aquellas gentes, al menos por un tiempo. Por el día podía refugiarse del sol en la que sería su nueva casa o bajo la espesura del bosque, si así lo prefería, y por la noche cenar y charlar alegremente con los aldeanos.
El día siguiente a su llegada las cosas fueron muy bien. Lo trataban ya como si fuera uno de ellos, con "¿Qué hay, Garbin?" y "¡Hasta luego, Garbin!", y además con honores. Por una vez en su vida, el orco se sintió bien, y creyó encontrar definitivamente la paz que tanto tiempo andaba buscando. Todo transcurrió con una tranquilidad inusitada para él.
Por el día dio un largo paseo por el bosque con algunos de sus nuevos amigos, que le mostraron los bellos lugares que ocultaba la zona, y por la noche todos se reunieron alrededor de una gran fogata en el centro del pueblo y escucharon atentamente sus historias.
Pero, allá en la montaña, alguien estaba inquieto. El gran jefe Maglerond golpeaba la hoja de su espada contra el pie del Trono mientras esperaba con ansiedad noticias de Garbin. De pronto, el repiqueteo cesó.
-¡Maldición! Sabía que no podía confiar en ese imbécil pacifista de Garbin. ¡Preparad las armas, muchachos! Mañana bajaremos a la aldea.
En la tarde de su tercer día en la aldea, Garbin se había adentrado profundamente en el bosque para sentir la calma que en él se respiraba. A decir verdad, ya se había olvidado de los recados que le habían mandado y de las amenazas del gran jefe Maglerond. Pero algo lo alarmó y le recordó de súbito lo que pasaría si no cumplía debidamente con su misión. Porque no muy lejos avistó a una avanzadilla de orcos que se dirigían hacia la aldea. "Ya están aquí", se lamentó, "Al final han venido".
Como conocía los caminos mejor que nadie, echó a correr hacia el poblado con intención de adelantarse a los orcos. Llegó presuroso a la aldea, en donde la gente se dedicaba como cada día tranquilamente a sus labores. El orco los avisó a todos para que no los pillaran por sorpresa, y la muchedumbre se mostró aterrorizada.
-¡¿Orcos?! ¡Oh, no, nos matarán a todos!
-¡No nos dejan vivir en paz!
-¿Y por qué no les hablas? ¡Tú eres un orco, puedes disuadirlos!
-¡No, no puedo! - replicó Garbin - Éstos orcos no son como yo, son crueles y destructivos, y arrasarán con todo lo que encuentren.
-No tendrás tú algo que ver, ¿verdad? - preguntó el jefe del poblado con tono antipático - ¡¿No será una artimaña para ganarte nuestra confianza y luego traicionarnos a todos?!
-¡¡No!! ¡No, maldita sea, yo también los odio!
-¿Y qué podemos hacer?
-Dos cosas: podéis quedaros aquí, esperando vuestra muerte... o podéis luchar.
-¡¿Luchar?!
-Así es. Debéis defender lo que amáis. Si de verdad amáis estas tierras, no podéis rendiros tan fácilmente. ¡Propongo que luchemos, todos juntos!
La multitud quedó confusa, sin saber qué hacer o decir. Rara vez habían luchado, y empezar a hacerlo contra un ejército de orcos no era muy alentador...
-¡Vamos! - exigió Garbin - ¿Quién está conmigo?
Una chispa reprimida brotó inesperadamente en los corazones de los aldeanos, quienes comenzaron a levantar los brazos uno detrás de otro, y pronto los voluntarios empezaron a contarse por decenas.
-¡Muy bien! - aplaudió Garbin - Ahora bien, los que no quieran luchar, pues en su derecho están, que huyan o se escondan. ¡Pero los que estén dispuestos a defender su hogar, que corran a proveerse de todas las armas que puedan y se reúnan aquí conmigo dentro de unos minutos! ¡No tenemos mucho tiempo!
Así lo hicieron, y en breves instantes la multitud se arrejuntó frente a la entrada del bosque, formando una larga hilera en la que se esgrimían viejas espadas durante largo tiempo envainadas además de otras armas provisionales, tales como utensilios domésticos. Pero la gente tenía confianza en sí misma, y también en su nuevo y rocambolesco líder, y ésa era el arma más poderosa.
No transcurrió demasiado. La avanzadilla ya se había reunido con el resto de la partida, y estaban llegando a los lindes del bosque. Se oía el retumbar de cientos de pasos metálicos.
-¡Ahí están! - gritó el jefe de la aldea - ¡Preparad las armas, y que la suerte esté con vosotros! Siempre te recordaremos como aquél que liberó nuestra aldea, Garbin. ¿Garbin? ¡Hey! ¡¿Dónde está Garbin?!
Rato después, desde lo alto de una colina, dos extrañas figuras miraban sentadas cómo la aldea era quemada y saqueada vilmente por los orcos. De vez en cuando alguien conseguía escapar de la aldea corriendo desesperadamente por su vida. Los que no podían terminaban sus días con agudos y escalofriantes gritos de dolor, o de lo contrario eran apresados para ser torturados durante mucho, mucho tiempo, y eso, en manos de un orco, es infinitamente peor que la muerte.
