La Odisea de Jeralith
Al verse abandonada por su marido, la madre de Jeralith no es capaz de hacerse cargo de su hija, por lo que decide partir y dejarla al cuidado de su tia... Hasta que un dia la propia Jeralith decide marcharse... Y es aquí donde comienza su odisea particular.

Miraba al vacío que se abría ante ella. Tumbada se preguntaba qué sentido tenía todo aquello.  Mientras recordaba las notas de la primera cancionth que había oído, caían sus primeras lágrimas. Notaba como le escocían los ojos, aquellos negros ojos que parecían siempre tan perdidos, veía borroso el hermoso baúl de madera que tenía ante ella y ya no sabía si la realidad se detenía o seguía en guerra. Tomando aquella dagath verde como las hojas que caen en Otomh, todavía se preguntaba porqué. Aun sin obtener respuesta, se fue. Quedó un vació en aquel lugar que por siempre recordarían los futuros habitantes de aquella casa. Los muebles de la estancia, sobre todo aquel baúl, aquél que ejerciera como estatua y en verdad tenía tantos recuerdos dentro de él, quedarían por siempre impregnados del dolor que la llevó a la muerte.
Delante de ese baúl y encogida sobre todo su cuerpo cuando todavía no medía más de un palmo de estatura, había descubierto las cancionth junto a sus padres durante muchas tardes y noches. Aquél, ahora  ya viejo trasto de madera, sería también testigo de la separación de esos dos seres que tanto significarían en su pequeña vida. Pero todo sucedió cuando todavía su comprensión no alcanzaba a medir la importancia de las cosas y pasaría a formar parte del recuerdo. Poco sabría de su padre tras verle irse un día en Esprinth y despidiéndose con promesas que no sería capaz de cumplir.
Su madre, incapaz de soportar tal abandono, incapaz de hacerse cargo de aquella hija, la dejó a cargo de una hermana y su familia, mientras ella viajó a un lugar que nunca se supo y del cuál nunca volvió.

Así empezaría la odisea de Jeralith, sin una familia a la que sentirse atada, sus ojos negros y su inicial media melena rizada, dejaban entrever que alguien le había dejado eso como recuerdo. El pelo rizado de su padre, aquellos rizos con los que Jeralith jugaba siempre antes de dormir o mientras él afilaba su espadantir por la mañana. Y sin embargo, pasado el tiempo ni ese recuerdo le quedaría.
Su media melena se convirtió en larga y los rizos habrían de desaparecer para dejar paso a un hermoso y liso cabello. Era todavía niña, sin alcanzar apenas el primer renglón como mujer humanth y sin embargo, todo lo que había vivido en el seno de una familia que no era la suya, le había servido para decir:
- Quiero irme de aquí.
- ¿Estás segura de tu decisión?- le preguntó su tía Ancedil.
- No he estado nunca más segura de algo.
Esa decisión no la tomó sin antes meditar. Su tía y los hijos de ésta no la habían tratado mal pero sabía que el recuerdo de su madre pesaba sobre ella. Seguir con ellos era tener el constante recuerdo de que ella no tenía familia y que tenía que vivir con una hermana de su madre a la que antes de ese momento, no conocía apenas. Así que pidió, suplicó que la dejaran marchar. Pero, ¿a dónde iba a ir Jeralith tan joven todavía?
La enviaron a la tierra natal de su tía y su madre: Filialt, donde probablemente habría ido su madre pero ella no la iba a ir a buscar. En Filialt existía la posibilidad de internarse en Esculth, donde aparte de recibir la educación esencial, se hacían pequeñas labores en el campo para ganarse la comida y la estancia allí. Jeralith estaba contenta en aquel lugar, no tenía que mentir a nadie ni fingir que tenía una familia. Allí había muchos como ella, todos con un pasado lleno de vacíos y huecos imposibles de llenar.
El día de su llegada cruzó la puerta más majestuosa que jamás hubiera imaginado. Como un gran muralla se posaba ante ella. El curso ya había empezado y por tanto aquel día, estaba ella sola ante la inmensidad de Esculth. Dos de los aventir, seres con capacidad para volar, cabeza capaz de razonar y un pico y garras preparadas para afrontar cualquier peligro, se alzaban en lo alto de la puerta de Esculth. Día y noche vigilaban los movimientos del interior y el exterior del lugar, aun cuando parecía que cerraban sus ojos alargados y grandes como hojas de arboleth. No pasaban desapercibidos por el azul brillante de su pelaje que se convertía en fuego al llegar a las plumas que les permitían volar.
