CAPÍTULO 1
Cuando aún no tenía edad para sentirse humillada por no haber podido Transformarse, Briana había visitado un Oráculo. El Oráculo era una vieja bidente (como decía la Suma Sacerdotisa del Templo de la Dama de Plata riéndose de su propio juego de palabras) que vivía en el fondo de una cueva rodeada de todos los adminículos necesarios para crear un ambiente terrorífico: cráneos con velas pegadas en la coronilla, murciélagos colgando de la pared, pócimas burbujeando en diversos calderos y una escudilla donde dejar las monedas. Briana había dejado dos monedas de cobre y, siguiendo las instrucciones de la vieja, le había alargado las manos.
-Esto es muy interesante -había dicho ella tras dar un trago de lo que se suponía que era una poción que abría la mente para recibir al espíritu de la diosa. Cada vez que pronunciaba una ese, escupía gotitas de saliva, pero Briana ya había sido advertida y se mantenía a distancia-. Muy, muy interesante.- Sus ojos brillaban como monedas de oro.- Niña, en vuestro futuro veo un extranjero alto y moreno.
Briana procuró no sonreír. Ya había oído contar que la vidente del Oráculo siempre veía extranjeros altos y morenos en las manos de todas las jovencitas que la visitaban. No parecía tener en cuenta que los únicos extranjeros de cualquier tamaño y color que habían pisado tierra lossianesa eran Garlyn y sus seguidores, seiscientos años antes.
-Sí, veo un hombre de ojos claros y mirada oscura, de voz dulce y sonrisa amarga, de triste pasado e incierto futuro. Y también veo que seréis vos quien le encuentre a él, y solo entonces os encontraréis a vos misma.
Sí, pensó Briana. La Sacerdotisa tenía razón. La vidente bidente era una estafa. Si alguna vez regresaba a Lossián, volvería a la cueva y, si aún vivía, le pediría explicaciones. Y también sus dos monedas de cobre.
Briana aún tenía la nariz congestionada, pero ya estaba casi recuperada de su resfriado, o lo que fuera que hubiera pasado. Aún tenía moratones donde la había golpeado Lajja, pero cada vez costaba más verlos. Seguían proporcionándole agua, alimento y música vocal de fondo, pero por otra parte parecían haberse olvidado de ella. Briana apenas recordaba ya cómo era la luz del día. Trataba de entretenerse recordando tonterías de su vida pasada, como aquella visita a la vidente bidente, pero cada vez era más difícil. Había llegado a una situación en que casi hubiera agradecido que la matasen de una vez.
Y un día, cuando ya estaba pensando en que la próxima vez que le llevasen aquella nauseabunda comida se negaría a tomarla, se abrió la puerta, y uno de aquellos seres asquerosos (trhogol, había oído que se llamaban) la obligó a levantarse a tirones, le ató las manos y la arrastró fuera del calabozo.
Por un momento, Briana pensó que iban a matarla, o quizás a torturarla un poco. Pero la llevaron al patio de armas. La luz del día le hizo guiñar los ojos. El árbol marchito seguía allí en medio. Lástima de bellotas, pensó Briana recordando su sueño.
Levantó su mirada hacia la Torre Norte. En la ventana, mirando hacia el patio, estaba aquella pálida bruja. Debía haber sido ella quien había ordenado que se la llevaran. Mientras Briana trataba de acostumbrarse a la idea, oyó el ruido de la puerta abriéndose y un brusco tirón de sus cadenas la hizo ponerse en marcha.
Si iban a matarla, lo harían fuera de allí. Al aire libre. Mientras salían por la vieja puerta y comenzaban a descender la colina, Briana pensó que podría haber sido peor.
Pero no se le ocurría cómo.
El gris amanecer de las Tierras Peligrosas encontró a Jelwyn y Níkelon montados en sus caballos. La noche había sido tan oscura que Níkelon nunca pudo explicarse cómo los caballos habían podido continuar andando sin tropezar con nada ni salirse del camino, y tan silenciosa que hasta los jadeos y olfateos de Gris provocaban siniestros ecos en las montañas.
Cuando la luz comenzó a resbalar desde las cumbres y a dejarse caer como por descuido sobre los pinos mustios, los robles moribundos y los vigorosos espinos, Jelwyn decidió que ya era hora de descansar un poco, desayunar y tal vez dormir, así que se apartaron del camino y buscaron un lugar resguardado donde pasar la mañana.
Mientras se calentaba el agua para la menta, Jelwyn sacó un arrugado pergamino de las alforjas de su caballo y lo extendió en el suelo ante Níkelon.
-Si seguimos a este ritmo, llegaremos al Vado mañana al anochecer.
-¿No se puede cruzar la frontera por otro lugar?
-En los Viejos Tiempos se podía cruzar en barco desde Threelet. Pero ahora, aunque pudiéramos ir allí y robar uno, perderíamos demasiados días -Jelwyn señaló una amplia curva cerrada irregular rellena de rayitas discontinuas-. Los Pantanos. Existe una senda bastante segura que los atraviesa, pero los trhogol la conocen. También existen un millón de sendas más, llenas de arenas movedizas, criaturas carnívoras, y algunas sin salida. Podríamos evitar esos peligros rodeándolos -bordeó con el dedo- por el Este, o por el Oeste. Perderíamos más tiempo, pero nos evitaríamos encuentros desagradables. Y la Fiebre.
-Tú estás al mando, ¿qué prefieres hacer?
-Un momento -Jelwyn apartó la pequeña cacerola del fuego, echó las hojitas de menta y regresó al mapa-. Los mapas no son muy buenos, se dibujaron siguiendo las instrucciones que daban mis antepasados si lograban regresar de Ternoy, y los mejores se perdieron con Dagmar. Las tres opciones son peligrosas y elijamos la que elijamos, iremos casi a ciegas.
-La aventura es la aventura. Si las tres opciones son peligrosas, opino que deberíamos elegir el camino más corto.
-Olvidaba que estoy tratando con el Libertador de los Pantanos.
Níkelon sintió que se ruborizaba de cólera. Pero Jelwyn no se dio por enterado. Dobló el mapa y lo volvió a guardar en las alforjas, sirvió la menta y comenzó a bebérsela todo lo deprisa que se puede beber un líquido casi hirviente.
-Dagmar tiene razón. Haces la menta demasiado fuerte.
Jelwyn negó con la cabeza.
-Vuestros paladares son demasiado débiles.
Por la actitud de Jelwyn, Níkelon habría podido creer que la noche anterior había sido una pesadilla. Desde luego, era tan incomprensible como la más extraña de ellas.
-¿Por qué has venido? ¿Para encontrar a Dag?
-Entre otras cosas. Mira, Jelwyn, la terrible verdad es que eres el mejor amigo que he tenido nunca, y no quería quedarme solo entre desconocidos. Además, se supone que soy el Liberador de los Pantanos, tú mismo lo has dicho, y me he cansado de esperar a que las Damas Grises me digan si estoy o no preparado. Así que me he puesto en marcha.
Jelwyn le miró con las cejas alzadas desde detrás de la taza de menta, terminó de tragar el líquido y dejó la taza en el suelo con deliberada calma, antes de contestar.
-¿De verdad soy el mejor amigo que has tenido nunca? -Níkelon asintió-. Tu vida debe haber sido muy triste.
-Soportable. ¿Y ahora qué haremos?
Jelwyn torció las comisuras de los labios hacia abajo.
-No sé lo que harás tú, pero yo iré al Castillo Negro, rescataré a Layda, volveré con ella y dejaré que decida si quiere irse de Ardieor conmigo o quedarse y heredar a su abuelo. Ya iré pensando en los detalles del plan por el camino.
-Parece fácil.
Jelwyn no captó la ironía, o tal vez no tenía ganas de hacerlo. Recogió las cosas, tendió la manta y se acostó con la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada, preparado para reaccionar al menor sonido. Cerró los ojos y en poco tiempo pareció dormido. Níkelon aún rabiaba de ganas de preguntarle por qué creía que Layda se había portado como se había portado, y por qué‚ se empeñaba en ir a rescatarla después de cómo le había tratado ella, y si era o no de verdad su hija, y si tenía algún plan para rescatar a la gente del Valle si caían prisioneros, y cómo era posible que durmiera tan tranquilo con tantas preocupaciones.
Y sobre todo, por qué había dado por supuesto que él, Níkelon, iba a hacer la guardia.
Garalay caminaba en medio de la niebla, como en sus pesadillas, con el corazón dispuesto a acelerarse en cuanto oyera el más mínimo ruido. No oía sus propios pasos, ni siquiera estaba segura de estar caminando. Al entrar en el Mundo Borroso, sus entrañas parecían haberse dado la vuelta en su interior cual tortilla lanzada al aire por manos hábiles desde una sartén. Al principio, había desconfiado de sus piernas. La niebla le impedía ver dónde ponía los pies, hacia dónde iba y desde dónde. La posibilidad de equivocarse de camino la aterraba más que la de no salir viva de allí.
Así que esto es el Otro Mundo, pensó. El Mundo Borroso. Era lo más decepcionante que había visto en su vida. Ni siquiera tenía un paisaje digno de tal nombre. Solo niebla y oscuridad, y mucho frío.
Y entonces comenzó el ruido. Un sonido como de miles de patas acercándosele a toda velocidad. No, se corrigió. No era como de miles de patas. Eran miles de patas. O tal vez no fueran miles, pero aún así eran demasiadas patas.
De repente, aquello surgió de entre la niebla. Con todas sus patas (ocho), con todos sus quelíceros (dos) y con todo el resto de su hinchado cuerpo cargando contra ella. Una garrapata. No, pensó Garalay mientras el pánico trepaba a su garganta para ponerse a salvo. La garrapata. Si no era ella, debía ser una descendiente muy directa de la Primera Garrapata, aquella que había enloquecido a los perros de los primeros humanos junto a las primitivas hogueras, y de la cual las garrapatas actuales no son más que imágenes repetidas hasta el infinito en un espejo defectuoso. Ante semejante visión, Garalay olvidó su dignidad, y, a falta de silla o mesa a la que encaramarse, piedra con la que machacar al arácnido o aceite con el que untarle, dio media vuelta y echó a correr con la alucinada lentitud de las pesadillas, hasta que sus piernas se agarrotaron, sintiendo la presencia del asqueroso bicho tras ella, oyendo el sonido de sus patas acercándose. Más de una vez, un roce en la nuca la hizo lanzar un chillido. Algo se enredó con su tobillo, y Garalay, con un grito de pánico, rodó por un suelo demasiado duro y real para su gusto. Intentó levantarse, pero un tirón en el hombro la dejó jadeando de dolor. Con un estremecimiento de asco, esperó el picotazo.
Y entonces oyó una voz joven y alegre que decía en un perfecto ardiés con acento de Dagmar:
-¡Eh, bicho, métete con alguien de tu tamaño!
Y luego, el silencio. Garalay nunca supo si había habido una lucha silenciosa o la garrapata se había marchado asustada. Solo supo que el maldito artrópodo desapareció y el propietario de la voz se agachó a su lado.
-Ya sé que es una pregunta tonta, pero ¿te encuentras bien?
Garalay levantó la cabeza.
Estuvo a punto de gritar ¡Nikwyn!, Pero se contuvo. Él la miró con un destello de pánico en los ojos.
-¿Dagmar?
La Dama Gris de Dagmar estaba sacando una capa del arcón cuando la puerta de la Torre se abrió como impulsada por una irresistible corriente de aire. Lym Vaidnel se detuvo en la puerta para recuperar el aliento.
-¡Se van!
-¿Quién?
-Norwyn y la Segunda. Dice que ahora Jelwyn es el Señor de Ardieor y que le ordenó que se fueran a Comelt, con todos los que quieran seguirle. Pero nadie sabe si es verdad porque Jelwyn no está aquí para confirmarlo.
-Bueno, al menos alguien tiene sentido común. Ve a buscar a Artdia Trheelet y tu Maestra y diles que preparen sus cosas. Nos vamos con ellos.
-¿Vamos a abandonar al Señor de Ardieor?
-No. Vamos a esperar su regreso en Comelt. ¡Date prisa, o se irán sin nosotras!
La lym salió corriendo. La Dama Gris se agachó y buscó en el arcón. Allí estaba. El cofrecillo de aspecto insignificante, y en su interior, el famoso veneno de las Damas Grises. Sus manos temblaron un poco al cogerlo. Lo dejó en el suelo con mucho cuidado, se puso la capa, se la cerró con su broche en forma de mariposa, tomó el cofrecillo y se dirigió a la Casa Aletnor.
Los ardieses corrían de un lado a otro con sus cosas, broncas discusiones resonaban por todo el Valle. La Dama Gris distinguió a Lym Vaidnel hablando con Norwyn. El joven miró hacia ella e hizo una ligera inclinación de cabeza. La Dama Gris respondió con otra.
Se detuvo unos instantes en el umbral de la Casa. En el momento en que se suponía que debía mostrar más valor, estaba asustada. Pero él sabía que estaba allí.
-Entra.
