El Canto de la Última Jornada
En un país perdido en el medio de un continente se desarrolla una batalla que puede cambiar el destino de muchos. Este primer capítulo relata la persecución que el protagonista, Bardo, sufre a manos de su perseguidor, un guerrero temible de nombre Azazel, a través de inmensos bosques que pertenecen a tiempos extraños.

"Muchas historias he escrito sobre las cosas que he visto;
mas, queda una más en mi mente que debe ser contada"

"El canto de la última jornada del Bardo,
y de quienes lo acompañaron"

- El Bardo



I Parte
- La Batalla en el Paso y el Ataque a Orior -

I Estrofa: La caída de Azazel

- ¡Vamos Laurel! ¡No podemos hacer nada!
El fulgor se había apagado, nuevamente la oscuridad y el ruido de la tormenta los rodeaban; ahora más oscura que antes, después de haber contemplado el gran fuego del místico bardo.
El clamor retumbaba en medio de la tempestad, mientras Laurel trataba de ver algo; pero el fondo del abismo permanecía envuelto en una perpetua sombra, quieta, tan densa que parecía que se podía tocar. La terrible tormenta del Este los envolvía y rugía ferozmente.
Finalmente ella accedió al ruego del noble, y juntos continuaron huyendo. El Magistrado no supo de la derrota de la Furia hasta que estuvieron a salvo en el Valle, al día siguiente. Sin embargo, Laurel sabía que Azazel y el bardo no sucumbieron en el precipicio, que su duelo continuo todavía en el fondo. Apenas pisaron terreno seguro en el Paso y tomaron un respiro, entonces ella entono en su flauta una suave melodía con la esperanza que el viento la llevase hasta el valiente luchador y lo guiase por los bosques sin límites.
Abrió los ojos, pero tal parecía que los mantenía cerrados; tal era la oscuridad que lo envolvía. Permaneció todavía unos instantes en el suelo. Palpaba las ramas y el barro debajo de si; un aguacero fuerte le caía encima. Estaba totalmente empapado; el frió empezaba a colársele hasta los huesos.
Cuando trató de moverse se dio cuenta de que sus piernas eran prisioneras por una amalgama de piedras, barro, y trozos de árboles. Estaba entumecido, no sentía todavía todo el dolor de sus heridas, su brazo continuaba inutilizado en parte. Un velo cubría su mundo y sus recuerdos. Poco a poco lograba salir de esa prisión, mientras recordaba, conforme iba recobrando la consciencia.
Finalmente se pudo poner de pie; sus rodillas se doblaban, y se dejó caer sentado en el montículo de tierra. Miró hacia arriba, y ante la luz de los relámpagos distinguió la orilla partida del acantilado. Entonces vino a su mente el recuerdo del duelo, y recobro sus cinco sentidos al instante. Se vio a si mismo y a Laurel corriendo desde Avalón, la fortaleza en el alto Macizo, hacia el Noreste, tratando de engañar a las Furias y al Magistrado. Desde eso debieron pasar varios días. Pero el líder de las Furias, Azazel, los logro alcanzar cuando se internaban en lo más espeso del bosque de la montaña, lo mismo que la tormenta conjurada en Orior.
¿Por qué peleó contra aquel monstruo? Lo esperó en el precipicio mientras Laurel y Salez avanzaron un poco más. Lo encaró con enojo, con su báculo en la izquierda y la espada de la diestra. Ataque tras ataque, apenas se contenían uno al otro, pero aquel ser desde joven vivió acostumbrado a la lucha y la cacería; aún resistía mientras él empezaba a ceder.
Estaba desesperado. Recordó cuando realizó su último ataque. Guardó su espada en la funda (palpó su costado de manera automática, seguía allí), y con ambos manos empuñó el báculo. Estaban en un recodo del acantilado; a su derecha, el abismo, atrás Laurel a distancia segura, y en frente el Cazador. Su voz igualó al trueno cuando enterró el extremo del báculo en la tierra. Esta cimbró como si un estallido la recorriera por dentro, comenzando a desmoronarse bajo sus pies.
Hasta ahora veía la altura desde donde cayeron. No se podía explicar como pudo haber sobrevivido.
