La Espada Sagrada
Un grupo de caballeros se ven obligados a realizar una peligrosa misión en las fronteras de su reino amenazado, pero pronto descubrirán que no sólo su reino sufrirá las consecuencias del retorno del mal y deberán hacer el viaje más importante de sus vidas.
I UN VIAJE SIN RETORNO
I INCERTIDUMBRE BAJO LA NIEBLA
I INCERTIDUMBRE BAJO LA NIEBLA
Urum era una gran fortaleza en oeste del Reino de los Caballeros, rodeada por grandes montañas siempre cubiertas de nieve donde sus aldeanos cultivaban extrañas hierbas y vivían casi siempre en paz. Su gran muralla de más de veinte metros de altitud quedaba cubierta, al igual que el resto de la ciudad, por grandes bloques de piedra helada con intenso color pardo. Había dos grandes puertas: la del sur, la más protegida y reforzada, era verde como el césped y estaba tallada en la madera el símbolo de la fertilidad, representada en oro con tierra cultivada en su dibujo. La puerta del norte, más pequeña y modesta, era blanca como la nieve que cubría los montes a los que miraba erguida resistiendo al paso de los años.
En dicha ciudad había una pequeña taberna, la del viejo Floyd, un anciano dinámico e inquieto que conversaba con paisanos y forasteros que pasaban por allí de las noticias que acontecían en el Reino. Niños y mayores se reunían allí para escuchar los relatos del "abuelo" de Urum, que con los años era más huraño pero más sabio. En las paredes de su cantina colgaban retratos de grandes reyes y gobernadores, y en las grietas del enlosado se advertían años de buen entretenimiento proporcionado por historias y buenas dosis de cerveza para los adultos.
La fría noche con la que comienza nuestro relato se centra en aquella vistosa taberna, cuyas brasas y chimeneas resguardaban bien a los aldeanos y Caballeros que en ese momento se encontraban en el interior. Lámparas de aceite y bebida llenaban las mesas de madera envejecida donde disfrutaba gente de todo tipo, edad y condición: hombres sombríos y reservados, niños somnolientos que acompañaban a sus padres, madres embarazadas, borrachos escandalosos... Pero toda la atención se encontraba puesta en Ghuik Lethon, un hombre obeso y de cara siempre enrojecida por la mucha cerveza que tomaba. Era el más conocido narrador de historias en la región y su experiencia avalaba sus narraciones: se decía en Urum que Ghuik acostumbraba a pasear por los bosques de Thotem en el crepúsculo -siempre y cuando no se encontraba en la taberna, lo que resultaba bastante raro en los últimos años-; pero esta noche no contaba historias jocosas y entretenidas, contaba noticias oscuras del este, acrecentando la tormenta el interés de los aldeanos por éstas:
-Oscuros presagios me llegan, amigos; me informo y recorro incontables parajes para captar noticias de todos los Reinos del este -balbuceó ya visiblemente afectado por la borrachera, por lo que los que allí escuchaban se mofaban de él.
-¿Qué clase de presagios, Ghuik? -dijo uno riendo- ¿quizá nos quedemos sin suministro de cerveza por el temporal?
En esto todo el local empezó a desternillarse, la gente alborotaba y derramaba sus jarros de bebida, y la acción quedó respondida por un luminoso relámpago y el consiguiente trueno. La gente calló y Ghuik empezó de nuevo a hablar, ebrio pero consciente de la situación:
-Os habla aquel que tiene cien años, aquel que ha atravesado los bosques y se ha enfrentado con lobos y orcos. ¡Aquel que ha vivido lo que otros sufren en las pesadillas! ¡Así que reíd, bromead si queréis! -dijo en tono sarcástico- ¡No me escuchéis y la niebla llegará por sorpresa, y un ejército caerá sobre vosotros! ¡Y habrá muerte y desolación, y todos suplicaréis por morir! Os aviso: el mal acecha y se acerca desde el sur, y no debéis...
En ese momento, como si hubiera sido atravesado con una daga, se llevó las manos a la garganta intentando no dejar escapar el último hálito de vida; cayó al suelo y se revolcó lanzando el grito de expiración. Allí quedo tendido mientras la muchedumbre alrededor dejaba caer las últimas jarras de la noche, gritaba y se dirigía al sitio del fallecimiento. Alguna mujer, conmocionada, sollozaba con las manos en el pecho. Algún que otro hombre, ebrio, soltaba algunas carcajadas creyendo estar viendo una realista actuación. El viejo Floyd se adelantó a todos y le tomó el pulso; con una expresión de sufrimiento y fatiga dijo:
-Está muerto; mi buena cerveza le ha hecho caer en las sombras. -Y cayó junto a su amigo en un llanto que se propagó a todo el recinto, que quedó inundado por lágrimas y dolor.
En los días siguientes, la ciudad y los campos que la rodeaban se sumieron en un profundo luto de dos días en los que, como Ghuik dijo pero ya nadie recordaba, cayó la niebla. Nadie le dio demasiada importancia al hecho de estar calados en una densa bruma en plena primavera, pero al pasar ya dos semanas el ánimo fue cambiando, y la fortaleza quedó asolada por el temor.
Mientras tanto, un Caballero cualquiera, aunque a este el destino le reservaba aventuras, miserias y honor, yacía acurrucado en su camastro, protegiéndose con algunos mantos de piel del intenso frío que castigaba Urum en los oscuros días. En la ciudadela, nadie todavía daba crédito a la espesa niebla que cubría sus calles, y todo el mundo seguía buscando en vano el porqué de la oscuridad que se cernía sobre el lugar.
Los Caballeros que protegían las murallas de la ciudad recibían oscuros rumores procedentes del sur y, debido al temporal, hacía semanas que no recibían noticias de su más importante bastión, la fortaleza del Trimofh-Âlen, ni de los Reinos del sur.
Nuestro Caballero, cuyo nombre era Flagrand, concluyó su intranquilo sueño desperezándose sentado en el borde del lecho. Tras la espesa barba que cubría su pálida tez, marcada por años de guerra en los que hubo de combatir siempre para bien, bajaban gotas de sudor frío. El honor y el respeto que hace años hubo gozado se habían casi esfumado, y el deber le obligaba a trabajar tanto y como los demás, y ahora se encargaba, como casi todos los Caballeros en aquellos tiempos de crisis, a guardar la muralla.
Se revolvió en las mantas, se desperezó con desgana y como de costumbre se detuvo a mirar por unos instantes tras la ventana, para poder comprobar una vez más que sus rezos y súplicas habían sido en vano. La oscuridad y la bruma no desparecían de las calles. Un ligero escalofrío le permitió comprobar que tampoco el frío había remitido.
Amanecía, y pasado un rato Flagrand tendría que reemplazar a un compañero en su turno matutino protegiendo uno de los flancos del gran murallón de la ciudadela. De su viejo armario ropero extrajo, como cada mañana, su cota de malla liviana y resistente, sus grandes botas y su armadura metalizada de segundo orden de caballería, adornada con motivos bañados en oro. A los pies de la cama se encontraba su preciada espada, hoja larga y reluciente de mango gris terminado en plata regalo de su difunto padre, y con la que había librado tantas batallas.
Poco antes de salir, tomó una taza de gyulo, infusión que le sirvió para desentumecerse los músculos agarrotados por el frío. Al cruzar la puerta de su rudimentaria cabaña, percibió que ni un alma cruzaba la calzada o simplemente salía a comprar o a comentar las nuevas que llegaban del este, lo que era común en Urum antes de los extraños acontecimientos. Cruzó un gran trecho pasando por la panadería, la herrería y el mercado, pero ahora todos se encontraban cerrados; la gente no salía de sus casas y los comercios que seguían abiertos se habían visto obligados a cerrar por la falta de clientes, quedando sólo unos pocos Caballeros para hacer guardia en la muralla.
Antaño Flagrand se recreaba contemplando las bonitas calles talladas en piedra o charlando con los vecinos. La vida para él desde que lo destinaran a Urum se le había antojado casi siempre apacible y tranquila. Solía bajar cada noche a la taberna del viejo Floyd a relajarse y charlar de los asuntos del Reino; pero ahora hasta Floyd parecía haber caído también presa del pánico causado por la oscuridad y la súbita muerte de su amigo Ghuik. La taberna, que a estas horas de la mañana siempre se encontraba abierta terminando con la limpieza y soportando a los clientes más persistentes, ahora emitía raros presagios pudiéndose observar sus cancelas y cerrojos totalmente echados. Estaba cerrada y condenada a no volver a abrir nunca más, no al menos con el mismo dueño ni con las mismas circunstancias.
Urum, sin saberlo sus habitantes, apuraba sus últimos y tristes días bajo la sombra de la bruma, que consigo traía un temor latente que se contagiaba a todos los habitantes.
Sumido en sus hipótesis y pensamientos, Flagrand cruzó la aldea y llegó hasta su puesto en la gran muralla de piedra parda. Allí le esperaba somnoliento Delfust, su viejo compañero de relevo. Tras sus diminutos ojos grises se podían contemplar monótonas y largas horas de guardia, y pesadumbre y melancolía por los tiempos pasados. No hacía honor a su gran altura con su postura siempre encorvada y mantenía una actitud siempre pensante. Enrolló su gran capa de piel sobre su espalda y se dirigió a Flagrand lanzándole una mirada fría y dura, que expresaba su incertidumbre.
-Ragnar marchó ayer noche hacia Dalir -dijo- parecía tener prisa. Todo esto es ciertamente extraño, y mentiría si dijese que no tengo miedo. Esta bruma que nos castiga es algo aterrador, Flagrand. Malos tiempos se avecinan, y todo el Reino según cuentan se está preparando para un ataque, desde las costas Nublagon hasta las murallas de Kith.
-No eres el único que encuentra funestos presagios en la niebla. Según me informé, el borracho Ghuik previno esto y más poco antes de morir; no obstante el miedo es el peor enemigo del hombre. ¡Intentemos no dejarnos dominar por la oscuridad!
-Eres optimista, Flagrand, y siempre lo has sido, mas no creo que tu confianza pueda ayudarme en estos sombríos momentos. -dijo Delfust- La marcha de algunos de nuestros superiores a la prisión de Dalir no augura nada bueno. Algunos comentan que se encuentran allí por el gran incremento de presos en el Reino, y también han llegado a mis oídos rumores de la llegada de una numerosa compañía de orcos y otras criaturas sombrías al valle de las Amazonas, el Beltoryan, ¡y algunos se aventuran a asegurar que ya andan cruzando el bosque hacia nuestras tierras!
-La experiencia algún día te hará saber que hablillas como esas son totalmente infundadas y motivadas por la situación de pánico de nuestros paisanos; ya ni siquiera salen de sus casas -repuso Flagrand.
-En cualquier caso yo ya estoy habilitando un refugio bajo mi casa. No quiero verme sorprendido un buen día por una tropa de espantosas criaturas junto a mi puerta. Tienes suerte de haber combatido tantas veces, Flagrand; tu ya conoces el aspecto de orcos y demás bestias inmundas. Si llegaran aquí en este momento yo contemplaría su monstruosa cara justo antes de que me asestaran el golpe final.
-No digas eso, Delfust -dijo Flagrand compadeciéndose- Yo puedo conocer su forma de combatir y su aspecto, pero siempre pueden dar alguna sorpresa. No por conocer sus comportamientos y su aspecto puedo saber qué golpe me asestarán. Son horrendos, sin duda; y su olor intimida. Mas son tercos, tozudos y duros de oído, y muchas veces cayeron en chapuceras de nuestras emboscadas en las batallas de Tolsem. Opino que habrían de aparecer muchos de ellos para conseguir siquiera derribar la puerta del sur. Cualquier individuo con agallas suficientes y un poco de ingenio podría derribar a un torpe y lento orco siempre que sepa empuñar una espada o cualquier arma.
-Algo me tranquilizas, pero he de decirte que de ningún modo correré riesgos innecesarios. Estaré prevenido y preparado para lo peor desde ya; mi turno acaba ahora, pero seguiré velando por la seguridad del pueblo. Dormiré el justo tiempo y diré a mis hijas Larim y Hedim que vengan trayendo provisiones. ¡Moriré antes de ver como unos monstruos acaban con mi amado hogar! -exclamó Delfust envolviéndose en su capa oscura.
-Me parece honrado y generoso por tu parte ofrecerte a seguir aguardando en la muralla, pero no te precipites, tu mismo me indicaste que solo eran rumores. Tendremos seguridad cuando llegue Gester, él traerá noticias del Sur. Estaremos más tranquilos cuando conozcamos el alcance de este asunto.
-¿Y quién dice que Gester llegará? -preguntó Delfust con sarcasmo-, si en verdad hay una tropa de orcos dirigiéndose hacia aquí posiblemente lo habrán tomado preso; te recuerdo que este mes estaba precisamente en Elsariod, la ciudad de las Amazonas, y te recuerdo también que es el enclave principal del valle de Beltoryan, de donde nos llegan noticias tan confusas y oscuras.
-Tranquilo, Delfust -dijo Flagrand apaciguándolo- confiemos en nuestro fiel mensajero. Su veloz corcel no le traicionará, y si todavía está con vida no dudes en que llegará con novedades del sur, buenas o malas, y nos las hará saber.
Así pasaron otros tantos días de incertidumbre y deliberaciones entre Flagrand y Delfust, que ya acostumbraban a mantener conversaciones pesimistas cada cambio de turno. En las últimas jornadas, Delfust había invitado a almorzar a Sargon a su hogar, y allí, en el calor de la lumbre, seguían comentando las noticias que llegaban a diario de los campos cercanos y de las demás ciudades. En la noche, cuando los civiles dormían tranquilos, decenas de mensajeros partían y llegaban a Urum bajo el amparo de la oscuridad. Provenían de Iral, Trimofh-Âlen, Shald y otras muchas ciudades, y en todas y cada una se podía percibir la misma incertidumbre. Las murallas y Caballeros de Bolk se preparaban de nuevo para un ataque del Este, y en todas las forjas de los pueblos estaban al máximo de su capacidad, afilando y creando nuevas armas para estar preparados para el combate.
El rumor fue contagiándose progresivamente de Este a Oeste en el Reino, y ya todos estaban alerta. Así unos días después se pudo comprobar que, en aquel caso, Flagrand tuvo afortunadamente la razón en cuanto al asunto del mensajero, y una figura, a penas visible por la niebla, recorría a lo lejos las lomas de las colinas cubiertas de nieve, y en el horizonte comenzaron a oírse trotes de caballo apresurado.
-¿Qué te dije? -exclamó Flagrand sin dejar de mirar al jinete- ¡es Gester, el mensajero! Va demasiado rápido; sin duda algún acontecimiento importante ha tenido lugar allá a lo lejos en el país verde de las Amazonas.
Como Flagrand acertó, el apresurado Caballero era el mensajero del Reino en el Sur, y éste parecía poseído por el terror, y corría como si una bestia lo persiguiera. Gester era un Caballero joven, pero sus años de experiencia parecían pesarle sobre sus ojos verdes como piedras a la espalda. Su tez pálida mostraba una expresión de pánico y su cabello rubio se movía al son del galope.
-¡Abrid! ¡abridme la puerta! -exclamó.
-¿Qué diabólicas nuevas traes del sur, amigo? ¿A qué se debe de tanta prisa? -preguntó Delfust mientras, ayudado por otro guardia, abría la gran puerta del Sur en la fortaleza.
-¡No sabréis nada hasta que no me encuentre seguro! ¡Echad todos los cerrojos! Porque sabed que nos encontramos en un apuro, y todos tendremos que ayudar si no queremos ser aplastados. -gritó Gester mientras entraba en la ciudadela al galope.
Desmontó del caballo y subió por una escalerilla hasta llegar al lugar en el que Delfust y Flagrand lo miraban impacientes.
-¡Flagrand, amigo mío! -dijo mirándolo con asombro mientras se apeaba del caballo- ¿cómo un hombre tan valeroso como tú en este humilde puesto de guarda de muralla? -Delfust lo miró con desprecio- ¿Y qué es esta extraña niebla que envuelve la ciudad?
-Ni nosotros nos la explicamos, camarada. -dijo Flagrand formalmente- Pero dime, ¿qué noticias traes del País Verde? ¿son ciertos los rumores que nos llegan? ¿Estuviste en Beltoryan?
-Estuve, compañero; ¡y poco a faltado para que no me vierais! -dijo exaltado. ¡No sé que clase de rumores os llegaron, pero el valle verde está infestado de orcos y criaturas por el estilo! Llegué al lugar el pasado martes, y lo poco que vi me bastó: centenares de orcos con mazas y sables, y muchas Amazonas huyendo hacia las montañas. A punto estuvieron los malditos de atraparme; pude observar que llegaban más procedentes del Sur y que algunos grupos venían hacia el Norte a pie. Todos ellos parecían sin un comandante y llevaban ropajes toscos y vulgares, nada de armaduras ni cosa por el estilo, pero algunos sí llevaban harapos comunes, y parecían formar un batallón aliado con los otros. Unos como esos me persiguieron a mí. Deben estar hambrientos para atacar a las Amazonas, que pueden hacerles mucho daño cuando estén preparadas y que cuentan con el favor de los Bárbaros. Las tropas que me siguieron cabalgaban a lomos de lobos negros, e iban muy deprisa. Gracias a mi veloz Quendel pude salvarme. -dijo acariciando el lomo del corcel- Si siguieron a gran velocidad pueden estar aquí con más tropas dentro de dos o tres días, y puede que haya cometido un error al venir hacia aquí; la tierra está húmeda y mis huellas persistirán unos días. Si las siguen, vendrán directamente hacia aquí.
-Sin duda me lo esperaba -dijo Flagrand- si vienen, lo que no me extrañaría ahora, tenemos todavía como has dicho unos días para prepararnos. Gester, quisiera pedirte un último favor: ve en cuanto puedas a Trimofh-Âlen e informa a halla del inminente ataque que sufriremos, ¡que se preparen o que vengan a ayudarnos! Ahora todos debemos hacer algo por el Reino.
-De acuerdo, Flagrand. Comeré y beberé hasta saciarme, tomaré abundantes provisiones y descansaré por esta mañana; después iré al galope a informar a nuestros compañeros; partiré de noche con algún mensajero que se dirija hacia allí. -dijo mientras se internaba en la ciudad, añorando las calles sin bruma, mientras pensaba que por fin resultaba útil y necesario en una guerra que se avecinaba- Espero que estas os hayan sido noticias de utilidad.
-¡Buena suerte! -exclamó Flagrand- ¡no creo que nos podamos ver antes de la despedida!
-Al fin los rumores no resultaron ser una farsa como usted creía. -apuntó Delfust.
-Así comprobaras que hasta los Caballeros más veteranos cometemos errores... y los reconocemos -repuso Flagrand- ¡ahora ve y advierte a los guardas de toda la muralla y a los ciudadanos para que consigan armas y provisiones, pero alármales sólo lo suficiente! ¡yo iré hasta los campos y diré a los trabajadores rezagados que recojan la última cosecha de trigo y que se resguarden tras nuestras puertas!
Delfust se internó en la ciudad y Flagrand cruzó la puerta y se dirigió hacia los campos a avisar al pueblo del peligro que probablemente llegaría del Sur. Primero fue hacia los almacenes de trigo de Urum, y allí mandó recoger todas las reservas para el consumo de la ciudad. Casi todos los campesinos se refugiaron dentro de las murallas, y ocuparon las habitaciones y casas libres que poseían algunos habitantes.
Los días siguientes fueron muy agitados: los paisanos, nerviosos, se agolpaban a las puertas del mercado para abastecerse de alimentos y corrían hacia sus casas desde donde ya raramente volvían a salir. Mientras, los soldados afilaban sus armas e intentaban captar más combatientes recorriendo los alrededores de la ciudad buscando desertores, voluntarios o mensajeros dispuestos a combatir.
Rejys Frepel, gobernador de Urum, ordenó con presteza a un comité de varios Caballeros debatir la decisión de llevar a cabo un rastreo intensivo de la zona del Sur de Urum hasta los límites de los bosques de Thotem, a la altura del monte Leperiaden, y cuyo fin sería encontrar a los posibles enemigos y evitar así un ataque por sorpresa y precisar al máximo la llegada de los orcos. Decidió enviar un séquito de tres valerosos Caballeros, y mantuvieron en secreto una larga reunión en la que trazaron un plan que se suponía infalible. Eligieron basándose en tres parámetros: experiencia, juventud y fortaleza. Y no erraron. Entre los elegidos se encontraba Flagrand, nuestro Caballero, el más viejo y conocedor del Reino, que sería el cabeza de la expedición. Se veía envuelto muy pronto en la que sería, según creía, otra de sus misiones, y no se mostraba muy ilusionado, ya que en los últimos años había estado totalmente inactivo y se veía anciano e incapaz de afrontar otro viaje de peligros. También estaba Fihjo Tolom, una joven promesa entre los Caballeros, de cuerpo delgado y rostro de muchacho, recién llegado de su entrenamiento en el Mar de Niebla, aunque siempre había vivido en Urum. Les acompañaba Hiliat Humyn, un valeroso y astuto guerrero, de aspecto fornido y expresión triste, cabellos morenos y extraña barba de color negro.
Fihjo, Flagrand y Hiliat tuvieron oportunidad de conocerse en una pequeña cena que organizó Rejys para repasar la misión. Se les ordenó partir la madrugada del viernes doce de octubre del Reino, y así lo hicieron, no sin antes haber cargado los fardos de gran cantidad de provisiones y agua, aunque ésta última no les faltaría gracias a los múltiples arroyos del lugar. Todos los Caballeros y ciudadanos que salieron de su hogar a la mañana siguiente les brindaron una cálida despedida. Poco antes del adiós Rejys los condujo hacia una zona apartada del gentío, donde les recordó su cometido:
-Repasad la misión cuantas veces sea necesario ¡debéis andar con ojo!; recorred como máximo unas cien millas hacia el sur, pero me temo que veréis pronto a las tropas enemigas. ¡Es muy importante que no os vean a vosotros, por tanto sed muy cautelosos! -dijo exaltado.
-Señor, me permito recordarle que orcos y trasgos no permanecen mucho tiempo a simple vista fuera de sus túneles, más si es de día. -dijo Hiliat- Aunque no creo que hayan tenido tiempo de excavar sus mugrientas viviendas en un ataque, y las montañas de la zona son de roca muy dura y difícil de penetrar. Por tanto mi pregunta es: ¿dónde demonios se ocultaran?
