La batalla recrudecía en el ala oriental. Los orcos llevaban calzas de hierro; tenían cotas de malla, corazas de metal, petos de cuero y armaduras de escamas; escudos también de hierro, espadas de hoja ancha y bacinetes con visera del mismo material. Y aunque estaban atrapados entre los elfos de Región y los elfos de Ossiriand, los orcos estaban mejor equipados que éstos últimos.
Los Orcos arremetieron contra las gentes de los siete ríos, éstos llevaban armas livianas y poco podían hacer contra esos demonios. Y los Sindar no pudieron socorrer a tiempo a sus hermanos de Ossiriand.
Denethor, hijo de Lenwe, se había separado de la Gran Marcha hacia la Tierra Bendecida hacía tiempo. Pertenecía a la casa de Elwe Singollo que gobernaba a los Teleri; mas su padre y un grupo de elfos de su clan, se amedrentaron cuando vieron las imponentes montañas Nubladas y decidieron abandonar la travesía y vivir libres bajo el cobijo de las estrellas. Se convirtieron en elfos silvanos y a su pueblo se le llamó Nandor.
Al cabo, acabaron cruzando la Gran Cordillera y llegaron a Eriador. Allí fueron acosados por las bestias que había creado Melkor en tiempos inmemoriales. El hijo de Lenwe había escuchado que tras las montañas azules reinaba un Señor poderoso que mantenía a los lobos fuera de su reino; éste Señor era Elwe, que también había abandonado la marcha junto con un resto de su pueblo y se dieron el nombre así mismos de Eglath, los abandonados; después fueron conocidos como los Sindar o Elfos Grises, también se los llamó Elfos del Crepúsculo.
Ahora Denethor, Señor de los Nandor a ese lado de las montañas, instaba a sus guerreros a aguantar.:
-¡Tenemos que reagruparnos y aguantar hasta que lleguen las gentes de Thingol!-
El pueblo de Denethor estaba armado con arcos, puñales, jabalinas y algunas lanzas. Los orcos rodearon a Denethor y a su gente mientras éste reculaba hacia una gran colina que se alzaba a sus espaldas; Amon Ereb se llamaba.
Los arcos chasqueaban una y otra vez sembrando el campo de espigas y cadáveres. Una nube de flechas atravesó el cuello y la mano de más de un enemigo, e incluso penetraron los pectorales de algunas armaduras. El gran arco de Denethor estaba echo con madera de tejo y en ese instante disparaba a un gran orco que subía por la colina introduciendo la flecha por la boca, horadando y saliendo la punta por la cogotera.
A otro le atravesó el casco y la visera, clavándose en el ojo y destrozando a su paso membrana, seso y hueso.
Las cimitarras de los orcos se mojaron con la sangre de los Nandor. Hendieron cráneos con sus hachas y mazas. Destriparon y acuchillaron, afanándose en descuartizar los cuerpos con ahínco. Desgarraban la carne con sus dientes. Una lluvia de sangre humeante empapó sus feos y achaparrados rostros. Jirones de carne colgaban de sus uñas.
Los nandor tiraban jabalinas, flechas y piedras con hondas. Denethor había abandonado el arco y ahora mecía un hacha leñera con gran precisión sobre las cabezas orcas, decapitando allí donde se ponían a su alcance.
Finalmente se vio solo y rodeado por infinidad de enemigos. Allí, en lo alto de la colina, encima de cuerpos amigos y enemigos, cubierto de sangre, a la luz de las estrellas, clamó a los cielos:
-¿¡Por qué!?- se preguntaba mentalmente -¡Siervos del Mal!- espetó- Volved a vuestros cubiles, engendros demoniacos. ¡¡Yrch!!
Un grupo de orcos negros, de las razas que creó Morgoth la más pura y poderosa, todos tan grandes como Denethor, y en la cuál se inspiraría más tarde Sauron para hacer sus temibles guerreros Uruk-hai; secundados por decenas de trasgos rodearon a Denethor con las cimitarras prestas.
Dos poderosos orcos se abalanzaron sobre él desde distintos lados con las lanzas enhiestas. El del flanco derecho se aproximó a él con mucha rapidez y justo en el momento de hincar, Denethor se giró sobre sus talones y dio una vuelta completa a la vez que hacheaba la cabeza del orco destrozándole el almete y desparramando sus sesos por el aire; éste a su vez, con la inercia, clavó la punta en la garganta del compañero que atacaba por la izquierda; al momento su cráneo fue hendido por el hacha de Denethor, que estuvo presto, hasta llegarle a los dientes, que saltaron en todas las direcciones.
Ahora estrecharon el cerco y cerraron filas en torno a él. Un trasgo se le aproximó mucho y recibió un hachazo que le partió el pecho, cortando malla, hierro y salpicándolo todo de carne y sangre, de fluidos y órganos.
Era una escena caótica, salida del infierno; ni en las peores estancias de Utumno se pintaría un cuadro así. Denethor sangraba a borbotones por una docena de heridas, pero seguía gritando y luchando -¡Morid, perros del Infierno! ¡AAHHHH!- gritó al sentir el hierro frío de la punta de una lanza en el costado. -¡AHHHH!- otra lanzada le atravesó de lado a lado. La boca se le llenó de espumarajos y comenzó a vomitar sangre. Infinidad de lanzas se clavaron en cuestión de segundos.
-¡¡¡Uaaggggghhhhhhhhhh!!!- todos los orcos querían su parte, y clavaban sus cimitarras y sus lanzas y sus hachas y lo despedazaron ahí mismo.
Mas en ese momento, sonaron las trompetas que anunciaban la llegada de los hombres del Rey Thingol. Y lucían cotas de anillos eslabonados que habían conseguido comerciando con los enanos. Y espadas largas empuñaban, y yelmos de acero les cubría la cabeza, y escudos redondos acolchados sostenían en los brazos.
Y Thingol empezó a masacrar, no dejando títere con cabeza. A su paso todo era sangre y enemigos muertos. Ningún orco podía sostener su mirada, pues aunque era un moriqueindi se podía contar entre los eldar que vieron la luz, ya que había viajado a Aman y conservaba en su mirada buena parte de ésta. Y la luz que reflejaban sus ojos traspasaba la carne y quemaba, y orcos y trasgos se retorcían a su paso dejándose matar como corderillos.
Así llegó hasta lo que quedaba de Denethor. Y lloró por su amigo. Y reuniendo los pedazos sueltos lo enterraron allí mismo. Lo cubrieron con piedras y entonaron una balada de despedida por él y por todos los elfos que perdieron la vida en esa batalla, la primera de todas las batallas de Beleriand.
De los orcos que huyeron, algunos murieron a manos de los Naugrim que salieron del Monte Dolmed, y otros fueron destrozados por los Ents; en verdad pocos regresaron a Angband.
El pueblo de Denethor le lloró siempre y no volvió a tener rey. Después de la batalla, algunos regresaron a Ossiriand, y las nuevas que allí llevaron llenaron de temor al resto del pueblo, de modo que ya no guerrearon abiertamente, sino que se atuvieron a la cautela y el secreto; y fueron llamados los Laiquendi, los Elfos Verdes, pues llevaban vestiduras del color de las hojas. Pero muchos se encaminaron al norte y entraron en el reino guardado de Thingol, donde se mezclaron con el pueblo.