Pero se reconfortó al saber que Laurel seguramente estaba bien. Las demás furias debían estar aguardando en las rutas hacia el Oeste con dirección al Valle, y en las rutas que iban hacia el sur. Salez acertó, no esperaron que ellos tomaran rumbo directo hacia Orior, la capital. Solo Azazel los sintió cuando era muy tarde para ser alcanzados por los demás.
Uno de los grandes soldados de La Hermandad fue derrotado, y sus amigos estaban rumbo a casa. Estos pensamientos le hicieron olvidar un poco el terrible frió que sentía, el dolor en sus piernas, y las profundas heridas en su brazo. Trató de inspeccionar esta herida en medio de aquella oscuridad; al menos no sentía sangre correr. Abrió y cerró su mano, tenía movilidad, aunque torpe.
No le costó mucho encontrar su báculo, yacía a solo unos cuantos pasos de distancia. Cuando lo empuñó se sintió bastante aliviado; aquel último conjuro había terminado con sus fuerzas, y apoyado en este trato de caminar.
Respiró hondo y miró en todas direcciones. Sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, aunque sólo podía ver cuando algún relámpago cabalgaba por el cielo, iluminando todo a su paso. Árboles y más árboles; en el espeso bosque había caído, sentía el suelo húmedo cubierto por una gruesa capa de hojas. Un lugar húmedo y montañoso, donde no era muy difícil perderse.
Un río. Solo un río podía evitar su perdición. Todos los afluentes de ese lado de las montañas iban a parar a las grandes corrientes. No sabía, no recordaba el porqué, pero la idea de un río le palpitaba aún en su cabeza. Iba a ser un camino largo, y no menos peligroso, pero con seguridad lo llevaría a casa, eso sí lo sabía con seguridad. Pero ahora la prioridad era otra, había que encontrar refugio de la tormenta.
En ese momento sintió como el viento cambiaba de giro. Los relámpagos cesaron, pero los truenos aún hacían temblar el bosque. A pesar del viento y la torrencial lluvia, todo parecía quieto y a la vez moviéndose acompasado, revolucionando a su alrededor.
He aquí cuando lo sintió. La consciencia del Juez, el Ojo de la Contemplación de Oriente. Lo nublaba todo, siguiendo la tormenta (casi se podía decir que su voluntad era la tormenta). Su fuerza invadía el ambiente y lo había encontrado y dado cuenta de la caída de Azazel.
- ¡Magistrado! - gritó, aunque sabiendo que no era necesario, ya que de quererlo, el Bardo podía revelar algunos pensamientos al tirano.
"Has derrotado a mi amigo" Este pensamiento invadió su mente como una ventisca; la voz de un trueno se había hecho escuchar dentro de él.
Bardo empezó a reír, y dijo:
- ¡Ruge y amenaza! Que mi pequeña esta a salvo en el Paso, donde tu voluntad no prevalece. Su consciencia se vuelve más fuerte, mientras que tu has desplegado esta tormenta por casi un día entero; llegas al fin de tus fuerzas, y después, ¿cómo podrás defenderte?
"Conocerás mi terror" Nuevamente la tempestad comenzó a moverse a su caprichoso y los relámpagos estallaban en las alturas. La armonía se resquebrajo inmediatamente.
Reuniendo un poco de su poder, encendió la punta de su báculo. Una brillante llama danzaba tímidamente con el viento. Caminó torpemente; sus pies tropezaban a cada paso con las raíces de los árboles, y extendía su mano izquierda tratando de palpar cualquier cosa. La luz del báculo podía ser fuerte, pero en aquella sobrenatural tempestad de poco servía.
Más de una vez cayó, y con dolor se volvió a poner de pie. Su cuerpo se lamentaba ahora. Una extraña sensación lo invadió: impotencia, combinada con un profundo cansancio. Aquellas altas montañas eran muy frías y solitarias. El agotamiento de todas las jornadas anteriores lo atacaba de una sola vez. Comenzó a divagar, y los recuerdos vinieron a su mente, en un desesperado intento de buscar una luz a la cual aferrarse.