Si lo que se mostraba ante ella en aquel momento le impresionó, no podía imaginar lo que encontraría al otro lado. La negrura del camino que la había llevado hasta allí y de donde venía desapareció ante los más bellos elementos de la naturaleza. Los arboleth crecían frondosos y en sus pies brotaban las florek, negras y blancas, del único tipo que existían. El sendero principal que comenzaba en la entrada de Esculth, se convertía en cuatro más que llevaban a las diferentes parcelas del lugar y en cada una, Jeralith reparó en un extraño ser que descansaba en la puerta. Estos seres observaban a los que trabajaban el campo  pero no les daban órdenes, permanecían allí y sólo se movían para curar a aquellos que sufrían alguna herida durante las tareas. Cuando Jeralith llegó al final del sendero principal, quedó aún más asombrada. En la puerta la esperaba otro de los extraños seres, parecía más mayor que el resto y vestía una larga túnica del color de la tierra que realzaba sus facciones morenas y gastadas por el pasar del tiempo. Apoyado en un bastón como hecho a partir de la misma rama sin mayor retoque, éstas fueron las primeras palabras que dijo:
- Bienvenida pequeña humanth. Éste será tu nuevo hogar.
Jeralith no respondió. No podía dejar de admirar aquella casa con enormes ventanales que dejaban entrar toda la luz del sol como dejarían entrar la de La Luna durante la noche. La casa principal de Esculth iba más allá de lo que los ojos de una humanth podía vislumbrar. Estaba situada encima del monte al que había subido tras recorrer el camino.
La imagen que acababa de vivir quedaría por siempre en su recuerdo. El recuerdo de las tierras negras donde hasta entonces había vivido, pasaría a ser sustituido por la belleza de Esculth. La naturaleza negra y blanca no parecía tan inerte en aquel lugar, la luminosidad de cuanto la rodeaba casi podía cegarla.

En el transcurso del tiempo que pasó allí y llegando a ser mujer humanth, Jeralith había trabajado duramente en las tareas del campo y de la residencia y se había dedicado al estudio para poder dedicarse a viajar. Pero alcanzada esa edad, empezó a descubrir el mundo en el que vivía gracias a los libros.
Había leído obras de grandes poetas como Kazdur el cojo, que contaba prodigios sobre un bosque que aun siendo él cojo, le permitía caminar normal; Sakesler el ciego, que aun sin ver escribía maravillas sobre el mundo que descubría con los otros sentidos que sí tenía; también había disfrutado de la lectura de grandes escritores conocedores de Filialt, donde ahora ella vivía, de Edorkin donde vivió antaño y del resto de paisath que formaban La Tierra.
A través de aquellos libros, fue consciente de que en su mundo el tiempo se medía en seglodath, del que ella no había vivido ni una cuarta parte. Y no existía nada más que el calendario dorado, custodiado en el Monte del Tiempo por sabios monjath que habían vivido por seglodath en aquellas tierras, mucho antes de que los humanth como Jeralith habitaran los territorios que sólo los seres de su especie sabrían cultivar.
A lo largo de La Tierra, era conocida la existencia de otros muchos seres además de los humanth. Seres que se caracterizaban, unos por su imponente o por el contrario, pequeño tamaño, otros por su gran elocuencia y otros por su gran belleza. Estos últimos serían motivo de locura, desesperación y amor para los humanth.
Desde hacía seglodath que se contaban historias maravillosas sobre los encuentros de humanth y los que se conocerían como elphoth. Criaturas bendecidas no sólo con la belleza de los dioses a los que adoraban, el hermoso Cristoh y la bella Damah, sino también con el poder de convertir las tierras más agrestes en las más fructíferas.
De allí nació el vínculo entre los de la raza de Jeralith y los elphoth. Estos últimos durante seglodath habían ayudado y ayudarían a hacer fértiles las tierras que trabajaban los de la estirpe de Jeralith.