-Creo tener respuesta a eso. -dijo Flagrand delicadamente- Los orcos prefieren ciertamente la comodidad de sus galerías en el subsuelo, mas si lo desean o lo creen necesario la mayoría de las especies no temen estar al descubierto a la luz del Sol; quien comande ese oscuro ejército no habrá cometido la estupidez de elegir a los guerreros equivocados. Hacia el Sur, donde nos dirigimos, empiezan a levantarse montañas de lomas cubiertas por vegetación abundante, y me atrevo a decir que ése será su escondite.
-En cualquier caso, debemos rastrear todo lo que se nos abra en el camino. -dijo Fihjo- No debemos dejar ningún lugar para más tarde, ya que en cualquier descuido podrían adelantarnos sin saberlo, y un ataque imprevisto en la ciudad sería desastroso.
-No creas que estamos desprevenidos; -dijo Rejys- vuestros compañeros trabajan duro cada día para guardar la fortaleza y proteger al pueblo. ¡Basta de deliberaciones y partid ahora! ¡en estos momentos cada segundo perdido es un tesoro irrecuperable! Gester todavía no ha vuelto; esperemos que Trimofh-Âlen no haya caído también presa del miedo. Os deseo suerte y espero vuestro pronto regreso, y me alegraría el corazón que esos malditos trasgos se hayan marchado y no acometan contra nuestras murallas, al menos todavía no.
-Me temo que eso sea improbable, -indicó Hiliat- pero ten fe en nosotros; antes preferimos morir que rendirnos ante la batalla. Somos Caballeros de honor.
Se cargaron con numerosos bultos donde llevaban pan de viaje, agua abundante y carne para ellos y los tres veloces caballos que los acompañarían en el comprometido viaje. Todo eso les hacía tener provisiones para un mes de viaje, aunque nadie esperaba que se demoraran mucho en la búsqueda. Por supuesto, también llevaban sus espadas envainadas en oro fino y tres hermosos escudos a la espalda.
Al fin los tres partieron horas antes del alba, y recorrieron a buen paso las colinas blancas próximas a Urum. Atravesaron prados verdes y húmedos, mojados por el rocío que bajaba lentamente desde los pinares. La bruma amainaba conforme avanzaban hacia el Sur. Cabalgaron diez millas bajo la tímida luz del sol velado por la bruma. Recorridas ya unas diez millas, y cayendo la tarde, se empezaban a alzar algunos montes cubiertos de vegetación uniforme y oscura, ensombrecida aún más por las primeras sombras del anochecer. Por sus flancos corrían sinuosos arroyos de agua clara, limpia y brillante que iban a parar a un pequeño riachuelo que recorría el lugar, impidiendo el paso a los tres Caballeros. Los caballos, al quererse acercar los jinetes a las aguas, relinchaban y retrocedían asustados.
-Estas aguas, aunque de cauce estrecho parecen profundas; -dijo Hiliat- yo voto por acampar bajo los recios alcornoques de aquel montículo. Ya casi es de noche: los caballos están fatigados y con la oscuridad no podemos buscar otro camino. Parece que los problemas han comenzado demasiado pronto.
-Estoy de acuerdo. -dijo Flagrand- Pero no sería prudente que durmiéramos los tres a la vez; nos turnaremos para hacer guardia. Yo seré el primero.
-Y yo el segundo -asintió Fihjo- todavía no me ha dominado el sueño aunque sí el hambre; abriré mi bulto por primera vez y tomaré con gusto una cena rápida.
-Me parece bien, -dijo Flagrand- pero recuerda que no sabemos con certeza cuántos días tendremos que cabalgar y es necesario organizar nuestras comidas.
Ataron los caballos a un grueso tronco y se tumbaron bajo los árboles. Uno tras otro, siguiendo los turnos, disfrutaron de un breve pero reparador sueño. No lo comentaron pero a cada uno en su guardia les pareció escuchar susurros y chirridos, y advirtieron sombras rápidas que cruzaban los árboles.
El día siguiente amaneció soleado y casi no quedaban restos de bruma. Cuando Flagrand despertó, observó que Hiliat y Fihjo ya llevaban tiempo despiertos, y que habían conseguido una liebre que estaban cocinando en un cálido fuego.
-Ah, señor -dijo Fihjo al ver a Flagrand despierto- usted ayer me dio a entender que no malgastara la comida ¡y aquí nos tiene! Hemos cazado un buen conejo y hemos decidido que, mientras podamos, intentaremos prescindir de nuestras provisiones.
-Me parece estupendo, pero con ese humo corremos el riesgo de atraer, no sólo a los posibles orcos, sino también a criaturas inmundas que bien las hay en estos parajes. -aseguró Flagrand preocupado.
-Lo sentimos, Flagrand -dijo Hiliat- pero por mi parte prefiero correr el riesgo que quedarme sin reservas de comida en poco tiempo.
-Está bien. Pero avisadme antes de hacer una candela en el bosque; no olvidéis que soy vuestro guía y el cabeza de la expedición.
Al poco rato comieron bastante cantidad de conejo y lo compartieron con los caballos. Ni los unos ni los otros parecían saborear muy a gusto la carne del roedor. Flagrand les estuvo un buen tiempo explicando a qué se debía el sabor amargo de la liebre y su carne negra. Les contó que hacía cientos de años el dueño de las montañas, Thotem Fred, hizo oscuros tratos con la malvada hechicera Saril para que ésta le proporcionara criaturas fuertes que protegieran sus tierras. Saril llegó a un acuerdo y trajo a las criaturas. Thotem, arrepentido y consternado por la ferocidad y la maldad de las criaturas, quiso que la hechicera se las llevara. Pero Saril se negó a deshacer lo que tanto trabajo le había costado crear, y castigando la osadía del señor del bosque, arrojó una terrible maldición a la zona, logrando que desde ese día los animales y las plantas de las montañas de Thotem se tornasen monstruosas y negras.
Algo asustados por el relato de Flagrand, emprendieron la marcha hacia la colina que cruzaba el arroyo. Siguieron monte arriba contemplando grandes pinos cuyas hojas se inclinaban con el viento. Andaban a paso lento mirando hacia los lados para atemorizados por la posible presencia de extraños seres dispuestos a acabar con su misión.
La mañana fue declinando en un soleado mediodía y en un apacible atardecer que invitaba al sueño. Nadie interrumpía el mágico momento. Los caballos aminoraban el paso conforme las sombras de la tarde se alargaban cautivándolos. Los tres Caballeros se detuvieron en un claro en la cima del monte. Pudieron observar los jirones de nube amoratada y el horizonte cubierto por neblina suave. Sin mediar palabra los tres Caballeros cayeron en una plácida siesta en la que soñaron con vivir otras vidas y con un mundo en el que descasarían en paz y serían felices para siempre.
Sin duda fue una tarde mágica que propició el descanso y la paz. A la mañana siguiente, despertaron reconfortados y consumieron un frugal desayuno. Los caballos, también activos, repuestos y amodorrados por las horas de sueño, recibieron su ración de alimento compuesta por unas hierbas Trelanas y un trozo de carne salada a cada uno.
Ese día Hiliat estuvo tan animado e inspirado que se dispuso a dar nombre a los corceles.
-A este, el mío, el más fuerte y robusto, lo llamaré Llyr en honor a mi padre -dijo con autoridad- y, aunque me gustaría, no deseo privaros del placer de "bautizar" a los vuestros.
-A mí no me importa, además, tienes bastante más imaginación que yo -añadió Flagrand.
-¿De veras? -preguntó Hiliat- oh, gracias Flagrand, todo mi agradecimiento. ¿Y qué dices tú, Fihjo?
-¿Eh? -exclamó sobresaltado, despertando de sus pensamientos, centrados en la tarde anterior- ah, haz lo que quieras.
-Bien; en ese caso yo tendré el honor de dar nombre a los dos vuestros -dijo Hiliat con una mueca de satisfacción en su cara- al de Flagrand, intrépido y veloz, lo llamaré Nuth, nombre de un amor de mi infancia. Pero, ¿qué haremos con el de Hiliat? Dejadme que piense... ¡ya! ¡se llamará Grim! ¡porque es joven y audaz, y grimoth significa valiente en el idioma amazónico!
-Me parecen nombres muy acertados -denotó Flagrand.
Así pues, los nombres de los corceles fueron Llyr al de Hiliat, Nuth el de Flagrand y Grim el de Fihjo, y a partir de ese día, siempre los llamaron así. Hiliat, muy satisfecho, cabalgaba acariciando suavemente el lomo de Llyr. El anterior fue el día de la felicidad y el descanso, pero al crepúsculo del siguiente volvió la niebla y con ella la incertidumbre y la pesadez. Llegó también un cansancio repentino y ganas de volver al hogar.
Atravesaban en ese momento la frondosa loma al oeste del monte, y su densa capa de hierba tomaba ya el color grisáceo debido a la llegada de la noche y la bruma. La inquietud atormentaba a los jinetes, y el hecho de no poder ver a más de dos metros de distancia les oprimía el corazón y les nublaba los sentidos. Aquellos resultaban momentos de temor y desconcierto, donde la única acción posible era someterse y parar en seco la andanza.
Así lo hicieron los tres y, tras amarrar los caballos a un recio alcornoque, discutieron y planificaron el plan de viaje del día siguiente, si llegaba:
-La calima de nuevo enturbia mi mente -dijo Hiliat con pesadumbre- ¿qué será de nosotros yaciendo aquí, medio extraviados bajo esta densa y maligna oscuridad? ¡Al demonio la misión! ¡Prefiero morir con honor en mi ciudad que ser presa del hambre y la desolación! ¡voto por volver en cuanto podamos!
-Tranquilízate, Hiliat -exclamó Flagrand- ¡nadie abandonará la misión! Tenemos provisiones para dos semanas y te recuerdo que la niebla, al menos la que yo conozco, no es eterna. Esperaremos y cuando el sol ilumine alto continuaremos nuestro camino.
-Ya ni siquiera recuerdo nuestro cometido -añadió Fihjo afligido, mientras su tez mostraba a un joven agotado y sin vitalidad- ¿porqué hemos de seguir al sur? ¿no cabe pensar que los orcos hallan hecho un rodeo hacia el oeste y lleguen a Urum por el norte?
-Nuestra misión es recorrer las montañas que se nos abran camino en busca de orcos; siempre mirando hacia el sur. -dijo Flagrand- Amigos, ¿queremos violar nuestro juramento de Caballeros? ¿queremos morir por el Reino o perecer sin dignidad habiendo incumplido lo que se nos encomendó? ¡Esperemos a que pase la tempestad y seguro tendremos la recompensa de obtener resultados pronto!
-No hay otro remedio -alegó Hiliat- yo haré la primera guardia esta noche; a buen seguro que no podré dormir. Vamos, descansad un poco amigos. Mañana será otro día, recemos por que nos ilumine un sol y podamos cabalgar tranquilos.
En verdad ninguno de ellos durmió aquella fría noche, y Flagrand recordó la mañana en la que llegó Gester y empezó su incierta y desafortunada empresa. Siempre tenía malos recuerdos cuando llegaba la oscuridad. Fihjo también sufrió un sueño intranquilo en el que tuvo visiones de sus difuntos padres y de todas las noches que lloró por ellos, y despertó con lágrimas en los ojos. Hiliat hizo guardia toda la noche recostado en un árbol y suspirando y evocando al pasado, a su desgraciada infancia y a todos los amigos que perdió en la batalla.
La noche, oscura y tétrica, les trajo vacilación, inseguridad y más sueño, que no podrían recuperar hasta mucho después.
Flagrand y Fihjo despertaron y pudieron ver las lágrimas de Hiliat en sus ojos agotados. Aún sin poder distinguir los árboles a lo lejos por la niebla, desataron a los nerviosos caballos y partieron hacia donde les llevara el destino.
Sabían que podían estar volviendo sobre sus pasos, pero ya nada les importaba. No comieron ni bebieron durante largas horas, y al fin llegó otra incierta tarde. Para su suerte o su desgracia, habían recorrido ya más de ochenta millas al sur de Urum.
La noche esclareció algo la calima que cubría el bosque, que ahora se presentaba húmedo y tenebroso. Los Caballeros pararon y comieron y bebieron un poco de sus provisiones de viaje. Extraños ruidos provenían de los salientes rocosos que se erguían sobre otro monte cercano.
-¿Qué es eso? ¿Lo oísteis? -preguntó Fihjo inquieto.
-Sea lo que sea, nada o poco nos ocurrirá si permanecemos unidos. -dijo Flagrand- puede que sea un nido de águilas milenarias o algo por el estilo, no creo que sea necesario preocuparse.
-El bosque presenta siempre su cara más sombría en la madrugada. -añadió Hiliat- Deberíamos dejar a resguardo a los caballos y hacer una ronda hacia aquel monte; quiero saber qué nos llama desde allí.
-De acuerdo -dijo Flagrand- atemos aquí a los caballos y vayamos silenciosamente hacia allí. Para ir más ligeros, también podemos dejar aquí los paquetes con la comida.
-Voto por que llevemos con nosotros los hatos -exclamó Fihjo decidido- nadie sabe lo que puede ocurrir. Sería mejor que lleváramos alimento y agua por si acontece algún imprevisto o percance.
Flagrand y Hiliat estuvieron de acuerdo en llevarse cada uno su saco a cuestas; de nuevo, como venían haciendo todas las noches desde que partieran, amarraron a los corceles al tronco más grueso que encontraron en los alrededores y se dispusieron a marchar.
A paso firme, animoso y discreto, cruzaron los tres la abertura entre los dos montes.
-Recordad, no perdáis de vista el rumbo que hemos ido tomado -indicó Flagrand, mientras los rumores y golpeteos no cesaban, pareciendo llamar a tres buenas presas- podrían darse las circunstancias para que tuviéramos que huir precipitadamente.
-Hay que andarse con ojo -expresó Hiliat- no nos perdamos de vista, ¿de acuerdo?
Y así los tres se fueron aproximando a la cavidad rocosa del monte. Numerosos sauces, robles y alcornoques cruzaron para llegar a lo que parecían proteger, una gran cueva negra incrustada en la piedra, desde donde los murmullos y rugidos ya eran totalmente audibles. Mientras se disponían a colarse por el hueco de roca desnuda, cientos de ojos brillantes surgieron de entre las sombras rodeándolos. Salían desde entre los árboles en todas direcciones y también desde su guarida, desde donde habían llamado para cazar a los Caballeros.
-¡Lobos!¡lo imaginaba! -exclamó Hiliat- ¡corramos!
Y así, como ya previno Flagrand, se encontraban huyendo, preguntándose el porqué de su visita. Mientras corrían, cada uno hacia una dirección sin pensar por donde habían venido, acometían contra los lobos perseguidores y lanzaban estocadas que en muchos casos resultaban efectivas. Corrieron y corrieron jadeando y alejándose cada vez más de sus compañeros. Los cinco que persiguieron a Fihjo cobraron una muerte rápida, pero el muchacho sufrió una herida en el brazo izquierdo debida al bocado de uno de los lobos; el muchacho cortó con la espada un trozo de tela de su manto y envolvió su antebrazo con él para cortar el fuerte coágulo. Muy dolorido, se alejó campo a través hasta que empezaron a vislumbrarse las tímidas luces del amanecer.
Peor suerte corrieron Flagrand y Hiliat, cuyos pies cansados fueron su trampa. Pasaron interminables minutos en los que corrieron subiendo el monte sin cesar; por sus ojos pasaron paisajes del bosque que nunca habían contemplado: un lago, y tierras negras como ceniza servían de escondite al antro orco. Los lobos los condujeron, primero a Hiliat y después a Flagrand, a la cueva y escondite de los temidos orcos que planeaban invadir el Reino de los Caballeros.
Al entrar, Flagrand sintió nauseas por el olor que desprendía el lugar. Sombría y tétrica la caverna descendía y descendía por caminos fuertemente excavados en la roca. Ataron al Caballero con cuerdas raspantes y le despojaron pronto de su espada, su armadura y su escudo. Después le obligaron a beber un extraño brebaje con sabor amargo y que quemaba la garganta. Flagrand cerraba los ojos, resignándose a contemplar la horrenda fisonomía de los pestilentes trasgos, de los que no se libraba de percibir su fétido aliento. Abrió los ojos un instante, y pudo distinguir en la oscuridad los rasgos de la cara de su enemigo: faz verde oscura con manchas de sangre de un rojo oscuro, enseñaba unos grandes y amarillentos dientes, que parecían haber masticado cualquier tipo de criaturas. Destacaban sus orejas peludas, grandes y terminadas en pico, y una gran cadena le colgaba, llena de sangre seca, desde la nariz hasta una ceja. Su vestimenta se componía, esencialmente de sucios y marrones trapos atados con cuerda negra, aunque algunos tenían una rudimentaria cota de malla.
Los enemigos le dejaron, aunque vigilando, largo rato a solas. Un tiempo en el que pudo reflexionar sobre lo ocurrido, y en ese momento cayó en la cuenta de que los traicioneros lobos solían hacer tratos con las criaturas malignas que los encontraban.
Los que lo habían amarrado y dejado en el suelo no parecían pronunciar, sólo gruñían y gritaban sin significado aparente. En la oscuridad Flagrand pudo entrever una protuberancia en la cueva, y le pareció que en ella había un gran orco que sí hablaba, pero en el idioma del Reino Oscuro del Este. Empezó a sentir miedo y cansancio, unidos a un gran dolor en su estómago; la desagradable bebida empezaba a surtir efecto en el hastiado Caballero.
Mientras tanto Hiliat también sufría silenciosamente. Los orcos, al captarle el primero, le hicieron sufrir más que a Flagrand; se desahogaron haciéndole pasar la más dolorosa de las torturas. Lo amordazaron y le cubrieron la boca en un tablón horizontal de madera y estiraron hasta agotarse, mientras otros gozaban esparciendo gusanos y ácidos por su pecho desnudo. Ahora Hiliat yacía en el suelo, debatiéndose entre la vida y la muerte, y algunos orcos, los pocos que sabían hablar, debatían en lenguaje común con el gran jefe sobre las vidas de los prisioneros:
-¿Qué haremos con estos dos? -dijo uno, cuya voz era grave y perversa, que se le clavó a Hiliat en lo más profundo del corazón- No puedo ocultar mis ganas de saciarme a torturas. Lo de antes sólo ha sido un juego para entretenernos. Quiero ver sangre, ¿porqué no podemos divertirnos?
-No, no, nada de eso. Después del castigo vendría lo mejor: le haríamos pedacitos pequeños y los engulliríamos como a un conejo; -dijo el más pequeño, mientras soltaba una estridente carcajada- hace años que no como a un hombre vivo.
-Yo le quemaría las extremidades, y mientras aún siguiera vivo lo comería poco a poco, desde los pies a la cabeza, viendo él como le devoro. -soltó otro, pareciendo ansioso por cumplir su palabra, mientras miraba a Hiliat, que escuchaba con la poca atención que le permitía poner su mal estado físico.
-¡Silencio! -ordenó el gran orco- me gustaría que fuera así, pero no hemos sido enviados a este lugar para entretenernos; además, Él nos ordenó que le lleváramos todos los prisioneros; estos son los primeros, ¿queréis causar una mala impresión a él, que nos ha prometido grandes tierras y cuevas? Cuando nos lleguen noticias de la tropa del Este, podréis hacer lo que queráis con ellos. Hasta que no se hagan con Urum, todas las órdenes deberán ser acatadas, y para eso estoy yo.
-Pero señor, -replicó otro- los del Este tardan mucho en llegar, y no parece que necesiten nuestra ayuda para tomar Urum, si es que no han perdido la batalla que librarían en Trimofh-Âlen...
-¡Pamplinas! -dijo el jefe- esa compañía es muy numerosa, pero no creo que puedan prescindir de nosotros. ¡Y estúpido, tampoco Trimofh-Âlen se le resistirá! Si se quedan disfrutando el botín de Urum sin contar con nosotros, los denunciaré a la Torre del Amo, y verán lo que es bueno. Ahora callad, estos dos parecen avispados, y puede que la bebida no les haya hecho mucho efecto aún.
A esto callaron los otros, y entregándole cada uno una forzada reverencia, se perdieron entre la oscuridad, cada uno en sus asuntos.
El trasgo jefe lanzó una mirada inquisitiva a Hiliat que en ese momento se hizo el dormido. Ni él ni Flagrand sabían que se encontraban cerca el uno del otro, centrando sus pensamientos en el espantoso cabeza de la patrulla que se dirigiría a Urum.
Flagrand pensaba en el lugar donde se encontrarían sus amigos y en una posible huída, pero poco después sus reflexiones se desvanecían, recordando que era físicamente imposible escapar sin saber donde se encontraba, como se desataría o, lo más importante, como se libraría de los orcos de las proximidades.
Hiliat repasaba cansado una y otra vez lo acontecido buscando una respuesta que nunca encontraba. También cavilaba sobre el destino de Llyr, Nuth y Grim, a los que habían dejado atados con gran parte del equipaje en la colina adyacente. "¿Qué habrá sido de los demás?", se preguntaban los tres Caballeros.
Mientras tanto Fihjo recorría solitario y malherido parajes tristes e inhóspitos repletos de hierba oscura y aquí y allá algún arbusto muerto en la floresta. Se encontraba a más de dos millas de la caverna donde yacían Flagrand y Hiliat. Anduvo buscando su rastro durante horas, pero al fin desistió, quejándose de su memoria retentiva y de su poca orientación la noche anterior. No dejaba de preguntarse por el sombrío destino de sus compañeros, que cada vez más suponía muertos. Ahora se encontraba indagando en el bosque para hallar el lugar donde abandonaron a los caballos; en la persecución de la noche anterior había perdido su fardo, y sólo conservaba una garrafa medio vacía de agua. Ya le empezaba a surgir el hambre, y necesitaba con urgencia más agua para intentar sanar su herida sangrante.
Concilió un par de sueños inquietos y cansinos, que no le valieron de descanso e incrementaron su pesadez y fatiga.
En dicha ciudad había una pequeña taberna, la del viejo Floyd, un anciano dinámico e inquieto que conversaba con paisanos y forasteros que pasaban por allí de las noticias que acontecían en el Reino. Niños y mayores se reunían allí para escuchar los relatos del "abuelo" de Urum, que con los años era más huraño pero más sabio. En las paredes de su cantina colgaban retratos de grandes reyes y gobernadores, y en las grietas del enlosado se advertían años de buen entretenimiento proporcionado por historias y buenas dosis de cerveza para los adultos.