La memoria que tuvo más fuerza en su pensamiento fue de si mismo de pie en una cima. A sus pies, veía levantarse de la ciudad del Valle, ahora en ruinas, grandes columnas de humo en el Norte y el Este. La bruma cubría las montañas que la rodeaban, pero en dirección hacia el Sol de la mañana, un resplandor rojizo brillaba en medio de las nubes, acercándose poco a poco, como un gran incendio.
Aquel era el recuerdo del ataque de La Hermandad  al corazón de la república. Ese día, llegaba a su fin la dictadura de Osejo y su partido. Ese día, el Juez Magistrado desplegaba su poder, por mucho tiempo latente. Ese día... tan buscado por los historiadores, ¿quién en estos tiempos tenía consciencia de su importancia? Una importancia que transcendía las fronteras de la república y haría temblar los cielos. Este pequeño país fue el holocausto requerido para la creación de tal potencia.
Aún observaba el resplandor de las llamas, devorando las calles, y emergiendo de estas a los imbatibles legionarios. Las personas corrían horrorizadas por todas partes, espantadas y sorprendidas ante la catástrofe. ¿Acaso no la veían venir? Antes de ser el Magistrado, este había combatido por las calles, luchando con acero contra la anarquía. Aquellas primeras gotas de sangre alimentaron su voluntad de hierro. En los años posteriores a su exilio en el Este, su poder creció, conquistando las tierras de más allá del Valle. ¿Cómo no podían haber visto venir a este ejercito, esta plaga? Pero ahora la ciudad está a oscuras, sólo la luz del fuego danza por las calles pobladas de siluetas y cenizas de nostalgia.
Seguida a esta visión, una más fuerte ataco su espíritu. La traición del Macizo, donde fueron llevados con engaños, y muchos fueron estrellados contra la roca. Guerrero tras guerrero, se enfrentaron en combate a muerte contra las Furias, incluyendo entre estas a Azazel; y uno tras otro, perecieron.
Finalmente, se vio a si mismo huyendo por el bosque.
En ese momento, la palma de su mano tocó la húmeda piedra. Continuó apoyado en la pared del precipicio, hasta que encontró un pequeño escondrijo en la roca. No era muy grande, apenas una concavidad en la irregular pared. Pobremente lo guarnecía del agua, pero al menos proveía apropiado respaldo a su cabeza y espalda.
Allí se acurrucó como pudo. Con ambas manos sujetaba muy fuerte su bastón, su larga y gruesa capa estaba empapada por completo y en lugar de calentarlo, lo mantenía húmedo e incomodo; pero no hizo intento para quitársela. Por fin, convirtió la luz del báculo en un mero calor, y cayó en un profundo sueño.
El sol había salido hará ya un par de horas. El follaje del bosque parecía agradecido por la lluvia del día anterior, y los pájaros entonaban en su honor hermosas melodías que llenaban la atmósfera en todas direcciones. Las gotas caían de las hojas verdes, y se sentía el aroma de la tierra húmeda y la naturaleza reanimada por el agua. No muy lejos se escuchaba el rumor de los riachuelos formados por la lluvia.
Bardo tuvo un sueño pesado, el cansancio le hizo olvidar la tormenta y durmió como si nada pasara, así que este día abría los ojos con nuevas fuerzas. Igual que la naturaleza, este día él amanecía renovado también.
Al abrir los ojos, la visión de vida y claridad lo impactó como si despertara de una pesadilla. Y efectivamente así considero al principio la noche y los días anteriores; simplemente despertaba después de un largo invernar. Pero al mirar la herida de su brazo, volvió a la realidad. Dos marcas profundas laceraban la carne del miembro.
Aspiró profundamente, sintiendo el aire cargado de aromas. Puso atención, y además de los cantos de las aves pudo percibir los sonidos de la montaña saludando al Sol. Miro con agudeza, pero las plantas se cerraban a su vista, convirtiéndose en un cuadro donde todos los contornos se entremezclan y la forma pasa a un plano secundario.
Estiró las piernas agotadas. Su báculo reposó a su lado, y apoyó la cabeza en la piedra; disfrutó de aquel instante divino cargado de vitalidad. Un instante que él hizo eterno.