Todas las tierras eran de aspecto semejante, la misma sombría oscuridad había empezado a cubrirlas. Sólo la actividad de elphoth y humanth daba lugar a hermosos parajes, verdes y florecidos, entre ese paisaje tan triste.
Durante los últimos tiempos se había visto vagar a una dama portadora de una Rosa Negra por cada uno de los paisath de la Tierra y especialmente por los lugares habitados por Nadieh, criatura a la vez una y a la vez mil, que vivía en los subsuelos y salía al exterior gracias a los túneles subterráneos que ella misma había construido. La presencia de ambos seres se creía la causa de la creciente oscuridad.  Sobre su existencia ya hablaban
los escritos de los monjath, primeros habitantes de aquel mundo que Jeralith descubría llena de asombro. ¿Qué había existido antes? ¿Cómo aparecieron los primeros monjath? Eran preguntas que todavía no habían hallado respuesta.

A partir de aquellos libros, Jeralith se fue fijando más en lo que la rodeaba. Empezó a descubrir que no todos los seres que trabajaban con ella eran de su raza. Aquellos que la habían ayudado a labrar las tierras nacientes, eran los seres de pequeño tamaño conocidos como horranth. De aspecto no muy complaciente para los ojos, no eran tan horribles como los mostraban Los Libros Sagrados de los monjath. Se decía que el primero de ellos era fruto de la unión de La Dama de la Rosa Negra y la criatura Nadieh. Y que ambos seres  habitaban los subsuelos de un territorio destinado a nunca florecer y que se conocería por siempre como La tierra de Nadieh, uno  de los Nueve Paisath en que la Tierra era dividida.
- La guerra ha estallado.

Así fue interrumpida la lectura de Jeralith. Era la puesta de sol y le había tocado su quinto y último descanso del día, antes de hacer un último trabajo y retirarse a su habitación.
- ¿Qué guerra? ¿De qué estáis hablando monjath Dalaith? - preguntó Jeralith.
Dalaith era uno de los monjath que había salido del Monte del Tiempo hacia las tierras habitadas por humanth y otras criaturas para darles a conocer la historia de sus antepasados y servirles de guía.
- Querida Jeralith será mejor que reúnas a todos tus compañeros, es el momento de que os expliquemos que ha estado sucediendo más allá de Esculth.
- ¿Y por qué no nos lo habíais contado antes,  Dalaith?
- No era necesario, jamás creímos los monjath que llegaría este día y sin embargo, ha llegado. Reúnelos, es el momento.
- Como digáis Dalaith.
Jeralith fue en busca de toda alma viviente que habitaba Esculth y fueron reunidos
todos en la Gran Sala a la espera de que Dalaith y los otros cuatro gran monjath del lugar aparecieran. Cuando el sol ya hubo caído y la Luna, diosa de los humanth, se hizo en el cielo, los monjath entraron.
Dalaith, el monjath de la sabiduría, era seguido por Montath, monjath de la pureza, Perentir, monjath de la gloria, Arcanth, monjath de las armas y finalmente, Ewynt, única dama monjath sobre La Tierra, dotada de la maestría de la lucha y el orgullo de los humanth, mayor representante del poder de la mujer humanth.
Jeralith observó por primera vez con atención a los monjath. Sabía bien como era Dalaith pues era su maestro de lucha. Jeralith admiraba a aquel ser tan sabio que le había enseñado a manejar la espadantir y el arcot.
En aquel momento pasó ante ella el monjath de la pureza, vestido con una larga túnica blanca, su rostro era joven, de ojos azules y cabello de la misma tonalidad celestial, casi rozando la blancura de las florek de Esculth, su imagen era tan pura como el poder del que estaba dotado. Tras él, con la cabeza alta y bien erguido, caminaba Perentir, vestido para la guerra, con las armas colgando sobre sus ropas hechas a partir de los pocas criaturas existentes en toda La Tierra que servían de alimento para humanth, elphoth y horranth, los wargot.
El monjath de las armas caminaba con la cabeza gacha y el peso del tiempo curvaba su espalda. No tan viejo como Dalaith, había perdido la habilidad para la lucha pero al fin y al cabo su dedicación eran las armas. Toda arma que se pudiera encontrar en Esculth era obra suya. Con cota de maya, armadura y una capa aterciopelada y rojiza como el sol cuando cae y que disimulaba su espalda caída, seguía al resto de monjath.