Parecía haber envejecido diez años. La recorrió de arriba a abajo con una larga mirada.
-Así que vosotras también me abandonáis.
No era una pregunta, ni siquiera un reproche. La Dama Gris asintió.
-He hablado con Arlina, esta mañana. En realidad, ella ha hablado conmigo. Están muy enfadadas. Ella y Katerlain. Dice que cuando todo termine cerrarán el Valle y se lo llevarán. Nadie volver a encontrarlo nunca.
-Cuando todo termine... ¿En qué me he equivocado, Artdia Dagmar? ¿Cuándo comenzó a derrumbarse todo? ¿Por qué he tenido que perderles a los tres?
-No se puede competir con un muerto. Los vivos pueden cometer errores, pero Farfel siempre estaba en tu memoria con su brillante perfección. Y nunca dejaste de restregárselo por las narices a Jelwyn, como si él no hubiera lamentado su muerte tanto como tú. A veces parecía que sentías más que Jelwyn estuviera vivo que el que Farfel estuviera muerto.
-¿Has venido solo para atormentarme, Dama Gris? Porque para eso me basto yo solo.
-Querido, tú has preguntado. Yo solo te he dado las respuestas. Si no te gustan es cosa tuya.
-¿Sabes que te odio cuando tienes razón? -Heryn suspiró- Nunca debí aceptar el Sello. Nunca debería haber permitido que mi hermano renunciase a Ardieor. ¿Recuerdas la maldición? Quien tome el Sello a la fuerza, lo perderá del mismo modo, quien se muestre indigno de él, perderá su vida.
-Podrías evitarlo. Podrías venir con nosotros.
-No digas tonterías, Dama Gris. Si de verdad pensaras eso, no habrías venido con... lo que llevas en ese cofrecillo. ¿Crees que no me he dado cuenta?
La Dama Gris tembló. Se le había secado la garganta y tenía la lengua pegada al paladar. Pero aún consiguió susurrar:
-Heryn...
-No importa.
-¿Qué es lo que no importa?
Heryn se adelantó hacia ella y tomó el cofrecillo de sus manos. La Dama Gris continuó en la misma posición, con las manos extendidas como si aún sostuviera algo.
-Nada. He sido el Señor de Ardieor más desastroso desde los tiempos de Gartwyn, pero aún estoy a tiempo de remediarlo. No iré contigo a Comelt, y no me dejaré atrapar vivo. Si vuelves a verlo, dile a Jelwyn que lo lamento. Intenté decírselo, pero no sé si me entendió -Heryn abrió el cofrecillo y miró la redoma-. ¿Tiene buen sabor? Espero que no sea muy empalagoso.
La Dama Gris dejó caer sus manos. Se sintió estúpida al notar las lágrimas cayendo por sus mejillas.
-El veneno nunca tiene buen sabor.
-No te he dado permiso para llorar, Dama Gris.
-Lo siento. Lo siento mucho, todo lo que ha pasado.
-Tenía que ocurrir, supongo. De una forma o de otra.
En un impulso que ni ella supo explicarse, la Dama Gris abrazó a Heryn.
-Te quiero mucho, último Señor del Valle. Que tengas un buen viaje.
Heryn le palmeó la espalda.
-Date prisa, Artdia Dagmar, o te dejarán aquí.
Ella se apartó, se limpió las lágrimas y salió de la Casa sin mirar atrás.
No lo vio, pero podía adivinar cómo Heryn se sentaba, sacaba la piedra de afilar y comenzaba a pasarla por la hoja de su espada muy, muy despacio.
-Mis amigos me llaman Garalay. -Como él aún parecía un poco asustado y muy sorprendido, Garalay añadió: - Es el nombre del petirrojo en idioma Antiguo. Me lo puso una Antigua. La Dama del Lago de Katerlain, no sé si llegaste a conocerla.
Soy yo la que debería estar asustada, pensó. Se supone que llevas cien años muerto. Pero en lugar de decírselo, se incorporó del todo, se echó el pelo hacia atrás y se sacudió la posible suciedad que hubiera en su ropa.
-¿Quién eres?
-La Lym de la Dama Gris de Dagmar. Y si eres quien yo creo, tu tataranieta -Tal vez se hubiera dejado uno o dos "ta", pero no creía que la cosa tuviera mucha importancia.
Tairwyn Lym-Dayra Tadenor, Capitán de la Guarnición de Dagmar, y por un breve par de años Señor de Ardieor, alargó la mano para tocarla. Garalay sintió un hormigueo cuando los dedos atravesaron su hombro.
-¡Estás viva! Pensaba que eras un fantasma como yo. O que estabas soñando. ¿Cómo has entrado aquí?
-A través del Lago de Katerlain. Caminé sobre el reflejo de los rayos de la luna llena en su superficie justo antes de un eclipse -Y, como adivinaba su próxima pregunta, anticipó la respuesta: - He venido para despertar a Vidrena, ¿sabes dónde está?
Tairwyn sonrió.
-¿Crees que podría no saberlo?
Le ofreció el brazo como si ella pudiera agarrarse a él. Garalay sonrió, lo tomó como si de verdad pudiera tocarle y comenzaron a andar.
La leyenda no le hacía justicia, pensó Garalay mientras su antepasado le explicaba cómo había soportado cien años en el Mundo Borroso, ayudando a los fantasmas y soñadores que se perdían por allí a encontrar sanos y salvos su camino, hacia su cuerpo o hacia el Otro Mundo, y en su tiempo libre (si es que allí podía hablarse de tiempo) velaba el sueño de su amada. Era más guapo que Níkelon, con la barbilla más firme y la nariz más recta y corta, y el verde de sus ojos era más oscuro. Pero no era tan alto como el galendo.
La voz de Tairwyn irrumpió en sus pensamientos, justo a tiempo de evitar que se perdiera en ellos.
-Ahí está.
La Colina y el Círculo de Hielo. A Garalay se le hizo un nudo en la garganta. Le sudaban las manos y cualquier otro pensamiento que no fuera la colina y el círculo de hielo fue arrastrado lejos de su mente.
Tairwyn le dio una palmadita en la espalda. La atravesó, pero Garalay agradeció la intención de todas maneras.
-Toda tuya, petirrojo.
Garalay compuso su gesto más valeroso y comenzó a subir la colina. Esperaba que fuera más difícil, tener que pasar pruebas o encontrar resistencia, como espinos, un dragón, una tormenta de nieve o voces amenazantes que trataran de obligarla a regresar con imaginativos insultos. Pero nada de esto ocurrió, y Garalay se encontró con decepcionante rapidez en lo alto de la colina, delante del círculo de hielo.
Era tan transparente que podía ver a la mujer dormida. Desde la pulcra cabellera rubia, con su impecable corte por debajo de las orejas, hasta las centelleantes botas sin una mota de polvo. Las uñas, limpias y rectas, de las manos cruzadas sobre el pecho, la capa gris sin la sombra de una arruga, sujeta en el hombro derecho con una bruñida estrella roja, la cota de malla y los pantalones... Garalay se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. A su lado Tairwyn suspiró. Debía haber subido mientras ella miraba embobada a la Señora de Ardieor.
-¿No es la mujer más hermosa del mundo?
Garalay asintió, sintiendo cada punta abierta de sus cabellos, cada arruga de su vestido, cada mota de polvo de sus zapatos y cada poro demasiado grande de la piel de su cara como si fueran muelas picadas.
Caminó alrededor del círculo de hielo, y comprobó que, como tal círculo, estaba cerrado y no se podía atravesar. Y además, estaba muy frío.
-Ábrete. -No ocurrió nada. Garalay recordó un antiguo cuento que había oído de pequeña y añadió a la desesperada: - Sésamo.
Siguió sin ocurrir nada. Garalay insistió con todas las semillas que conocía, y con algunas de las que solo había oído hablar, incluso con un par de frutos y bayas silvestres, pero allí cada vez hacía más frío y el círculo hasta parecía solidificarse aún más.
-¿Y si probaras con buenos modales? -Tairwyn parecía estar riéndose de que ella se hubiera lastimado el pie al darle una patada al hielo.
-Esto son buenos modales. No os gustaría saber cómo son los malos. Ni a ti ni a esa estúpida pared.
-Podrías pedírselo por favor.
-No estás hablando en serio.
Garalay intentó creer que aquella sonrisa era inocente. Pero hacía falta más fe en la humanidad de la que ella tenía.
-Intentarlo no te costará nada.
-Hablas igual que Nikwyn -Tairwyn se limitó a sonreír. Garalay soltó aire en un ruidoso suspiro-. Ábrete. Por favor.
El muro se fundió tan deprisa que tuvo que retroceder para que el agua no la salpicara.
-¿Lo ves?
Garalay se acercó a la cabecera del lecho de piedra. Recordó todos los cuentos que había oído sobre cómo despertar bellas durmientes. Lo primero en lo que pensó fue en besarla, pero no sabía dónde ni cómo se lo tomaría ella. Sacudirla por los hombros, pellizcarle la mano o tirarle del pelo era una grosería, al igual que silbar en su oído. Se metió las manos en los bolsillos y entonces tropezó con el Sello. Casi había olvidado que lo tenía. Recordó la historia de Hildwyn y Himanday. Él se despertó cuando ella deslizó el Sello en su dedo...
Garalay tomó con mucho cuidado la mano izquierda de Vidrena, y se sorprendió al hallar tan cálida la mano de alguien que había pasado cien años durmiendo en medio del hielo. Se sacó el Sello del bolsillo y lo deslizó en el dedo medio de Vidrena.
-Despierta, mi Señora, Ardieor te necesita.
Vidrena Lym-Gartwyn Aletnor, Señora de Ardieor, Gobernadora de Dagmar y Princesa de Galenday, se removió, emitió un débil gemido y farfulló:
-Un ratito más, abuelo.
Se dio media vuelta, apoyó la mejilla en las manos con un suspiro de satisfacción y siguió durmiendo. Garalay estaba comenzando a enfadarse.
-Dren, llevas cien años durmiendo. Ardieor gime bajo la opresión, Alwaid usurpa tu puesto en la Torre Norte y tus descendientes se esconden en las montañas como alimañas acorraladas. ¿No crees que va siendo hora de que regreses y arregles las cosas?
Los ojos oscuros, casi negros, de los que hablaba la leyenda, se abrieron y se clavaron como puñales en los de Garalay.
-Dama Gris, ¿te digo yo cómo hacer tu trabajo? -Se incorporó, se desperezó y sonrió a la sorprendida Garalay-. Solo una Dama Gris es capaz de decir algo como "gime bajo la opresión".
Garalay levantó la barbilla.
-Soy la lym de la Dama Gris de Dagmar y eso era una met...
-Eso era pura cursilería -Vidrena saltó del lecho, se ajustó el cinturón, se colocó bien la cota de malla y se echó atrás el pelo con los dedos-. ¿Nos vamos o vas a quedarte ahí cien años más con cara de tonta?
-Sí, claro, quiero decir, sí, nos vamos. ¿Dón... ?
-Primero, a recuperar mi espada. Luego, a encontrar la manera de salir de aquí, y por último a salvar al mundo, se deje o no.
-¿Tu espada? ¿Sabes dónde está?
Vidrena negó con la cabeza. Garalay supuso que estaría algo contrariada porque ella había logrado terminar una frase.
-No, pero si no comienzo a buscarla nunca la encontraré.
Layda había esperado llegar desde el Valle al Castillo Negro en apenas un parpadeo, pero a Zetra parecían habérsele acabado las fuerzas con el hechizo que había desprotegido el Valle y las había sacado de allí.
Fuera del Valle, les había estado esperado una de aquellas bestias voladoras, con la que Zetra debía haberse puesto en contacto de alguna manera. Zetra había montado en la nuca de la bestia, había ayudado a Layda a montar delante, y luego las dos se habían elevado.
Por más años que viviera, Layda sabía que nunca olvidaría la sensación del viento en la cara, el vértigo en la boca del estómago y la capa de Zetra envolviéndola para que no pasara frío. Ni siquiera se atrevía a mirar abajo, pero tenía bastante con la húmeda sensación en su nariz y sus ojos cada vez que atravesaban una nube para saber lo altas que iban. Se preguntó si alguien las estaría viendo desde el suelo y qué pensaría.
Apenas tardaron día y medio en llegar al castillo en lo alto del precipicio. La muralla parecía parte de la roca de la montaña.
La bestia se posó en el patio de armas, y fue introducida en un establo por dos pálidos jóvenes. Zetra se dirigió a la Torre del Homenaje, Layda supuso que para hablar con el Señor del Castillo, y la dejó sola en medio del patio. Nadie parecía darse por enterado de su presencia, así que Layda se puso las manos a la espalda y miró a su alrededor.
Había un hombre sentado en un banco al lado de una puertecita. Había levantado con cierta indiferencia la mirada a la llegada de Zetra pero la había vuelto a fijar en lo que estaba haciendo. Desde donde estaba, Layda no podía distinguir su cara, pero sí sus rubios cabellos y sus ropas negras.