Se puso de pie. Además del dolor en sus piernas y en el brazo debido a las heridas, su cuerpo se sentía bien. Se quito la húmeda capa, y se la colgó del hombro. Inmediatamente entró en calor de nuevo. Era un día cálido, pero no bochornoso; algo extraño en aquellas montañas de frío y brumas perpetuas. Reviso la herida del brazo. Era dos surcos que partían su carne; al menos había cicatrizado, no sangraba, aunque podía gangrenarse sino recibía ayuda cuanto antes.
En verdad deseaba que todo hubiera sido un mal sueño y que así él pudiera aventurarse por este reino de los sueños. Pero Laurel sólo estaba a salvo mientras La Hermandad tomaba un respiro; entendía muy bien a que se refería el Juez cuando dijo: "...mi terror".
Primero debía asegurarse donde estaba exactamente. Para ir del Este al Norte, se deben bajar las montañas del Macizo, cruzar un paso, y subir por las montañas del Este, las cuales conectan con las del Norte. El problema era que en la huida, las víctimas no entienden de caminos, sino solo de escapar con vida.
Llevaban más o menos tres días. La mayor parte del camino había sido una continua bajada, pero no había manera de saber si habían bajado completamente; entre recovecos y caminos engañosos era imposible estar seguro de cual ruta era correcta.
Un río, ¿habían cruzado un río? De ser así, la mitad del trayecto hacia el paso estaba hecho. Pero, ¿tan poca distancia recorrieron? No podía ser así. Su mente se afligía tratando de recordar; todavía estaba aturdida por la batalla de anoche y no quería despertar a la realidad.
¡Sí! Y entonces recordó ese episodio del viaje durante el amanecer del día anterior; hará tan solo un día, pero para la memoria, tan lejano como una década. Con arduos trabajos pudieron cruzar aquel río de aguas rojizas, ya que la tormenta había aumentado su caudal; pero fue una pequeña victoria, cuando ellos pasaron el río se embraveció más y Azazel se vio obligado a dar un rodeo. Quien sabe que hubiera pasado si la corriente no hubiera retrasado a la furia.
Pues bien, podía estar seguro de haber recorrido la mitad del camino hacia el  Gran Bramido, al lugar donde nacía y comenzaba su recorrido hacia las costas al norte.  Después, las montañas le darían la bienvenida. Tardaría días bordeándolas, encaminándose poco a poco hacia el Norte, para después bajar hacia el Valle por camino seguro. Mucho podía pasar en esos días; un nuevo temor anido en su corazón, el miedo a no llegar a tiempo para cuando la nueva batalla estallará. También recordó porqué durante su escape se aferraba tanto a la idea de llegar hasta estas corrientes, en el gran río él veía su mejor oportunidad para derrotar a Azazel.
Ahora sólo era cuestión de ubicarse y para eso necesitaría buscar un claro, en especial en un punto alto. Miro hacia arriba; a la luz del día no le parecía tan escalofriante la altura de la cual cayeron, es más, se preguntaba si habría algún medio para llegar hasta allá. Durante la noche, allá arriba casi no se veía nada, apenas lo suficiente para no dar un paso en falso hacia el abismo, pero de día de seguro alcanzaría a tener una buena panorámica de los alrededores.



Caminó siguiendo la pared de piedra, estudiando su fallada. Sin darse cuenta llegó hasta al sitio del derrumbe. En verdad había sido grande, un considerable montículo de rocas y tierra apoyado contra la pared. Lo miró por un rato. Muy cerca estuvo, demasiado; y aun así, sólo unos moretones y rasguños en las piernas. Nada comparado con las demás posibilidades. Sintió un vació en su interior y un nudo en la garganta; cerró los ojos y oró.
Después miró hacia arriba. Tal parecía que ese era el punto más bajo del acantilado, apenas unos siete metros por encima del montículo. La parte por donde se había deslizado el derrumbe había quedado muy lisa, como si se le hubiera sacado un bocado a la montaña con una paleta de albañil, pero a los lados era muy irregular, con muchas salientes.