Y entonces la luz entró en La Gran Sala. Ewynt, dama monjath, se alzó como las únicas dos diosas que existían en La Tierra, la Damah de los elphoth y la Luna de los humanth. Ni tan mayor ni tan joven, su rostro divino tan sólo dejaba pasar los años por las señales de lucha., tenía una leve cicatriz que atravesaba su mejilla derecha. A pesar de ello, su belleza no era finita, se extendía por toda la Sala, como quien crea la luz en la inmensa oscuridad.
Su larga melena roja casi no se diferenciaba de su capa que continuaba hasta sus pies y sus ojos reflejaban la luz del día. Vestía como si sus ropajes fueran ramas de arboleth y le caían con simpleza dada su esbelta figura. Con un arcot al hombro y una espadantir a la cintura, iba tras sus compañeros y sus pasos eran sigilosos.


Jeralith vio pasar así, uno tras uno, a los monjath que había conocido bien durante su estancia en Esculth. Entonces recordó que junto a ellos existían otros cuatro monjath, los nueve eran descendientes directos de aquellos que habitaran cada uno de los Nueve Paisath de antaño. Y se preguntó dónde estarían los otros.
En aquel momento el monjath Dalaith empezó a hablar. Jeralith nunca olvidaría aquel instante pues sería determinante para su destino.
- Mis queridos estudiantes: humanth, horranth y elphoth. He aquí que hoy más que nunca no puede haber diferencias entre vosotros.
En esta Tierra idílica que conocéis ha estallado la guerra. Ese momento que tanto temíamos desde que los rumores hablaran de extrañas presencias oscuras, ha llegado.
- ¿A que momento te refieres Dalaith? ¿Esos seres oscuros a los que te refieres son La Dama Portadora de La Rosa Negra y la criatura Nadieh?- preguntó Jeralith.
- Así es, Jeralith. Desconocemos cuando aparecieron por primera vez pero hay que mirar bastante atrás pues ya aparecen en Los Libros de los primeros monjath. Hasta este momento ignorábamos su naturaleza y durante todos estos seglodath no se habían revelado. Pero han tenido lugar extraños sucesos y finalmente tendremos que actuar. Debéis conocer el pasado de vuestras razas para entender lo que está sucediendo.
Dalaith les explicó que existían desde hace ya seglodath, Nueve Paisath, cada uno habitado por una raza y cada uno con un monjath por consejero.
Habló entonces Montath, monjath de la pureza:
- Yo, como descendiente del primer Montath, os contaré que éste fue consejero de los elphoth, aquellos que habitarían el Primero de los Nueve Paisath. Se les conocía como los seres más puros de toda La Tierra y vivían en paz, trabajando la tierra y descubriendo nuevas formas de hacerla florecer y de obtener medicinas. Más altos y esbeltos que los humanth, destacaban por su tez morena, sus ojos verdes y sus cortos cabellos hasta en las mujeres.
- Yo, como descendiente del primer Perentir, os hablaré de los gloriosos, similares a los humanth, se diferenciarían sólo en sus cabellos dorados y cristalinos ojos azules capaces sólo de reflejar la gloria. Ávidos de guerra, no sabían vivir en tiempos de paz y organizaban continuas competiciones para entretenerse en el Segundo de los Nueve Paisath.
Poco a poco, no sólo participarían ellos, sino todos los habitantes de la Tierra. Es lo que ahora conocéis como las Olympiath.
Continuó el monjath Arcanth, el de las armas..
- Mi antecesor, consejero del Tercer Paisath, estuvo al servicio de los horranth. Antaño y todavía ahora, destacan por su talento en el uso de las armas. Aunque les creáis poco útiles por su escaso tamaño, es también esa un arma que les permite escapar de los mayores peligros y llegar a donde otros por su gran tamaño no llegan. Es bien conocida la leyenda sobre su origen. El primero de los horranth fue concebido por La Dama de la Rosa Negra, fruto del pacto que hicieron ella y la criatura Nadieh en los primeros seglodath de La Tierra. Así dieron vida a otra criatura para que conviviera con los elphoth, única raza que existía hasta entonces.
Fue entonces cuando la Gran Sala tuvo más luz de la que La Luna le podía proporcionar. Ewynt se puso en pie para hablar y Jeralith pudo ver un brillo en sus ojos.