No pudo resistir la tentación de acercarse a él. Sintió una leve punzada en el estómago cuando vio lo que estaba haciendo: afilaba su espada con una piedra, tal como ella había visto hacer a Jelwyn miles de veces. Descubrió algo asustada que si no había distinguido su cara cuando le había visto era porque la tenía cubierta por una máscara negra que solo dejaba al descubierto su boca, y comprendió quién era él, pero era demasiado orgullosa para retroceder cuando ya le tenía tan cerca. Además, él estaba tarareando. De todos los hombres del mundo, aquél era el único al que Layda nunca se había imaginado tarareando.
Nadie le había enseñado el idioma de Ternoy, así que le saludó en ardiés.
-Hola.
Él calló y levantó la cabeza, sorprendido. Los ojos oscuros, casi negros, se entornaron al verla, pero la boca sonrió como si estuviera a punto de ofrecerle un dulce.
-¡Hola! ¿De dónde has salido tú?
-He venido con Zetra. Volando.
-Qué bien.
Se hizo un silencio bastante incómodo. Él estaba mirándola de arriba a abajo, tal vez preguntándose de qué le sonaba aquella cara.
-¿Eres Estrella Negra?
Él dejó la espada y la piedra de afilar a un lado.
-Así me llaman. ¿Has oído hablar de mí?
-¿Te llevas a los niños que no se portan bien?
-¿Para qué? No soporto a los críos.
Visto de cerca, Estrella Negra no era tan terrible. No dejaba de ser un asesino, y un enemigo de los ardieses, pero un enemigo encantador. Y, después de lo que había hecho ella misma, Layda no se consideraba con autoridad para juzgarle. Se apretó las manos para no arrancarle la máscara o tocarle el pelo.
-¿Eres de las Tierras Peligrosas?
-¿Lo parezco?
-Bueno, no pareces de Ternoy.
-¿Y qué aspecto se supone que tienen los de Ternoy?
-De muertos.
Estrella Negra dejó escapar un silbido.
-Muy lista. ¿Sabes por qué los de Ternoy tienen aspecto de muertos?
-¿Porque lo están?
-Exacto, ellos están muertos, y yo también. Aunque no lo parezca.
Bueno, él había sacado el tema.
-¿Es verdad que mataste a mi madre?
Sí, aquello había sido un escalofrío. Ya le había parecido verlo cuando le había preguntado si era de las Tierras Peligrosas, aunque había sido tan imperceptible que podría haberse tratado de una ilusión óptica. Pero su voz sonó con frialdad profesional al responder:
-Es posible. Nunca pregunto el nombre antes de matar.
-Seguro que a ella la recuerdas, la clavaste en un árbol con una lanza.
A Estrella Negra casi se le cayó la espada.
-¿Quién eres?
-La hija de Farfel Aletnor. Dicen que a él también le mataste.
La espada cayó al suelo con gran estrépito. Layda sonrió sin aparente malicia, mirando a los ojos del enemigo. Bastaba alargar la mano, pensó, un simple tirón de la máscara...
Estrella Negra se levantó de un salto como si hubiera adivinado sus pensamientos.
-Señora...
Zetra apoyó su mano en el hombro de Layda.
-Nos vamos, Layda, despídete del señor.
Layda nunca supo por qué lo había hecho, sobre todo después de la clase de conversación que habían estado manteniendo ella y Estrella Negra, pero no se le ocurrió mejor forma de despedirse que tirar de una de sus mangas hasta que lo tuvo a una altura conveniente, ponerse de puntillas y darle un beso en la mejilla. En realidad el beso cayó en la máscara, pero no importaba. En aquel momento, él parecía de verdad un hombre muerto.
Aquella vez, cuando montó en el Num, Layda sí que miró hacia abajo. Vio a Estrella Negra mirándola. Se protegía los ojos con la mano izquierda, y aunque la máscara ocultaba su rostro, Layda tuvo la impresión de que aún no se creía lo que acababa de ocurrirle.
Y entonces Layda reconoció la canción que él había estado tarareando mientras afilaba la espada.
La favorita de la Segunda del Valle: La doncella cisne.
-¡Será embustero!
Oculto entre los matorrales, Níkelon apenas podía creer lo que estaba viendo. Miró de reojo a Jelwyn, pero el ardiés parecía tan sereno como siempre. Mil, dos mil, cinco o diez mil, entre trhogol, hombres, no-muertos de al menos cuatro variedades, ogros y otros seres cuyos nombres ignoraba, y prefería que fuera así. Todos armados con espadas, hachas y mazas, lanzas y flechas, todos con fuertes armaduras y cotas de malla, con insignias rojas, blancas y negras. Bestias de carga, catapultas, torres de asedio, incluso un enorme ariete, todo aquello estaba cruzando el río, y Jelwyn tan tranquilo, como si lo hubiera esperado desde hacía tiempo, o como si viera cosas como aquella todos los días.
Níkelon apartó la mirada.
-Deberíamos avisarles -murmuró.
-¿Crees que cambiaría algo?
Níkelon esperaba que Norwyn ya hubiera conseguido llevarse a toda la gente del Valle, pero no creía que pudiera en tan poco tiempo.
-¡Jel, es tu padre quien está ahí detrás! ¿No vas a... ?
-Y es mi hija quien está ahí delante.
-¿Seguro?
Hay miradas que son como un puñetazo. Y la que le dirigió Jelwyn habría hecho trastabillar a Níkelon de haber estado de pie.
-Vuelve si quieres. Yo seguiré adelante.
Se puso un poco más cómodo para evitar que se le durmieran los brazos y siguió mirando.
Ni en tiempos de Vidrena se había reunido contra Ardieor un ejército tan grande. Parecía que nunca iban a terminar de cruzar el río.
Zetra debía estar furiosa de verdad. Níkelon pensó que tampoco era para tanto.
Torcieron hacia el Oeste, en dirección a Dagmar. Jelwyn miró cómo se alejaban, con la sonrisa que Níkelon llamaba para si mismo "la de os vais a enterar". Pero sus uñas estaban clavadas en el suelo, y durante muchos días las tuvo llenas de tierra.
CAPÍTULO 2
-¿Cien años? ¿He dormido cien años seguidos?
Garalay asintió, divertida por el asombro de Vidrena.
-¡Y sin pesadillas!
La niebla seguía rodeándolas e impidiendo que vieran el camino, pero a Garalay ya no le parecía tan aburrida, ni tan terrible. Vidrena irradiaba una vitalidad que hacía que el resto del universo careciera de importancia.
-Cuéntamelo todo. ¿Qué pasó después de que Alwaid me matara?
-No sé si "matar" es la palabra correcta en este caso, mi Señora.
-Lo que importa es la intención, Lym, y ella quería matarme. -se rió en voz baja-. Me habría encantado ver su cara cuando Hyrna le dio su merecido. Pero no podía levantarme.
-No sirvió de nada. Alwaid está viva. Bueno, algo parecido.
-Sí, recuerdo haberte oído decir que ocupa mi puesto. ¿Qué ocurrió?
-Como no la habías matado tú, Zetra pudo obligarla a regresar. Ahora es una No-Muerta. Una vampira.
Vidrena soltó una risita.
-Seguro que le encanta. Cuando estaba viva ya lo parecía... Pero sigue contando, ¿quién ganó la guerra de Galenday?
-Jalen de Erdengoth. El hijo de Ildor.
-¿Ildor se casó? Para que te fíes de los hombres. Tantas declaraciones de amor y en cuanto me matan, se casa.
-Creía que no le amabas.
-¡Claro que no, no soy imbécil! Pero tengo mi orgullo.
-Fue por motivos políticos. Necesitaba la ayuda de Gailander para ganar, así que se casó con una prima del rey.
-Espero que fuera lista, aunque si se casó con Ildor...
Vidrena se detuvo, con la mirada fija en la niebla, como esperando algo.
-Vuelve a recitarme esa profecía.
Garalay lo hizo, y Vidrena volvió a arrugar la nariz como la primera vez que la había oído.
-Como poesía es bastante mala. Mi canción era mejor.
-Sí, pero las dos primeras Señales ya se han cumplido. Un descendiente de Himanday regresó al Valle con la espada de Tai y el Sello de Hierro, y yo entré en este mundo caminando sobre el reflejo de los rayos de luna en el Lago de Katerlain justo antes de un eclipse.
-Supongo que tienes razón, pero aún estamos atrapadas aquí y no sé por dónde empezar a buscar a Wirda.
Garalay puso su expresión más bondadosa.
-Confía en el destino.
-¿En ellas? Antes confiaría en una víbora recién despertada.
-Eso no ha sido muy amable, bonita.
Al oír la suave voz a sus espaldas, Vidrena se dio una rápida vuelta, llevándose la mano izquierda donde debía haberse encontrado la empuñadura de una espada, mientras con la derecha apartaba tras ella a Garalay.
-Y eso es innecesario además de inútil.
Garalay atisbó tras el hombro de Vidrena.
El trono parecía flotar en la niebla. Brillaba con una luz suave, como la luna a través de las nubes. Sentada en él, una dama envuelta en largos ropajes blancos, con la cabeza cubierta por un velo que apenas dejaba entrever su cara y una niña sentada en sus rodillas, con la cara cubierta por una máscara y vestida de blanco. Una media luna creciente colgaba de su cuello.
-¿Sólo dos? ¿Dónde está vuestra hermana? ¿Defendiéndose de otra demanda por Muerte Indebida?
Aunque no podía verles las caras, a Garalay le pareció que las diosas se sentían un poco incómodas al oír la pregunta. Rhaynon carraspeó y se miró las uñas.
-Juzgando a un imbécil que ha intentado robar a Totó.
Vidrena parpadeó, sorprendida.
-El perro guardián del Mundo de los Muertos -le aclaró Garalay en voz baja.
-Ignoramos para qué querrían a un perro albino de dos cabezas. Pero eso no importa. Imagínatela un par de pasos atrás, a nuestra izquierda. Sabemos que no nos tienes miedo, Dren. Por eso nos gustas. Y como nos gustas, pasaremos por alto tu descortesía con nosotras.
-¿Porque os gusto o porque me necesitáis?
-Querida, somos el Destino. ¿Crees que no podríamos haber escogido a otra persona? ¡Pero si el mundo está lleno de feroces guerreros de ojos brillantes y afilados como espadas! Y que nos habrían dado menos problemas. No tienes ni idea de cuánto tuvimos que forzar las leyes de la causalidad para que tantas casualidades convergieran en este momento. ¡Va a nacer una nueva era!
-Por lo que recuerdo, un nacimiento suele ir acompañado de dolor y sangre.
-Y también muchos gritos y agua caliente -añadió Garalay, un poco sorprendida de no encontrarse lo bastante impresionada por la situación.
-Y una nueva esperanza.
-Si el crío sobrevive a todas las enfermedades que le acechan y la madre no muere de las fiebres.
Mait movió la cabeza.
-¡Ardieses!
-No os quejéis, vosotras nos hicisteis así. Permitisteis que Zetra existiera, que destruyera Lossián, creara su imperio y se volviera inmortal, y luego cargasteis la responsabilidad de destruirla ¡sobre mí! Todo esto es culpa vuestra, porque podríais haberlo evitado y no quisisteis, ¡así que dejaos de tonterías y vayamos al grano! ¡Quiero saber qué queréis de mí, cómo salir de aquí y dónde está mi espada!
Ya está, pensó Garalay, ahora estamos muertas para siempre, nunca saldremos de aquí, seremos fantasmas perseguidas por garrapatas gigantes por toda la eternidad. Pero entonces oyó algo que al principio sus oídos se negaron a reconocer por increíble.
Rhaynon se estaba riendo. Pero volvió a ser Mait quien habló.
-Bien por Ardieor, tierra de hombres bellos y mujeres valientes. ¿O era al revés? Muchacha, si quieres una respuesta, haz la pregunta correcta.
-Por favor, amables Damas, ¿me podríais indicar dónde demonios está mi espada?
-La pregunta no es dónde. Es cuándo.
-¿Cuándo?
-Ahora.
El trono con las dos damas desapareció, la niebla se aclaró y Garalay sintió cómo sus entrañas volvían a darse la vuelta. Cayó de rodillas sobre una superficie dura pero húmeda. Tierra, empapada y embarrada. Entonces oyó murmurar a Vidrena:
-No es posible.
Garalay se incorporó y miró a su alrededor.
Se encontraban al pie de una colina, bajo un cielo gris plomizo de tormenta. Los rayos parecían latigazos dirigidos contra un pequeño castillo en lo alto de la colina, sobre todo contra la más alta de sus torres, en cuyas almenas ondeaba con heroica testarudez una bandera: un lobo gris sobre fondo verde. La puerta estaba abierta en un grito desesperado.
Por toda la colina, y por el Valle que se extendía a sus pies, se estaba desarrollando una batalla. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, trhogol y No-Muertos y otros seres que ella no reconoció, muriendo y matando, hiriendo y siendo heridos. Acero contra acero, puños contra puños, incluso arañazos y tirones de pelo. Su sangre era arrastrada por la lluvia, sus cadáveres se amontonaban en el suelo. Garalay se cubrió la cara para no seguir viéndolo. Había oído contar aquella historia muchas veces, pero ni la Balada ni los relatos en prosa estaban a la altura de aquel horror.
