La espada del Alba

Nuestro amigo Mithrandir83 nos ha enviado la primera parte de su relato "La espada del Alba". En su correo nos asegura que pronto nos enviará la segunda y última parte. Esta primera parte, consta de siete capítulos: "La marcha", "Regreso a Anthios", "Nora", "Dolorosos recuerdos", "El reencuentro", "Hacia lo desconocido" y Korho".

Para "El Fenómeno" y toda la gente que hace posible esta gran página, y por supuesto para todos los foreros que tanto me han enseñado y hecho pasar buenos ratos. Desde mi hermosa y verde tierra bañada por el mar, Asturias.


 Libro 1. -Presagios del Mal-

Prólogo

Hubo un tiempo en el que la tierra temblaba bajo los pies de aquellos que mataban por poder. De un confín a otro del mundo se oía el estruendo de la batalla, espoleado por unos hombres sedientos de guerra y llenos de ira. Porque el corazón humano es frágil, y fácilmente cae en tentaciones y sueños de poder, dejando de lado todo aquello que en realidad importa. En esa época llegó el declive. No había reino que no tuviese ansias de expandir su imperio y llevar sus fronteras a límites en los que nunca habían estado ni de los que nunca nada habían oído, poco importaba lo que sacasen de provecho en ello, pues el ver a otro reino destrozado y en ruinas era lo que daba alas a los que tenían el poder. No había batalla que no acabase con la matanza de la población derrotada, y nunca se hicieron prisioneros, el mundo se había convertido en una guerra sin sentido, en el eco de un holocausto que nadie sabe como terminaría, pues los reinos que aún resistían eran cada vez más poderosos y el odio mutuo crecía.

Pero existía un poder latente que se había mantenido al margen, vestigios de un mandato milenario ocurrido mucho antes de que el primer hombre caminara sobre la tierra. Los Dragones se ocultaban en lugares desconocidos, viviendo con amargura un exilio voluntario, viendo como el mundo se consumía en sus propios fuegos. Pero los Dragones sabían algo que los hombres desconocían en su brutal ignorancia. Desde que el hombre apareció, algo oscuro y sombrío apareció con él, algo que no se manifestó a su vez, y permaneció oculto en lugares fuera del tiempo y la razón. Era un poder capaz de desencadenar el Fin, era el Mal, un poder que se alimentaba de lo peor del hombre, de su cólera y su violenta naturaleza, cada batalla, cada asesinato, cada mentira, cada injusticia, cada deseo de poder de los hombres, todo aquello que tan a menudo se manifestaba en su ser, se convertía en una forma de poder invisible y desconocido para ellos y se almacenaba allí donde residía el Mal. Los Dragones sabían que esta ira nacida de entre los hombres lo haría crecer y llegaría un momento en el que estallaría una fuerza inimaginable para volverse contra aquellos que la habían alimentado. El Mal saldría de su oscuro letargo, tomaría forma física en los cuerpos de los tantos hombres muertos durante siglos a merced del acero de sus prójimos, formaría su ejército y con paso rápido y eficaz acabaría con todo, acabaría con toda la ira que rebosaba el mundo y con la vida de todos los hombres, para que ésta no volviese a aparecer. Ese momento se acercaba, y los Dragones lo sabían. Por eso decidieron juntarse y mantener contacto con aquellos humanos con un corazón puro, y protegerlos para que reforjaran el mundo tras la Guerra. Porque los Dragones formaron una gran hueste que se enfrentó a todos los hombres, ahora unidos contra un enemigo común. Los Dragones sabían que debían acabar con todos los que seguían alimentando al Mal, para evitar su venida y el Fin de Todo. Entonces empezó la Gran Guerra, hombres contra Dragones, y duró muchos años, tantos que nadie los contó, en aquella época de Caos. Cuando todo acabó el mundo se sumió en un silencio terrible, con la tierra bañada de una sangre que tardaría en desaparecer. Pocos Dragones quedaron con vida, y se encargaron de inculcar su sabiduría a los Protegidos para el comienzo de una nueva Era de paz. El mundo de los hombres renacería de nuevo con otro punto de partida.