Podía no ser su actividad favorita, pero en caso de ser necesario era bastante bueno para escalar. Y con esta idea en mente, subió por el montículo. Sin dificultad encontró donde asir una mano, y después la otra. Se alzó un poco; sus pies encontraron con facilidad buen apoyo.
Se detuvo un momento y observó bien la roca. Debía tener mucho cuidado, la pared podía haber quedado demasiado inestable. Una mano tras otra, brindando buen balance, y las piernas subiendo con fuerza; podía tener dolor, pero su voluntad era más grande. Sin contratiempos ya estaba escalando a un lado de la parte lisa.
Al comenzar a escalar, revivió la última vez que lo había hecho. No precisaba la fecha, lo cual poco importaba. En un país muy lejano donde se yergue una montaña solitaria, él con su hermana se despidieron en la cima, el día en que tomaron camino separados. Sin darse cuenta comenzó a tararear la canción que ambos gustaban de compartir cuando estaban juntos.
Su pie resbaló, devolviéndolo a la realidad, cuando ya había recorrido un par de metros. Una de las salientes donde se había apoyado cedió a su peso y cayó; su golpetear contra la roca y el montículo hizo eco en todo el lugar. En ese momento lo notó: el bosque estaba silencioso. Su pie y sus manos con pena soportaban su peso, mientras su otro pie buscaba por tacto otra saliente.
De repente el silencio fue roto por el incesante golpeteo de las rocas. Otro derrumbe, pensó, y se lanzo a abajo. Cayó pesadamente, soltando un leve alarido por el dolor que sintió en todo su cuerpo. Pero para su sorpresa, debajo de sus pies no sentía la sólida roca, sino una superficie suave y movediza.
Se lanzó de nuevo, esta vez cayendo en el suelo. Tenía el montículo en frente de él, desparramándose hacia los lados; una masa oscura surgía de este.
Miró en todas direcciones; la sentía, la conciencia del Magistrado, más débil, más solapada. En ese momento lo miró: ¡Azazel seguía con vida!
El gigante de más de dos metros, lentamente y con mucho trabajo, salió de entre la masa de roca y barro. Hasta ahora Bardo miraba bien al cazador: una gruesa y maltrecha piel café tierra cubría su cuerpo; el metal de la armadura de altio seguía brillante, pero sólo cubría sus miembros y parte de su tórax; el casco se había partido, su mano derecha estaba desnuda y sangrante.
Cuando se liberó por completo, se dejó caer pesadamente sobre los escombros. Estaba tan aturdido que todavía no notó la presencia del bardo. Tomó el casco con ambas manos y se lo quitó. Su rostro era blanco pero muy marcado por viejas heridas, sus cabellos negros cayeron hasta la altura de sus hombros, tenía una barba espesa y oscura también; pero lo más le impresionante fueron sus ojos profundos, iguales a un par de lagos de aguas calmas que lo chupaban a uno y arrastraban hacia su fondo.
Despacio, Bardo también se sentó, sin quitarle la mirada ni un segundo. Aquellos ojos también lo siguieron, pero tenían en su expresión algo de indiferencia y paz; aquellos no eran los ojos de un asesino. Se observaron por mucho tiempo, aunque perdieron la percepción del mismo. Parecían estar en un juego de miradas o que se estuvieran hablando por medio de estas.
- Bello día, ¿no cree? - dijo finalmente Bardo con un tono inocente, como se le habla a un conocido.
Azazel permaneció inmóvil, aunque con la mirada recorría los alrededores.
- Hoy es un día especial para la vida - continuó, mientras jugueteaba su dedo con las hojas del dosel -, tal parece que todo se regenera este día. No sé si se celebrara alguna festividad hoy, tendré que investigar en los registros de la Academia cuando vuelva, pero es un día para vivir, no para matar, de eso si estoy seguro.
Nuevamente hubo silencio y miradas entre ambos. Esta vez Azazel lo rompió, con una voz queda y profunda.
- En un bosque igual a este nací yo. Entre arboles centenarios y ríos de aguas frescas mi padre me enseñó a vivir y sobre la vida; aprendí sobre los ciclos de la naturaleza de la propia mano de esta; nos alimentaba, ya que es nuestra madre.