La Caída de Dagmar.
Jelwyn no le había hablado desde el cruce del Vado. Níkelon no sabía si el ardiés estaba enfadado con él por lo que había dicho de Layda, preocupado por lo que pudiera ocurrir en el Valle, o las dos cosas a la vez y ni él mismo podía decidirse. Níkelon había intentado disculparse varias veces, pero no sabía cómo. Todo lo que se le ocurría le parecían tonterías.
Así que no hablaba, ni se quejaba. No se sentía con derecho a protestar por la humedad, el apestoso olor, los mosquitos o lo malo que era el camino. Así eran los Pantanos, una inmensidad de juncos, árboles mustios con sus sospechosas raíces aéreas y charcas engañosas cubiertas de plantas acuáticas, sin sol ni calor, ni terreno seco donde acostarse.
El día anterior, habían visto de lejos la Fortaleza de los Pantanos, el castillo del color del fango que emergía de las aguas como un reptil acorazado. Níkelon se había preguntado cómo podía alguien haber construido en un terreno que parecía tan poco apropiado, pero por lo que contaban los ardieses, la Fortaleza llevaba allí unos trescientos años y nadie había presentado quejas, que ellos supieran.
Pero a Níkelon aún se le ponían los pelos de punta cuando pensaba en ella. La voz de Jelwyn le sobresaltó a pesar de que había hablado casi en un susurro.
-Cuidado.
Níkelon se detuvo y miró lo que había detenido a su compañero.
Llevaban los caballos de las riendas, para ver mejor el camino que pisaban. Níkelon no acababa de verle la utilidad, pero Jelwyn estaba al mando, y sus manías eran órdenes.
-¿Qué es eso?
-Una telaraña.
-¿Tan grande?
Había pequeños esqueletos, de pájaros o tal vez de ranas, prendidos en la telaraña. Bolas de seda envolvían otras presas, aún vivas pero esperando a ser devoradas. En el centro de la telaraña, acechaba su propietaria. Tenía el tamaño de un corazón.
Níkelon trató de disimular un escalofrío.
-¿Qué hacemos?
-Cortar la tela y pasar. A no ser que tengas una idea mejor.
-¿Matarla?
-¿Te dan miedo las arañas, Nikwyn?
-Las arañas no, ese monstruo sí.
-No pienso matar un animal que no me ha hecho nada ni es comestible, solo porque tú le tengas miedo.
-Pues bien que has matado aquella serpiente hace un rato.
-No es lo mismo. Aquella serpiente era venenosa y podría habernos mordido a alguno de los dos.
-¿Cómo sabes que era venenosa?
-Estamos en los Pantanos, Nikwyn, aquí lo que no es venenoso es ponzoñoso, y todo es carnívoro.
-Lo que me pregunto es dónde estarán los habitantes.
-¿La gente a la que tienes que liberar? Escondiéndose más hacia dentro, supongo. O espiándonos y preguntándose qué estamos haciendo aquí, además de discutir por tonterías.
-¿Más hacia adentro? ¿Cómo que más hacia adentro?
-Los Pantanos son muy grandes, Nikwyn, creía que te habías fijado en el mapa. Si no ocurre nada, tardaremos más de una semana en salir de aquí.
Níkelon sintió que su mano derecha se crispaba en las riendas de su caballo. Gris, que había salido en persecución de algo, regresó con un ruidoso chapoteo. La perra se lo estaba pasando en grande con tanto fango.
Jelwyn sacó algo de la boca de Gris. Se lo tendió a Níkelon para que lo examinara.
-Mira, señales de vida.
Era un trozo de tela azul. De seda, si Níkelon recordaba bien su tacto.
-¿Esto significa que ya no estás enfadado conmigo?
-Yo no estaba enfadado.
-¿Entonces, por qué no hablabas?
-No tenía nada qué decir. Y, ya que has sacado el tema, Nikwyn, Layda es mi hija. Yo la he criado. Incluso podría decirse que es más mía que de su madre. Y esta es mi última palabra sobre el asunto, ¿está claro?
-Como el agua. Vamos, Capitán, corta la maldita telaraña antes de que comencemos a echar raíces.
Briana lo había conseguido. Había estado esperando una oportunidad desde que habían entrado en aquellos espantosos pantanos, y, cansada de esperar, había decidido escaparse de todas formas. Mejor morir que seguir dejándose llevar de un lado a otro como un fardo.
Tras toda una noche de retorcer las muñecas y forzar los dedos, los nudos se habían deshecho. Muy despacio para que los trhogol no notasen nada, Briana se inclinó, y, aunque tardó lo que le pareció una eternidad, deshizo los nudos de las cuerdas que atrapaban los pies. Esperó a que su sangre volviera a circular, se levantó y echó a correr.
Los trhogol debieron sorprenderse tanto que al principio no reaccionaron. Pero Briana pronto comenzó a oír sus pasos tras ella. Con una energía que ni ella misma sabía de dónde sacaba, corrió más deprisa aún. Sus pies se hundían en el fango, le dolía el costado y respiraba con dificultad, pero siguió adelante, a pesar de sus agujetas. Oía los gritos y las pisadas de los trhogol tras ella, cada vez más cerca. Tropezó, cayó y volvió a levantarse. Tragó un poco de agua, y su sabor le produjo náuseas. Pero prefería morir ahogada antes que permitir que aquellos seres volvieran a ponerle las zarpas encima.
Desesperada, casi a ciegas, atravesó una mata de juncos para acortar camino. Y se dio de manos a boca con los dos hombres. Sobre todo con el más alto, un sujeto moreno con una cicatriz en la cara que estuvo a punto de caer del golpe y de la sorpresa. Unos ojos muy claros, casi transparentes, devolvieron su mirada asustada, y luego miraron por encima de su hombro.
-Oh, vaya.
Y el hombre alto y moreno desenvainó una espada.
Vidrena se mordió el labio inferior y comenzó a caminar entre los combatientes. Garalay la siguió.
La Vidrena que estaba luchando en aquella batalla galopaba llamando a Alwaid. No miraba nada, no veía nada. Garalay distinguió la delgada y desesperada figura de la que debía ser Hyrna: sola, asustada, desarmada, pero a salvo de la muerte porque el destino la reservaba para algo mejor de lo que ella misma imaginaba. Caminaba como en sueños, con la mirada fija en Vidrena, mientras los muertos y heridos caían a su alrededor, la lluvia golpeaba su cara y los rayos y truenos redoblaban en sus oídos.
-Eran mis amigos. Y estaban muriendo por mí. Nunca debí haber permitido que ocurriera esto.
Garalay apartó la mirada de Hyrna. Vidrena, a su lado, tenía los puños crispados. La Vidrena de la batalla acababa de encontrarse con Alwaid.
-Esperaba con impaciencia este momento, Dren.
-No estoy aquí para charlar.
Saltaron rayos del choque entre las espadas. Garalay se estremeció. Había visto en acción a los mejores jeddart de Ardieor, y en aquel momento se dio cuenta de que al lado de Vidrena, no eran más que aprendices. La Señora de Ardieor parecía una especie de monstruo cuyo brazo izquierdo era una espada que movía por instinto, con la facilidad con que se respira en sueños. Garalay recordó que aquella no era una espada corriente. Era Wirda, y la leyenda se quedaba corta en lo que contaba de ella.
La espada de Alwaid cayó de sus manos, pero Vidrena no se detuvo por eso. Alwaid se defendió con el escudo mientras trataba de coger la espada, pero Vidrena alejó el arma de una patada. Ella no llevaba escudo, nunca lo había utilizado, los jeddart decían que no hay mejor escudo que una buena espada. El de Alwaid se partió, y ella tropezó y cayó. Vidrena levantó a Wirda. Garalay se aguantó las ganas de gritar o cerrar los ojos. Sabía lo que ocurriría a continuación, y también que no debía intervenir para evitarlo, aunque lo estuviera deseando.
-Adiós, hermana gemela.
-¿Así me agradeces lo que hice por ti en los Pantanos? -contestó Alwaid con voz lastimera. Vidrena mantuvo a Wirda en alto, como pensándoselo. Hyrna gritó.
-¡Mátala, Dren!
Un rayo cayó sobre Wirda. Otro gesto dramático de Zetra, sin duda. La espada salió despedida de las manos de Vidrena, y Alwaid no dudó en aprovechar la ocasión. Recuperó su espada y la clavó en el vientre de Vidrena. Garalay oyó el chillido de dolor de Hyrna, incluso lo sintió en su propio vientre, mientras la Vidrena que había estado luchando en Dagmar se doblaba y caía de rodillas, y la que se encontraba a su lado mirándola tenía los ojos brillantes de cólera, los puños apretados y la cara contraída en un gesto de dolor y rabia.
Alwaid levantó su espada para rematarla, y a continuación, como contaba la leyenda, "Fiera" murió tratando de proteger a su dueña, y Hyrna se levantó de un salto, se apoderó de Wirda y se interpuso entre Alwaid y Vidrena.
-No te acerques a ella.
Alwaid se rió.
-¿Quién lo dice?
-No la toques, maldita culebra bastarda. Yo no tengo nada que agradecerte, y no me importar matarte.
-No puedes matarme, tonta. Solo la hija de Gartwyn podía hacerlo, y ahora no está para peleas.
Y entonces le tocó a Hyrna el turno de reír.
-¿Ah, sí? Pues, para que lo sepas, yo también soy hija de Gartwyn- Al lado de Garalay, Vidrena esbozó una sonrisa de amarga diversión-. Así que ya te puedes ir preparando, nena.
Por un momento, Alwaid dudó. Pero Hyrna, empapada y esgrimiendo una espada que casi no podía mantener derecha, ofrecía un aspecto patético. Aquella jovencita pequeña y delgaducha, a punto de romperse azotada por el viento, no podía ser una amenaza seria para la Señora de los Pantanos.
Alwaid se quitó la máscara.
-Entonces, tampoco puedes matarme... hermana.
Garalay se estremeció. Sabía que la cara de Alwaid era igual que la de Vidrena, pero nunca había imaginado que fuera tan igual. Si le hubiera dado más el sol, si hubiera tenido los ojos más oscuros y si la boca no hubiera tenido aquella expresión burlona tan desagradable, podría haberla confundido con Vidrena.
-Vamos, Hyrna, dilo -murmuró, mientras la princesita de Galenday parecía dudar y tragaba saliva.
-Medio hermana.
Hyrna se lanzó hacia adelante, y Wirda atravesó sin esfuerzo el corazón de la Señora de los Pantanos. Alwaid se mantuvo en pie un momento, el justo para que Hyrna se preguntase si estaba o no muerta, y luego, igual que había hecho Vidrena unos momentos antes, cayó hacia atrás. Hyrna la pateó para comprobar que estaba muerta, soltó a Wirda y corrió hacia Vidrena.
-¡Menuda jugarreta! Cuando vuelva a ver a Dinel le sacaré los ojos.
-Lo mismo digo -murmuró la Vidrena que estaba al lado de Garalay mientras se acercaba a contemplar su propia no-muerte.
-Dren... -decía en aquellos momentos Hyrna con voz llorosa, aunque las dos sabían que no podía llorar.
Garalay vio alarmada cómo Vidrena se agachaba al lado de la princesita y alargaba una mano para acariciarle la mejilla. Como era de esperar, la mano atravesó la cara de Hyrna.
-Pobre Hyrna, me gustaría tanto poder decirte que todo va a salir bien...
La otra Vidrena estaba preguntando dónde estaba Wirda. Un presentimiento relampagueó en la mente de Garalay.
-¡Dren, ahora! ¡Tienes que cogerla o se perderá!
Vidrena apartó su mirada de Hyrna y la posó en su propia espada ensangrentada. Miró a Garalay como si por un momento no entendiera lo que le decía, y luego le lanzó un beso con los dedos a Hyrna, se levantó y recogió a Wirda del suelo.
-Se ha... ido -oyó decir a Hyrna antes de desaparecer del todo.
La batalla de Dagmar desapareció, y Vidrena y Garalay se encontraron en una oscura bóveda iluminada a duras penas por fétidas antorchas. Un hombre gritaba de dolor en algún lugar entre las sombras, a su derecha. Vidrena empuñó a Wirda en la antigua y eficaz posición de combate de los jeddart y aplastó la espalda contra la pared, al tiempo que tiraba de Garalay para que hiciera lo mismo. Permanecieron unos instantes allí, conteniendo la respiración hasta que comprobaron que nadie había advertido su presencia y el hombre volvió a gritar. Vidrena hizo un gesto de asco.
-¿Dónde estamos?
Vidrena olfateó.
-Por el maravilloso aroma del aire, en la Fortaleza de los Pantanos.
-¿Y qué hacemos aquí?
-Me temo que he venido a pagar una deuda. O tal vez dos.
Garalay recordó una voz burlona y al mismo tiempo lastimera: ¿Así me agradeces lo que hice por ti en los Pantanos?
-Oh, cielos.