La fría noche con la que comienza nuestro relato se centra en aquella vistosa taberna, cuyas brasas y chimeneas resguardaban bien a los aldeanos y Caballeros que en ese momento se encontraban en el interior. Lámparas de aceite y bebida llenaban las mesas de madera envejecida donde disfrutaba gente de todo tipo, edad y condición: hombres sombríos y reservados, niños somnolientos que acompañaban a sus padres, madres embarazadas, borrachos escandalosos... Pero toda la atención se encontraba puesta en Ghuik Lethon, un hombre obeso y de cara siempre enrojecida por la mucha cerveza que tomaba. Era el más conocido narrador de historias en la región y su experiencia avalaba sus narraciones: se decía en Urum que Ghuik acostumbraba a pasear por los bosques de Thotem en el crepúsculo -siempre y cuando no se encontraba en la taberna, lo que resultaba bastante raro en los últimos años-; pero esta noche no contaba historias jocosas y entretenidas, contaba noticias oscuras del este, acrecentando la tormenta el interés de los aldeanos por éstas:
-Oscuros presagios me llegan, amigos; me informo y recorro incontables parajes para captar noticias de todos los Reinos del este -balbuceó ya visiblemente afectado por la borrachera, por lo que los que allí escuchaban se mofaban de él.
-¿Qué clase de presagios, Ghuik? -dijo uno riendo- ¿quizá nos quedemos sin suministro de cerveza por el temporal?
En esto todo el local empezó a desternillarse, la gente alborotaba y derramaba sus jarros de bebida, y la acción quedó respondida por un luminoso relámpago y el consiguiente trueno. La gente calló y Ghuik empezó de nuevo a hablar, ebrio pero consciente de la situación:
-Os habla aquel que tiene cien años, aquel que ha atravesado los bosques y se ha enfrentado con lobos y orcos. ¡Aquel que ha vivido lo que otros sufren en las pesadillas! ¡Así que reíd, bromead si queréis! -dijo en tono sarcástico- ¡No me escuchéis y la niebla llegará por sorpresa, y un ejército caerá sobre vosotros! ¡Y habrá muerte y desolación, y todos suplicaréis por morir! Os aviso: el mal acecha y se acerca desde el sur, y no debéis...
En ese momento, como si hubiera sido atravesado con una daga, se llevó las manos a la garganta intentando no dejar escapar el último hálito de vida; cayó al suelo y se revolcó lanzando el grito de expiración. Allí quedo tendido mientras la muchedumbre alrededor dejaba caer las últimas jarras de la noche, gritaba y se dirigía al sitio del fallecimiento. Alguna mujer, conmocionada, sollozaba con las manos en el pecho. Algún que otro hombre, ebrio, soltaba algunas carcajadas creyendo estar viendo una realista actuación. El viejo Floyd se adelantó a todos y le tomó el pulso; con una expresión de sufrimiento y fatiga dijo:
-Está muerto; mi buena cerveza le ha hecho caer en las sombras. -Y cayó junto a su amigo en un llanto que se propagó a todo el recinto, que quedó inundado por lágrimas y dolor.
En los días siguientes, la ciudad y los campos que la rodeaban se sumieron en un profundo luto de dos días en los que, como Ghuik dijo pero ya nadie recordaba, cayó la niebla. Nadie le dio demasiada importancia al hecho de estar calados en una densa bruma en plena primavera, pero al pasar ya dos semanas el ánimo fue cambiando, y la fortaleza quedó asolada por el temor.
* * *
Mientras tanto, un Caballero cualquiera, aunque a este el destino le reservaba aventuras, miserias y honor, yacía acurrucado en su camastro, protegiéndose con algunos mantos de piel del intenso frío que castigaba Urum en los oscuros días. En la ciudadela, nadie todavía daba crédito a la espesa niebla que cubría sus calles, y todo el mundo seguía buscando en vano el porqué de la oscuridad que se cernía sobre el lugar.
Los Caballeros que protegían las murallas de la ciudad recibían oscuros rumores procedentes del sur y, debido al temporal, hacía semanas que no recibían noticias de su más importante bastión, la fortaleza del Trimofh-Âlen, ni de los Reinos del sur.
Nuestro Caballero, cuyo nombre era Flagrand, concluyó su intranquilo sueño desperezándose sentado en el borde del lecho. Tras la espesa barba que cubría su pálida tez, marcada por años de guerra en los que hubo de combatir siempre para bien, bajaban gotas de sudor frío. El honor y el respeto que hace años hubo gozado se habían casi esfumado, y el deber le obligaba a trabajar tanto y como los demás, y ahora se encargaba, como casi todos los Caballeros en aquellos tiempos de crisis, a guardar la muralla.
Se revolvió en las mantas, se desperezó con desgana y como de costumbre se detuvo a mirar por unos instantes tras la ventana, para poder comprobar una vez más que sus rezos y súplicas habían sido en vano. La oscuridad y la bruma no desparecían de las calles. Un ligero escalofrío le permitió comprobar que tampoco el frío había remitido.
Amanecía, y pasado un rato Flagrand tendría que reemplazar a un compañero en su turno matutino protegiendo uno de los flancos del gran murallón de la ciudadela. De su viejo armario ropero extrajo, como cada mañana, su cota de malla liviana y resistente, sus grandes botas y su armadura metalizada de segundo orden de caballería, adornada con motivos bañados en oro. A los pies de la cama se encontraba su preciada espada, hoja larga y reluciente de mango gris terminado en plata regalo de su difunto padre, y con la que había librado tantas batallas.
Poco antes de salir, tomó una taza de gyulo, infusión que le sirvió para desentumecerse los músculos agarrotados por el frío. Al cruzar la puerta de su rudimentaria cabaña, percibió que ni un alma cruzaba la calzada o simplemente salía a comprar o a comentar las nuevas que llegaban del este, lo que era común en Urum antes de los extraños acontecimientos. Cruzó un gran trecho pasando por la panadería, la herrería y el mercado, pero ahora todos se encontraban cerrados; la gente no salía de sus casas y los comercios que seguían abiertos se habían visto obligados a cerrar por la falta de clientes, quedando sólo unos pocos Caballeros para hacer guardia en la muralla.
Antaño Flagrand se recreaba contemplando las bonitas calles talladas en piedra o charlando con los vecinos. La vida para él desde que lo destinaran a Urum se le había antojado casi siempre apacible y tranquila. Solía bajar cada noche a la taberna del viejo Floyd a relajarse y charlar de los asuntos del Reino; pero ahora hasta Floyd parecía haber caído también presa del pánico causado por la oscuridad y la súbita muerte de su amigo Ghuik. La taberna, que a estas horas de la mañana siempre se encontraba abierta terminando con la limpieza y soportando a los clientes más persistentes, ahora emitía raros presagios pudiéndose observar sus cancelas y cerrojos totalmente echados. Estaba cerrada y condenada a no volver a abrir nunca más, no al menos con el mismo dueño ni con las mismas circunstancias.
Urum, sin saberlo sus habitantes, apuraba sus últimos y tristes días bajo la sombra de la bruma, que consigo traía un temor latente que se contagiaba a todos los habitantes.
Sumido en sus hipótesis y pensamientos, Flagrand cruzó la aldea y llegó hasta su puesto en la gran muralla de piedra parda. Allí le esperaba somnoliento Delfust, su viejo compañero de relevo. Tras sus diminutos ojos grises se podían contemplar monótonas y largas horas de guardia, y pesadumbre y melancolía por los tiempos pasados. No hacía honor a su gran altura con su postura siempre encorvada y mantenía una actitud siempre pensante. Enrolló su gran capa de piel sobre su espalda y se dirigió a Flagrand lanzándole una mirada fría y dura, que expresaba su incertidumbre.
-Ragnar marchó ayer noche hacia Dalir -dijo- parecía tener prisa. Todo esto es ciertamente extraño, y mentiría si dijese que no tengo miedo. Esta bruma que nos castiga es algo aterrador, Flagrand. Malos tiempos se avecinan, y todo el Reino según cuentan se está preparando para un ataque, desde las costas Nublagon hasta las murallas de Kith.
-No eres el único que encuentra funestos presagios en la niebla. Según me informé, el borracho Ghuik previno esto y más poco antes de morir; no obstante el miedo es el peor enemigo del hombre. ¡Intentemos no dejarnos dominar por la oscuridad!
-Eres optimista, Flagrand, y siempre lo has sido, mas no creo que tu confianza pueda ayudarme en estos sombríos momentos. -dijo Delfust- La marcha de algunos de nuestros superiores a la prisión de Dalir no augura nada bueno. Algunos comentan que se encuentran allí por el gran incremento de presos en el Reino, y también han llegado a mis oídos rumores de la llegada de una numerosa compañía de orcos y otras criaturas sombrías al valle de las Amazonas, el Beltoryan, ¡y algunos se aventuran a asegurar que ya andan cruzando el bosque hacia nuestras tierras!
-La experiencia algún día te hará saber que hablillas como esas son totalmente infundadas y motivadas por la situación de pánico de nuestros paisanos; ya ni siquiera salen de sus casas -repuso Flagrand.
-En cualquier caso yo ya estoy habilitando un refugio bajo mi casa. No quiero verme sorprendido un buen día por una tropa de espantosas criaturas junto a mi puerta. Tienes suerte de haber combatido tantas veces, Flagrand; tu ya conoces el aspecto de orcos y demás bestias inmundas. Si llegaran aquí en este momento yo contemplaría su monstruosa cara justo antes de que me asestaran el golpe final.
-No digas eso, Delfust -dijo Flagrand compadeciéndose- Yo puedo conocer su forma de combatir y su aspecto, pero siempre pueden dar alguna sorpresa. No por conocer sus comportamientos y su aspecto puedo saber qué golpe me asestarán. Son horrendos, sin duda; y su olor intimida. Mas son tercos, tozudos y duros de oído, y muchas veces cayeron en chapuceras de nuestras emboscadas en las batallas de Tolsem. Opino que habrían de aparecer muchos de ellos para conseguir siquiera derribar la puerta del sur. Cualquier individuo con agallas suficientes y un poco de ingenio podría derribar a un torpe y lento orco siempre que sepa empuñar una espada o cualquier arma.
-Algo me tranquilizas, pero he de decirte que de ningún modo correré riesgos innecesarios. Estaré prevenido y preparado para lo peor desde ya; mi turno acaba ahora, pero seguiré velando por la seguridad del pueblo. Dormiré el justo tiempo y diré a mis hijas Larim y Hedim que vengan trayendo provisiones. ¡Moriré antes de ver como unos monstruos acaban con mi amado hogar! -exclamó Delfust envolviéndose en su capa oscura.
-Me parece honrado y generoso por tu parte ofrecerte a seguir aguardando en la muralla, pero no te precipites, tu mismo me indicaste que solo eran rumores. Tendremos seguridad cuando llegue Gester, él traerá noticias del Sur. Estaremos más tranquilos cuando conozcamos el alcance de este asunto.
-¿Y quién dice que Gester llegará? -preguntó Delfust con sarcasmo-, si en verdad hay una tropa de orcos dirigiéndose hacia aquí posiblemente lo habrán tomado preso; te recuerdo que este mes estaba precisamente en Elsariod, la ciudad de las Amazonas, y te recuerdo también que es el enclave principal del valle de Beltoryan, de donde nos llegan noticias tan confusas y oscuras.
-Tranquilo, Delfust -dijo Flagrand apaciguándolo- confiemos en nuestro fiel mensajero. Su veloz corcel no le traicionará, y si todavía está con vida no dudes en que llegará con novedades del sur, buenas o malas, y nos las hará saber.
Así pasaron otros tantos días de incertidumbre y deliberaciones entre Flagrand y Delfust, que ya acostumbraban a mantener conversaciones pesimistas cada cambio de turno. En las últimas jornadas, Delfust había invitado a almorzar a Sargon a su hogar, y allí, en el calor de la lumbre, seguían comentando las noticias que llegaban a diario de los campos cercanos y de las demás ciudades. En la noche, cuando los civiles dormían tranquilos, decenas de mensajeros partían y llegaban a Urum bajo el amparo de la oscuridad. Provenían de Iral, Trimofh-Âlen, Shald y otras muchas ciudades, y en todas y cada una se podía percibir la misma incertidumbre. Las murallas y Caballeros de Bolk se preparaban de nuevo para un ataque del Este, y en todas las forjas de los pueblos estaban al máximo de su capacidad, afilando y creando nuevas armas para estar preparados para el combate.
El rumor fue contagiándose progresivamente de Este a Oeste en el Reino, y ya todos estaban alerta. Así unos días después se pudo comprobar que, en aquel caso, Flagrand tuvo afortunadamente la razón en cuanto al asunto del mensajero, y una figura, a penas visible por la niebla, recorría a lo lejos las lomas de las colinas cubiertas de nieve, y en el horizonte comenzaron a oírse trotes de caballo apresurado.
-¿Qué te dije? -exclamó Flagrand sin dejar de mirar al jinete- ¡es Gester, el mensajero! Va demasiado rápido; sin duda algún acontecimiento importante ha tenido lugar allá a lo lejos en el país verde de las Amazonas.
Como Flagrand acertó, el apresurado Caballero era el mensajero del Reino en el Sur, y éste parecía poseído por el terror, y corría como si una bestia lo persiguiera. Gester era un Caballero joven, pero sus años de experiencia parecían pesarle sobre sus ojos verdes como piedras a la espalda. Su tez pálida mostraba una expresión de pánico y su cabello rubio se movía al son del galope.
-¡Abrid! ¡abridme la puerta! -exclamó.
-¿Qué diabólicas nuevas traes del sur, amigo? ¿A qué se debe de tanta prisa? -preguntó Delfust mientras, ayudado por otro guardia, abría la gran puerta del Sur en la fortaleza.
-¡No sabréis nada hasta que no me encuentre seguro! ¡Echad todos los cerrojos! Porque sabed que nos encontramos en un apuro, y todos tendremos que ayudar si no queremos ser aplastados. -gritó Gester mientras entraba en la ciudadela al galope.
Desmontó del caballo y subió por una escalerilla hasta llegar al lugar en el que Delfust y Flagrand lo miraban impacientes.
-¡Flagrand, amigo mío! -dijo mirándolo con asombro mientras se apeaba del caballo- ¿cómo un hombre tan valeroso como tú en este humilde puesto de guarda de muralla? -Delfust lo miró con desprecio- ¿Y qué es esta extraña niebla que envuelve la ciudad?
-Ni nosotros nos la explicamos, camarada. -dijo Flagrand formalmente- Pero dime, ¿qué noticias traes del País Verde? ¿son ciertos los rumores que nos llegan? ¿Estuviste en Beltoryan?
-Estuve, compañero; ¡y poco a faltado para que no me vierais! -dijo exaltado. ¡No sé que clase de rumores os llegaron, pero el valle verde está infestado de orcos y criaturas por el estilo! Llegué al lugar el pasado martes, y lo poco que vi me bastó: centenares de orcos con mazas y sables, y muchas Amazonas huyendo hacia las montañas. A punto estuvieron los malditos de atraparme; pude observar que llegaban más procedentes del Sur y que algunos grupos venían hacia el Norte a pie. Todos ellos parecían sin un comandante y llevaban ropajes toscos y vulgares, nada de armaduras ni cosa por el estilo, pero algunos sí llevaban harapos comunes, y parecían formar un batallón aliado con los otros. Unos como esos me persiguieron a mí. Deben estar hambrientos para atacar a las Amazonas, que pueden hacerles mucho daño cuando estén preparadas y que cuentan con el favor de los Bárbaros. Las tropas que me siguieron cabalgaban a lomos de lobos negros, e iban muy deprisa. Gracias a mi veloz Quendel pude salvarme. -dijo acariciando el lomo del corcel- Si siguieron a gran velocidad pueden estar aquí con más tropas dentro de dos o tres días, y puede que haya cometido un error al venir hacia aquí; la tierra está húmeda y mis huellas persistirán unos días. Si las siguen, vendrán directamente hacia aquí.
-Sin duda me lo esperaba -dijo Flagrand- si vienen, lo que no me extrañaría ahora, tenemos todavía como has dicho unos días para prepararnos. Gester, quisiera pedirte un último favor: ve en cuanto puedas a Trimofh-Âlen e informa a halla del inminente ataque que sufriremos, ¡que se preparen o que vengan a ayudarnos! Ahora todos debemos hacer algo por el Reino.
-De acuerdo, Flagrand. Comeré y beberé hasta saciarme, tomaré abundantes provisiones y descansaré por esta mañana; después iré al galope a informar a nuestros compañeros; partiré de noche con algún mensajero que se dirija hacia allí. -dijo mientras se internaba en la ciudad, añorando las calles sin bruma, mientras pensaba que por fin resultaba útil y necesario en una guerra que se avecinaba- Espero que estas os hayan sido noticias de utilidad.
-¡Buena suerte! -exclamó Flagrand- ¡no creo que nos podamos ver antes de la despedida!
-Al fin los rumores no resultaron ser una farsa como usted creía. -apuntó Delfust.
-Así comprobaras que hasta los Caballeros más veteranos cometemos errores... y los reconocemos -repuso Flagrand- ¡ahora ve y advierte a los guardas de toda la muralla y a los ciudadanos para que consigan armas y provisiones, pero alármales sólo lo suficiente! ¡yo iré hasta los campos y diré a los trabajadores rezagados que recojan la última cosecha de trigo y que se resguarden tras nuestras puertas!
Delfust se internó en la ciudad y Flagrand cruzó la puerta y se dirigió hacia los campos a avisar al pueblo del peligro que probablemente llegaría del Sur. Primero fue hacia los almacenes de trigo de Urum, y allí mandó recoger todas las reservas para el consumo de la ciudad. Casi todos los campesinos se refugiaron dentro de las murallas, y ocuparon las habitaciones y casas libres que poseían algunos habitantes.
Los días siguientes fueron muy agitados: los paisanos, nerviosos, se agolpaban a las puertas del mercado para abastecerse de alimentos y corrían hacia sus casas desde donde ya raramente volvían a salir. Mientras, los soldados afilaban sus armas e intentaban captar más combatientes recorriendo los alrededores de la ciudad buscando desertores, voluntarios o mensajeros dispuestos a combatir.
Rejys Frepel, gobernador de Urum, ordenó con presteza a un comité de varios Caballeros debatir la decisión de llevar a cabo un rastreo intensivo de la zona del Sur de Urum hasta los límites de los bosques de Thotem, a la altura del monte Leperiaden, y cuyo fin sería encontrar a los posibles enemigos y evitar así un ataque por sorpresa y precisar al máximo la llegada de los orcos. Decidió enviar un séquito de tres valerosos Caballeros, y mantuvieron en secreto una larga reunión en la que trazaron un plan que se suponía infalible. Eligieron basándose en tres parámetros: experiencia, juventud y fortaleza. Y no erraron. Entre los elegidos se encontraba Flagrand, nuestro Caballero, el más viejo y conocedor del Reino, que sería el cabeza de la expedición. Se veía envuelto muy pronto en la que sería, según creía, otra de sus misiones, y no se mostraba muy ilusionado, ya que en los últimos años había estado totalmente inactivo y se veía anciano e incapaz de afrontar otro viaje de peligros. También estaba Fihjo Tolom, una joven promesa entre los Caballeros, de cuerpo delgado y rostro de muchacho, recién llegado de su entrenamiento en el Mar de Niebla, aunque siempre había vivido en Urum. Les acompañaba Hiliat Humyn, un valeroso y astuto guerrero, de aspecto fornido y expresión triste, cabellos morenos y extraña barba de color negro.
Fihjo, Flagrand y Hiliat tuvieron oportunidad de conocerse en una pequeña cena que organizó Rejys para repasar la misión. Se les ordenó partir la madrugada del viernes doce de octubre del Reino, y así lo hicieron, no sin antes haber cargado los fardos de gran cantidad de provisiones y agua, aunque ésta última no les faltaría gracias a los múltiples arroyos del lugar. Todos los Caballeros y ciudadanos que salieron de su hogar a la mañana siguiente les brindaron una cálida despedida. Poco antes del adiós Rejys los condujo hacia una zona apartada del gentío, donde les recordó su cometido:
-Repasad la misión cuantas veces sea necesario ¡debéis andar con ojo!; recorred como máximo unas cien millas hacia el sur, pero me temo que veréis pronto a las tropas enemigas. ¡Es muy importante que no os vean a vosotros, por tanto sed muy cautelosos! -dijo exaltado.
-Señor, me permito recordarle que orcos y trasgos no permanecen mucho tiempo a simple vista fuera de sus túneles, más si es de día. -dijo Hiliat- Aunque no creo que hayan tenido tiempo de excavar sus mugrientas viviendas en un ataque, y las montañas de la zona son de roca muy dura y difícil de penetrar. Por tanto mi pregunta es: ¿dónde demonios se ocultaran?
-Creo tener respuesta a eso. -dijo Flagrand delicadamente- Los orcos prefieren ciertamente la comodidad de sus galerías en el subsuelo, mas si lo desean o lo creen necesario la mayoría de las especies no temen estar al descubierto a la luz del Sol; quien comande ese oscuro ejército no habrá cometido la estupidez de elegir a los guerreros equivocados. Hacia el Sur, donde nos dirigimos, empiezan a levantarse montañas de lomas cubiertas por vegetación abundante, y me atrevo a decir que ése será su escondite.
-En cualquier caso, debemos rastrear todo lo que se nos abra en el camino. -dijo Fihjo- No debemos dejar ningún lugar para más tarde, ya que en cualquier descuido podrían adelantarnos sin saberlo, y un ataque imprevisto en la ciudad sería desastroso.
-No creas que estamos desprevenidos; -dijo Rejys- vuestros compañeros trabajan duro cada día para guardar la fortaleza y proteger al pueblo. ¡Basta de deliberaciones y partid ahora! ¡en estos momentos cada segundo perdido es un tesoro irrecuperable! Gester todavía no ha vuelto; esperemos que Trimofh-Âlen no haya caído también presa del miedo. Os deseo suerte y espero vuestro pronto regreso, y me alegraría el corazón que esos malditos trasgos se hayan marchado y no acometan contra nuestras murallas, al menos todavía no.
-Me temo que eso sea improbable, -indicó Hiliat- pero ten fe en nosotros; antes preferimos morir que rendirnos ante la batalla. Somos Caballeros de honor.
Se cargaron con numerosos bultos donde llevaban pan de viaje, agua abundante y carne para ellos y los tres veloces caballos que los acompañarían en el comprometido viaje. Todo eso les hacía tener provisiones para un mes de viaje, aunque nadie esperaba que se demoraran mucho en la búsqueda. Por supuesto, también llevaban sus espadas envainadas en oro fino y tres hermosos escudos a la espalda.