- Como sabéis yo soy la única mujer monjath pero no la primera. Como descendiente de la que fuera consejera del Cuarto Paisath, tierra de los humanth que hoy abarca desde Edorkin, tierra de Las Familias, a Filialt, tierra de Los Aprendices, os contaré porque tal parecido entre los gloriosos y nosotros, pues no sólo existe explicación para el origen de los horranth. La Dama de la Rosa Negra nació de una rosa como su nombre bien indica, esa rosa negra no era la única florek que brotó en los campos de La Tierra. Hubo otra, en este caso blanca, de la cuál también nacería una dama, La Dama del Clavel.
Quien dio lugar a estos prodigios nadie lo sabe, pero La Dama del Clavel nació cuando ya llevaban seglodath de vida La Dama de la Rosa Negra y la criatura Nadieh, así como monjath, elphoth y horranth. La hermosa Dama conoció al monjath de los elphoth y ambos concibieron a los gloriosos y a los humanth. Somos por tanto hermanos y si existen diferencias es sólo por el territorio que cada raza hemos escogido para vivir y el destino que nos ha sido encomendado.
El monjath Dalaith tomó de nuevo la palabra.
- Os han hablado pues de los Cuatro Primeros Paisath, habitados por elphoth, gloriosos, horranth y humanth. Yo, monjath Dalaith, soy descendiente de aquél que dio vida a cada uno de los monjath que vivieron en el Monte del Tiempo pero no fue ése siempre su hogar. Desde el principio de los tiempos su destino fue cada uno de los Cinco Paisath.
Mi antecesor, creación tan increíble como las de La Dama de la Rosa Negra, Nadieh y la Dama del Clavel, sería junto a ellos uno de los primeros habitantes de La Tierra. Su poder reunía la sabiduría, la pureza, la gloria, el saber de las armas, la habilidad en la lucha y la comprensión entre todo ser.
Su destino consistía en hacer llegar cada uno de esos poderes a las razas que serían creadas, pues él también recibió el don de prever parte de los hechos que tendrían que acontecer. Y así fue hecho, de su propia sangre y su propia carne creó a los cuatro monjath que le acompañarían en su labor.
Cada uno fue enviado a los Cuatro Primeros Paisath, mi antecesor llegó al Quinto, tierra de Nadieh, para vigilarle a él y La Dama de La Rosa Negra. A cada uno les otorgó un poder y no os repetiré cuáles son, pues ya los sabéis.
- Pero - interrumpió, Golaz, el elphoth más ágil de la Esculth y también amigo de Jeralith- estáis aquí cinco, y cinco sois los poderes sobre los que nos habéis hablado. ¿Quiénes son los otros cuatro y cuáles fueron los paisath a los que tuvieron que aconsejar?
- Tienes razón estimado Golaz. Si no hemos hablado de ellos es porque nos avergüenza reconocer que seres como nosotros dotados de poderes cuya única finalidad debiera ser el bien y el consejo, codiciaron algo más allá de su labor de consejeros. Cuatro, Dandil, monjath de la magia, Delenor, monjath de los sentimientos, Balrath, monjath de la cordura y la locura y finalmente, Jaramith, monjath de la naturaleza salvaje; fueron los que no nacieron del Primero de los Monjath de la Sabiduría.
- Y entonces, Dalaith, ¿De dónde salieron? ¿Quién los envió? ¿Qué paisath aún más desconocidos que los que conocemos, fueron los que recibieron su consejo?- preguntó de nuevo Golaz.
- He aquí la respuesta. Habiendo transcurrido un seglodath tras la creación de los Cinco Primeros Paisath y siendo todavía desconocida la naturaleza de La Dama de La Rosa Negra, el Segundo de los Monjath de la sabiduría concibió junto a ésta a los otros cuatro monjath. A cada uno se le dio un poder y habitaron cuatro partes de La Tierra que hasta entonces eran desconocidas, mugres y negras, muertas para ser resucitadas en la oscuridad, para ser reinos de la avaricia y la destrucción.