Briana intentó gritar, pero del susto se había quedado sin voz. Se dio la vuelta para escapar también de ellos, pero entonces vio que los trhogol casi la habían alcanzado.
El hombre moreno la agarró del brazo con tanta fuerza que Briana pensó que tendría las marcas de sus dedos en la piel el resto de su vida, la echó tras él de un tirón, y gritó:
-¡Nikwyn!
El hombre que caminaba tras él respondió con una voz demasiado alegre para la ocasión.
-¡Voy!
Briana pensó en aprovechar la ocasión para escapar, pero entonces un extraño animal cuadrúpedo de pelaje gris, orejas puntiagudas, larga cola peluda, fino hocico y ojos brillantes, se interpuso en su camino y se alzó sobre sus cuartos traseros con la intención aparente de devorarla, o por lo menos de apoyar las patas delanteras en su pecho. Briana retrocedió, asustada, y su espalda tropezó con un tronco seco. Indefensa, quedó allí mientras la bestia sacaba una larga lengua rosada y lamía su cara como si estuviera hecha de algo dulce. Por fin, Briana llegó a la conclusión de que el animal no pretendía devorarla, lo apartó con mucho cuidado por si acaso y se dedicó a observar la pelea, aunque el bicho no dejaba de saltar ante ella, ponerse a dos patas y emitir extraños sonidos.
Al encontrarse con ellos, Briana había temido que aquellos dos hombres estuvieran de parte de lo que la perseguía. Después de todo, eran los primeros seres vivos, aparte de la fauna, que había encontrado en los Pantanos. Pero pronto se hizo evidente que fueran quienes fueran, y estuvieran haciendo lo que estuvieran haciendo allí, eran humanos y enemigos de los trhogol. Lo cual les convertía de momento en los mejores amigos que tenía en el mundo.
Tras limpiar las espadas, se volvieron a mirarla. Briana permanecía inmóvil, aún jadeante por el miedo y la carrera, con la espalda apoyada en el tronco seco. Sabía que estaba muy flaca, pálida y ojerosa, sentía el cabello empapado de agua de los pantanos mezclada con su propia grasa, y su vestido presentaba un aspecto tan lamentable como el resto de ella.
-¿Y ahora qué?
-Oh, no, otra vez no -Nikwyn miró a su compañero con los ojos entornados, y el compañero le devolvió una mirada ceñuda-. No estar s pensando en que volvamos al Valle y la dejemos allí.
Fue entonces cuando Briana se dio cuenta de que les entendía. Hablaban en el mismo idioma que Estrella Negra y ella misma, aunque su forma de hablarlo se parecía más a la de él.
-Tal vez podríamos llevarla a su casa, no creo que esté muy lejos de aquí.
El hombre moreno soltó una seca carcajada.
-Muy caballeroso. ¿Y si hay más de estos por el camino?
Podría haberlo señalado, pero prefirió darle una patada en el costado a uno de los cadáveres. Briana se estremeció.
-¿Y cuál es tu idea? ¿Dejarla aquí sola para que se la coma una de esas asquerosas arañas o algo peor?
-Si hubiéramos hecho eso con la otra, ahora no estaríamos aquí.
-La otra estaba decidida a causarnos problemas, si no la hubiéramos metido nosotros en el Valle habría encontrado la forma de colarse.
Briana tomó aliento. No podía quedarse callada dejando que hablasen de ella como de una cosa. Había decidido tomar el control de su destino y lo haría le costase lo que le costase.
-¿Puedo decir algo?
El alto y moreno se calló a media palabra. El otro terminó la suya en voz tan baja que ella no pudo entender qué había dicho. Y los dos la miraron como si nunca hubieran visto nada como ella.
-Habla -contestó el de la cicatriz en la cara. Por un momento, Briana sintió un ataque de pánico y no supo qué decir. Pero cuando empezó sintió que no podía detenerse.
-Yo... yo no pretendo causar problemas, vengo de... de demasiado lejos como para que vuesas mercedes me lleven a casa, pero por favor, no me dejen aquí. Estoy... estoy muy cansada...
Dijo las últimas palabras casi al borde del llanto histérico. Débil, se dijo, una drach de Lossián nunca llora, pero ella no era más que una Serpiente y había pasado demasiado miedo. Y de repente se encontró llorando como no lo había hecho en su vida, sintiendo cómo la mugre de su cara formaba una presa que por un momento retuvo sus lágrimas hasta que lograron romperla y caer formando profundos surcos en la suciedad.
El alto y moreno pareció tomar una decisión. Sin decir nada, se acercó a ella y la rodeó con los brazos. Briana resistió el instinto que le ordenaba huir de aquella situación, apoyó la cara en el pecho del hombre y siguió llorando y moqueando. Por encima de sus sollozos, oyó su voz firme ordenando al otro:
-Descarga los caballos, acampamos aquí.
Su mano pareció buscar algo en el bolsillo, y de repente, maravilla de las maravillas, Briana encontró bajo su nariz un pedazo de tela blanca con olor a lavanda, algo húmedo pero limpio, y con unas iniciales bordadas. Un pañuelo.
Se emocionó tanto al volver a ver uno después de tanto tiempo que casi dejaron de importarle sus ojos enrojecidos, su nariz colorada y la suciedad que estaba empeorando el estado de su vestido.
Garalay se apoderó de una de las teas de la pared y observó el lugar donde se encontraban. La bóveda era alta, y en su techo las arañas parecían haber fundado toda una civilización. Había manchas de humedad en las paredes, pequeños charcos en el suelo y mucho polvo y restos de comida por todas partes. Incluso creyó distinguir un hueso de pollo, pero antes de que comenzara a preguntarse dónde criarían las gallinas, Vidrena tiró de su brazo.
Había un estrecho corredor a su derecha. Los gritos del hombre procedían de su interior. Por lo tanto, Vidrena, en lo que al principio pareció un gesto sensato, la arrastró hacia otro un poco más ancho a su izquierda.
Pasaron ante puertas cerradas con llave y con diminutas ventanas enrejadas a la altura de los ojos. Vidrena insistió en atisbar por cada una, como buscando a alguien, y Garalay se temía a quién. Como suele ocurrir, la persona a la que buscaban estaba en la última celda.
La cerradura ofreció una resistencia solo testimonial a Wirda. Saltó en tantos pedazos que Garalay se sintió agradecida por no tener que recogerlos, aunque tanto estrépito debía haberse oído en todos los Pantanos. Vidrena detuvo su irrupción en la celda al ver que Garalay no la seguía con la antorcha. Se volvió y le hizo un gesto exasperado. Garalay no tuvo más remedio que obedecer.
Alwaid colgaba de la pared por las muñecas. Las puntas de los dedos gordos de sus pies apenas rozaban el suelo, su camisa estaba rasgada por la espalda, y cuando la rodearon vieron a la luz de la antorcha las huellas de los latigazos.
Vidrena levantó a Wirda, y golpeó con ella las cadenas. Las cortó como si fueran hilos y Alwaid cayó al suelo.
-Levántate.
Alwaid abrió los hinchados párpados y sonrió.
-¿Vidrena? -murmuró, sin terminar de creérselo.
-¿A quién esperabas? -Alwaid se incorporó poco a poco. Trastabilló y estuvo a punto de caer, pero Vidrena no hizo el menor ademán de ayudarla, y dirigió a Garalay una severa mirada para que ni lo intentara-. Date prisa antes de que nos descubran.
-¿Nos descubran?
-Por si aún no te has enterado, esto es un rescate.
-¿Tú me estás rescatando? ¿Por qué? ¿Cómo sé que no es una trampa?
-Si es una trampa, hermanita, es para mí. Y en cuanto a por qué te estoy rescatando... no estoy haciendo más que devolverte un favor.
-Nadie ascenderá a mi costa -recordó Alwaid.
-No te hagas ilusiones, tengo un par de deudas más que saldar contigo, pero cada cosa a su tiempo. Primero hemos de salir de aquí.
-Tengo sed -Alwaid señaló a Garalay-. ¿Es para mí?
De un salto, Garalay se situó detrás de Vidrena.
-Hablaremos de tu sed cuando nos saques de aquí, ¿de acuerdo?
Briana estaba envuelta en la manta de Jelwyn, junto al fuego recién encendido. Había comido carne seca, queso y manzanas frescas (no debía hacer ni una semana que habían estado en el árbol), y en aquel momento se calentaba las manos con un tazón de menta.
-¿Qué es eso?
El corazón de Briana fue a parar de un salto cerca de su páncreas. Jelwyn estaba señalando el Signo. Una vez se le pasó el susto, respondió con una tranquilidad que la sorprendió a ella misma.
-Una marca de nacimiento.
Jelwyn pareció conformarse con la respuesta, y se volvió a mirar a Níkelon.
-¿Cuál de los dos se lo explica?
-Tú estás al mando -contestó Níkelon con lo que a Briana le pareció algo de guasa. Jelwyn le dirigió una mirada asesina, resopló y luego miró a Briana.
-No puedes venir con nosotros. No estamos aquí de paseo. Vamos en una misión muy peligrosa. Más de lo que tengo ganas de explicar.
-Una misión -repitió Briana, sin terminar de comprender del todo qué le estaban diciendo y disimulando un bostezo. Se sentía caliente, cómoda y saciada por primera vez en mucho tiempo y comenzaba a adormilarse. Él hizo un gesto de impaciencia.
-Tenemos que rescatar a alguien -Era prudente, pensó Briana, en la medida en que aún era capaz de pensar. Quería convencerla del peligro, pero no daba más detalles sobre la misión por si ella no era de fiar. Briana lo entendió, ella tampoco acababa de fiarse de ellos-. Es muy peligroso, y no es asunto tuyo. Encontraremos más de eso que te perseguía, miles de ellos, y cosas peores, y tenemos pocas probabilidades de salir vivos. Es demasiado arriesgado para llevarte con nosotros.
-Os acompañaré.
Él negó con la cabeza.
-No podemos permitirlo. Pero tampoco podemos volver atrás para dejarte en lugar seguro. Sólo puedo indicarte el camino, o dejarte en algún poblado de habitantes de los Pantanos y confiar en que...
-He dicho que os acompañaré. Me habéis salvado la vida y quiero demostraros mi agradecimiento. No ser‚ una carga, sé... sé hacer muchas cosas útiles. Puedo cocinar -no era una mentira, se dijo, había dicho que podía no que sabía-, y también sé coser y bordar, y...
-¿Sabes manejar una espada, componer un brazo o una pierna rota, distinguir las hierbas comestibles de las que no lo son, cazar o pescar?
-Aprenderé.
Níkelon le miró divertido desde el otro lado de la hoguera.
-Déjala en paz, Jel, no vas a librarte de ella. Y sabes que no podemos dejarla aquí sola.
Briana le devolvió una mirada llena de gratitud.
-Si le ocurre algo o nos causa problemas será culpa tuya.
Briana supuso que aquello era lo más parecido a una rendición que podrían conseguir. No pudo aguantar más. Después de tanto tiempo sin descansar de verdad, no podía mantenerse despierta. Cerró los ojos, y antes de dormirse del todo sintió cómo él la acompañaba poco a poco hasta el suelo y la arropaba con la manta.
-Además, a Gris le gusta -añadió Níkelon, viendo cómo la perra se había acurrucado al lado de la joven.
Jelwyn le contestó en galendo.
-A Gris le gusta cualquier cosa que huela a humano. Y más si le ha dado un trozo de carne seca.
Níkelon asintió. Había comprendido que el otro no se fiaba de que la joven estuviera dormida y prefería no ser entendido.
-No resistirá.
-¿Qué?
-Ella. No resistirá este viaje. Mírala bien, Nikwyn, no hay más que piel encima de esos huesos. Cuando se nos acabe la comida, cuando no encontremos nada qué cazar por el camino... Ni siquiera sé con qué peligros podemos encontrarnos. No puedo aceptar esa responsabilidad.
-No podemos hacer otra cosa. No podemos abandonarla, y ha dejado muy clara su voluntad.
-Te gusta, ¿verdad?
-Eso no importa, por lo que parece a ella le gustas tú.
-Galendo, cuando quiera una mujer me la buscaré yo mismo, muchas gracias.
Briana se agitó en sueños como si tuviera una pesadilla.
-No espero que en tu condición de rudo guerrero ardiés hayas reparado en ello, pero mientras mirabas cuánta carne tiene encima de los huesos, ¿te has fijado en su vestido?
-¿Había algo en lo que fijarse?
-Es de seda. Y de buena calidad, aunque esté estropeada -Por fin encontraba algo de lo que Jelwyn no sabía nada. Níkelon saboreó su momento de gloria-. Es muy cara. Procede de unos gusanitos... mejor no te aburro con los detalles. En Galenday sólo la llevan los nobles muy ricos. Y mi familia, por supuesto.
-Si esta chica es una princesa, los requisitos para conseguir el título deben haber cambiado mucho desde los Viejos Tiempos.
-No creo que sea de los Pantanos.
Jelwyn le dirigió una mirada ceñuda.
-Mañana hablaremos con ella. Ahora tenemos que decidir quién hace la primera guardia.