Al fin los tres partieron horas antes del alba, y recorrieron a buen paso las colinas blancas próximas a Urum. Atravesaron prados verdes y húmedos, mojados por el rocío que bajaba lentamente desde los pinares. La bruma amainaba conforme avanzaban hacia el Sur. Cabalgaron diez millas bajo la tímida luz del sol velado por la bruma. Recorridas ya unas diez millas, y cayendo la tarde, se empezaban a alzar algunos montes cubiertos de vegetación uniforme y oscura, ensombrecida aún más por las primeras sombras del anochecer. Por sus flancos corrían sinuosos arroyos de agua clara, limpia y brillante que iban a parar a un pequeño riachuelo que recorría el lugar, impidiendo el paso a los tres Caballeros. Los caballos, al quererse acercar los jinetes a las aguas, relinchaban y retrocedían asustados.
-Estas aguas, aunque de cauce estrecho parecen profundas; -dijo Hiliat- yo voto por acampar bajo los recios alcornoques de aquel montículo. Ya casi es de noche: los caballos están fatigados y con la oscuridad no podemos buscar otro camino. Parece que los problemas han comenzado demasiado pronto.
-Estoy de acuerdo. -dijo Flagrand- Pero no sería prudente que durmiéramos los tres a la vez; nos turnaremos para hacer guardia. Yo seré el primero.
-Y yo el segundo -asintió Fihjo- todavía no me ha dominado el sueño aunque sí el hambre; abriré mi bulto por primera vez y tomaré con gusto una cena rápida.
-Me parece bien, -dijo Flagrand- pero recuerda que no sabemos con certeza cuántos días tendremos que cabalgar y es necesario organizar nuestras comidas.
Ataron los caballos a un grueso tronco y se tumbaron bajo los árboles. Uno tras otro, siguiendo los turnos, disfrutaron de un breve pero reparador sueño. No lo comentaron pero a cada uno en su guardia les pareció escuchar susurros y chirridos, y advirtieron sombras rápidas que cruzaban los árboles.
El día siguiente amaneció soleado y casi no quedaban restos de bruma. Cuando Flagrand despertó, observó que Hiliat y Fihjo ya llevaban tiempo despiertos, y que habían conseguido una liebre que estaban cocinando en un cálido fuego.
-Ah, señor -dijo Fihjo al ver a Flagrand despierto- usted ayer me dio a entender que no malgastara la comida ¡y aquí nos tiene! Hemos cazado un buen conejo y hemos decidido que, mientras podamos, intentaremos prescindir de nuestras provisiones.
-Me parece estupendo, pero con ese humo corremos el riesgo de atraer, no sólo a los posibles orcos, sino también a criaturas inmundas que bien las hay en estos parajes. -aseguró Flagrand preocupado.
-Lo sentimos, Flagrand -dijo Hiliat- pero por mi parte prefiero correr el riesgo que quedarme sin reservas de comida en poco tiempo.
-Está bien. Pero avisadme antes de hacer una candela en el bosque; no olvidéis que soy vuestro guía y el cabeza de la expedición.
Al poco rato comieron bastante cantidad de conejo y lo compartieron con los caballos. Ni los unos ni los otros parecían saborear muy a gusto la carne del roedor. Flagrand les estuvo un buen tiempo explicando a qué se debía el sabor amargo de la liebre y su carne negra. Les contó que hacía cientos de años el dueño de las montañas, Thotem Fred, hizo oscuros tratos con la malvada hechicera Saril para que ésta le proporcionara criaturas fuertes que protegieran sus tierras. Saril llegó a un acuerdo y trajo a las criaturas. Thotem, arrepentido y consternado por la ferocidad y la maldad de las criaturas, quiso que la hechicera se las llevara. Pero Saril se negó a deshacer lo que tanto trabajo le había costado crear, y castigando la osadía del señor del bosque, arrojó una terrible maldición a la zona, logrando que desde ese día los animales y las plantas de las montañas de Thotem se tornasen monstruosas y negras.
Algo asustados por el relato de Flagrand, emprendieron la marcha hacia la colina que cruzaba el arroyo. Siguieron monte arriba contemplando grandes pinos cuyas hojas se inclinaban con el viento. Andaban a paso lento mirando hacia los lados para atemorizados por la posible presencia de extraños seres dispuestos a acabar con su misión.
La mañana fue declinando en un soleado mediodía y en un apacible atardecer que invitaba al sueño. Nadie interrumpía el mágico momento. Los caballos aminoraban el paso conforme las sombras de la tarde se alargaban cautivándolos. Los tres Caballeros se detuvieron en un claro en la cima del monte. Pudieron observar los jirones de nube amoratada y el horizonte cubierto por neblina suave. Sin mediar palabra los tres Caballeros cayeron en una plácida siesta en la que soñaron con vivir otras vidas y con un mundo en el que descasarían en paz y serían felices para siempre.
Sin duda fue una tarde mágica que propició el descanso y la paz. A la mañana siguiente, despertaron reconfortados y consumieron un frugal desayuno. Los caballos, también activos, repuestos y amodorrados por las horas de sueño, recibieron su ración de alimento compuesta por unas hierbas Trelanas y un trozo de carne salada a cada uno.
Ese día Hiliat estuvo tan animado e inspirado que se dispuso a dar nombre a los corceles.
-A este, el mío, el más fuerte y robusto, lo llamaré Llyr en honor a mi padre -dijo con autoridad- y, aunque me gustaría, no deseo privaros del placer de "bautizar" a los vuestros.
-A mí no me importa, además, tienes bastante más imaginación que yo -añadió Flagrand.
-¿De veras? -preguntó Hiliat- oh, gracias Flagrand, todo mi agradecimiento. ¿Y qué dices tú, Fihjo?
-¿Eh? -exclamó sobresaltado, despertando de sus pensamientos, centrados en la tarde anterior- ah, haz lo que quieras.
-Bien; en ese caso yo tendré el honor de dar nombre a los dos vuestros -dijo Hiliat con una mueca de satisfacción en su cara- al de Flagrand, intrépido y veloz, lo llamaré Nuth, nombre de un amor de mi infancia. Pero, ¿qué haremos con el de Hiliat? Dejadme que piense... ¡ya! ¡se llamará Grim! ¡porque es joven y audaz, y grimoth significa valiente en el idioma amazónico!
-Me parecen nombres muy acertados -denotó Flagrand.
Así pues, los nombres de los corceles fueron Llyr al de Hiliat, Nuth el de Flagrand y Grim el de Fihjo, y a partir de ese día, siempre los llamaron así. Hiliat, muy satisfecho, cabalgaba acariciando suavemente el lomo de Llyr. El anterior fue el día de la felicidad y el descanso, pero al crepúsculo del siguiente volvió la niebla y con ella la incertidumbre y la pesadez. Llegó también un cansancio repentino y ganas de volver al hogar.
Atravesaban en ese momento la frondosa loma al oeste del monte, y su densa capa de hierba tomaba ya el color grisáceo debido a la llegada de la noche y la bruma. La inquietud atormentaba a los jinetes, y el hecho de no poder ver a más de dos metros de distancia les oprimía el corazón y les nublaba los sentidos. Aquellos resultaban momentos de temor y desconcierto, donde la única acción posible era someterse y parar en seco la andanza.
Así lo hicieron los tres y, tras amarrar los caballos a un recio alcornoque, discutieron y planificaron el plan de viaje del día siguiente, si llegaba:
-La calima de nuevo enturbia mi mente -dijo Hiliat con pesadumbre- ¿qué será de nosotros yaciendo aquí, medio extraviados bajo esta densa y maligna oscuridad? ¡Al demonio la misión! ¡Prefiero morir con honor en mi ciudad que ser presa del hambre y la desolación! ¡voto por volver en cuanto podamos!
-Tranquilízate, Hiliat -exclamó Flagrand- ¡nadie abandonará la misión! Tenemos provisiones para dos semanas y te recuerdo que la niebla, al menos la que yo conozco, no es eterna. Esperaremos y cuando el sol ilumine alto continuaremos nuestro camino.
-Ya ni siquiera recuerdo nuestro cometido -añadió Fihjo afligido, mientras su tez mostraba a un joven agotado y sin vitalidad- ¿porqué hemos de seguir al sur? ¿no cabe pensar que los orcos hallan hecho un rodeo hacia el oeste y lleguen a Urum por el norte?
-Nuestra misión es recorrer las montañas que se nos abran camino en busca de orcos; siempre mirando hacia el sur. -dijo Flagrand- Amigos, ¿queremos violar nuestro juramento de Caballeros? ¿queremos morir por el Reino o perecer sin dignidad habiendo incumplido lo que se nos encomendó? ¡Esperemos a que pase la tempestad y seguro tendremos la recompensa de obtener resultados pronto!
-No hay otro remedio -alegó Hiliat- yo haré la primera guardia esta noche; a buen seguro que no podré dormir. Vamos, descansad un poco amigos. Mañana será otro día, recemos por que nos ilumine un sol y podamos cabalgar tranquilos.
En verdad ninguno de ellos durmió aquella fría noche, y Flagrand recordó la mañana en la que llegó Gester y empezó su incierta y desafortunada empresa. Siempre tenía malos recuerdos cuando llegaba la oscuridad. Fihjo también sufrió un sueño intranquilo en el que tuvo visiones de sus difuntos padres y de todas las noches que lloró por ellos, y despertó con lágrimas en los ojos. Hiliat hizo guardia toda la noche recostado en un árbol y suspirando y evocando al pasado, a su desgraciada infancia y a todos los amigos que perdió en la batalla.
La noche, oscura y tétrica, les trajo vacilación, inseguridad y más sueño, que no podrían recuperar hasta mucho después.
Flagrand y Fihjo despertaron y pudieron ver las lágrimas de Hiliat en sus ojos agotados. Aún sin poder distinguir los árboles a lo lejos por la niebla, desataron a los nerviosos caballos y partieron hacia donde les llevara el destino.
Sabían que podían estar volviendo sobre sus pasos, pero ya nada les importaba. No comieron ni bebieron durante largas horas, y al fin llegó otra incierta tarde. Para su suerte o su desgracia, habían recorrido ya más de ochenta millas al sur de Urum.
La noche esclareció algo la calima que cubría el bosque, que ahora se presentaba húmedo y tenebroso. Los Caballeros pararon y comieron y bebieron un poco de sus provisiones de viaje. Extraños ruidos provenían de los salientes rocosos que se erguían sobre otro monte cercano.
-¿Qué es eso? ¿Lo oísteis? -preguntó Fihjo inquieto.
-Sea lo que sea, nada o poco nos ocurrirá si permanecemos unidos. -dijo Flagrand- puede que sea un nido de águilas milenarias o algo por el estilo, no creo que sea necesario preocuparse.
-El bosque presenta siempre su cara más sombría en la madrugada. -añadió Hiliat- Deberíamos dejar a resguardo a los caballos y hacer una ronda hacia aquel monte; quiero saber qué nos llama desde allí.
-De acuerdo -dijo Flagrand- atemos aquí a los caballos y vayamos silenciosamente hacia allí. Para ir más ligeros, también podemos dejar aquí los paquetes con la comida.
-Voto por que llevemos con nosotros los hatos -exclamó Fihjo decidido- nadie sabe lo que puede ocurrir. Sería mejor que lleváramos alimento y agua por si acontece algún imprevisto o percance.
Flagrand y Hiliat estuvieron de acuerdo en llevarse cada uno su saco a cuestas; de nuevo, como venían haciendo todas las noches desde que partieran, amarraron a los corceles al tronco más grueso que encontraron en los alrededores y se dispusieron a marchar.
A paso firme, animoso y discreto, cruzaron los tres la abertura entre los dos montes.
-Recordad, no perdáis de vista el rumbo que hemos ido tomado -indicó Flagrand, mientras los rumores y golpeteos no cesaban, pareciendo llamar a tres buenas presas- podrían darse las circunstancias para que tuviéramos que huir precipitadamente.
-Hay que andarse con ojo -expresó Hiliat- no nos perdamos de vista, ¿de acuerdo?
Y así los tres se fueron aproximando a la cavidad rocosa del monte. Numerosos sauces, robles y alcornoques cruzaron para llegar a lo que parecían proteger, una gran cueva negra incrustada en la piedra, desde donde los murmullos y rugidos ya eran totalmente audibles. Mientras se disponían a colarse por el hueco de roca desnuda, cientos de ojos brillantes surgieron de entre las sombras rodeándolos. Salían desde entre los árboles en todas direcciones y también desde su guarida, desde donde habían llamado para cazar a los Caballeros.
-¡Lobos!¡lo imaginaba! -exclamó Hiliat- ¡corramos!
Y así, como ya previno Flagrand, se encontraban huyendo, preguntándose el porqué de su visita. Mientras corrían, cada uno hacia una dirección sin pensar por donde habían venido, acometían contra los lobos perseguidores y lanzaban estocadas que en muchos casos resultaban efectivas. Corrieron y corrieron jadeando y alejándose cada vez más de sus compañeros. Los cinco que persiguieron a Fihjo cobraron una muerte rápida, pero el muchacho sufrió una herida en el brazo izquierdo debida al bocado de uno de los lobos; el muchacho cortó con la espada un trozo de tela de su manto y envolvió su antebrazo con él para cortar el fuerte coágulo. Muy dolorido, se alejó campo a través hasta que empezaron a vislumbrarse las tímidas luces del amanecer.
Peor suerte corrieron Flagrand y Hiliat, cuyos pies cansados fueron su trampa. Pasaron interminables minutos en los que corrieron subiendo el monte sin cesar; por sus ojos pasaron paisajes del bosque que nunca habían contemplado: un lago, y tierras negras como ceniza servían de escondite al antro orco. Los lobos los condujeron, primero a Hiliat y después a Flagrand, a la cueva y escondite de los temidos orcos que planeaban invadir el Reino de los Caballeros.
Al entrar, Flagrand sintió nauseas por el olor que desprendía el lugar. Sombría y tétrica la caverna descendía y descendía por caminos fuertemente excavados en la roca. Ataron al Caballero con cuerdas raspantes y le despojaron pronto de su espada, su armadura y su escudo. Después le obligaron a beber un extraño brebaje con sabor amargo y que quemaba la garganta. Flagrand cerraba los ojos, resignándose a contemplar la horrenda fisonomía de los pestilentes trasgos, de los que no se libraba de percibir su fétido aliento. Abrió los ojos un instante, y pudo distinguir en la oscuridad los rasgos de la cara de su enemigo: faz verde oscura con manchas de sangre de un rojo oscuro, enseñaba unos grandes y amarillentos dientes, que parecían haber masticado cualquier tipo de criaturas. Destacaban sus orejas peludas, grandes y terminadas en pico, y una gran cadena le colgaba, llena de sangre seca, desde la nariz hasta una ceja. Su vestimenta se componía, esencialmente de sucios y marrones trapos atados con cuerda negra, aunque algunos tenían una rudimentaria cota de malla.
Los enemigos le dejaron, aunque vigilando, largo rato a solas. Un tiempo en el que pudo reflexionar sobre lo ocurrido, y en ese momento cayó en la cuenta de que los traicioneros lobos solían hacer tratos con las criaturas malignas que los encontraban.
Los que lo habían amarrado y dejado en el suelo no parecían pronunciar, sólo gruñían y gritaban sin significado aparente. En la oscuridad Flagrand pudo entrever una protuberancia en la cueva, y le pareció que en ella había un gran orco que sí hablaba, pero en el idioma del Reino Oscuro del Este. Empezó a sentir miedo y cansancio, unidos a un gran dolor en su estómago; la desagradable bebida empezaba a surtir efecto en el hastiado Caballero.
Mientras tanto Hiliat también sufría silenciosamente. Los orcos, al captarle el primero, le hicieron sufrir más que a Flagrand; se desahogaron haciéndole pasar la más dolorosa de las torturas. Lo amordazaron y le cubrieron la boca en un tablón horizontal de madera y estiraron hasta agotarse, mientras otros gozaban esparciendo gusanos y ácidos por su pecho desnudo. Ahora Hiliat yacía en el suelo, debatiéndose entre la vida y la muerte, y algunos orcos, los pocos que sabían hablar, debatían en lenguaje común con el gran jefe sobre las vidas de los prisioneros:
-¿Qué haremos con estos dos? -dijo uno, cuya voz era grave y perversa, que se le clavó a Hiliat en lo más profundo del corazón- No puedo ocultar mis ganas de saciarme a torturas. Lo de antes sólo ha sido un juego para entretenernos. Quiero ver sangre, ¿porqué no podemos divertirnos?
-No, no, nada de eso. Después del castigo vendría lo mejor: le haríamos pedacitos pequeños y los engulliríamos como a un conejo; -dijo el más pequeño, mientras soltaba una estridente carcajada- hace años que no como a un hombre vivo.
-Yo le quemaría las extremidades, y mientras aún siguiera vivo lo comería poco a poco, desde los pies a la cabeza, viendo él como le devoro. -soltó otro, pareciendo ansioso por cumplir su palabra, mientras miraba a Hiliat, que escuchaba con la poca atención que le permitía poner su mal estado físico.
-¡Silencio! -ordenó el gran orco- me gustaría que fuera así, pero no hemos sido enviados a este lugar para entretenernos; además, Él nos ordenó que le lleváramos todos los prisioneros; estos son los primeros, ¿queréis causar una mala impresión a él, que nos ha prometido grandes tierras y cuevas? Cuando nos lleguen noticias de la tropa del Este, podréis hacer lo que queráis con ellos. Hasta que no se hagan con Urum, todas las órdenes deberán ser acatadas, y para eso estoy yo.
-Pero señor, -replicó otro- los del Este tardan mucho en llegar, y no parece que necesiten nuestra ayuda para tomar Urum, si es que no han perdido la batalla que librarían en Trimofh-Âlen...
-¡Pamplinas! -dijo el jefe- esa compañía es muy numerosa, pero no creo que puedan prescindir de nosotros. ¡Y estúpido, tampoco Trimofh-Âlen se le resistirá! Si se quedan disfrutando el botín de Urum sin contar con nosotros, los denunciaré a la Torre del Amo, y verán lo que es bueno. Ahora callad, estos dos parecen avispados, y puede que la bebida no les haya hecho mucho efecto aún.
A esto callaron los otros, y entregándole cada uno una forzada reverencia, se perdieron entre la oscuridad, cada uno en sus asuntos.
El trasgo jefe lanzó una mirada inquisitiva a Hiliat que en ese momento se hizo el dormido. Ni él ni Flagrand sabían que se encontraban cerca el uno del otro, centrando sus pensamientos en el espantoso cabeza de la patrulla que se dirigiría a Urum.
Flagrand pensaba en el lugar donde se encontrarían sus amigos y en una posible huída, pero poco después sus reflexiones se desvanecían, recordando que era físicamente imposible escapar sin saber donde se encontraba, como se desataría o, lo más importante, como se libraría de los orcos de las proximidades.
Hiliat repasaba cansado una y otra vez lo acontecido buscando una respuesta que nunca encontraba. También cavilaba sobre el destino de Llyr, Nuth y Grim, a los que habían dejado atados con gran parte del equipaje en la colina adyacente. "¿Qué habrá sido de los demás?", se preguntaban los tres Caballeros.
Mientras tanto Fihjo recorría solitario y malherido parajes tristes e inhóspitos repletos de hierba oscura y aquí y allá algún arbusto muerto en la floresta. Se encontraba a más de dos millas de la caverna donde yacían Flagrand y Hiliat. Anduvo buscando su rastro durante horas, pero al fin desistió, quejándose de su memoria retentiva y de su poca orientación la noche anterior. No dejaba de preguntarse por el sombrío destino de sus compañeros, que cada vez más suponía muertos. Ahora se encontraba indagando en el bosque para hallar el lugar donde abandonaron a los caballos; en la persecución de la noche anterior había perdido su fardo, y sólo conservaba una garrafa medio vacía de agua. Ya le empezaba a surgir el hambre, y necesitaba con urgencia más agua para intentar sanar su herida sangrante.
Concilió un par de sueños inquietos y cansinos, que no le valieron de descanso e incrementaron su pesadez y fatiga.
2. ENCUENTROS EN EL BOSQUE
Ya pasaban tres días desde el desgraciado incidente con los lobos: Flagrand y Hiliat continuaban en la caverna afrontando los que creían serían sus últimos días, y a Fihjo se le agotaban las esperanzas de sobrevivir en el bosque y de encontrar agua.
Este último, sin saberlo, y cayendo la noche, se acercaba cada vez más a los lindes del bosque de Thotem; el que, en un principio, había sido el destino elegido por los Caballeros para continuar su cauta búsqueda.
La bruma por aquellos lugares era ya casi inexistente, quedando únicamente impalpables neblinas llevadas por el viento, que cada vez soplaba más frío y revuelto, anunciando una gran tempestad.
Fihjo tambaleaba ya por el hambre, la sed y el dolor de la mordedura, que le quemaba y atormentaba cada vez más.; en su cantimplora sólo duraban ya unas gotas de líquido. En aquellos momentos se encontraba descendiendo hacia los últimos recodos de los dominios de los Caballeros, de los que ya sólo restaban unas ciento cincuenta millas hasta la orilla del gran río, el Sentret. Allí las tierras eran abruptas e infecundas. Decidió, fatigado y jadeante por la caminata, tumbarse bajo la sombra del tosco tronco de uno de los castigados árboles. Descansaba respirando el aire puro que el viento huracanado traía a toda velocidad desde el lejano valle de Beltoryan. Desde su posición, podía contemplar con toda claridad el gran caudal del río, que descendía con aguas rápidas y relamía los pardos repechos de tierra en la orilla opuesta. Tuvo también razones para alarmarse, avistando grandes y negros cúmulos nubosos que se agolpaban desde el sur, lanzando rayos y estruendos que azotaban las cumbres.
Se apresuró, tanto como le permitieron sus agotados huesos, en busca de un lugar que le otorgara cobijo a la tormenta que se avecinaba. Recorrió deprisa y se encaramó a una pequeña hondonada cubierta de hierbajos y coronada por un gran seto que, según creyó, le ampararía.
Pasaron unas tremendamente monótonas horas en las que el viento al fin gritaba del sur por entre las piedras y el gran cúmulo amenazador cubría el horizonte y el cielo. Las grandes nubes oscuras se tendieron sobre los montes de los Caballeros como un velo amenazador, deteniendo su marcha al erguirse sobre los suelos ásperos.
Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia del gran aguacero. Fihjo creó esperanzas de rellenar la garrafa con el agua que caía ahora como cántaros vaciándose alborotadamente. Quiso echar un trago, así que se inclinó sobre el suelo, quedando medio cuerpo a la vista; de súbito las gotas le azotaron la frente con gran fuerza. El consiguiente brusco movimiento fue fatal para Fihjo, que sin pretenderlo golpeó con los pies un gran montón de hojas secas tendidas sobre el suelo más bajo. Sus piernas se arrastraron hacia abajo cayendo en una trampa de la naturaleza, que con éxito cazó a un "gorrión" despistado y sediento, y las hojas resultaron ser una red mal tejida que lo llevó muy bajo a una especie de hueco en la casi oscuridad entre las raíces de los árboles.
Un pequeño riachuelo, del que Fihjo no dudó en beber y limpiarse las magulladuras y heridas cuando se hubo recuperado del golpe, serpeaba entre los peñascos con aguas tranquilas y limpia. La escasa flora que se tendía sobre el suelo, quedaba ahora muy arriba, y era suplantada por hierba y matojos de un verde claro que crecían honrosamente entre los huecos de las rocas, desprendiendo un agradable aroma. En torno al riachuelo, una fina capa de fango tomaba su lugar empapando los riscos.
Como dijimos, al cabo de unos minutos Fihjo se recuperó del sobresalto y admiró con cierto temor el refugio natural que su descuido le había proporcionado. Al ver las aguas, se inclinó deprisa y bebió hasta saciarse; no le importaba si se encontraban sucias o infestadas. Si el agua era dañosa, probablemente moriría y si no bebía, moriría de cualquier forma. No resultó ser así: el líquido era provechoso y sano, y su sabor habría sido calificado en Urum como sublime. De modo que se regocijó y se refrescó la cara y el cuerpo olvidando sus pesares y el problema que le supondría salir del amparo de la floresta alta cuando hubiese amainado el temporal. Se limpió y se protegió la dentellada del lobo en su brazo izquierdo con algunas hojas y telas de su manto.
Hasta abajo sólo llegaban unas tímidas gotas somnolientas, principalmente por el hueco que Fihjo dejó al caer. Deseó con fuerza que también allí pudiese saciar su hambre, necesidad que no le urgía tanto pero que pronto le llamaría a gritos. Quedó consigo a oscuras ocultándose de la lluvia y el frío bajo un risco escarpado de piedra gris y fría, sirviéndole su capa como manto.
Allí, bebiendo del agua clara y pura, permaneció varios días, en los que los dos compañeros extraviados en el bosque reaparecían de noche en su memoria y en los que el hambre empezó a atormentarle como un día hizo la sed. El temporal pasaba de largo conducido por los vientos fuertes del oeste, a la vez despejándose los nubarrones ahora grises, dejando pasar los primeros y cálidos rayos de sol.
Ahora el cobijo apartado estaba sumido en un amanecer de profundo silencio tranquilizador, sólo interrumpido por las gotas del rocío que caían lentamente e iban a parar al arroyo, purificando aún más sus aguas, cada vez más cristalinas y frescas, de las que tomó buena cantidad para su garrafa.
En aquellos momentos, un Fihjo dominado por el hambre, escudriñó el lugar buscando una posible salida. Intentó alimentarse de hierbas, pero éstas se conservaban sucias y fangosas. Un buen trecho siguiendo el arroyo, franqueando zarzales y malezas, le mostró un gran tronco fácil de escalar que remontaba en un pico de piedra que seguía, desde donde Fihjo podía observar, hacia campo abierto.
Comenzó subir no sin dificultades y, después de algún que otro tropiezo, al rato se encontró de nuevo en la superficie. Apartó unas cuantas zarzas y observó con desconfianza los suelos repletos de hierbajos húmedos y empapados.
Un repentino deseo de buscar y encontrar a sus amigos le hizo, hambriento como estaba, correr y correr en pos de un rescate desesperado. Se orientó de forma que de nuevo el gran río quedó muy atrás en el Sur. Resbalaba a menudo en la hierba calada. Sus piernas, abatidas, crujían pidiendo a gritos descanso y el hambre pronto le impediría marchar a ese paso.
Atravesó con dificultad los anchos pasos entre las piedras sin vegetación por las que suspiraba un suave viento mientras de nuevo rehacía el camino de vuelta a la espesura del bosque entre los montes. Cayó la tarde y ya cruzaba la entrada a los cerros de Thotem. En la lejanía de nuevo la niebla y la confusión, y de nuevo Fihjo, hambriento, se hundió en la pesadumbre y la desesperación, y maldijo con las escasas fuerzas a los lobos y al bosque.
La noche y el sueño convergieron provocando a Fihjo un una siesta bien merecida, que quedaba a menudo interrumpida por extraños ecos procedentes de lo más recóndito, oculto y profundo del boscaje amenazador.
La mañana llegó sombría y confusa. El joven Caballero, desesperado por un bocado, alzó el enflaquecido brazo hacia la copa de un apagado pino en busca de algún fruto, sin importarle ya la maldición de Saril hacia los seres vivientes del bosque. Recogió un buen puñado de ennegrecidas semillas comestibles de entre el ramaje. Saboreó el alimento con desconfianza y como pudo comprobar, el gacho arbusto no se había librado de la maldad de la hechicera. El manojo de desagradable y amarga fruta le sirvió, al menos, para resistir algún tiempo más; recogió más del arbusto hasta agotarlo y cargó el bulto con víveres para unos días. El agua todavía no le escaseaba, ya que colmó en el arroyo sus dos garrafas.
Un Fihjo más tranquilo y con el estómago ocupado, retomó la rápida marcha hacia el rastro de sus compañeros con el mango de la espada nunca suelto, tomando así una precaución más hacia los peligros de la oscura frondosidad.
Estaba a tan sólo unas millas del lugar del incidente con los carnívoros y ya distaban nueve días de la noche en que los caminos de los tres Caballeros se separaron desgraciadamente.
Fihjo tomaba alimento sólo de tanto en tanto temiendo agotar pronto las provisiones; no tenía certeza del número de días que habría de pasar en la búsqueda.
Caminaba ahora por la loma del monte en el que renunciaron a los caballos, y Fihjo, sintiendo pena por ellos, no quiso acercarse a ver los cadáveres, de los que pensó provendría el hedor que saturaba la colina. A lo lejos advirtió en la sombra la cavidad en la que los extraños ecos atrajeron la atención de los Caballeros días atrás. El joven marchaba a paso firme hacia la colina adyacente, en la que fijaba su vista, su oído y toda su atención.
Recorrió un corto trecho cuando a unas yardas atrás le pareció escuchar pisadas, voces susurrantes y ruido de cascos. Se detuvo, miró hacia atrás y aguzó el oído; el sonido, cada vez más cercano, le confirmaba que no se encontraba sólo en el bosque. Con cierto y comprensible temor corrió silencioso a esconderse entre el espeso follaje. Tras el macizo tronco de un inclinado alcornoque se preservó y mantuvo un silencio expectante. Por unos instantes sólo percibió el eco de su respiración, que le pareció demasiado sonora para su seguridad.
Se mantuvo apoyado y atento a la sombra unos minutos, hasta que pudo oír con claridad voces de hombres montados a caballos y que cabalgaban a paso lento.
Tras un arbusto, Fihjo se apostó intentando ver a qué clase de criatura habría de enfrentarse. Vio tres monturas y tres bellos corceles; subió la vista y observó a tres Caballeros, también avizores y temerosos por el peligroso lugar. El joven Fihjo ya con los Caballeros justo al frente, sin saber qué hacer, se apresuró de nuevo a esconderse en el lugar inicial, al amparo de la oscuridad tras el leño; tropezó con una gajo y cayó tendido al suelo, causando un considerable estrépito rompiendo el silencio, lo que alarmó a los inusitados "visitantes". Fihjo, tembloroso, quedó muy quieto y callado en el lugar donde se desplomó, esperando la reacción de los tres jinetes.
-¿Qué fue eso? -preguntó uno alarmado, que parecía ser el cabecilla del grupo- ¡he oído algo!¡callaos!
-Oh, mi buen amigo Widio, yo también lo sentí. -exclamó otro de ellos- Ahora ciertamente temo por nuestra vida. ¡Le ruego a la gran diosa que las leyendas del bosque no sean ciertas!
-No os alarméis tan pronto -soltó el tercero con seguridad- sin duda habrá sido alguna rama al caer. En el peor de los casos, somos hombres recios y armados. ¿Nos detendrán los peligros del bosque? Sigamos adelante y no prestemos más atención a algo tan insignificante.
-¡Calla estúpido! -gritó el que parecía llamarse Widio- No creas que con tu confianza en lo previsible vas a apaciguarme esta vez. Te digo que oí algo pesado, ¡sin duda más pesado que una rama!, y no soy el único. Sea lo que fuere lo buscaremos sin perder un instante. Y si es algún suculento animal, ¡bendito sea! me aliviará la panza, que hace tres soles que no la lleno como debe ser. ¡Empuñad las lanzas y amarrad los escudos!, no sabemos que nos aguarda ahí atrás.
A esto siguió el característico ruido del arma metálica cuando es desenfundada por un ávido Caballero. Fihjo, ya excesivamente amedrentado, se incorporó de un salto; prefería acabar con la situación que ser alcanzado por una lanza en el suelo.
-Soy Fihjo Tolom Erumtya, Caballero de segundo orden elegido por el concilio de Urum para prevenir de la amenaza latente en estos bosques. ¡Aún joven y sin demasiada experiencia, con mi espada soy más mordaz que el veneno! -se presentó tembloroso y decidido, provocando un gran sobresalto a los Caballeros.
-¡Bienvenido sea el reparo! ¡Tranquilo muchacho! -exclamó el jefe, que resultaba ser un hombre de media altura y sobrado en peso, con asombro y autoridad en la blanca piel.- Me presento: soy Widio Ryl de primer orden de caballería, estos que aquí ves a mi lado son Aroth Med, mi escudero, y Iretze Depla, una sabia pero a veces demasiado confiada compañía -dijo mirando despectivamente al compañero que sugirió seguir adelante- ¿Quién diría que lo que se escondía atrás era un hombre? No me extraña que no se percibiera: mírate, muchacho, ¡estás echo un vara! Nosotros también venimos de nuestra querida Urum... ¡ay, que desgracia!
-¿Qué... qué ocurrió? -preguntó Fihjo más aliviado pero inquieto.
-Siento de veras darte la triste noticia, muchacho -respondió Widio con afligido- Urum fue tomada por sorpresa a manos de los orcos hace tres jornadas. Nosotros somos de los pocos que hemos podido escapar para pedir ayuda; vamos a Trimofh-Âlen. Se os daba por muertos... Por cierto, ¿donde se meten los otros dos? Si no me equivoco había tres en la compañía.
-No, no se equivoca, -indicó Fihjo cabizbajo- pero me temo que las desgracias nunca vienen solas. Nuestra misión ha fracasado y de mis compañeros, Flagrand Fladron y Hiliat Humyn, no tengo noticias desde hace nueve días. Perdí el rastro totalmente cuando una noche cometimos el error de investigar y nos topamos con una manada de enormes lobos de las colinas; nos persiguieron y cada uno tomó un camino. Yo me libré de ellos y me dejaron malherido, -dijo enseñando el sucio corte en el brazo- pero no se que fue de ellos. Para peor suerte dejamos amarrados a los caballos atrás. Yo tomé otra dirección y los olvidé por completo. Ahora he vuelto para buscar y encontrar a mis camaradas si siguen vivos. De los corceles me olvidaré; el olor lo dice todo en el monte donde los abandonamos, y también me olvido de la cantidad de provisiones y agua que dejamos junto a ellos.
-Me temo que sí tendrás que olvidarte de los caballos. Eran bellos, sin duda... -suspiró Widio- ...pero ahora descansan en paz; les dimos un entierro digno en la tierra. Mas no desesperes por el fardo y las provisiones: están a buen recaudo; nosotros las cogimos y estaban casi todas en perfecto estado. Junto con las nuestras hacen para unas tres semanas. Las compartiremos gustosamente contigo, si así lo deseas.
-¡Ay, así lo desearía! -anheló Fihjo- Pero no podrá ser, antes he de seguir la pista a mis amigos extraviados. Me dijo antes que Urum fue tomada por orcos, ¿por dónde llegaron? Nosotros habríamos advertido su presencia. ¿Cúal fue el número de bajas en la batalla? ¿Cuantos aparecieron?
-Llegaron por el noreste en la madrugada. -respondió Widio, rápido y conciso, mostrando una mueca de amargura- Nadie esperaba el ataque, al no haber llegado aún vosotros. Era una gran horda de unos doscientos orcos y trasgos; pronto se hicieron con el control de la puerta blanca, gracias en parte al gran ariete que llevaban consigo, y desde ahí les fue muy fácil penetrar en la ciudad. Los pocos Caballeros que se encontraban en la muralla en aquel momento no tuvieron tiempo de alertar a los demás; poco ya se pudo hacer. Vinieron vestidos inusualmente: llevaban extrañas armaduras negras y verdes, y sus armas habían sido forjadas recientemente. Sin duda alguien poderoso los comanda. Cuando llegaron, la densa niebla se deshizo; parecería, a riesgo de que me tomen por loco, que la niebla anunciaba su ataque, y que desapareció para contemplar la caída de la ciudad. En cuanto a los muertos no sabría decirte con exactitud... pero me temo que demasiados. Todos los Caballeros de la fortaleza excepto nosotros, que afortunadamente pudimos escapar, y algún que otro grupo más perecieron intentando hacer frente a los malévolos monstruos.
-¡Que la diosa nos proteja! -clamó Fihjo- ¡Mi querida Urum destrozada y tomada por criaturas! ¿Qué peligros nos aguardarán ahora sin un hogar donde refugiarse del frío y las penas del invierno? Pero eso ahora no es lo más importante... ¿murieron ciudadanos?
-Los pestilentes trasgos no dejaron a nadie atrás. -dijo Widio- Mientras algunos de ellos acababan y mutilaban a los últimos Caballeros en la muralla y las puertas, otros saquearon las viviendas y dieron muerte a todos los paisanos por igual: hombres, mujeres, ancianos y niños. Algunos también pudieron escapar; otros corrieron peor suerte: corrieron a esconderse a los graneros y se encerraron en la capilla junto con el gobernador. Poco después prendieron fuego a estos edificios, y los gritos de dolor llenaron la ciudad mientras las criaturas reían y alborotaban dando saltos. Nosotros tres tuvimos la desdicha de presenciar todo desde lo alto del puesto de guardia frente a la parroquia al que no prestaron atención. Al amanecer los malignos ocuparon las casas y pudimos escapar sigilosamente por el murallón de piedra gracias a una cuerda; después tomamos tres caballos del establo de Dwerh el Rojo y decidimos dirigirnos a Trimofh-Âlen para pedir ayuda a nuestros superiores. ¡Y aquí estamos! -suspiró- Atravesando el denso bosque de los montes de Thotem, precavidos de los peligros, bien armados y bien provistos. ¡Pero esto ha sido totalmente imprevisto! ¡Háblanos de ti y dejémonos de lamentaciones, que no tienen utilidad! Dime, ¿como has llegado sólo y sin alimento hasta aquí?
-En cuanto a que no tenga alimento, no es del todo cierto; -repuso Fihjo todavía consternado por la narración de Widio- desde hace un día me alimento de las semillas y frutos amargos que encuentro en los arbustos: saben mal pero llenan bien. Agua no me falta, conseguí bastante en un episodio sin importancia que os relataré en otro momento. Me encuentro aquí para buscar a mis compañeros que, como antes dije, andan solos y desamparados por el bosque. Me ayudéis o no, yo sí prestaré mi auxilio a mis necesitados amigos. Así que, si me disculpan, me marcho, pero antes debo pedirles que me devuelvan mis pertenencias que tomaron de los caballos; las necesitaré en el camino.
-No tan deprisa, ¿quién ha dicho que no vayamos a ayudarte? -preguntó con simpatía Widio- es el código de honor de los Caballeros, ¿recuerdas? Y nosotros somos Caballeros, ¿o no es así? -exclamó echando una fugaz mirada a Aroth e Iretze.
-Mi total agradecimiento y lealtad, -dijo Fihjo- mas sabed que la búsqueda no será fácil, y de dar resultados puede que lo haga en algunos días: ¿podéis perder tanto tiempo?
-No se si podemos; -señaló Widio- pero lo haremos. Por más ayuda que pidamos nuestra ciudad fue tomada y nuestros vecinos y amigos aniquilados. Nada ya se podrá hacer, y lo que se pueda, no importará si tres o cuatro jornadas después. Además, un temor viene creciendo de mis suposiciones; el ejército de orcos llegó por el noreste, lo que me indica que si no recurrieron a un gran rodeo, cosa que odian, sin duda pasaron por Trimofh-Âlen. Y un ejército no se franquea esa gran ciudad sin encontrar resistencia de los valerosos Caballeros que la protegen. Todas estas presunciones me dicen que Trimofh-Âlen, por muy difícil que pueda serlo, fue también atacada.
-¡No estoy de acuerdo en demorarme más en este bosque maldito! -gritó Iretze mostrando su habitual rebeldía a Widio y lanzándole una mirada inquisitiva a Fihjo- Será mejor si cabalgamos sin descanso y podemos salir pronto de los montes. Este lugar me causa malos presagios.
-Perdona a mi rebelde y temeroso amigo -se disculpó Widio dirigiéndose a Fihjo, mientras miraba fijamente a Iretze, pareciendo que entre los dos fuesen a provocar una devastadora tormenta- Si Iretze Depla no está de acuerdo, puede marcharse. Le entregaremos su parte del equipaje y él tomará sólo el camino por las oscuras sendas, si así lo prefiere. Por lo que al resto respecta, ayudaremos al joven a encontrar a sus compañeros y le daremos alimento y manta. Si tienes algo que objetar dilo abiertamente; serás escuchado pero no complacido.
-No creo que sea necesario ser duro con él -intervino Aroth- ¡que se marche si así lo desea! Yo también ayudaré a... Fitto. Más adelante retomaremos el camino a Trimofh-Âlen.
-No tengo otro remedio que seguiros -dijo Iretze continuando el duelo de miradas con Widio- Muy a mi disgusto os acompañaré, pero no esperéis amabilidad por mi parte con vosotros y menos con el muchacho, que es el culpable de la demora en los bosques.
-Tranquilo, Iretze; no espero amabilidad de ti en ninguna circunstancia. Pero recuerda que el que no da no suele recibir. Tu no serás la excepción. -dijo Widio irónicamente, acabando con la discusión- Compañeros, hemos de seguir nuestro camino. Ahora Fihjo escogerá la ruta que hemos de tomar para el auxilio de sus amigos. Sigamos un trecho más y disfrutaremos de una cena en honor al misterioso encuentro. Fihjo cabalgará a lomos del corcel de Aroth.
-Me llamo Fihjo, no Fitto -añadió dirigiéndose a Aroth mientras reanudaban la marcha, satisfechos por la noticia de la cena.
Pasaron horas de avance en los caballos, atravesando el monte por la loma con menos vegetación. Fihjo, Widio y Aroth mantenían animadas conversaciones, relatando el joven todos los sucesos y andanzas que vivieron en el bosque. Mientras Iretze, como de costumbre, quedaba rezagado y pensativo, siempre mirando al horizonte con su habitual malicia en la cara. La tarde, que venía siendo bastante fría, cayó en un crepúsculo en el que el bosque mostraba de nuevo su perfil más oscuro, repitiéndose aullidos de lobos y repiqueteos incesantes bajo la oscuridad. Al fin, como Widio prometió, se detuvieron en un claro para disfrutar de una merecida cena, y se decidieron a encender un fuego para combatir las bajas temperaturas; Aroth se alejó para conseguir madera para encenderlo e Iretze se adelantó a investigar de mala gana al recibir las órdenes de Widio.
Éste y Fihjo, quien no se recuperaba de la herida, continuaron conversando mientras esperaban impacientes poder encender la fogata:
-Este bosque maldito me hiela el corazón, muchacho. -dijo Widio mientras miraba con temor los oscuros alrededores- De veras deseo encontrar pronto a tus amigos y poder seguir con mi camino. Por cierto, ¿has pensado ya donde empezar a indagar? ¿Recuerdas dónde los perdiste?
-La verdad es que no muy bien -respondió Fihjo- sé que era un lugar cerca de aquí, pero no recuerdo con exactitud; era de noche y ahora también nos inunda la oscuridad. Quizá a la luz de la mañana pueda acercarme un poco más al sitio.
-Dime, muchacho, ¿crees que esos aullidos que escuchamos ahora pueden venir de los mismos endemoniados lobos? Si es así, podemos irnos preparando. He oído cosas extrañas de este bosque, cosas muy extrañas; sucesos sin explicación. Se dice que la hechicera Saril mora todavía entre la sombra de los pinares en la noche. Amigo, esto me causa mucha inquietud. Estaré en vela toda la noche y con el mango de mi espada en mano.
-De los aullidos creo que no debemos preocuparnos si no vamos hacia ellos -dijo Fihjo- lo que me preocupa ahora es el fuego que encenderemos; puede atraer a todo lo malo del bosque.
-Tienes razón, -reconoció Widio mientras Aroth transportaba, costosamente, buena cantidad de ramas y hierbas secas- ¡pero hay que combatir el frío! Mantente presto a atacar y ten ojo avizor; nada ocurrirá.
-Bien pues, ¿a que esperamos para encender el fuego y reponernos al calor de la lumbre? -exclamó Aroth, que había puesto oídos a la conversación desde un buen trecho atrás.
-¡Encendámoslo entonces! -dictó Widio con entusiasmo- Olvidémonos con una buena ración de lo que acecha más allá; comamos y bebamos como hemos querido hacer desde hace mucho tiempo. Fihjo, te invito a que te sacies, ¡o pronto te nos morirás de hambre!
-No se preocupe, lo haré sin duda -dijo Fihjo entre risas, que se vieron interrumpidas por una repentina preocupación en la faz de Widio, que cambió en totalidad su expresión risueña en seriedad repentina:
-Ahora me pregunto dónde estará Iretze -dijo escudriñando con la mirada- sin duda trama algo. Y nada bueno. ¡Bueno, como dije antes, dejémonos de preocupaciones! -dijo recuperando su tono festivo- que venga cuando desee, pero me temo que ya ni habrá fogata ni cena, y nosotros estaremos sumidos en un largo sueño. ¡Peor para él! ¡Disfrutemos ahora nosotros con el fuego y la bebida!