>> Mucho tiempo ya. Los arboles y los ríos han escapado de mi vista, junto con mi padre y mi madre. Caminé y caminé hasta estas montañas que me recuerdan tanto a mi hogar. Aquí el Juez me encontró, o más bien, yo lo salvé a él. <<
- ¡Oh, noble en verdad eres! Dejemos esta tragedia hasta aquí, inconclusa. Regresemos al remanso del hogar, aunque sepamos que pronto tendremos que volver a marchar.
- No te equivoques mi buen bardo, mi amigo. Si bien la naturaleza es nuestra madre, tampoco es mansa. Has dicho que hoy todo se regenera, pues yo te digo: ¡Desde hoy todo volverá a nacer! ¡Este es el secreto de estos tiempos: este es el tiempo de la Regeneración! - su voz se volvió mas fuerte, inyecta de excitación; poco a poco se fue poniendo de pie adoptando la postura de una furia -; la naturaleza se convulsionara y sólo después sus heridas se cerrarán. ¿El Juez? No hizo más que abrirnos la puerta; el también es un signo de este tiempo, y juntos tenemos trabajo que hacer: cada uno ejecutando lo que le toca.
Así la persecución comenzó de nuevo. Bardo con rapidez se escabulló en el bosque. Se movía con gracia y velocidad entre los arboles como si nada le hubiera pasado, aunque la verdad era que se sentía muy maltratado; pero verse libre de la responsabilidad de cuidar a otros, le permitía mayor libertad de movimiento; también el ambiente era más ligero y refrescante a diferencia de la noche pasada.
Azazel por su lado había perdido fuerza. Su andar no era parejo y ágil, sino que se tambaleaba pesadamente, y utilizaba sus manos constantemente para ayudarse, en especial la izquierda. Bardo tuvo suerte de que la furia solo llevara puesta parte de su armadura para viaje; de haber usado armadura completa, aquella misma noche se hubiera levantado.
Esa mano sangrante; una garra perdida. Mantenía presente esta imagen en su cabeza. Tenía una oportunidad para ganar, una muy buena. Solo debía atacar el miembro herido para sacarlo de combate, tal vez no iba a ser necesario matarlo. No había nadie a quien cuidar, pelearía con mas soltura; aunque la extrañaba mucho, se sentía aliviado de no tener a Laurel cerca.
Habían dejado atrás, desde días pasados, los altos páramos de las montañas del Este, encontrándose en el bosque de los orgullosos árboles que se levantaban majestuosos hacia el cielo. El clima era menos severo, siempre húmedo y frío, pero sin las corrientes de bruma que azotaban las altas cimas. También, el suelo no era tan rocoso; por partes, una gruesa capa de hojas cubría el suelo del bosque.
El terreno descendía, la vegetación se hacía más espesa y el sendero muy empinado por partes; Azazel y Bardo a veces descendían resbalándose por un lodazal, formado por algún riachuelo recién nacido. Muchos habían nacido con las aguas de la tormenta, llenando de lodo las piedras y volviéndolas muy resbaladizas.  Sin darse cuenta habían encontrado un sendero perdido en la montaña, aunque la vegetación casi lo había engullido, mas ambos sabían muy bien como rastrear y no perdían un sendero con facilidad.
Bardo todavía lo sentía. Magistrado no abandonaba aquellos lugares; para su suerte la naturaleza lo protegía esta vez, el Juez se topaba con una barrera confusa de presencias que lo bloqueaban. Siempre supo que Azazel no murió en el derrumbe. La furia, también sentía aquella conciencia, murmurándole, dándole aliento para levantarse apenas se hubiera recuperado. Excelente, pensó el bardo, así desviaría la atención de Laurel, dándole mejores oportunidades para llegar al Paso de la Bruma y hasta la Ciudad del Valle sin tropiezos.
Escuchaba el pesado cuerpo del cazador dando tumbos detrás de él. El gran cuerpo de Azazel resultaba una desventaja para pelear en los bosques tupidos, en especial estando herido. Las Furias avanzaban por los bosques, escabulléndose como verdaderas fieras, pero como sea, Azazel era un guerrero de los páramos de las montañas altas y de las llanuras. Debía rematarlo antes de llegar al fondo donde se abría un claro cerca del río.