-¿Cómo?
La sonrisa del ardiés fue casi perversa.
-Ella está durmiendo en mi manta, y la tuya no es lo bastante grande para compartirla, así que la utilizaremos por turnos -Una moneda brilló en la palma de su mano- ¿Lobo o cara?
Acababan de liberarla y ya estaba dándoles problemas.
-No tengo la menor intención de ir a ninguna parte con la camisa rota y los pantalones sucios. Es una cuestión de principios -dijo Alwaid, apoyando los brazos en las caderas.
-¿Y qué pretendes, volver a Dagmar en busca de otra camisa?
-Me conformo con mis antiguos aposentos aquí. Y necesito un trago -añadió mirando otra vez a Garalay.
-Pues tendrás que buscar tu trago en otra parte. Mi Lym no es para ti, ¿entendido?
-Egoísta.
Garalay seguía sin entender por qué Vidrena había rescatado a Alwaid. La Sanguijuela no se podía conformar con tender una emboscada a algún trhogol y robarle su ropa. Tenía que ser la suya, sus camisas, sus pantalones, sus botas, su capa y una de sus espadas. Garalay sospechaba que Alwaid planeaba recuperar hasta su máscara. Y todo de un negro inmaculado. Cuestión de principios. O de finales, tal como parecían estar poniéndose las cosas.
-Es tu castillo, Alwaid. Tú conoces el camino mejor que nosotras.
Ese era el problema, pensó Garalay. A Alwaid no le costaba nada conducirlas a una emboscada. Y sólo Vidrena estaba armada. Garalay esperaba que en algún momento su antepasada se dignaría explicarle algo.
Alwaid las condujo por los estrechos y oscuros corredores de la Fortaleza, escondiéndose de cada ruido sospechoso que percibían, incluso de los que parecían más lejanos, hasta sus aposentos, situados en lo alto de un torreón. La escalera de caracol tenía los escalones tan altos que Garalay, poco acostumbrada a subir escaleras, sintió las piernas agarrotadas a medio camino.
Con una sonrisita triunfal, Alwaid empujó la puerta y entró. Vidrena, con la mano en la empuñadura de Wirda, y Garalay, la siguieron.
Había un hombre, sentado ante una mesa situada al lado de una enorme cama. En señal de confianza, o tal vez de estupidez, el hombre se había sentado de espaldas a la puerta, y en el tiempo que le costó incorporarse y darse la vuelta, ya Vidrena y Garalay habían entrado en la habitación y echado el cerrojo. Garalay apoyó la espalda en la puerta mientras Alwaid se adelantaba hacia el hombre y Vidrena la seguía un paso atrás.
-¿Qué significa esto?
No era una pregunta muy inteligente, pensó Garalay, pero él parecía muy satisfecho de si mismo. Tenía la huidiza barbilla levantada y la larguirucha nariz arrugada en un gesto despectivo. Vestía lo que debía ser la última moda en Ternoy, una camisa negra llena de encajes y volantes, de mangas anchas, y unos ceñidos pantalones rojos que resaltaban el humillante hecho de que tenía las piernas torcidas. Alwaid cruzó los brazos.
-Mira, Dren, lo que me sustituye en la Fortaleza. ¿No es patético?
-Tú tienes más clase.
-Gracias.
-Márchate de aquí o llamaré a la Guardia.
El Gobernador de la Fortaleza de los Pantanos comenzó a retroceder hacia el cordón rojo que debía servir para llamar a la Guardia si el sujeto en cuestión se encontraba en apuros, o tal vez a un criado que le dijera a qué pie correspondía cada zapato, pensó Vidrena. Y trató de no apartar la mirada cuando Alwaid se acercó poco a poco al hombre, le rodeó la cintura con un brazo para atraerle hacia ella, le tapó la boca con la otra mano para que no gritase y le mordió en el cuello. Estuvo observando hasta que el hombre dejó de debatirse y Alwaid le dejó caer al suelo como un fardo, y se volvió hacia ella limpiándose la boca con la manga de la camisa.
-No hay nada como un buen desayuno. ¿O es la hora de la cena?
Garalay se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Lo soltó poco a poco, tratando de no notar el sabor a bilis en su lengua. Algo le decía que aquella no iba a ser la primera muerte de aquel estilo que vería.
-Vaya, sea la hora que sea, este idiota tenía el suyo recién servido. Id comiendo mientras me arreglo. Supongo que tendrás hambre, ¿cuánto hace que no comes?
-Desde el día anterior a que intentaras matarme.
Vidrena le ofreció la silla a Garalay, y ella misma se sentó en la mesa, de cara a la puerta. El desayuno del difunto Gobernador de los Pantanos podía haber sido la cena de dos jeddart, pensó Garalay mientras trataba de decidirse entre todos los manjares que había sobre la mesa: Carne asada fría, huevos hervidos, pan tostado, mantequilla, cuatro tarros de mermelada, tres de ellos de frutas que ella no había probado nunca, bizcocho, leche templada y una extraña bebida negra de olor ácido. Lo probó con la lengua y lo notó tan amargo que prefirió no probar el resto.
-Me lo recordarás el resto de mi vida, ¿no? -Alwaid iba golpeando poco a poco la pared mientras hablaba, hasta que encontró un lugar que sonaba a hueco. Tanteó a su alrededor hasta encontrar un resorte que abrió la pared, se agachó y tiró de un arcón hasta sacarlo -Eres una bruja rencorosa. Yo nunca te recuerdo que antes tú habías intentado matarme a mí.
Las polillas habían respetado la ropa, como comprobó Alwaid satisfecha. Aquel arcón de cedro valía lo que le había costado. Se quitó las ropas que llevaba a toda prisa y se volvió a vestir más deprisa todavía. Sobre la ropa se puso la ligera cota de malla y el tahalí y envainó la espada.
-¿Por qué lo guardaste en un escondite secreto?
-Hay que ser prevenida, ¿no te han enseñado eso en la Orden? -Alwaid tomó una máscara que había encontrado en el fondo del arcón y la miró como pensando en algo.
-No. -Vidrena tenía la boca llena de bizcocho, pero la palabra soñó muy clara-. Esta vez nada de máscaras -tomó un trago de la bebida negra y parpadeó sorprendida- ¡Café! ¿De dónde lo sacáis? En Crinale lo bebimos una vez, la Reina lo hizo servir para alardear ante un embajador de Gailander, y luego la muy tacaña estuvo una semana quejándose del precio.
-Ventajas de servir al mal -bromeó Garalay-. Pierdes tu alma pero puedes tomar esto todos los días.
Alwaid arrojó la máscara al fondo del arcón, lo volvió a guardar en su sitio y se peinó con la habilidad de quien hace cien años que no se ve en un espejo. Luego se acercó a la mesita donde las otras ya estaban terminando el desayuno del muerto.
-Y ahora hablemos claro, Dren. ¿Por qué me has rescatado?
Vidrena sonrió.
-No te he rescatado, te he tomado como rehén.
-Pues has cometido un error. ¿Recuerdas dónde me has encontrado? Pues ella me mandó allí. Envió a su lacayo favorito a Dagmar, puso en mi lugar a esa zorra paliducha y ordenó que me encerraran en esa mazmorra.
-Entonces, tienes motivos para desear vengarte de ella, ¿verdad? Voy a ser sincera contigo. He regresado para matar a tu madre -Garalay se atragantó con un pedazo de tostada, pero ni Vidrena ni Alwaid se dieron por enteradas-, y como tú conoces el país mejor que yo, espero que me sirvas de guía.
-¿Por qué tendría que hacer tal cosa?
-Aparte del pequeño motivo de tu venganza... tal vez porque invadiste mi país, sitiaste mi castillo, mataste a mi esposo, me separaste de mis hijos, mataste a mi perra y... ¿qué más hiciste?, A ver, déjame recordar... Ah, sí, me mataste a mí. Soy una bruja rencorosa, tú misma lo has dicho. Puede que para ti hayan pasado cien años, pero para mí todo eso ocurrió ayer y aún estoy muy enfadada. Ya te he agradecido lo que hiciste por mí en los Pantanos, así que si quieres que te agradezca lo que hiciste ayer por mí en Dagmar, Wirda y yo estaremos encantadas de hacerlo.
-No podrás salir de aquí si yo no te muestro el camino.
-Por eso sigues viva. Vamos, Alwaid, solo tienes que guiarnos hasta el Castillo. Luego yo haré el resto.
-No permitiré que la mates. A pesar de todo sigue siendo mi madre. Y también la tuya.
-No te pongas sentimental, hermanita, te sienta como a mí el color rosa. Hagamos un trato: discutiremos eso cuando lleguemos al Castillo, ¿de acuerdo? Mientras tanto, tú estás de mi parte y yo no te mato. ¿Has terminado de desayunar, Lym? -Garalay asintió-. Bien. Salgamos de aquí y busquemos el pasadizo. Ese muerto ya está empezando a ponerme de los nervios.
Alwaid se levantó.
-No es necesario salir de aquí.
Golpeó las paredes hasta encontrar otro sonido hueco. Tanteó con las palmas de las manos hasta encontrar el resorte, y una puerta secreta se abrió en la pared.
-¿Hay alguna habitación de este castillo que no tenga un pasadizo secreto?
-Lo dudo. A veces pienso que hay pasadizos secretos hasta en los pasadizos secretos.
Garalay se bebió el café de un trago, contuvo las náuseas y salió corriendo tras ellas. Antes de cerrar la puerta secreta, Alwaid tiró del cordón rojo.
-¿Por qué has hecho eso?
-Para que vengan a recoger las sobras.
Jelwyn despertó sobresaltado. No debería haberse dormido haciendo la guardia, fue lo primero que pensó. Lo segundo fue mirar hacia sus mantas a ver qué hacía la chica. Maldijo en voz baja al darse cuenta de que ella se había ido.
Las mantas aún estaban calientes, no debía hacer mucho que se había marchado, podía alcanzarla y darle su merecido.
Fue fácil seguir el rastro. Ella no se había molestado en disimularlo. Lo primero que Jelwyn se encontró fue a Gris, que primero le ladró y luego le saludó como si no le hubiera visto en años. Y luego se dio cuenta de que había estado oyendo un chapoteo que se interrumpió en cuanto la perra comenzó a ladrar. Atravesó el matojo de juncos y la vio.
Estaba arrodillada a la orilla de lo que parecía una pequeña laguna de agua naciente. Se había desabrochado el vestido, se las había arreglado para recogerse el cabello en una especie de nudo y se estaba frotando el cuello y detrás de las orejas con todas sus fuerzas. Soltó un chillido de protesta al verle y trató de cubrirse con el vestido. No había mucho que cubrir, se dijo Jelwyn, pero apreció el detalle.
-¿Qué estás haciendo?
La respuesta fue tan desafiante como su mirada.
-Lavarme.
-No te servirá de mucho si luego vuelves a ponerte eso.
-Lo siento, no tuve tiempo para coger ropa limpia cuando me arrojaron al mar.
Jelwyn estuvo a punto de soltarle un discurso sobre la importancia de ser prevenida, pero se lo pensó mejor.
-No te muevas de aquí.
Y dio media vuelta para regresar al campamento antes de que ella pudiera contestarle.
Encontró a Níkelon sentado en sus mantas, apuntándole con la ballesta.
-Baja eso, podrías hacerle daño a alguien.
-¿Dónde te habías metido?
Jelwyn abrió las alforjas y comenzó a buscar su ropa de repuesto.
-Tu chica se había fugado, y he ido a perseguirla.
-No es mi chica. ¿La has encontrado?
Jelwyn tomó la camisa y los pantalones, los enrolló para que ocuparan menos sitio y se los acomodó bajo el brazo.
-Suelo encontrar lo que busco. Ve encendiendo el fuego para el desayuno.
Cuando regresó a la laguna (más bien un charco, se corrigió al volver a verla), la chica seguía en la misma postura. Jelwyn depositó el bulto en un lugar que le pareció bastante seco.
-Ropa limpia y jabón -Ante su mirada sorprendida, añadió-: Nunca se sabe lo que se puede encontrar por el camino. Si necesitas ayuda para algo, estaré aquí al lado.
Tal vez ella pensara que era para vigilarla, pero le daba lo mismo. Llamó a Gris e hizo que la perra se sentara a su lado mientras escuchaba el frenético chapoteo de la joven intentando quitarse toda la suciedad de encima.
-Nikwyn cree que eres una princesa, ¿es cierto?
El chapoteo se detuvo un momento, como si ella se hubiera quedado tan sorprendida que no pudiera moverse. Jelwyn estaba a punto de repetir la pregunta cuando le llegó la respuesta.
-No.
Lo que él se imaginaba.
-Vaya, se va a sentir muy decepcionado.
-Si tan importante es para él, podéis decirle que lo soy, a mí me da lo mismo.
Jelwyn soltó una carcajada.
-Demasiado lista para ser una princesa. Pero es cierto que no eres de los Pantanos. ¿Naciste en las Tierras Peligrosas?
-Señor, interrogar a una pobre doncella indefensa antes del desayuno no es propio de caballeros.