Mientras, Aroth dispuso todo lo conseguido en el bosque en el centro del claro, y ayudado por Fihjo y Widio encendió el fuego, que resultó quedar grandioso. Poco después, abrieron los fardos y eligieron las mejores provisiones, que guardaban para una ocasión especial. Colocaron carne en abundancia, queso y pan, complementado con lechugas frescas del norte, y todo ello acompañado por buen vino de las bodegas de Dalir, ciudad del Reino famosa por sus licores y néctares, al igual que por su robusta y dura prisión. También sacaron garrafas engarzadas en oro colmadas de agua. Los tres Caballeros se olvidaron por unas horas de las preocupaciones y las obligaciones, y se saciaron tranquilos. A Aroth le brillaba el gran mostacho al fuego, mientras saboreaba la carne con gran felicidad. Fihjo se sintió recuperado y listo para afrontar de nuevo aventuras y andanzas, y agradeció que, después de pesares y desdichas, hubiera recibido por fin la merecida recompensa. Widio, aunque aparentó en todo momento alegría y placer, no disfrutó, volviéndole siempre a la memoria Iretze, y temiendo cada vez más una posible traición.
Después, cansados de risa y charla, Fihjo y Aroth cayeron en un renovador y placentero sueño sobre la fresca hierba. Widio decidió, como ya había dicho, quedar haciendo guardia durante toda la noche, y la afrontó con la espada siempre empuñada en postura desafiante.
Un suave viento meció las copas de los árboles anunciando un nuevo amanecer, que creció en una soleada y tranquila mañana. Fihjo despertó primero, y vio mucha suciedad acumulada de la anterior noche, y a Widio y a Aroth disfrutando -como bien decían su respiración profunda y su relajada expresión- de un profundo sueño. El joven se levantó y bebió algo de agua; después quiso aprovechar los escasos desperdicios de la noche anterior, intentando apagar un hambre que nunca disipaba.
Fihjo examinó los alrededores y pudo comprobar que Iretze aún no se encontraba cerca con ellos. Desde los últimos días pensaba y pensaba en un plan para el difícil rescate de sus compañeros, y especulaba sobre la posible su huida de los lobos. Se dirigió a su fardo, tendido y sucio en el suelo, y sacó la espada. La examinó durante largo tiempo, convencido de que pasado un tiempo habría de darle gran uso.
Al cabo del rato despertó Widio:
-¡Cálida y soleada mañana del primero de noviembre en el Reino! ¡Temperaturas impropias para la época! -dijo alegremente, notándose el reposo de la noche.
-¿Primero de noviembre? -preguntó Fihjo visiblemente alterado- ¡han pasado más de dos semanas desde que abandoné Urum! El tiempo pasa rápido entre caminatas y pesares.
-Muchacho, pronto pasarán las desgracias; -aseguró Widio tranquilizándolo- si es que Iretze no nos lo impide. ¿Dónde se oculta el bellaco? Nos la quiere jugar, estoy seguro: ¡orcos y lobos son sus amigos! -gritó, y Aroth despertó bruscamente por el ruido:
-¿Qué ocurre? -exclamó- Bonita mañana para discutir; ¡daos un paseo y olvidad las tensiones!
-No estamos discutiendo -repuso Fihjo- Iretze no ha aparecido en toda la mañana, y creo que tampoco pasó por aquí de noche. Pero, todas las provisiones se encuentran aquí -añadió señalando al montículo de bolsas y equipaje junto a los adormecidos caballos- No ha podido huir a voluntad, sin siquiera guarnecerse con un poco de agua.
-Es astuto como un zorro -exclamó Widio mientras examinaba nerviosamente los bultos en busca de alguna pista- en verdad parece que no ha cogido nada, pero nada de esto me convence. Posiblemente se halla escabullido hacia Lepreth; en sus tabernas se reúnen todos los desertores del Reino. No queda lejos, pero no pienso ir a buscarle. Lo primero es lo primero, y es una buena mañana para ir tras la pista de tus amigos.
-Buena idea, habremos de llevarnos aprovisionamiento para unos días -dijo el joven animado- Nunca se sabe lo que puede acontecer bajo la espesura.
-Tienes razón, muchacho -dijo Widio, mientras recogía su saco y comenzaba a guardar alimentos- Nos llevaremos lo indispensable: agua, carne, pan y algo de queso. Llevemos buena cantidad de líquido, recordad que si encontramos a los Caballeros lo más probable será que se encuentren sedientos y con mucha hambre.
-Los caballos están cansados, -señaló Aroth con cierta preocupación- no se les puede pedir otra marcha. Hay que dejarles reposar mínimo un día más.
-¿Quién ha dicho que montaremos? -exclamó Widio- dejaremos a los caballos bien amarrados e iremos a pie, con el zurrón completo a cuestas. No quiero que el hambre y la sed nos atrapen en la cueva; les temo aún más que a los orcos. No olvidéis que tendremos que adentrarnos mucho en el bosque si queremos tener éxito. Además, el joven no tiene caballo. Mejor confiar en el buen pie. Soy Caballero de primer orden: os sabré guiar bien.
-Antes de guiarnos dejad que yo os lleve hasta la colina donde les perdí la pista a mis compañeros; -dijo Fihjo- una vez allí entre los tres seguiremos las huellas e iremos tan rápido como nos sea posible hasta el rescate. No os pido que me sigáis hasta el final, podéis volver en cuanto deseéis; no me ayudéis en contra de vuestra voluntad, aunque sé que puedo confiar en vosotros para ayudar a mis amigos.
-Un momento -exclamó Aroth inquieto- ¿has dicho los tres? No es por nada en particular, pero preferiría quedarme al cuidado de los caballos. Además, si por un casual el traidor pasa por aquí, yo le ajustaría las cuentas. Lo siento pero no puedo dejar que tan bellos corceles mueran desamparados en mitad del bosque. -y al decir esto, Fihjo se estremeció y se apenó recordando a sus indefensos caballos muertos en las mismas condiciones:
-¡Tengo una idea! -dijo- dejemos un cuenco de los que traéis con abundante agua y otro con algo de fruta y queso, para unos dos días. Dejemos a los animales amarrados con poca fuerza para que puedan llegar hasta ellos y comer.
-Me parece bien, de todos modos Aroth viene con nosotros -dijo Widio- es un gran cocinero, con unas hierbas, algo de carne y un buen fuego sabrá hacer delicias, algo que no nos vendrá mal en el bosque.
-Me temo que nada de fuegos en esta expedición -dictó Fihjo seriamente- aquellos lobos nos vinieron siguiendo seguramente llamados por alguna de las imprudentes candelas que encendimos. Y eran muchos. Y estoy seguro de que son más de los que nos persiguieron, debemos andarnos con cuidado.
-No tengo más remedio que ir, así que puedo asegurar que no tengo necesidad de un fuego para deleitaros. -aseguró Aroth con una sonrisa en la cara, mientras ya dejaba listos los cuencos en el suelo y terminaba de amarrar los caballos.
-Así pues, ¡al rescate! -exclamó Widio con optimismo, y los tres echaron a correr adentrándose en la espesura rápidos y sigilosos, mostrando renovadas fuerzas.
Ya pasaban unas horas del mediodía, y el hambre se empezaba a notar de nuevo en los Caballeros bajo un cálido sol invernal entre la floresta. Aroth, animado por sus compañeros, comenzó a mostrar sus dotes culinarias, y sin necesidad de fuego, preparó una sana comida utilizando principalmente los frutos de los arbustos, cuyo sabor amargo pudo transformar en delicia acompañándolo de aceite y queso.
Después del rápido almuerzo, siguieron caminando durante horas siguiendo a Fihjo, que ya empezaba a reconocer el lugar al anochecer. Los mismos árboles y piedras, el mismo olor a desconfianza empezaba a hacer recordar al joven.
-Este lugar no me trae buenos vaticinios -comentó Aroth- si en algún lugar Saril puso más maldad, juraría que fue en este. -dijo mientras avanzaban a un claro rodeado por ramas secas y arbustos maltratados. El suelo era seco como el desierto, y nada parecía vivir en él. Ni un ruido se dejaba notar en el lugar, como temiendo el peor castigo si rompía el tenebroso silencio que reinaba.
-Estoy casi seguro de que este es el lugar donde vinimos a parar; -afirmó Fihjo en voz baja- cuando se haga la noche y la luna ilumine creo que podré asegurarlo. Ahora sugiero que esperemos aquí silenciosos. Si este fue el sitio, puede que los mismos lobos sigan merodeando por aquí.
Así lo hicieron, esperaron hasta el anochecer recostados en los arbustos; apenas hacían algunos comentarios principalmente intentándose situar para no alejarse inconscientemente de los caballos. Al fin se hizo la noche, y con ella el sonido del temor; el alboroto de los lobos. Los Caballeros se miraban unos a otros sin articular palabra, por miedo a ser descubiertos. Al cabo de unos minutos, el tumulto de los astutos animales se hizo con el lugar. Poco a poco fueron llegando, como atraídos por algo que escapaba de su memoria o su razón. Solo sabían que allí tendrían que reunirse y deliberar, y estos eran lobos del oeste; lobos blancos de Thotem, y según la leyenda hablaban en la oscuridad cuando la luz de la luna se cernía sobre el bosque. Fihjo casi no podía soportar el dolor de la herida, que ahora veía como un haz de una luminosidad verde y punzante, y le faltó poco para soltar un grito que a buen seguro habría llamado la atención de los lobos:
-Ya no hay duda -aseguró Fihjo- estos que veis son los lobos de aquella terrible noche.
-¡Quiero marcharme de aquí! -exclamó Aroth entre sollozos- ¡nunca quise venir, me obligasteis!
Widio se dio la vuelta y agarró a Aroth por el cuello:
-¿Quieres que nos descubran? -dijo- ¡Nada ocurrirá mientras permanezcamos en silencio! Por cierto, nadie te obligó, y si lo deseas puedes marcharte ahora mismo, aunque no te lo recomiendo, si es que todavía conservas en la mente las leyendas sobre las criaturas de este bosque. ¡No quiero ni pensar qué ocurriría si te advirtieran!
Esto dejó a Aroth mudo durante todo el tiempo que siguió, pero seguía sollozando y temeroso de ser oído por los lobos. Fihjo seguía inmóvil tras el matorral; sólo dejaba un hueco para mirar. Después de escarmentar a Aroth, Widio intentó incorporarse junto a Fihjo y así poder observar la extraña reunión de los fieros animales. Al darse media vuelta y apoyarse sobre el arbusto, sus manos húmedas de sudor resbalaron en la hojarasca y le hicieron caer hacia atrás, lo que produjo un ruido considerable, del que bien se percataron casi todos los atentos, y por el momento callados lobos:
-¡Eh, callaos! ¿oísteis eso? -dijo uno, mostrando un acento extraño y una voz ronca, que parecía estar generalizado entre los lobos.
-No oí nada, Sert -le dijo otro.
-Bien, quizá sólo fuera un animal extraviado -dijo Sert-, en cualquier caso, no tenemos mucho tiempo. Os he reunido aquí para hablar sobre algo que no cabe duda de que os interesa; la alianza que mantenemos desde hace algún tiempo con los orcos.
Fihjo se sobresaltó y miró hacia Widio rápidamente:
-¡Lo sospechaba! ¡Orcos! -dijo- Quizá los lobos condujeran a Hiliat y a Flagrand hacia ellos. Aunque la última vez que miré hacia mis compañeros cada uno parecía correr en dirección diferente.
Sert había ido subiendo a lo más alto de un conjunto de piedras cercanas justo en el centro de los animales. Mientras, los demás lobos le prestaban atención a su discurso en corro y callados. Sert era el cabecilla de los lobos del bosque de Thotem:
-Pensad en lo que hacemos por ellos cada día, -continuó- y lo mal que nos lo vienen agradeciendo: cazamos para ellos, les suministramos todo lo que encontramos... y ya casi no queda nada para nosotros. Ni queda hablar de esos tres Caballeros, nos costó conducirlos hasta ellos y uno consiguió escapar, llevándose por delante al menos tres de nuestros compañeros.
Fihjo, en parte, se alegró bastante de la noticia: sus amigos no estaban perdidos; los tenían prisioneros malvados trasgos, lo que hizo de nuevo retornar el miedo y la desconfianza al pensamiento del joven.
-Desde que llegaron ha impuesto sus normas por la fuerza -exclamó Sert, que no dejaba de mirar a unos y a otros, pareciendo querer ganar rápidamente la opinión favorable de los demás, que observaban al jefe con cierta desconfianza-. Creo, amigos, que eso ha de terminar de una vez por todas.
-¡Sí, antes de que llegaran éramos los verdaderos dueños de los bosques! -gritó uno de pelaje más oscuro al otro lado acercándose al centro- ¡hace un mes que llegaron y ya quieren tener el poder!
-Nuestro camarada Velun se me ha adelantado, -interrumpió Sert ahora con una sonrisa en el hocico- de eso precisamente quería hablaros. Quien esté conmigo que me siga, aunque creo que a todos nos conviene: ¡basta de orcos en nuestro bosque! ¡Desmontemos su campamento en la cueva! ¡Que se vallan! Y pobres de ellos los que no obedezcan, ¡porque a esos los devoraremos, y así saciaremos nuestra hambre, que ellos vienen provocando!
La mayoría respondieron con griterío de apruebo, pero otros quedaron serios y preocupados, y formaron un otro rápido círculo un poco más alejado. Hablaron durante un momento entre murmullos y parecieron tomar una decisión; uno de ellos se dirigió erguido hacia Sert y habló en voz alta:
-Sert, creo, al igual que otros muchos -dijo mirando hacia sus compañeros- que es demasiado arriesgado. Conviene recordar que son ¡orcos! Además cuando llegaron parecieron venir del este, no del sur; doble peligro. ¡Orcos del este! Trasgos negros de las montañas oscuras, si en verdad lo confirmo. Tiene armas poderosas, cimitarras curvas envenenadas y armaduras y yelmos de hierro. Prefiero no pensar en el daño que nos podrían causar si descubren nuestra aprensión hacia ellos. Son poderosos, Sert, y me temo que moriríamos antes de poder haber causado algún destrozo.
Otros que anteriormente alborotaban entusiasmados con la idea de la invasión en las cuevas ahora reflexionaban seriamente y murmuraban entre ellos:
-Urel tiene razón, y la verdad es que no quiero morir en manos de una de esas criaturas horrendas. -decía uno en voz baja.
-Tengo bastantes ganas de carne de orco, pero si eso supone un riesgo, me conformo con algún gallo o un roedor. -dijo otro bromeando.
Sert contemplaba como su plan se iba poco a poco de las manos, y no podía reprimir la rabia hacia Urel y los otros, que habían conseguido alterarlo visiblemente:
-Bien, amigos -dijo alzando la voz, pretendiendo calmar los ánimos y los murmullos constantes de los demás-; quien quiera , o tenga suficientes agallas, que venga conmigo a la cueva orca allá en la cima de la colina, donde el suelo es oscuro. Pero si no lo hacéis, os advierto: el miedo no consigue nada, y tarde o temprano sufriréis por no haberme seguido en esta ocasión. Y sabed que los orcos echarán a buen seguro sus garras sobre vosotros, y desearéis volver atrás, a esta noche. ¡Podemos recuperar el poder! Pese a algunas pérdidas, ¡somos más y más rápidos! ¿Dejaréis que vuestras crías crezcan con miedo y no puedan ni salir a cazar? Pues eso ocurrirá si no se libra hoy una batalla por nuestra libertad y por reivindicar lo que es nuestro. ¿Queréis seguir cazando para los orcos o preferís vivir en un bosque en el que podáis alimentaros sin temor? ¡Seguidme y comprobaréis el poder de un ejército lobo!
Los demás olvidaron entonces las dudas y volvieron a alborotar conformes; el pequeño pero intenso discurso de Sert los había convencido:
-Quiero lo menos arriesgado para mí y para todos vosotros -soltó Sert bastante más satisfecho- los orcos, como bien sabéis, aguardan despiertos en la noche. Saldremos al amanecer, cuando ya habrán descendido a lo más profundo de la cueva para descansar; sólo quedarán algunos guardas en la entrada de la cueva de los que nos desharemos fácilmente. El sigilo será en principio nuestro mejor aliado, se acabaron las medias tintas y el dialogar: ¡acabaremos con ellos! -gritó sumido en un profundo e intenso tumulto que anunciaba las crecientes ganas de "caza"- Nuestro plan será el siguiente: nos deslizaremos, poco a poco y sigilosamente, hacia los niveles inferiores de la caverna; es profunda y ancha, lo llevo comprobando desde que llegaron. Iremos cobrándonos vidas silenciosos hasta acabar con ellos, pero no alborotéis y sobretodo ¡no devoréis hasta que todos no estén muertos! Os podréis saciar de carne orca en cuanto hayamos cumplido nuestra misión. Habrá provisiones para varios meses y en esa cueva nos emplazaremos hasta el fin de nuestra casta.
-¡Viva Sert! -gritó uno en medio de la multitud, ahora desordenada y bulliciosa.
-¡Viva! -repitieron la mayoría, quedando Urel y otros cuantos cabizbajos y avergonzados.
Fihjo, Widio y Aroth se prepararon rápidamente para seguirles... o para huir, dado que no sabían si la cueva orca se encontraría a sus espaldas, teniendo que pasar los lobos forzosamente a su lado. Aprovechando el bullicio los tres se dirigieron sin palabras unos pasos atrás, donde el abrigo de los árboles era mayor, y esperaron a que los lobos se decidieran a partir:
-¡Vamos, no hay más demora! ¡Seguidme! -exclamó Sert poniéndose al frente de la tropa- Pasaremos antes por el lago, beberemos y descansaremos. ¡Al amanecer seguid mis pasos! No resistirán nuestra muerte silenciosa, y creo que todos tenemos ganas de desgarrar piel verde y rebanar carne seca. Será un largo día.
Urel y sus cinco compañeros quedaron en principio rezagados, pero decidieron acompañar a los demás temiendo perder su reputación:
-Amigos, Sert nos odia y nosotros a él -dijo Urel-, pero su plan me ha sorprendido, en efecto. Además, todos le siguen. ¿Vamos a quedarnos aquí sin ayudar?
-Yo voto por partir con ellos -añadió el que se encontraba junto a Urel, el que parecía ser más sabio y anciano.
-Además, si ellos mueren ¿qué haremos abandonados en el bosque a merced de los trasgos? -añadió otro.
-Creo que todos estamos de acuerdo. -señaló Urel suspirando al decidirse al fin a unirse a los demás- Partiremos. Y deprisa, van rápido y ya nos llevan adelantado un buen trecho. ¡Corramos! Al fin y al cabo, no creo que la idea de comer carne de trasgo sea tan mala.
-¡Vamos allá! -exclamó el viejo mientras echaba a correr con dificultad e intentando no ser adelantado pronto.
En cuanto comprobaron, prudentemente, que los lobos estaban lo suficientemente alejados, los tres Caballeros salieron de su escondite y estiraron las piernas, adormecidas:
-Bien, muchacho -dijo Widio- ya sabemos donde están prisioneros tus amigos. No nos queda más remedio que seguir a esos lobos; el problema es sencillo: deberemos mantener una distancia prudencial a ellos. Son astutos, y no me extrañaría que esto fuera una trampa para cazarnos.
-Demasiado convincente para ser una trampa -interrumpió Aroth.
-Tienes razón, pero no hay que perder más tiempo, ¡corramos tras ellos! -exclamó Fihjo- puede que cuando lleguen al lago incluso podamos descansar un poco. Espero que los orcos no se hayan cobrado ya la vida de mis amigos. ¡Seguiremos las huellas hasta que veamos a los últimos que salieron!
Y los tres se echaron los fardos sobre la espalda y no tardaron en echar a correr como ninguno de ellos lo había hecho desde hace tiempo; en cabeza iba Fihjo, el más joven y ágil, después Widio haciendo un gran y atrás Aroth, bastante inquieto. Se cuidaban mucho de no romper el silencio todavía reinante en la zona, y Aroth no dejaba de echar nerviosas miradas hacia los lados.
El atardecer se transformó en noche cerrada, y se hacía difícil seguir las pisadas, aun todavía recientes, de Urel y los otros cinco. La única luz que aliviaba era la de la luna, esa noche especialmente intensa. El cielo quedaba salpicado por incontables estrellas y ni una nube lo surcaba. Decidieron aminorar el paso; las huellas apenas se distinguían de la hojarasca y el ramaje que llenaba los suelos.
Comenzó a soplar un viento frío del pequeño valle que ya habían dejado atrás, y se encontraban en la loma no resguardada de la colina, por la que subían sin cesar. A lo lejos, más arriba, se empezaban a observar unos peñascos escarpados oscurecidos por el crepúsculo. Algunos abetos y maleza se encontraban esparcidos a los lados del camino marcado por la tropa. Los Caballeros comenzaron a aminorar el paso, al escuchar los distantes chapoteos: en efecto, era medianoche y ya se encontraban junto al lago. Se dirigieron sigilosamente, sin aliento, hacia el este del cerro, donde el follaje incrementaba su existencia en el lugar. Fihjo se adelantó hacia un pequeño montículo de roca. Se agachó y siguió adelante arrastrándose. El saliente conducía a una pequeña hondonada más abajo rodeada de un gran círculo de arbustos y árboles, con hierbas altas, verdes y húmedas. Era un recinto bastante abrigado. A un lado se encontraba un pequeño lago de aguas oscuras que reflejaba con belleza los astros del cielo limpio, y a su alrededor y sumergidos en él, se encontraban alrededor de cien fieros lobos. Fihjo no se consiguió explicar el porqué de la hoguera, perfectamente encendida, en la que se resguardaban algunos. Simplemente, esos lobos superaban con creces en inteligencia y fuerzas a todos los seres que habitaban en el bosque, y escapaban totalmente a la imaginación del joven.
Fihjo hizo una señal con el brazo hacia los Widio y Aroth, que también se desplazaron tumbados en el frío suelo.
-Oh, el lago -dijo Widio bastante sorprendido- como me gustaría ahora darme un baño en esas aguas cálidas. Mira como chapotean. Para mi gusto están llamando demasiado la atención, podrían ser descubiertos por los orcos.
-Creo que todavía nos encontramos bastante lejos de la caverna -indicó Fihjo- si no oí mal, el antro se encuentra en la otra loma del cerro.
-En cualquier caso, aquí nos toca esperar y aquí esperaremos -ordenó Widio- ahora soy yo el cabeza de esta expedición, por vuestro bien no me desobedezcáis. Y no os intentéis acercar más. Incluso aquí corremos un serio peligro. Acampemos más atrás, bajo el cobijo de aquellos arbustos.
Más tarde se apresuraron a asegurarse una buena posición entre los árboles. Se acomodaron como pudieron y tomaron una frugal y silenciosa cena, que el temor latente apenas permitió saborear. Las estrellas centelleaban en el cielo oscuro proporcionando luz, y más abajo se oían clamores de lobos sedientos de muerte y sangre, y la luminaria de su fuego era más intensa; el humo llegaba hasta muy alto.