La furia salto sobre Bardo, pero este lo evito con un giro rápido hacia la izquierda, para después escabullirse entre varios arbustos. Azazel cayó toscamente. No tardó mucho en localizarlo, mas cuando se iba a lanzar de nuevo dio un paso en falso, perdiendo el balance por unos segundo. Bardo no desaprovecho, y por instinto se lanzó primero. Conjuro como pudo su poder y le atino un golpe en la base del cuello con el báculo. Un poderoso destello se produjo en el punto de impacto; la mole se tambaleo un poco, pero antes del segundo golpe lanzo un terrible zarpazo. Para su suerte el destello había cegado a Azazel, y no atinó bien el golpe.
Bardo cayó al suelo, pero al poner los pies en el piso, estos resbalaron y se precipito hacia atrás. Para sorpresa de ambos, la batalla se efectuaba sobre un pequeño riachuelo. Tanto movimiento había batido el suelo a su alrededor, transformándolo en una posa de barro.
Entonces sintió un nuevo dolor en su pierna; pero diferente al de una herida normal; este calaba profundo, inmovilizando el miembro como un frío penetrante en la carne. Al mismo tiempo las heridas en su brazo volvían a doler. Aquel era el dolor de la Furia, el producido por sus armas.
Azazel no tardó en darse cuenta de su infortunio y volvió a atacar, esta vez encontrándose con la punta del báculo, la cual se le incrustó en el abdomen. Caminó hacia atrás, sujetándose el estómago con ambos manos. Antes, un golpe de esa naturaleza no lo hubiera sacado tan fácilmente de guardia; este día, rompía su defensa y lo hacía retorcerse como a cualquiera.
Los dos en el suelo, heridos, yacían en tregua.
-  No tiene sentido - empezó a hablar Bardo -, dime, ¿cómo cambian las cosas con esta pelea? Las ciudades ya han ardido en llamas, y ahora están ennegrecidas por las cenizas y el hollín. ¿Acaso la sangre de alguno de los dos podrá restaurarlas? ¿Es que existe un dios que exija este holocausto como pago por el pecado de estos pobres? El Caos ha comenzado, y no creo que ha alguien le importe la suerte de dos idiotas perdidos en la montaña.
- Y en medio de esta locura, tal vez sólo esto tenga sentido - en la voz de Azazel resaltaba el agotamiento -. Así ha sido siempre. Tal vez el combate por la sobrevivencia, la fuerza que movió los cambios hasta el Homo sapiens... Si, regresando al origen, encontremos un verdadero camino, tal vez.
Penosamente se puso de pie. Esta vez, Bardo tenía la impresión de que Azazel apenas se ponía sostener sobre sus pies; su cuerpo se encorvaba, y jadeaba. En ese momento, una gota de sangre recorrió su mejilla como una lágrima, hasta el borde de su quijada y se precipito hacia el suelo.
Bardo sintió un profundo pesar. ¿Qué hacía él en estos tiempos? Otra Era, otro camino... pero no aquí, nada tenía que hacer un hombre como Azazel en estos lares. Pero no somos quienes para elegir el mundo en que nos toca nacer, y tal parecía que este era el papel que a ambos les tocaba interpretar en esta obra. Siniestra mano, proclamó el bardo, que has escrito nuestros caminos y que ahora mueves mi mano a la espada.
Y así, de un sólo movimiento la desenvainó. El brillo del metal, singular resplandor en todo el bosque, pareció excitar la mirada de Azazel, cuyas pupilas se dilataron y abrió los ojos. Tenía la impresión de un hombre a quien una aparición saca de un estado de estupor.
Pareció como si una vibración recorriera su cuerpo volviendo a tensar sus músculos, y con energía sacadas de flaqueza nuevamente atacó. Por momentos volvía a ser el imbatible señor de antes. Realizó una serie de movimientos oscilatorios de izquierda a derecha, mientras avanzaba con una velocidad increíble, describiendo una curva muy abierta. Embestiría a Bardo con un mortal ataque capaz de destajar el tronco de un árbol con facilidad.