-No soy un caballero.
-No hace falta que lo juréis. Ni siquiera me habéis dicho vuestro nombre...
-Pues estamos en paz. Tú tampoco me has dicho el tuyo.
-No me lo habéis preguntado.
La voz había sonado justo a su espalda. Jelwyn se levantó, se volvió poco a poco, en orgullosa demostración de que no le había sorprendido, y la miró de arriba a abajo.
La ropa le venía grande, y se había doblado las perneras de los pantalones por encima de los tobillos y las mangas de la camisa hasta cerca del codo. Había improvisado un cinturón con una tira de su vestido, y un lazo para recogerse una coleta en la nuca con otra. El resto del vestido debía estar en el fondo de la laguna, anclado con una piedra o quizás con su propia suciedad. Jelwyn tardó un momento en darse cuenta de que le estaba tendiendo la pastilla de jabón.
-Soy Briana. Briana Vaidnel, de Lossián.
Jelwyn se guardó el jabón en el bolsillo.
-Jelwyn Lym-Kara Aletnor -Procuró no sonreír-. De Katerlain -La miró de arriba a abajo- ¿Sabes que tienes un nombre muy largo para ser una chica tan pequeña? Te llamaré Bri. -Briana trató de protestar, pero él la interrumpió-. ¿De verdad lo eres?
-¿Si soy el qué?
-Una pobre doncella indefensa.
Ella se ruborizó un poco.
-¿Me creeríais si dijera que sí?
-¿Y tú me creerías si te dijera que eres la primera que conozco? -se rió y le ofreció el brazo. Briana le miró como pensándose si debía sentirse ofendida, pero al final decidió que no valía la pena.
Níkelon, que trataba de encender fuego, levantó la cabeza del patético montón de leña al oírles llegar. Sonrió y lanzó un silbido en voz baja al ver el nuevo aspecto de Briana.
-Nikwyn, esta es Bri.
-Briana -corrigió ella en voz baja, pero ninguno de los dos dio muestras de haberla oído.
-Bri, él es Níkelon de Erdengoth, nada menos que un auténtico príncipe de Galenday. Se escapó de su palacio para vivir emocionantes aventuras.
-Y he terminado en un pantano asqueroso con nada menos que un insoportable auténtico Señor de Ardieor que se cree muy gracioso.
Los ojos de Briana se abrieron como impulsados por resortes.
-¿Estoy en Ardieor?
-No, en Ternoy. Ardieor está algo más al Sur -De repente, Jelwyn se dio cuenta de algo importante- ¿De dónde has dicho que eres?
-De Lossián.
-Lossián se hundió en el Mar Occidental.
Briana suspiró como si llevase años oyendo aquella frase.
-Mis antepasados eran unos sentimentales, le pusieron al nuevo país el nombre del antiguo.
-Lossián... -murmuró Jelwyn como si se le estuviera ocurriendo alguna idea.
En los pasadizos secretos de la Fortaleza de los Pantanos, la única iluminación era una fosforescencia procedente de la putrefacción de los hongos de las paredes. Un repugnante olor dulzón impregnaba el aire, y algunas gotas de humedad resbalaban por las paredes. Alwaid caminaba en la penumbra de aquel retorcido laberinto con la misma seguridad que Garalay por el bosque, escogiendo siempre la que parecía la bifurcación correcta y pasando sin prestar atención a señales o corredores que parecían más anchos o cómodos.
-Tanto pasadizo secreto me parece falta de confianza en vosotros mismos.
-Tú también tenías uno.
-Uno, no toda la red de Caminos Reales de Galenday.
Garalay sabía que no era cierto, al menos según las leyendas, pero no pensaba contradecir a Vidrena delante de Alwaid.
-Por cierto, ¿dónde estaba?
Por toda respuesta, Vidrena se rió.
El pasadizo se ensanchó de repente en una amplia cámara. Los hongos parecían brillar más que en el resto de los pasadizos, sobre todo alrededor de una gruesa columna. Apoyado en la columna, había lo que parecía una armadura vacía. Vidrena se acercó a curiosear.
En sus manos, la armadura sostenía una espada. Vidrena recordó que Garalay no tenía ningún arma, y pensó que aquella tenía un aspecto tan bueno como cualquier otra. Levantó poco a poco la visera del yelmo, y sintió un hormigueo en la boca del estómago cuando las cuencas vacías de una calavera le devolvieron la mirada.
-Yo estaba mejor conservada. Lym, ¿sabes utilizar una espada?
Por el tono de voz de Garalay advirtió que ella también intentaba disimular sus nervios.
-¿Se clava por el extremo puntiagudo?
-Ya. ¿Adiestramiento básico?
Descruzó con mucho cuidado las manos del muerto (no quería que una se le quedara en las suyas) y logró hacerse con la espada.
-Dren.
En la voz de Garalay se oía una tensión que Vidrena no pudo menos que reconocer. Se volvió, con Wirda en la mano izquierda y la otra espada en la derecha.
Lo que vio casi hizo que las dos espadas se le cayeran al suelo.
Un ser tan grande como su cabeza, de cuerpo globular, del que colgaban diez largos pedúnculos, la contemplaba con diez ojos situados en las puntas de otros tantos pedúnculos situados en la parte superior del globo. Una gran boca abierta dejaba ver unos dientes afiladísimos.
-Presiento que no te vas a apartar por las buenas.
Uno de los ojos se acercó a la cara de Vidrena. Ella retrocedió, y tropezó con la columna. Algo sorprendida, sintió que la columna temblaba. Pero le preocupaba más la idea de que estaba atrapada. Oyó a Garalay gritarle algo a Alwaid, pero no lo entendió.
Un rápido movimiento de Wirda cortó el pedúnculo que sostenía el ojo que se había acercado a la cara de Vidrena. El bicho aulló y retrocedió, y una sangre negruzca manó de la herida. Vidrena estuvo a punto de resbalar con el pedúnculo que había caído al suelo, y mientras recuperaba el equilibrio, del muñón nació un ojo nuevo.
Pero al retroceder, el monstruo había dejado espacio para que Vidrena atacase. Vidrena utilizó la espada del muerto para entretenerle cortando otro pedúnculo, mientras trataba de clavarle a Wirda en el centro del globo, donde suponía que debía hallarse, si no el corazón, al menos un órgano vital. El monstruo esquivaba sus ataques con rápidos desplazamientos a derecha e izquierda, o de arriba a abajo.
Algo pasó por su lado y se estrelló en la columna. Parecía una bola de fuego. Vidrena oyó una exclamación furiosa de Garalay.
Otro de los pedúnculos del monstruo salió disparado hacia su cuello con la evidente intención de estrangularla. Vidrena levantó las dos espadas para detenerlo.
Y el monstruo cayó al suelo, muerto. Vidrena parpadeó, sorprendida. Entonces vio a Alwaid bajando la ballesta que había tomado de la pared.
-¡Un Innombrable! Creía que ya no quedaban.
-¿Un animalito de tu Emperatriz?
-Tenía que ser más listo, pero los hizo demasiado pequeños, y no se pudo poner un cerebro más grande. Aunque dicen que el tamaño no es lo que importa.
Vidrena rodeó el cuerpo lo más lejos que pudo por si le daba por regenerarse, y entregó la espada del guerrero muerto a Garalay.
Algo crujió a su espalda. Alwaid respingó, y Garalay tenía una mirada horrorizada. La columna se estaba rompiendo. Mientras la miraban asombradas, se partió por la mitad. Los murciélagos que hasta entonces habían estado colgando del techo con quiróptera indiferencia, se soltaron y comenzaron a revolotear chillando.
-¿Qué has hecho?
-¿Yo?
-¡Esto se hunde! ¡Tenemos que salir de aquí!
Y, dando ejemplo, echó a correr por uno de los túneles que salían de la cámara. Vidrena indicó a Garalay que entrase tras ella, y salió la última.
Ni siquiera la prisa y el miedo hicieron que Alwaid se equivocase de camino. El suelo temblaba, las paredes se estremecían, los murciélagos chillaban como dándoles prisa. A Garalay le dolía el pecho, por el esfuerzo y por la falta de aire. Oía tras ella la respiración jadeante de Vidrena, y se preguntó en qué forma estaría la Señora de Ardieor después de cien años sin hacer ejercicio.
Cuando llegaron ante una pared, Garalay estaba ya tan desorientada que creyó que Alwaid se había equivocado (o tal vez no) y las había llevado a un callejón sin salida donde iban a morir aplastadas. Pero Alwaid volvió a tantear la pared en busca del resorte, y la puerta secreta se abrió con una facilidad que indicaba que debía utilizarse a menudo. Alwaid salió por ella con tanta velocidad como el dardo de su ballesta, y no dejó de correr hasta que se creyó a salvo. Agotada, se dejó caer al suelo, y Vidrena y Garalay cayeron a su lado. Los murciélagos, aún chillando, pasaron por encima de sus cabezas. Nunca volvieron a saber de ellos.
Una grieta se abrió en la Fortaleza de los Pantanos, en zigzag desde el tejado a la base. Y mientras la miraban con la boca abierta, la grieta se ensanchó y el castillo, desde las almenas hasta las bases de los gruesos muros, se precipitó al suelo partido en dos. Los muros cayeron hacia adelante con un ruido que ensordeció a las tres observadoras, y una ola se extendió por las cenagosas aguas y empapó a las tres jóvenes.
Garalay tosió, escupió y se limpió los ojos enfangados con la manga. A su lado, Vidrena se limitó a echarse hacia atrás el empapado cabello. Pero Alwaid se levantó y chilló:
-¡Oh, no! ¡Mi madre va a matarme por esto!
-Creía que ya estabas muerta -se oyó decir Garalay, sin poder creer que su voz sonase tan tranquila.
-Es una forma de hablar.
-Míralo por el lado bueno. Si cree que estás hecha papilla bajo unas ruinas, se llevará una sorpresa cuando lleguemos.
-Vete a hacer gárgaras, Dren. ¡Ese era mi castillo!
-Ahora ya sabes lo que se siente.
Alwaid pateó el suelo con todas sus fuerzas. Levantó un par de pellas de barro, y una enorme rana huyó saltando al agua.
Garalay miró a su alrededor. Hasta donde alcanzaba su vista, no había más que árboles achaparrados, de troncos y ramas retorcidos, matas de juncos y lagunas cubiertas de algas y plantas acuáticas, todo ello envuelto en una neblina que le daba un aspecto fantasmal.
-Esta tierra está enferma.
-No tanto como parece -Como en respuesta, se oyó el grito de un ave acuática.
-Vamos a pasar mucho frío. ¿Alguien ha pensado en traerse mantas?
-¿Cuándo? ¿Cuando se hundía mi Fortaleza, cuando unos murciélagos histéricos casi nos tiran al suelo o cuando corríamos por los pasadizos secretos como gallinas decapitadas?
-No te lo tomes así, ¿vale?. Tú eres la que conoce el camino, así que pongámonos en marcha antes de que se me congelen los pies.
Briana pensaba que durante el desayuno Jelwyn olvidaría sus planes de interrogarla, pero no conocía la legendaria testarudez ardiesa. Cuando hubieron terminado la comida sólida y la emprendieron con la sempiterna menta, de la que parecía poseer ingentes cantidades, Jelwyn volvió a intentar convencerla de que se quedara en la primera aldea de gente de los Pantanos que encontrasen. Briana, que comenzaba a creer que aquella gente de los Pantanos era un invento de Jelwyn, volvió a negarse con la más gentil de sus sonrisas.
-Esa persona a la que tenéis que rescatar, ¿está aquí, en los Pantanos?
Jelwyn la miró con los ojos entornados, como queriendo ver a través de ella, pero Briana no se inmutó.
-Hagamos un trato: nosotros te hablamos de nuestra misión y tú nos cuentas cómo has llegado hasta aquí desde Lossián, donde quiera que esté.
Si él esperaba resistencia, se debió quedar muy decepcionado.
-Me parece justo. Comenzad.
Jelwyn le habló del Valle de Katerlain, de la larga guerra contra Zetra, de la trampa que les había tendido ésta, de cómo se había llevado a Layda y de cómo él pensaba rescatarla quisiera ella o no ser rescatada y aunque fuera lo último que hiciera en su vida. Cuando terminó, ni él mismo se creía que hubiera podido ser tan sincero con alguien que casi acababa de conocer.
-Ahora te toca a ti.
Briana comenzó a hablar muy despacio, tratando de controlar sus palabras, temiendo decir algo de más. Pero había algo en la mirada de los dos hombres, sobre todo en la de Jelwyn, que la hizo sentir que, tal vez por primera vez en su vida, podía confiar en alguien.
-Lossián está muy lejos de aquí, a orillas del Mar Occidental. El otro extremo de este continente. Según las leyendas, hay que atravesar un desierto y una estepa, o tal vez sea al revés, y entonces se llega a una cordillera montañosa, y al otro lado está Lossián. Pero desde que Garlyn llegó allí, nadie ha cruzado las montañas en ninguna dirección, que no puedo asegurar que el desierto y la estepa sigan allí.