Bien entrada la noche decidieron hacer guardias; el lugar establecido fue el peñasco, aunque Widio no cesaba de advertir de la peligrosidad y del riesgo que suponía asomarse alto sobre las miradas de los lobos. Aroth se ofreció primero, para así poder descansar seguido todo el tiempo restante; tras él Fihjo velaría y por último, Widio.
En verdad de poco sirvió organizar las vigilias, porque al poco rato, cuando Aroth aún seguía observando sobre la roca, los lobos se dispusieron a marcharse ya en un tono más silencioso; parecía que este sería el tramo final. Aroth se apresuró a los otros y los despertó agitándoles con nerviosismo:
-¡Vamos, espabilaos! -dijo- Ya se marchan, y van silenciosos. Empacad rápido. Creo que sería recomendable recoger las sobras de la cena.
Fihjo se desperezó y se apresuró a recoger y acumular alimento sobrante -por les era útil en un momento dado-, y sin mediar palabra, se asomó a los lindes del pequeño bosquecillo antes de salir:
-¡Vamos, se alejan! -dijo volviéndose hacia sus compañeros.
Widio y Aroth, bastante somnolientos, salieron prontos y retomaron la marcha tras los animales cuando las sombras disminuían anunciando el amanecer; poco a poco el paisaje iba tomando una luz clara y reconfortante. Un suave y fresco viento balanceaba las ramas de los árboles que, progresivamente, a medida que avanzaban, iban perdiendo tonalidad y ganaban oscuridad al tiempo que parecían perder salud.
De nuevo, entrada ya la mañana clara y soleada, la tierra fue tomando un tono grisáceo cuando ya rodeaban el tramo final en la cima del monte. Los lobos hicieron un alto en el camino y los Caballeros, precavidos, se asentaron en la sombra tras una peña escarpada en el extremo de la cumbre, ya muy próxima, que quedaba dividida en dos por la gran piedra, ancha y gris. Allí cerca bajaba un pequeño arroyo elevado entre las piedras, y rellenaron los odres con abundante agua clara y bebieron y se refrescaron hasta saciarse, procurando no hacer demasiado ruido.
-Mirad, muchachos. -dijo Widio señalando al suelo- La cueva debe estar cerca. La tierra parece ceniza, y sin duda es a causa de las fogatas masivas con las que los orcos suelen divertirse al llegar al bosque. Y ¡mirad esas pisadas! Revueltas y descuidadas; nos aproximamos peligrosamente, y no parece que los lobos se esfuercen mucho en ser más silenciosos. Pretenden masacrar silenciosamente y van llamando la atención donde quiera que van, pienso que su especialidad no son los viajes sigilosos en grupo.
-Lo que yo pienso -intervino Aroth, temeroso- es que nos acercamos demasiado a ellos. No quiero estar presente cuando asalten la cueva. No olvidemos que su plan se puede ir al traste y también nosotros salir perjudicados. Además, un apunte que no hemos tenido en cuenta es qué haremos para proteger a los dos Caballeros, si se encuentran en la caverna, de las bocas hambrientas de las bestias, ni tampoco hemos discutido en qué momento entraremos en acción y cómo.
-No has de preocuparte por eso; -repuso Widio- yo me encargo de todo. Esperaba un momento así para estudiarlo con vosotros. Bien, mi plan está condicionado directamente por la actuación de los lobos y es el siguiente: cuando se hayan desecho de los guardas orcos, avanzarán hacia el interior, y posiblemente ellos también dejarán un par de centinelas. Pues bien, nosotros acabaremos con ellos y esperaremos a que el grupo ya se encuentre muy abajo para empezar a buscar a tus amigos. -dijo dirigiéndose a Fihjo- Algunos quedarán atrás más arriba, rezagados; nosotros debemos intentar pasar desapercibidos o sacrificarlos con sigilo. No me gusta matar animales, así que os propongo una estocada certera en la espalda; no tendrán tiempo ni de pensar. Hay un término en el que hay que pensar en la suerte: que encontremos nosotros primero a los prisioneros. Si la Gran Diosa nos acompaña y es así, Aroth se encargará de llevarlos a buen recaudo fuera y socorrerles, puesto que habrán sufrido las mayores torturas. Nosotros saldremos detrás intentando no alarmar a los lobos. Una vez fuera, todos correremos hacia el amparo de algún bosque e intentaremos llegar lo más rápido posible hacia la falda del monte.
-Me parece arriesgado, pero es comprensible en una situación tan extrema como esta. -dijo Fihjo en tono satisfactorio- Espero que esos monstruos no hayan acabado con ellos ya.
-Bien muertos tendrán que estar sus centinelas para que me atreva a salir a cuestas con los dos hombres. -dijo Aroth, y sonrió.
-Si estáis de acuerdo, así lo haremos. -dijo Widio- Sospecho que este alto en el camino es algo más que un simple descanso. Creo que están dando los últimos retoques al abordaje de la cueva antes de seguir el trecho final. Ya estamos muy altos y el terreno es árido; perdonad por que repita tanto pero es importante que no olvidemos que en un momento a otro puede aparecer ante nosotros el umbral de la caverna, y no sería conveniente que estuviésemos desprevenidos.
-Estamos muy próximos a los lobos, y sería fácil que nos oyeran. -dijo Fihjo- Creo que ahora deberíamos esperar un poco a que se adelanten un trecho, el camino ya no tiene pérdida.
Allí quedaron, recostados en la roca escarpada, cuando un murmullo se elevó proviniendo del otro lado. Fihjo se asomó y observó con atención: de nuevo los lobos partían, y al parecer Sert y algunos más en el frente de la hueste mandaban callar de cuando en cuando por gestos. Se acercaban; el ansia de caza y venganza latente se percibía incluso muy atrás, donde los tres Caballeros se arrastraban en la misma dirección, siempre pendientes de las miradas que algunos lobos echaban hacia atrás de cuando en cuando. El Astro Rey regía el cielo muy arriba con intensa luz en la clara mañana invernal. Algunos abetos y hierbajos altos se levantaban sobre el suelo, y eran utilizados para ocultarse con frecuencia por los Caballeros, cuando, por alguna causa, los animales cambiaban ligeramente de rumbo o aminoraban la velocidad.
Todo el monte estaba sumido en un pavoroso silencio, y parecía esperar algo que se avecinaba en el pensamiento de los hambrientos y desengañados lobos, dispuestos a librar la batalla silenciosa por su bosque. Incluso a ellos se les podía observar cierto nerviosismo: volvían sus caras hacia los lados y murmuraban nerviosamente entre sí, mientras lanzaban miradas recelosas hacia cualquier hueco donde fuera posible la existencia de algún peligro inesperado. No obstante, Sert, muy por delante, dirigiendo la tropa, iba cabeza erguida y siempre mirando al frente. A menudo se volvía y les comunicaba a los otros mediante gestos que se mantuvieran en silencio.
Sert paró en seco y se hizo el silencio total. Los demás hicieron lo mismo, sorprendidos y atemorizados. Sólo algunos abejarrones, muy abundantes en esa parte del camino, no se percataban de la tensión del momento. Sert, en un instante, volvió la cabeza y exclamó:
-¡Centinelas orcos!
En efecto, a la izquierda de la manada de guerreros, y protegidos por la sombra de algunos juncos de mal color, se encontraban escondidos dos guardas orcos con su característico aspecto demacrado y sus ropajes oscuros. Tenían arcos, que ya estaban tensando, y cota de malla y armadura sólida de hierro.
De súbito, toda la cuadrilla de animales se revolucionaron y fueron prestos a atacar; no obstante los orcos acabaron con unos cinco lobos, los primeros que corrieron para atacar.
Los Caballeros, muy atrás, sólo pudieron hacerse idea de lo que estaba sucediendo por el alboroto de los lobos al rugir y el sonido de algunas flechas al ser lanzadas. Corrieron un trecho y se detuvieron a observar, como de costumbre, bajo la sombra de los árboles, que en esta ocasión no les costó encontrar, puesto que allí el terreno parecía otra vez haber renovado su salud en un espacio de pocas yardas. Cuando llegaron se encontraron el siguiente panorama: varios lobos tendidos en el suelo, atravesados por flechas orcas, que habían producido una profunda incisión de la que manaba sangre a borbotones en todos los casos. Los demás lobos se encontraban divididos en dos grandes grupos silenciosos: uno a cada orco muerto, que devoraban gustosamente. Un pequeño arroyo de sangre corría bajo los corros de lobos, ávidos de carne.
Sert, Urel y algunos más estaban un poco más alejados, y se les notaba cabizbajos y preocupados por el comienzo de la misión; la entrada a la cueva ya estaba muy próxima, pero el jaleo provocado por el ataque de los arqueros creían era suficiente como para haber atraído a muchos más, por lo que podían fracasar en la intrusión que se suponía sería silenciosa.
Al poco rato, retomaron el camino, asustados y reparando en cada incisión de terreno; en cualquier momento podían ser sorprendidos por más guardas orcos, o bien contemplar por fin el umbral de la caverna.
Los Caballeros, de arrastrarse forzados por la precaución, tenían ya las ropas raídas y envejecidas. Fihjo recordó la despedida multitudinaria de la ciudad, cuando su vestimenta era aun reluciente y su saco estaba hasta los topes. Le pareció que había pasado mucho tiempo de eso, y en verdad sólo eran un par de semanas; los acontecimientos se habían sucedido rápido entonces, no teniéndose que preocupar mas de avanzar con sus caballos hacia el sur, pero ahora todo era diferente para el joven: los días se sucedían largos, y doblemente cansados a pie; la comida empezaba a escasear, como también lo hacían las esperanzas de encontrar con vida a sus amigos.
Los lobos seguían avanzando en lo que parecía una interminable escalada en busca de la cueva, que se decidía a no aparecer. Los animales empezaban a pensar que habían ya pasado por sus puertas hace rato, pero nadie dijo nada. Los tres hombres también seguían recorriendo los caminos tortuosos atrás, y les parecía que el monte, que de lejos se distinguía pequeño, no tuviera fin.
-Es una trampa de la hechicera que dicen mora en estos bosques. -se aventuró a decir Aroth, pero nadie contestó. Estaban exhaustos de la gran caminata, y los lobos no querían parar puesto que el día avanzaba inexorablemente y el plan podía fracasar.
Al fin, cuando los Caballeros empezaron a sentir la hora del almuerzo y el sol calentaba todavía alto, un ligero murmullo rompió el silencio reinante. Fihjo se adelantó un poco y se dedicó a observar. Tras unos arbustos y helechos, pudo ver un hueco oscuro incrustado en le pared de piedra; quedaban escasos metros para la cima total del monte.
En dicha abertura se reunían los lobos y discutían silenciosamente. Sert parecía decidido a entrar de inmediato, mientras que algunos esperaban dejar la entrada para más tarde; casi todos estaban sedientos y con hambre. Al fin Sert se alzó y con algunos más se decidieron a entrar:
-Si sólo entramos algunos y fallamos, -dijo con aire amenazador- no dudéis que os buscarán. Porque los orcos saben que somos más, y que acostumbramos a atacar en grupo.
Entonces de igual forma los otros se introdujeron con la cabeza gacha y se perdieron en la oscuridad. Sert volvió y les comunicó a dos que guardaran la entrada mientras ellos comenzaban la caza sigilosa.
Fihjo avisó a los otros, que estaban sentados en el suelo dispuestos a preparar algo de comer, y los condujo hasta donde podían ver el orificio en la roca parda. Los otros, aliviados, se atrevieron a hablar un poco más alto:
-¡Al fin! -suspiró Widio- La cueva ante nosotros, toda una noticia. Veo que se han apresurado a entrar y han dejado dos en la puerta. Eso no es problema, mientras seamos precavidos, pero antes tenemos tiempo de un buen almuerzo. Nos lo merecemos, no es fácil seguir a una manada hambrienta de lobos al acecho. Dentro de unos minutos, nos desharemos de esos dos. Yo os avisaré en cuanto sea el momento.
Después disfrutaron de una comida rápida pero abundante, y no les importó gastar buena parte del pan de viaje o de la carne que guardaban con anhelo. Después, hicieron un corto descanso y por fin Widio habló de nuevo:
-Bien, creo que ha llegado la hora. -dijo, y Aroth, que estaba echado cómodamente en la sombra de un árbol, le echó una mirada de apeno- Repasemos el plan antes de empezar con esos dos. Recordad que ante todo debemos ser sigilosos; los lobos tienen buen oído y son astutos. En cuanto entremos, intentad no separaros de mí. No estaremos ahí para matar lobos, sino para rescatar a dos personas del tormento, así que si es posible procurad que no sea necesario llevarse la vida de algún animal.
-¿Y qué ocurrirá si encontramos orcos despiertos? -preguntó Fihjo con cierta inquietud.
-De eso se encargarán los lobos. -respondió Widio con confianza- Aunque estos están hambrientos y la furia les puede jugar una mala pasada, no pienso que vayan a hacer mal su trabajo.
-De acuerdo, parece que el plan está bastante claro. -interrumpió Aroth- Pero, ¿como acabaremos con los dos de la entrada sin que llegue a oídos de los de dentro?
De repente a Widio se le iluminó la cara y su boca se torció en una sonrisa de satisfacción; se agachó y tomó una piedra más pequeña que la palma de su mano.
-No os preocupéis -dijo- ¿estáis preparados? ¡coged pronto las espadas y guardad los sacos!
Fihjo y Aroth se apresuraron y tomaron sus espadas, que brillaban a la clara luz del sol. Después, cogieron un montón de hojas secas y debajo colocaron las provisiones. Sólo cogieron algo de agua y pan para una emergencia. Se les notaba impacientes por escuchar la idea de Widio, que seguía quieto y sonriente con el pedrusco en la mano:
-Observad y después seguidme en completo silencio. -dijo, y se dirigió un poco más allá, arriesgándose a ser descubierto enseguida por los animales somnolientos de la entrada. Después alzó el brazo y lanzó la piedra justo a la cabeza de uno de los dos, el más lejano a ellos. Widio dejó impresionado a Fihjo, que hasta ahora había pensado que sólo era un Caballero un poco sobrado de peso con ansias de superioridad, aunque casi siempre le agradaba su forma de ser, chistosa y enérgica. Justo después de lanzar la piedra, empuñó la espada y se perdió entre las sombras.
El lobo cayó al suelo inmediatamente con la cabeza hendida, sin causar mucho ruido. La sangre resplandecía muy roja al sol, y el otro se volvió hacia el herido, impresionado y sin comprender lo sucedido. Ya se adentraba rápido en la caverna cuando sintió el metal afilado de Widio, que se había dirigido hacia el lugar sigilosamente mientras el otro miraba a su compañero de guardia.
Con gestos les indicó a Fihjo y Aroth que fuesen, y los dos blandieron con energía sus espadas. Mientras, Widio remató al otro golpeándole en el costado. De la boca del animal no dejaba de brotar oscura sangre, y Fihjo entristeció, viendo ahora al perverso lobo como un animal abatido cruelmente.
-Supongo que me tendré que acostumbrar a esto -se dijo-, pero supongo que pasará mucho tiempo antes de que tenga agallas de acabar con la vida de un animal a sangre fría.
Widio envainó la espada, y tomó los dos cuerpos, uno a cada brazo, y los escondió tras unos secos matorrales a la sombra. El rastro de sangre se secaría pronto, y entonces ya no habría indicios de su entrada.
Los tres se apresuraron a entrar, y excepto Widio, los otros no podían ocultar su temor a lo desconocido. Aroth, un simple escudero y cocinero que había llevado desde siempre una vida pacífica, ahora se veía entrando en una cueva repleta de orcos y lobos. Se estremeció, y un escalofrío recorrió su cuerpo justo antes de entrar.
Al fin traspasaron los tres el umbral y contemplaron la casi total oscuridad, sólo atenuada por la luz que provenía del exterior. La cueva se abría ancha, lóbrega y profunda, y no había rastro de lobos y orcos por el momento. Las altas paredes de piedra se levantaban frías y duras, y del techo pendían columnas de roca que no llegaban al suelo. Había manchas de secreciones y sangre verde oscura por todas partes, y algunos esqueletos y grandes raspas de pescado yacían olvidados en el suelo pestilente. Ese era el ambiente y la forma de vida orca. Sólo comían y se reproducían ayudándose de sus propios excrementos y mucosidades bajo la oscuridad, y siempre al mando de algún malévolo ejército o llevando a cabo alguna matanza en las regiones en las que ponían sus pies. Esta raza, según venía confirmando Widio escudriñando el suelo, era la de los orcos oscuros del Este.
Los Caballeros avanzaron un trecho apoyándose los unos en los otros. Al frente se arrastraba Widio, que no dejaba de mirar hacia todas partes, buscando la abertura por donde continuara la fría caverna.
-¡Controlad vuestros pasos! -exclamó bajando la voz- Creo que el eco de nuestras pisadas resuena en toda la cueva, hasta muy abajo, y a decir verdad no tengo ganas de empuñar la espada aún.
Así siguieron un buen rato, y les parecía que descendían en pendiente en la cueva lentamente sobre el suelo húmedo; ahora la entrada luminosa apenas podía distinguirse y era un lejano punto de luz muy arriba. Pero Widio, que se mostraba claro conocedor de las costumbres y vida de los orcos, seguía buscando un orificio:
-No sé si no hemos prestado la suficiente atención a las paredes -dijo- pero si seguimos por este camino muy pronto nos encontraremos en un callejón sin salida, y yo soy un Elfo si estos orcos no guardan sus "dormitorios" tras uno de sus agujeros. Dejad los miedos a un lado y poned ojo en las paredes, debemos estar cerca.
Después fueron avanzando más lentamente, pero seguían dirigiéndose directamente a un pozo sin fondo y cada vez más negro y lejano. Cuando ya se veían sin esperanzas de encontrar el buen camino, Fihjo alzó la voz:
-¡Ahí! -dijo- ¡Hay un boquete en la piedra!
-Muy bien, muchacho. -dijo Widio visiblemente complacido- Pero alza la voz un poco más y la alegría se nos tornará en llanto al ver los colmillos de los lobos cerca de nuestra cara. -exclamó bromeando.
Se acercaron y entraron, y la luz desapareció por completo un instante, hasta que al avanzar un trecho encontraron unas finas grietas en el techo que derramaban en el centro del pasillo finos haces de luminosidad.
Fihjo no sabía si ciertamente escuchaba o era fruto de su imaginación, pero llagaban hasta él ecos de pasos sigilosos en la profundidad.
-A partir de ahora tened mucho cuidado. -advirtió Widio- En cualquier momento nuestros pasos nos llevarán hasta algún lugar donde halla orcos o lobos, y entonces deberemos extremar la precaución.
Pasaron minutos que se hicieron interminables en la sombra, y al fin llegaron a una gran sala, donde pudieron distinguir la luz de numerosos ojos que no les prestaban atención y miraban siempre hacia abajo. Los Caballeros se echaron al suelo y se arrastraron sigilosos hacia delante. En la penumbra y a los lados yacían cuerpos sin vida de orcos, y la sangre se derramaba sobre sus vientres o su cabeza. Fueron imágenes demasiado duras para todos, y Fihjo no podía reprimir las ganas de evadirse y llorar. Quedaron tendidos los tres en medio de la sala medio oscura, esperando a que los lobos del otro extremo avanzaran y les abrieran el paso. Widio temía que entre alguno de los cuerpos mutilados se camuflaran también los cadáveres de Flagrand y Hiliat; pero era algo imposible de comprobar.
Del otro lado de la sala se podían percibir sonidos de desgarro y crueldad. Los lobos estaban haciendo bien su trabajo, y ningún incidente había perturbado el macabro sueño de los orcos, que seguían ignorantes de su inminente muerte.
Al fin pasado un rato todos los animales fueron descendiendo hacia niveles inferiores para continuar, y los Caballeros se levantaron de nuevo y pudieron examinar más detenidamente entre los cadáveres. Widio se ponía a menudo de rodillas y revolvía los cadáveres para encontrar armas u otra clase de objetos que pudiesen permitirle conocer la especie de orcos que tenían al frente. Se detuvo un buen rato en uno y le sacó un frasco de cristal que contenía un extraño líquido verdoso.
-¡Qué extraño! -dijo- Este frasco parece... no estoy seguro.
-¿Qué es? ¿De qué no estás seguro? -exclamó Aroth con impaciencia- ¡Suéltalo ya o moriré de curiosidad!
-Creo que es un frasco de rembrand, una bebida del Reino Oscuro del Este; los orcos y Caballeros oscuros la utiliza para reponerse después de la batalla, pero para los demás seres del mundo suele ser mortal la mayoría de los casos. Es lo que se le conoce como "la muerte lenta". -Después, quedó callado y pensativo, y abrió la botella y se mojó los labios en la espesa sustancia.- Puede que me equivoque y sea sólo el líquido reproductor de este monstruo, -continuó- pero juraría que es la bebida del Este, y suerte que no he tenido la osadía de probar más. Puede que incluso con la cantidad que he bebido me ponga enfermo antes del anochecer.
-¿Porqué has bebido entonces? -gritó Aroth claramente preocupado por el destino que podía correr su compañero- Ponte enfermo y entonces moriremos los tres, perdidos en la oscuridad de esta infecta cueva.
-Cálmate, amigo. -tranquilizó Widio- Soy de un material duro, me parece, y no creo que un simple sorbo de la bebida consiga tumbarme. Sólo espero que los prisioneros que buscamos no hallan bebido o que no les hallan obligado a beber.
-¿Crees que a estos orcos les gusta la carne humana? -preguntó Fihjo a Widio, preocupado- ¿O crees que les hubiera interesado acabar con ellos por alguna razón después de encontrarlos?
-Creo que no hay motivo para preocuparse, muchacho. Si bien orcos y trasgos son crueles y sanguinarios por naturaleza, se ve que estos estaban bien aprovisionados gracias al trato con los lobos de los bosques. Además, apuesto a que estos son una pequeña tropa de reserva del gran ejército que ya está empezando a asolar nuestro Reino; Urum cayó en manos de criaturas como estas. Parece que vienen comandados por algún mal mayor en el Este, y entonces podemos estar casi seguros de que les interesa tomar prisioneros, y no secuestrarlos para alimentarse. Aunque todo esto son suposiciones, y creo que deberíamos esperar lo peor; así, si al final llegamos a buen puerto con el rescate, la alegría será doble. Pero ahora hay que apresurarse, los lobos nos llevan mucha ventaja, y creo que sería conveniente apresurarnos, y luego intentar adelantarlos sin ser vistos de alguna manera. ¡Corramos!