Cuatro Paisath, dos al norte y dos al sur, allí donde el clima acompaña la oscuridad, mientras la calidez del oeste habita en el paisath de los elphoth, la hermosa eterna mañana del este donde los humanth, y las siempre bienvenidas cuatro estaciones  de cada milésima parte de seglodath: Invernum, Esprinth, Veranum y Otomh en los paisath del noroeste y suroeste: tierras de horranth y gloriosos; el frío, la nieve, las nubes oscuras y la eterna neblina se ciernen sobre el norte y el sur.
El silencio era todo cuanto se podía oír en aquella Gran Sala, hasta que alguien lo interrumpió:
- ¿Entonces no fueron La Dama Oscura y la criatura Nadieh quienes perturbaron la tranquilidad de nuestras razas, Dalaith?- fue Jeralith quien habló.
- Paciencia, paciencia mis queridos estudiantes. Es una historia larga y pesada -
Dalaith tosió, estaba ya algo mayor, había entrado en el renglón de la madurez hacía ya tiempo y aunque tal edad en los monjath no se hace notoria hasta cierto tiempo después, ya empezaba a dar señales de ello.
- Tendremos que dejar descansar al viejo Dalaith, mañana pronto proseguiremos con la reunión y vuestra curiosidad será saciada. Id a dormir - y así habló Montath, monjath de la pureza.

Se retiraron todos a descansar. Jeralith, Madeth y Golaz se quedaron un rato más mientras veían a sus compañeros salir de la Gran Sala así como a los monjath. Dalaith se apoyaba en la bella Ewynt, parecía que realmente le había fatigado hablar de todo ello.
Los jóvenes amigos comentaban los hechos acontecidos. Querían saber más, así que cuando les mandaron a sus cuartos, hicieron ademán de ello pero en realidad se dirigieron a la Gran Biblioteca y allí buscando entre libros, hallaron cosas que jamás hubieran imaginado.
¿Dónde se encontraban los otros cuatro monjath? ¿Por qué los cinco que eligieron el camino del bien como sus antecesores, se encontraban ahora en Esculth? Ambas preguntas hallaron respuesta en los libros.
- ¿Tú entiendes algo Jeralith? - preguntó el elphoth Golaz.
- La verdad es, mi querido Golaz, que mucho antes de que llegara este día descubrí en algunos libros parte de nuestro pasado. No ha dejado de sorprenderme cuanto nos han explicado hoy pero encaja perfectamente con todo lo que había leído y ahora entiendo muchas cosas.
- Sabia eres Jeralith y bien has aprovechado tu tiempo en tus ratos libres, cuéntanos pues que descubriste y qué relación puede tener con todo lo que ha nos ha sido revelado hoy.
- Sí, sí, por favor Jeral - así la llamaba el pequeño Madeth.
Entonces, Jeralith tomó asiento y se dispuso a contarles.
- Mis queridos amigos lo que voy a explicaros no puedo asegurarlo con certeza pero es lo que encontré en los libros y todo cuanto hay allí es la verdad. Como dijo Dalaith, los otros cuatro monjath existentes en La Tierra, nacieron de la unión del segundo monjath de la sabiduría con La Dama Oscura. Estos fueron enviados a lugares todavía más inhóspitos y oscuros.  Pues eran los lugares de la Tierra que quedaban por descubrir.
Pero allí su alma se volvió corrupta y desearon las tierras habitadas por  elphoth, gloriosos, humanth y horranth. Para sus planes de expansión necesitaban crear sus propias razas para luchar con las estirpes existentes.
Aquellas tierras desiertas se encontraban al norte y al sur, de manera que tenían al otro lado de su frontera a los gloriosos, que habitaban al suroeste y a los horranth, en el noroeste. Muchos de ellos cayeron en manos de los cuatro monjath, unos voluntariamente, estaban sedientos de poder y éste les fue prometido, otros fueron llevados por la fuerza. Crearon de su propia sangre, sangre del monjath de la magia, del monjath de los sentimientos, del monjath de la cordura y la locura y del monjath de la naturaleza salvaje, dos nuevas razas. Fueron llamados duendez y gnomir.
- ¿Y cómo eran? ¿Cómo son? ¡Yo nunca he visto ninguno como ellos!- espetó Golaz, no podía creer lo que estaba oyendo. Nunca había oído sobre la existencia de seres semejantes. Madeth permanecía en un silencio extraño y no mostraba sorpresa.