"Desde la época en que Garlyn y sus hombres llegaron a Lossián, no hemos tenido más contacto con el exterior que los piratas de las Islas Occidentales, y la mayor parte del tiempo hemos estado en guerra con ellos. Así que creíamos que Ardieor ya no existía, y el resto del mundo no nos importaba. En Lossián tenemos lo necesario para vivir.
"Pero hace tres años comenzó la sequía. Cuando ya hacía un año que no llovía y los pozos y los manantiales, y hasta los ríos, comenzaban a secarse, y los piratas se volvían cada vez más numerosos y atrevidos, la Sacerdotisa del Templo de la Dama de Plata fue a visitar a un Oráculo, y el Oráculo dijo que todo se arreglaría si... si era sacrificada una doncella de buena familia. Solo había que adornarla con su vestido más bonito y sus mejores joyas y ponerla en una barca como ofrenda a los dioses del mar. Y yo fui la elegida por la Dama -Briana se dio cuenta de que Níkelon palidecía y Jelwyn apretaba las mandíbulas, pero ninguno de los dos la interrumpió-. Me pusieron en la barca, me dieron un narcótico para que fuera lo menos doloroso posible, y dejaron que me arrastrase la marea.
-Y allí se fue nadando como un cisne... -murmuró Níkelon. Y por un momento le pareció oír otra voz, un poco burlona, que decía: Deberían haberle ahogado a él, por imbécil.
-¿Cómo?
-Nikwyn cree que tu historia es como una canción ardiesa. ¿Qué pasó luego?
-Fui capturada por unos piratas que me llevaron a tierra y me vendieron a unos hombres rarísimos llamados kashis que me llevaron a un castillo cerca de aquí.
-¿Qué castillo? -Jelwyn lo había dicho en un tono tan brusco que Briana se sobresaltó, pero él no se molestó en disculparse a pesar de la mirada de reproche de Níkelon.
-No me dijeron cómo se llama.
-¿Cómo es?
Briana cerró los ojos y trató de ver de nuevo el castillo.
-Está en lo alto de una colina. Tiene dos torres, una a cada extremo de un patio, y en medio del patio hay un árbol marchito. Me pregunto por qué no lo habrán arrancado.
-¡Dagmar! Jel, ¿te das cuenta? ¡Ha estado en Dagmar!
-¿Quieres callarte y dejar que continúe?
-Ya no hay mucho que contar. He estado encerrada en un calabozo de ese castillo, sin ver a nadie más que a la mujer pálida y al hombre de negro, y un día me sacaron del calabozo para llevarme a algún lugar hacia el norte, pero conseguí deshacer los nudos de las cuerdas que me ataban y me escapé. Y ya sabéis el resto.
-¿Qué hombre de negro?
-Uno que estaba allí cuando... cuando llegué. Él hablaba como vos, y se dio cuenta de que yo le entendía pero no me delató. Vino a verme al calabozo y me prometió que me ayudaría -en realidad, pensó Briana, él no le había prometido nada, pero casi lo había insinuado-. Pero desapareció y no volví a verle.
-¿Llevaba el rostro cubierto por una máscara?
-¿Le conocéis?
-¿Alguna vez se llega de verdad a conocer a alguien?
-Al menos le conoces lo bastante para querer matarle.
-Tanto como él a mí. Estamos en guerra, no sé si habrás llegado a enterarte.
Níkelon abrió la boca para decir algo al respecto, pero una mirada de Jelwyn hizo que se lo pensara mejor. Briana pensó que, si por un momento había llegado a ganarse la confianza del ardiés, estaba a punto de perderla, pero no pudo callarse.
-Fue amable conmigo.
-Seguro que sí.
Briana se le quedó mirando como tratando de adivinar si había una segunda intención debajo de aquellas tres palabras y si en tal caso debía sentirse insultada.
-Hacía tiempo que nadie se preocupaba tanto por mí.
-El encantador Estrella Negra. Siempre preocupándose por las chicas en apuros.
-¿Se llama así?
Jelwyn se puso en pie.
-Si ya has terminado de desayunar, creo que es hora de irnos.
Níkelon la miró con una sonrisa de disculpa.
-No es culpa tuya. Le gusta hacer esas cosas.
La Reina Madre de Galenday se había despertado temprano, había cumplido con sus ya escasos deberes protocolarios (un par de audiencias y una docena de cartas) y se había sentado en la terraza a bordar un poco antes de que comenzara a molestarla todo el mundo. Sabía que podía estar tranquila mientras las princesas y los pequeños nobles sufrían sus clases, los entrenamientos con las armas y demás obligaciones que los mantenían ocupados hasta el mediodía.
No sabía que él ya había llegado a Crinale, así que se sorprendió al verle andando por el jardín, pero no tanto como cuando se detuvo a un par de pasos de ella, con expresión severa, y dijo con voz grave:
-Vos lo sabíais.
Sonaba como una acusación. La anciana Reina levantó la cabeza del bordado y contempló a su segundo nieto, embutido en su deslumbrante armadura, con el casco bajo el brazo y las espuelas más afiladas de Galenday.
-¿A qué os referís, Alteza?
-No os hagáis la tonta, Majestad, sabéis a qué me refiero.
-Mi Señor, sé muchas cosas, pero no puedo reconocer que las sé si no me decís cuál de todas creéis que sé.
Le habría invitado a sentarse a su lado, pero sabía que con aquella armadura (¡por los mil dioses! ¿Qué hacía él con armadura a aquellas horas?) Iba a necesitar ayuda para levantarse.
-Dónde está Níkelon. Sé que lo sabéis. No es posible que vuestra amiga Dinel no os lo haya dicho. Si es que no lo habéis planeado entre las dos.
-Está bien, lo reconozco. Sé dónde se supone que debería estar vuestro hermano -apartó el bordado y se levantó para mirarlo a los ojos- ¿Tenéis algo más que preguntarme?
-He perdido casi un mes buscándole en Galenday. ¿Por qué no me dijisteis desde el principio que fue secuestrado por un ardiés? ¿Por qué he tenido que enterarme por las habladurías de un juglar borracho?
-¿Un juglar?
-Estaba durmiendo en el establo aquella noche y oyó lo que ocurría. Me contó que había oído ruido de lucha, a Níkelon suplicando por su vida y al ardiés ordenándole que le acompañase. ¡Oh, abuela! ¿Cómo se puede consentir tal afrenta?
-No, no lo habéis entendido bien, estoy segura de que no ocurrió así...
Anhor sonrió.
-Habéis guardado el secreto en vano. Cuando le he contado a Su Majestad lo que le ocurrió a Níkelon en Gueldou, me ha ordenado partir a Ardieor enseguida para rescatarle. Mi escolta y yo partiremos dentro de una hora, y poco después saldrán mensajeros hacia todos los Señoríos de Galenday.
-¿Para qué? -preguntó la Reina, aunque ya se lo temía.
-Para reclutar un ejército. Vamos a declarar la guerra a Ardieor.
Vidrena había esperado que la caída de la Fortaleza hubiera producido una gran conmoción en los Pantanos. Al menos, una cierta sensación de libertad en la atmósfera, o de limpieza en el aire. Pero el olor a putrefacción, el aspecto enfermizo de todo lo que la rodeaba y el burbujeo de los gases en las aguas cenagosas permanecían tal como ella lo recordaba.
Y además estaba hambrienta. Habían estado caminando, guiadas por Alwaid, todo el día, hasta el gris atardecer de los Pantanos. Por el camino habían recogido unas cuantas ramas secas, o por lo menos todo lo secas que podían estar allí, y Vidrena había tenido la paciencia de frotar las que parecían más secas hasta hacer brotar una llama.
-Una lástima que no tengáis nada que asar en ella -bromeó Alwaid, que, como aún no había terminado de digerir su comida, podía sentirse generosa con las dos humanas hambrientas.
-¿Qué tal tu lengua?
-No os la aconsejo, dicen que es venenosa.
La situación era estúpida, pensó Vidrena, ellas tres solas mientras atardecía, alrededor de una hoguera de segunda clase, sin comida, sin mantas, ni agua digna de tal nombre. Sin poder hacer otra cosa que mirarse las caras, y, maldita fuera ella, la de Alwaid la conocía demasiado bien, y la de la Lym le traía malos recuerdos.
Garalay estaba mirando la espada del muerto. Al principio, Vidrena había tenido la esperanza de que fuera un arma mágica, pero lo único prodigioso en aquella espada era el hecho de que pudiera soportar tanto óxido sin caerse a pedazos.
Vidrena sonrió.
-¿Te importaría demostrarme lo que te han enseñado a hacer con una espada?
-Solo recibí dos años de Adiestramiento.
Vidrena se levantó.
-Hagamos un poco de ejercicio.
Alwaid arqueó las cejas.
-¿Aún no has hecho bastante ejercicio?
Garalay miró a los ojos de Vidrena. Reconocía aquella mirada. La había visto miles de veces en los ojos de su padre y sus hermanos, incluso en los de Kayleena. Vidrena quería divertirse.
Suspiró, de forma que su verdadera opinión quedase bien clara, y se levantó. Adoptó la posición de "en guardia" tal como la recordaba. Vidrena alzó las cejas en señal de desaprobación.
-¡Esa espada más alta! -Garalay tragó saliva y obedeció- ¡Y esos pies más separados!
Hasta que Garalay no estuvo en la posición que consideró correcta, Vidrena no desenvainó a Wirda. El ataque fue tan fulminante que Garalay ni siquiera pudo explicarse cómo había volado la espada de su mano.
-¿Ya no os explican aquello de que una espada es como un pájaro?
Vidrena recogió la espada del suelo y se la entregó a Garalay. Aquella vez la lym se defendió algo mejor, pero su espada volvió al suelo.
Alwaid carraspeó.
-Perdón por interrumpir, pero me ha picado la curiosidad. ¿Qué clase de pájaro?
-Uno de esos pequeños y delicados, pero muy listos. Si lo aprietas demasiado, se muere. Si no lo aprietas lo bastante... vuela.
Por tercera vez, la espada de Garalay se convirtió en pájaro.
Alwaid se rió con tantas ganas que casi cayó de espaldas.
Una violenta oleada de sangre subió a la cabeza de Garalay. Por muy antepasada suya que fuera, no iba a dejar que Vidrena la pusiera en ridículo delante de la Señora de los Pantanos.
-¡No necesito saber manejar una espada! ¡Soy una lym!
Alargó la mano, y su espada se alzó del suelo y voló hacia ella, mientras Wirda huía de la mano de Vidrena y se clavaba donde antes había estado la otra. Con una sonrisa siniestra, Garalay apoyó la punta de su espada en la garganta de Vidrena.
Los ojos de Vidrena estaban llenos de miedo, pero Garalay sintió que no temía a su espada.
-¿Quién eres?
Por un breve instante, cuando se había despertado en el Mundo Borroso, Vidrena ya la había mirado de aquella manera.
-La lym de la Dama gris de Dagmar, ¿recuerdas? Te lo dije. Pero si te refieres a mi verdadero nombre, mi madre me llamó Dagmar.
-Lo sabía -murmuró Vidrena.
-Pero mis amigos me llaman Garalay. Soy una de tus descendientes.
Vidrena apartó la espada con el canto de la mano.
-Yo te llamaré Lym. -Se inclinó, recogió a Wirda del suelo y la envainó-. Es lo que eres, ¿no?
Garalay se sintió más estúpida que nunca en su vida. Más estúpida incluso que aquella tarde con Níkelon en el círculo de Piedras.
-Lo siento, Dren, no sé lo que me ha ocurrido.
-No importa.
-Dren, yo...
Nunca llegó a terminar la frase. Un súbito dolor, como si la hubiera atravesado una hoja de acero al rojo, la hizo caer de rodillas. Desde muy lejos, oyó la voz de Alwaid.
-¿Qué le ocurre?
Vidrena la hizo callar con un solo gesto. Garalay levantó la cabeza. Parecía estar llorando. A la luz del fuego, Vidrena creyó ver hasta las lágrimas, unas gruesas lágrimas rojas que resbalaban por las mejillas, la nariz, la barbilla, y caían sobre la ropa sin mancharla.
-Creía que vosotras no podíais hacer eso.
-Yo también lo creía.
Una parte de Garalay las estaba oyendo y se preguntaba de qué estaban hablando. La otra estaba en el Valle de Katerlain, mirando cómo el Señor de Ardieor luchaba con Lajja. Vio cómo él la miraba, y leyó en su mirada que él la había visto, y también que aquella lucha era más que nada una cuestión de principios. El veneno de las Damas Grises fluía por sus venas, paralizando su cuerpo poco a poco, helando su corazón. Como si fuera necesario, pensó la parte de Garalay que sabía que estaba en los Pantanos.
El Señor de Ardieor cayó muerto al suelo. Garalay se cubrió la cara con las manos, y cuando la levantó, Vidrena no se sorprendió al no ver ni rastro de lágrimas en ella.
-¿Quién?
Garalay se lo dijo. Vidrena se mordió los labios.
-Una más en la cuenta de Mami.