El ataque solo tomó un segundo, o menos. La furia tal parecía que volaba; a su paso el lodo y las hojas saltaron por los aires. Esta vez el lodazal le ayudó a desplazarse con facilidad.
Entonces, ambas manos danzaron por el aire realizando círculos, mientras giraba al mismo tiempo todo su cuerpo. Nunca se detuvo hasta que atravesó a Bardo y anduvo varios metros más, impulsado por la inercia. ¡Pero sorpresa! ¡Nada! ¡Sus manos habían atravesado el aire! Y un profundo dolor se alojo en su mano derecha, tan fuerte que lo obligo a caer de rodillas mientras sollozaba. Tonto, en su furor olvido su mano descubierta y herida, y ahora una terrible quemadura la cubría.
Bardo había realizado un movimiento, el desplazamiento que hacía muchos, muchos años no ejecutaba. Una carta peligrosa; de haber errado un paso, pudo haber quedado dentro del alcance de Azazel y demasiado agotado para volver a huir. Pero ahora observaba oculto en alguna parte del bosque, inadvertido, aunque sus fuerzas se habían casi consumido esta vez. Hablaba, pero su voz venía de todas direcciones.
- Mi espada se llama Libertas, y yo escojo el camino de no matarte. Elijo no ser parte de esta escena de horror e insanidad. Tu sigue ese camino, si quieres, yo no. Me voy.
Sin miramientos dio media vuelta y se marchó, sin importarle en lo más mínimo los alaridos de Azazel o su suerte. Laurel estaba a salvo de aquella bestia; mientras los perseguía tenía motivo para pelear, pero ahora no veía mayor sentido en prolongar la lucha.
En su concentración pasaría desapercibido para la furia o la consciencia del Juez. Pero también, este estado lo consumía, lento pero seguro, como el Sol evapora las gotas de agua de las hojas y piedras. Anduvo un poco hasta llegar a un riachuelo, el más viejo de la montaña, y en su orilla cayó demolido por el agotamiento, buscando descanso en su calmas aguas.
Descansó un par de horas. Lavó su rostro y sus heridas con aquella agua fresca. Lograba mitigar el dolor, pero su pierna seguía dormida, como si la furia hubiera tomado la energía de ésta. Tampoco su brazo estaba bien; era la herida más vieja, de la batalla de la noche anterior.
Llevaba su capa nuevamente puesta; con la capucha cubría su cabeza. Estaba hincado sobre el agua. La escena era oscura; los árboles se inclinaban y se entrelazaba, formando con sus ramas una bóveda de crucería igual a la de una catedral. El agua bajaba por una muy pequeña "cascada"; solamente un ligero murmullo era perceptible; corría queda, parecía casi inmóvil en una pileta.
Solemnemente tomó un poco de agua en sus manos. La miró unos instantes. Era, como si leyera algún místico texto en líquido, como si los murmullos del riachuelo le contaran algún secreto. Recito sobre el agua en sus manos unas palabras apenas perceptibles, y sobre el agua en la pileta y en su mano se dibujaron varias ondas. Entonces la bebió despacio. Cuando termino, puso sus manos sobre la superficie. Solo después se marchó de allí con paso decidido.
Por senderos y rutas olvidadas anduvo. Su determinación era firme. Su mirada la tenía fija en el Valle; de ser necesario no descansaría por varias jornadas enteras. Cubierto con su capa, se deslizaba por las entrañas de la sierra. Inmaterial, solo una brisa se sentía moviéndose entre los arboles. En este estado podía sentir muchas cosas: el murmullo de muchas voces en el Este, las olas del mar rompiendo contra las costas al Sur y al Norte; una marcha, la siniestra marcha de un solo hombre desde el Norte, todavía muy lejana; y una melodía perdida en el viento.
La melodía le conforto. Todo había salido bien. Llegaron al Paso, y el camino del Valle estaba claro. Pero la marcha del viajero le consternaba, ¿cuál era su destino? ¿Será él? Escuchaba algo familiar en esos pasos. Detuvo su andar en una saliente. A sus pies se abría un acantilado y una alfombra verde lo cubría todo. De pie en la orilla, nada lo escondía, era un claro de roca en medio de la masa arbórea.