- Cálmate Golaz, yo tampoco pero eso no quiere decir que no existan. Si los libros hablan de ellos será así. ¿No crees Madeth? ¿Madeth? - dijo Jeralith.
Madeth seguía callado. Jeralith y Golaz se giraron para mirarle, aquel silencio podía significar que Madeth sí conocía esas criaturas.
- Bueno, yo.. soy un horranth. Con certeza os puedo decir que de los míos con la sangre de los monjath nacieron los gnomir, por eso son tan poco agraciados como nosotros. Y sí, los he visto.
Yo no he vivido aquí siempre y recuerdo bien a aquellas criaturas que acechaban nuestras tierras. Fue esa la razón por la que me enviaron aquí. El lugar donde yo vivía fue totalmente destruido. Su ambición ha debido crecer y se acerca a nosotros, por eso temen los monjath.
Golaz y Jeralith se miraban estupefactos. Y volvieron su mirada a Madeth. Casi preguntaron a la vez
- Entonces, ¿tú sabes cómo son los gnomir? ¿Y qué apariencia tienen los duendez?
- Pues los gnomir ya os he dicho que al tener parte de los de mi raza, molestos a los ojos son..
- Venga Madeth que no es para tanto, yo te puedo mirar sin problemas - dijo Golaz y los tres amigos estallaron en una sonora carcajada, por un momento olvidaron lo que estaban hablando. Pero Madeth volvió a ello.
- Sobre los duendez no podría deciros porque nunca los llegué a ver.
- Yo sí podría hablaros sobre ellos - interrumpió Jeralith - no los he visto pero en Los Libros eran descritos. Son parecidos a los gloriosos, son altivos y visten ropajes similares preparados para la guerra. Utilizan armas diferentes, ni arcot ni espadantir que compartimos gloriosos, horranth, humanth y elphoth. Hechas de una materia jamás vista aquí y que sólo se encuentra en aquellas tierras grises. El proceso que las crea se llama forjádin y por ello, los gnomir aparecen más negros de lo que en realidad son,  pues son ellos quienes las crean al fuego para los duendez.
- Sí, el aspecto de los gnomir era tal. ¡Cuando yo los vi pensé que no se habían dado un baño en su vida! - dijo Madeth y los tres amigos volvieron a reír.
- Pero todavía no nos has dicho como son, Madeth y tú debes acabar de describirnos a los duendez, Jeralith.- dijo Golaz.
Y Madeth siguió contándoles como eran los gnomir, de aspecto siempre mugriento, eran tan pequeños y feos como los horranth. No vestían más que hojas de arboleth que cubrían tan sólo una parte de su cuerpo y cuando iban a destruir llevaban armaduras de la misma materia que sus armas. De los monjath heredaron únicamente el poder de la naturaleza salvaje, por ello eran capaces de trabajar aquello que más se les resistía y no se cansaban nunca o casi nunca. Llevaban en la sangre la misma sed de destrucción y maldad que aquellos que les crearon. Madeth no supo hasta oírselo a Dalaith, que los creadores de tales seres habían sido monjath como él.
Aquella conversación acabaría con la descripción de los duendez a cargo de Jeralith. Como bien empezó a decir eran seres parecidos a los gloriosos y por tanto, también parecidos a los humanth. No eran de tamaño tan imponente como los gloriosos pero sí algo más altos que los de la raza de Jeralith. Los duendez gozaban de casi todos los poderes de los monjath: la magia, el poder sobre los sentimientos y el poder sobre la locura y la cordura.. y vestían ropajes parecidos a los de estos, largas capas ocultaban parte de su físico y bajo ellas llevaban armaduras hechas por los gnomir. Unas capuchas cubrían sus rostros y sus curiosas orejas, alargadas como la punta de una espadantir, colgaban al final un cascabel que delataba su presencia al moverse. Su tez era tan blanca que contrastaba con la negrura de sus ropas. Y a pesar de no tener un solo cabello, la belleza de su rostro hacia increíble la maldad de su alma, si es que la tenían.
A la mañana siguiente sabrían como acabó la ambición de Dandil, Delenor, Balrath, y Jaramith. Y porque las acciones de estos obligarían a Dalaith y el resto a refugiarse en El Monte del Tiempo.
Habían pasado horas hablando y los seguidos bostezos les indicaban que era hora de dormir. Así acabó aquel extraño día.