Y los tres se deslizaron rápidamente hacia más al interior, y encontraron un orificio estrecho en el suelo que conducía directamente a un oscuro nivel inferior. Uno a uno, descendieron con dificultad y recorrieron a buen paso angostas y húmedas galerías. De cuando en cuando, les parecían ver algunas sombras y ojos que pasaban fugaces a poca distancia y se volvían a perder en la oscuridad. Cuando esto ocurría, hacían un pequeño alto y bebían un trago.
-Calculo que ahí fuera debe ser algo más del mediodía. -dijo Widio- Me temo que quedan pocas horas para el atardecer, y entonces correremos un serio peligro. El camino no tiene pérdida en este antro, pero la cuestión es llegar antes que los animales y conseguir ver y traer a salvo a los compañeros. No hay otro remedio que seguir adelante; pienso que queda poco para llegar a una segunda sala.
Extenuados, avanzaron y avanzaron en lo que se les presentaba como un camino interminable. Corrían bastante confiados, y sus pasos resonaban con fuerza hasta muy adelante. Súbitamente, otra sombra fugaz y otros ojos perversos se les detuvieron en medio. Los Caballeros pararon y se quedaron inmóviles en la oscuridad. El lobo estaba unos palmos delante, y se pudo percibir un claro olfateo; husmeaba el aire en busca de intrusos. Un sudor frío le derramaba en la cabeza al joven Fihjo, que aguantaba como los otros la respiración; sentía que se quedaba sin aire y sin fuerzas, e iba a rendirse cuando el animal se dio la vuelta y siguió su camino.
-¡Sigámosle! -susurró Widio a Fihjo en el oído.
El lobo no iba a gran velocidad, pero los Caballeros se cuidaban ahora de su paso. A menudo el animal se detenía y volvía a examinar el aire levantando el hocico y murmuraba. Entonces los Caballeros se volvían a detener.
Pasaban de largo silenciosos por muchas aberturas y orificios en la piedra, y de nuevo bajaban y bajaban por corredores, que ahora eran cálidos, y daba la sensación de que se encontraban muy adentro en el monte. Tomaron camino por un gran pasadizo que se fue ensanchando progresivamente convirtiéndose al rato en otra gran sala. Al fondo y a los lados tres lobos, presumiblemente los más adelantados de la expedición, comenzaban a conducir a la muerte a algunos orcos que continuaban sin salir de su letargo.
El lobo al que venían siguiendo se perdió entre la oscuridad, y los Caballeros se tumbaron y se agacharon.
-Muchachos, esta parece ser la última sala, y es hora de que nosotros también cacemos y después nos abramos paso. -dijo Widio arriesgándose a ser oído, pero las bestias seguían absortas en la matanza- Levantémonos. Hay cuatro lobos, yo me encargaré de los dos del flanco izquierdo, aquellos que devoran a ese orco grande. Aunque sea cobarde por nuestra parte, tenemos la oportunidad de atacar por detrás sin ser vistos, aprovechémosla. Fihjo, -dijo dirigiéndose al muchacho- tu presa será el de más al fondo; ten mucho cuidado, pues es el que seguimos, y ya hemos podido comprobar que es si cabe más astuto que los demás. Por último Aroth se encargará del de más a la derecha. Guardad silencio y matad; si lo hacemos bien, después podremos fijarnos bien en la sala. Puede que haya algún indicio de los Caballeros.
Primero se adelantó en la oscuridad Widio, y seguidamente se oyeron un par de golpes y el inconfundible sonido de la carne al ser atravesada. Se había desecho de los dos lobos sin complicaciones y casi en total silencio.
Fihjo, un poco más tranquilo al pensar en que sólo quedaban dos, se apresuró y llegó arrastrándose al extremo de la sala. Su lobo tenía un resplandor verde en los ojos, como si sospechara o supiera algo. Y le miraba, observaba a Fihjo fijamente; sabía que estaba allí, y escudriñaba su rostro un poco confundido. El joven empuñó con fuerza la espada, pero no pudo moverse. Sabía que en cualquier momento aquel feroz animal se lanzaría a por él y lo devoraría como a los orcos. Después de unos segundos que al muchacho le parecieron años, el lobo se acercó unos metros, siempre con la mirada clavada en él. Al fin, como se esperaba, se lanzó a por la carne joven del Caballero. Éste, mostrando sangre fría y valor, sacó fuerzas de donde no las había; cuando el lobo estaba precipitándose en la oscuridad hacia su cuerpo, levantó con firmeza la espada y la hoja se hundió en el vientre del animal. Sintió el acero frío y no volvió a respirar. Fihjo deslizó el cuerpo sin vida fuera de la hoja y quedó recostado en la pared de la sala, sudoroso y con temor, y descansaba después de la tensión liberada.
El último en moverse fue Aroth, a quien los músculos apenas le respondían. El lobo que quedaba seguía con la cabeza hincada en el orco, devorando ávidamente. Era un blanco fácil para un Caballero, pero Aroth no se acababa de acostumbrar a las nuevas actividades y responsabilidades. Se decidió al fin y se apresuró a terminar su trabajo. Se puso en pie silenciosamente y hundió el acero en la espalda del lobo lanzando un grito de desahogo y valor; algunos orcos, todavía con vida, se revolvieron y estuvieron a punto de despertar.
Widio se dirigió rápidamente a Aroth:
-¿Te has dado cuenta de tu estupidez? -clamó deseando subir la voz- Con ese chillido has podido echar al traste la primera dificultad que superamos. Y creo que quedan muchas, así que te rogaría que si vas a seguir alborotando, te marcharas fuera y esperases; todavía estás a tiempo.
-Lo siento, señor. -replicó Aroth- Pero lo importante es que lo he logrado, ¡he matado a un lobo! Hacía mucho tiempo que no sentía algo así, tan fuera de lo cotidiano. Perdóneme, pero no lo he podido evitar. ¿Acaso usted no se sintió feliz cuando acabó con su primer enemigo?
-Te entiendo, pero cuídate más las próximas veces. Ha sido arriesgado. En fin, ¿dónde se ha metido el muchacho? Tenemos que seguir adelante y buscar.
Mientras tanto Fihjo se recuperaba progresivamente de la exaltación, y seguía clavado en el suelo, pero ahora miraba él fijamente, a algo que le llamaba la atención. Se levantó y fue hacia los otros.
-¡Eh, mirad! -dijo- ¿No veis allá en el fondo dos cuerpos ligeramente diferentes a los demás?
-Ah, muchacho, que sobresalto. -dijo Widio- ¿Qué es lo que ves que tanto te entusiasma? -preguntó mirando a donde señalaba el joven.
-¡Creo que son hombres! -exclamó Aroth- Ahora veo, el muchacho tiene razón.
-Mi vista ya no es tan joven como la vuestra, -suspiró Widio- pero, ¿a qué esperamos para comprobarlo? ¡Vamos!
Y los tres se dirigieron al fondo de la estancia y se inclinaron sobre los cuerpos, que no se distinguían demasiado bien en la oscuridad. Fihjo se atrevió a deslizar la mano sobre uno de ellos:
-¡Barba! -exclamó- ¡Tiene barba, es un hombre, y está vivo! -se inclinó aún más y estalló en la alegría-: ¡Es Flagrand!
-Bien, bien muchacho. -dijo Widio- Al fin me alegro de algo en muchos meses, pero cuida tu volumen de voz; no quiero que los orcos despierten y estropeen el momento.
-No se mueve, pero está caliente. -dijo Aroth pasando la mano por la frente del Caballero- Se ve que ha padecido mucho. Conozco remedio para esto, pero en la oscuridad no podré hacer mucho.
-No te preocupes, Aroth, -dijo Fihjo con alegría- pues ya los hemos encontrado a los dos. Mirad cerca, detrás vuestra. Parece que hoy el día terminará colmado de alegrías. ¡Es Hiliat!
Se volvieron y allí estaba el otro Caballero, pálido y enfermizo, pero con el mismo vigor fortaleza de antes. Respiraba agitadamente. Aroth buscaba el equipaje de los Caballeros, pero sólo pudo encontrar tres espadas que resplandecían levemente en la oscuridad, como queriendo ser encontradas, pero ninguna armadura o bulto con provisiones.
-Bien, muy bien. -exclamó Widio- Parece que al fin podremos salir de esta pestilente y oscura cueva. Los dos están con vida. Pero, -dijo con duda- hay algo que no acabo de entender. Aroth, has encontrado tres espadas: ¿de quién es la tercera? Un Caballero siempre lleva una sola hoja con él.
Aroth seguía escudriñando en la oscuridad, hasta que bajó la cabeza y señaló a otra figura humana. Widio se dirigió rápidamente hacia ella:
-Es Iretze -dijo- Y no vive, parece que los lobos lo confundieron con un orco. Debieron capturarle la noche en la que no volvió. Quizá no era un traidor como pensábamos, pero ya nada se puede hacer; ahora descansa en paz.
-Cruel es el mundo en verdad. -prorrumpió Aroth con lágrimas en los ojos- La Diosa sabe que no era un traidor, y que le tenía cariño. Era gruñón y malhumorado, pero no se merecía una muerte así. -y rompió a llorar conteniendo los lamentos y las lágrimas.
-Yo también me siento apenado, pero no es momento de lloros. -alivió Fihjo- Ahora quedará en nuestro recuerdo, y siempre habrá esperanzas. Pero no nos desanimemos ahora o puede que dentro de poco lloremos también por Flagrand y Hiliat. Intentemos salir y conducirlos con vida hacia la luz. Salvémosles. Carguemos con ellos hasta la salida.
-¿Y qué haremos con el fallecido? -interrumpió Aroth entre sollozos- ¿Lo dejaremos aquí como carroña de los orcos? Creo que se merece un entierro a la luz del sol.
-Hay que tomar decisiones duras en la vida, amigos míos, -dijo Widio- y ésta es una de ellas. -suspiró profundamente y continuó- Lo dejaremos aquí. -dijo al fin, y Aroth bajó la cabeza dolorido- Compréndelo, mi fiel escudero. Dos ya es mucho porte que llevar, y somos tres; podemos turnarnos e ir más rápido afuera. Además, el cadáver tiene una herida muy profunda, y aunque sea duro decirlo, no me gustaría dejar un rastro de sangre en nuestro camino; correríamos más peligro aún.
-Bien, así sea. -respondió Aroth- Pero démonos prisa y así podremos al menos salvar otras vidas.
-Yo cargaré con mi querido Flagrand, -dijo Fihjo- y lo llevaré hasta donde las fuerzas me aguanten, hasta que los huesos se me quiebren. -lo tomó y se dispuso a llevarlo a cuestas.
-No se si mi musculatura, más anciana de lo que creéis soportará tal peso, -dijo Widio- pero yo cargaré con el grandote, con Hiliat. Nuestro amigo Aroth no cargará por ahora con nadie, sólo con las espadas, e intentará animarse durante el camino, si puede. -cogió con dificultad a Hiliat y lanzó una queja de esfuerzo- Pesa mucho, pero creo que podré con él sin descansar algún tiempo.
-Bien, pues salgamos de una vez de este antro -dijo Fihjo.
Y marcharon con paso rápido y dificultad a lo largo del laberinto de roca excavada abriéndose paso entre los oscuros corredores. No les resultó fácil rehacer el camino que recorrieron siguiendo al lobo, pero después de muchos intentos, se iban haciendo poco a poco con el itinerario adecuado. De cuando en cuando, a los lados, sombras fugaces con ojos resplandecientes pasaban. Pero no se fijaban en los Caballeros, y algo parecía ocurrir en la cueva. Aminoraron el paso y pronto estuvieron en un lugar bañado por una suave y cálida luz; se encontraban cerca del final.
Al rato, el umbral de la puerta, que derramaba luz a muchos metros, se les fue haciendo visible. Un rayo de esperanza y alegría asomaba ahora en las caras de todos los Caballeros, e incluso los inconscientes Hiliat y Flagrand, parecían mostrar una expresión de confianza y ánimo, y sus caras ya no eran tan pálidas. A unos quince metros de la salida, cuando ya todo parecía solucionado, un clamor se levantó en las profundidades, y el sonido de muchos pies apresurados y feroces les llegó hasta el corazón en un sobresalto.
-¡Corred! -gritó Widio mirando hacia atrás- ¡No sé qué ocurrió allá dentro, pero muchos lobos vienen trotando hacia aquí! ¡Corred!
El último tramo de la aventura de la cueva fue realmente agotador para los Caballeros, especialmente para Widio, que todavía, y a duras penas, soportaba el peso de Hiliat. Corrieron a más no poder y consiguieron salir de nuevo a la luz con los rápidos lobos pisándoles los talones. Estaba atardeciendo, y sintieron de nuevo el viento soplando en sus caras sudorosas. Después se apresuraron y no tardaron en esconderse tras la sombra de los arbustos. Depositaron con cuidado a Flagrand y a Hiliat en el suelo. Aroth sacó un paño y lo pasó por la frente de los enfermos.
El estruendo y el alboroto se hicieron de nuevo y muchos lobos, algunos de ellos malheridos, comenzaron a salir de la caverna. Cada uno por su camino, todos corrieron monte abajo y se perdieron en el horizonte. Tras ellos, muchos orcos de caras narigonas y garras amarillentas, gritaban en su lenguaje. Les parecía molestar la leve luz que asomaba en la lejanía, y levantaron sus cuchillas en tono amenazador hacia los animales que huían. Volvieron a adentrarse en su amada oscuridad.
-Parece que los lobos han fracasado. -dijo Widio.
-Pero nosotros no, eso es lo importante. -apuntó Fihjo.
-Si, es lo importante, pero ahora tendremos dos problemas: lobos solitarios en el bosque y orcos con ganas de venganza, que me temo no dudarán en salir y adentrarse en la espesura en cuanto haya anochecido.
-Necesito las provisiones que escondimos; -dijo Aroth- me queda poca agua y estos dos parecen recuperarse, pero necesito darles de beber. Están deshidratados.
Fihjo se adelantó y levantó el montón de hojas donde habían ocultado el equipaje y las provisiones que no llevaron con ellos. Enseguida apareció con los bultos y se los entregó a Aroth, quien parecía mostrar más que nunca su faceta de cocinero y curandero eficaz, pues Flagrand y Hiliat recuperaban gradualmente el buen color de cara, y ahora entreabrían los ojos.
-Es admirable lo que consigue nuestro amigo con unas hierbas y agua. -soltó Widio- No me gustaría verme en un aprieto en el bosque sin él.
Mientras, Aroth seguía pacientemente cuidando y consolando a los Caballeros, y les daba sorbos de agua continuamente. El cuidado pareció dar sus frutos, y al cabo del rato Hiliat se levantó y se apoyó en el suelo.
-¿Quienes sois? -dijo observando con extrañeza a Aroth y a Widio, y con una voz pastosa y muy lenta- ¿Dónde estoy? ¿Qué le ha ocurrido a él? -exclamó fijándose en Flagrand, que todavía yacía acostado en el suelo.
-¡Hiliat! -exclamó con alegría Fihjo mientras se dirigía al lugar- ¡Al fin levantas, qué alegría, amigo mío!
-¡Ah, Fihjo! -dijo- Tengo preguntas que necesitan de una respuesta rápida ahora que empiezo a recuperar la memoria: ¿qué nos ocurrió en el bosque? ¿porqué nos separamos?
-Sin duda necesitas esas respuestas, -intervino Widio- pero no ahora; está anocheciendo. Necesitamos abandonar este lugar antes de que empiecen a brotar orcos irritados por la puerta. Flagrand se recuperará, no te preocupes por eso, pero me temo que yo no pueda cargar más con él.
-¿Orcos? -preguntó Hiliat- ¡Ah, ya recuerdo, aquel horripilante brebaje!
-En verdad esto me asombra. -dijo Widio- ¿Brebaje? Creo que bebiste algo más que un brebaje, se llama rembrand, y es la bebida de los orcos del Este, y sólo ellos están preparados para tomarla. Sois Caballeros fuertes, por cierto, y la mayoría de los mortales que beben aquel infernal líquido mueren en el instante.
-¿Orcos del Este? -balbuceó Hiliat- Creo que sería mejor marcharnos de aquí antes de que todas mis incógnitas me atormenten o no sobreviviré a ellas. Ya me explicaréis todo con más lentitud en otro lugar.
-Entonces, marchémonos rápido; -dijo Aroth- yo cargaré con Flagrand.
Empacaron y se aceleraron. Bajaron por la loma del monte cruzando por los pequeños bosques dispersos. No pararon ni siquiera para tomar un bocado, y Aroth estaba cansado. Ahora Fihjo se ocupaba de transportar al Caballero.
Rodearon la loma siempre hacia abajo, y llegaron entrada la noche al este del monte. Éste terminaba en aquel lugar en una pendiente abrupta y recortada, y fue necesario hacer un largo rodeo para poder abandonar al fin la colina, de cuyas alturas provenían aullidos y sonidos oscuros.
Al fin descendieron y se ocultaron bajo las estrellas cuando avanzaron un trecho. Flagrand empezaba a recuperarse, y cuando hubo salido de su letargo, se unió a la sarta de preguntas de Hiliat. Aroth seguía triste pero satisfecho. Ya más tranquilos y animados, los otros, especialmente Fihjo, les comenzaron a narrar lo sucedido desde la fatídica noche en la que fueron perseguidos por las bestias. Ocultaron el personaje y la desgraciada historia de Iretze. Les interesó especialmente el capítulo del rembrand y la aventura en la cueva, y estuvieron charlando animadamente y disfrutando de una buena cena hasta altas horas de la madrugada. Widio y Flagrand parecían haber congeniado muy bien, y no paraban de hablar de las órdenes de caballería, de armaduras, de la añorada Urum y de tiempos pasados. Todos estaban tan felices del reencuentro que nadie recordó el ataque y la toma de la ciudad, pero Aroth intervino entonces:
-¿Porqué, si se puede saber, habláis con tanta alegría de una ciudad en la que ya no volveremos a pisar ni a reír? -dijo- Las calles de las que habláis con tanto placer ahora están tomadas por orcos. -y de nuevo rompió a llorar, y Flagrand y Hiliat le miraban estupefactos y sin comprender nada en absoluto.
-Todo a su tiempo. -dijo Widio- Pensaba contároslo mañana, pero Aroth os ha contagiado su tristeza y ha amargado el reencuentro. No quería dar este golpe duro tan pronto, pero es cierto, Urum sufrió el ataque de una tropa de cientos de orcos y otras bestias. No pudimos hacer nada, y tomaron la ciudad. Conseguimos escapar con mucha suerte y sigilo.
Hiliat no pudo contener las lágrimas. Flagrand, algo entristecido y melancólico, no se explicaba como Urum, una de las mayores fortalezas del Reino, había sido ocupada. Se le notaba cansado y bastante mayor, y la esperanza que mostró al comienzo del viaje ya no le asomaba ni en lo más profundo, y unas lágrimas también le brotaron de los fatigados ojos, pero de pronto Hiliat recordó algo y alzó la voz:
-Ay, temo que ahora se me aclaren todas las ideas. -dijo- Antes de que esa horrible bebida empezara a actuar sobre mí y adormecerme, recuerdo que esos orcos hablaron de Urum, y de una tropa que vendría del Este a conquistarla. Dijeron que ellos habrían de avisarles antes de tomar la ciudad, pero supongo que no fue así, y que la tropa del Este que atacó creería poder ocupar la ciudad por sus propios medios. Y me temo que lo consiguió. Los orcos de la cueva estaban enfurecidos porque estaban tardando mucho en llegar, y algunos se preocupaban y otros temían que los del Este tomaran al fin Urum y disfrutasen el botín ellos solos. Hablaron de un gran amo en una torre.
-Eso lo aclara todo al fin. -dijo Widio pensativo- Todo esto quiere decir que allá en el Este se han enviado muchas tropas, al menos dos, y pienso que es el mismísimo Dueño del Este quien nos ataca. Ya atisbaba algo extraño en los ropajes de esos orcos, telas oscuras, insignias diabólicas y armaduras de metal. Pues bien, nos enfrentamos una amenaza más significativa que unas simples huestes de orcos con ganas de carne; aunque todavía no conocemos el alcance de estos ataques, parece que El No Nombrado ha vuelto a tomar poder. Nunca nadie intentó en este mundo joven destruirlo, y ahora aúna fuerzas en su trono. Como muchas veces dije, las Batallas de Tolsem fueron sólo una simple advertencia de lo que más tarde acontecería. Y, amigos, ya estamos involucrados en el gran ataque, creo. Sin embargo, necesito tiempo para descansar y no debo precipitarme en las conclusiones de todo esto; han sido muchas preocupaciones las que he tenido tras entrar en el bosque.
Al fin, sin mediar palabra, Flagrand se echó a dormir consternado y sin comprender. Cayó en un sueño intranquilo, triste y sombrío, y el desaliento se hizo con él durante toda la noche. Hiliat se removía bajo unos mantos, y así fueron pasando las horas.
-Me gustaría encender un fuego, -dijo Hiliat al poco rato- tengo el cuerpo entero entumecido por el frío, y necesito quemar las penas.
-No sería aconsejable encender un fuego ahora; -dijo Widio- los orcos están cazando lobos y éstos merodean cerca. No os preocupéis por el frío, tenemos suficientes mantas. Quema las penas con un buen trago. -dijo acercándole la bota de vino- La otra alternativa es que descansemos, porque todos lo necesitamos y lo merecemos después del largo día de hoy. Mañana debatiremos sobre nuestro futuro a la luz del sol.
La noche pasó tranquila, fresca y silenciosa, pero a menudo se elevaban alaridos de dolor arriba en el monte. Fihjo alzaba entonces la cabeza y suspiraba, dando gracias por estar con sus amigos, arropado y mecido por un suave viento. Aunque cuando miraba al oscuro cielo, le venía a la mente la oscura y reservada persona de Iretze, y rezaba por él. Todos dormían tranquilos sin pensar en más, pero el joven le daba vueltas y vueltas a la cabeza pensando en el mañana, en qué les traería el destino, y qué camino tomarían, ya que su Reino parecía estar tomado.
El susurro del viento murmuraba entre las hojas, y Hiliat y Flagrand creían estar todavía dormitando y maniatados en la nauseabunda cueva orca. Fihjo despertó con un sobresalto en la madrugada y no volvió a dormir hasta que los oscuros sonidos del monte se hubieron calmado, ya tocando el amanecer. Sentía el suave abrazo del aire en el cuerpo dolorido, y pronto olvidó sus penurias. El día siguiente traería consigo de nuevo la marcha y las separaciones.