La figura de la izquierda se removió apesadumbrada.
-¿Qué crees que debería haber hecho, Pluck? ¿Debería haber luchado yo también contra ellos?
-No lo creo. Si una cosa he aprendido en esta vida, Garb, es que sólo sobrevive el que es egoísta. Sólo si te preocupas por tu propia seguridad tienes esperanzas de vivir. Es la ley de la supervivencia, de la que tantas veces te he hablado frente a tus tesis. Podías haberte quedado ahí abajo y haber defendido a tus nuevos amigos, pero habrías muerto, porque en ti habría sido en quien antes se habrían fijado. Y lo peor es que habrías muerto inútilmente. Como un héroe, cierto, pero inútilmente, porque es cosa común que los que son llamados héroes pierdan la vida en vano, defendiendo valores imposibles. Creo que, a pesar de todo, Garbin, el instinto de la supervivencia ha resurgido en ti como orco que eres en el momento preciso y te ha sacado sano y salvo de ésta, contra toda esperanza. No, no creo que hubiera sido buena idea luchar, amigo mío.
-Vaya... Yo en cambio estoy empezando a sentirme arrepentido por no haberlo hecho, ¿sabes? Pero todo lo que dices parece tan cierto... Además, me tortura la idea de que, si hubiera raptado a un par de personas y se las hubiera llevado a Maglerond, nada de esto habría sucedido, y muchas vidas se habrían salvado. A menudo hay que sacrificar a algunos inocentes para que muchos otros puedan salvarse, y eso me turba. Pero aun así, si volviera un par de días al pasado, no creo que hubiera modificado en absoluto mi comportamiento. No puedo hacerlo, Pluck.
-No pienses más en ello, hermano. Lo que está hecho está hecho. Al fin y al cabo, nada tenías tú que ver con esas gentes. Tarde o temprano todo habría vuelto a su cauce. Los seres como nosotros no podemos aspirar a una vida mejor, ni a una aceptación por parte de la sociedad. Por una parte estamos nosotros y por otra ellos. Somos incompatibles. Tiene que haber de todo en este mundo, ¿no crees? Y... Lo creas o no, es muy difícil renunciar a tu propia naturaleza, Garbin. No le des más vueltas.
-Pero a mí no me gusta este asco de vida, Pluck...
-Ni a mí tampoco, compañero. Ni a mí tampoco. ¿Crees que me gusta vagar solo de un lado para otro, sin nadie con quien hablar? ¿Crees que me gusta tener que esconderme porque sé que soy despreciado por todo el mundo? ¿Crees que me gusta saber que tengo que arrebatar una vida y provocar el llanto de montones de familias cada vez que tengo hambre? Pero soy un hombre lobo, me guste o no, y me limito a obedecer a mis instintos. Si piensas en lo que está bien y lo que está mal te volverás loco. Claro que es un asco de vida, hermano, pero ¿qué vamos a hacer? ¿Ponernos a llorar? Por lo menos nos tenemos el uno al otro. Procuremos animarnos y hablar de cosas más alegres.
-En eso tienes toda la razón, Pluck. Y te digo una cosa: no pienso volver a la montaña. Voy a empezar una nueva etapa de mi vida. Mañana mismo echaré a caminar hacia el horizonte, en busca de algo que motive a vivir a este orco tan cavilador. Me gustaría tener compañía, así que, si quieres... Siempre que no quieras continuar solo, claro.
El lobo sonrió.
-Será un honor viajar contigo, Garbin.
Le dio una bofetada cariñosa mientras reía.
-Deja en paz la puñetera cabeza, Pluck.
-Okey, tranquilo.
Fue entonces cuando el orco se percató de algo que su amigo guardaba con recelo a su derecha y que por lo visto estaba royendo mientras hablaban.
-¿Qué es eso que estabas comiendo, Pluck?
-Oh, ¿esto? Emmm... Nada. No es nada.
-Para no ser nada te debe resultar muy sabroso.
-Sí. O sea, no. Déjalo, Garbin, no tiene importancia...
-¿Qué es?
Garbin alargó un brazo y agarró aquello que estaba comiendo el lobo.
-No me lo puedo creer... ¡Son piernas! ¡Las piernas de una humana!
-Bastante celulíticas, por cierto...
Garbin miró a su compañero con gesto duro.
-¿Qué? - dijo el lobo - No, Garbin. No voy a pedir perdón. No estoy arrepentido. Deja esas piernas en su sitio, grrrrr... Ya estaba muerta, socio. A ella no le va a importar mucho. Si no me la como yo se la comen los gusanos, ¿o no?
-Pues no sé, visto así...
-Iré contigo, Garbin, pero debes tener en cuenta que soy un hombre lobo. Y, como ya te he dicho... Es muy difícil renunciar a tu propia naturaleza...
-Muy difícil... - repitió para sí el orco con voz lastimera mientras dejaba escapar una lágrima de sus hermosos ojos azules. Luego se los enjugó y quedó callado un instante - Pásame un trozo de carne, ¿quieres?