 Fue en ese recomienzo cuando Hombres y Dragones unieron sus conocimientos y sus virtudes y forjaron una espada que les protegería de la posible llegada del Mal en un futuro lejano. La espada fue ocultada en un lugar donde sería encontrada por la persona adecuada cuando llegara el fatídico día, y en ella residía la esperanza del Bien ante la cólera humana.

Los Dragones volvieron a su letargo y los Hombres empezaron a reconstruir el ruinoso mundo que tenían ante ellos. Lento y difícil fueron los comienzos, pero poco a poco, con el lento paso del tiempo, una nueva civilización creció y se desarrolló, esta vez con un renovado esplendor.

Pero nada es eterno, y aquellos hombres, cuyos antepasados renunciaron a la guerra, cayeron en el mismo error que los de antaño, y empezaron a dedicar su vida al dominio de otros, en muchas ocasiones recurriendo a esa ira que todo hombre lleva dentro. Y volvió esa época de Oscuridad, y esta vez no había Dragones que evitaran lo inevitable: el resurgimiento del Mal.


Capítulo 1: La Marcha

Poco después de que el Sol ascendiese en el horizonte y una tímida pero cálida luz comenzara a iluminar el valle, Linnod salió al pequeño huerto y observó la tierra árida. Sólo unos míseros tallos asomaban de vez en cuando entre el polvo. No había sido un buen año para la cosecha, había llovido poco, muy poco, una sequía como no recordaba en años. Con desgana, cogió los útiles y comenzó a recoger lo poco que había de provecho.

Linnod vivía en una pequeña casa de madera y ladrillo construída por él mismo tiempo atrás situada en el valle de Taenir, un fértil y en condiciones normales húmedo lugar entre dos estribaciones montañosas apartado de todo. Tenía dos caballos en un establo adyacente a la casa casi tan grande como ésta. Vivía con humildad, produciendo todo aquello que necesitaba para vivir, y raramente iba a algún pueblo de la región, sólo para comprar algún cerdo u ovejas en la primavera. Hasta ese año las cosechas habían sido muy buenas, y lo obtenido Linnod lo repartía entre él, los caballos y el almacén, éste último con el fin de no quedarse sin comida en invierno y épocas desfavorables. Pero ese año había sobrepasado todas sus expectativas y casi no tenía comida guardada, por lo que se vería obligado comerciar con uno de sus caballos para obtener algo de carne o cereales, algo que tenía como último recurso.

Clavó el azado en la tierra para dejar al descubierto unas pequeñas raíces. Las cogió y las introdujo en el saco, lleno hasta un cuarto de su capacidad. Miró a su alrededor y observó que había recogido más de la mitad del campo. Se sentó en el suelo y se llevó las manos a la cara, limpiándose el sudor de su frente. Miró con pesadumbre el Sol que ya se alzaba orgulloso en el cielo. Bajó la vista y se restregó los ojos. Cuando los abrió lo primero que enfocaron fue la figura de un jinete al lado de la cerca. Linnod se acercó a él. A medida que caminaba pudo observarle con detalle: vestía cota de malla plateada, reluciente, brazaletes también plateados, una capa roja larga, con ribetes dorados y un escudo en la espalda que Linnod conocía bien. Portaba una espada larga envainada que colgaba amenazante de su cintura. Luego observó su cara: una cara con los rasgos marcados, una nariz aguileña, pelo largo que caía sobre las hombreras y unos ojos negros y pequeños bajo unas espesas cejas que le observaban mientras se acercaba.

Cuando Linnod llegó ante el jinete le miró a la cara y se quedó allí, esperando las nuevas que traía.

- Por orden del rey debe acompañarme- dijo el jinete

Linnod se quedó mirándole.

- Coja lo necesario y si lo posee, un caballo; partiremos enseguida- dijo en tono algo más bajo.

- ¿Y quien se supone que es ese hombre que irrumpe en mi hogar y me da órdenes sin ni siquiera decir su nombre?- dijo Linnod

- A lo primero te respondo diciéndote que soy el escudero del rey, y a lo segundo, no soy yo quien te da órdenes, sino tu rey- dijo el jinete frunciendo el ceño.

Linnod advirtió que el hombre dejó de tratarle de usted para pasar a ser más autoritario y a considerarle un súbdito.

Linnod se quedó pensando. Algo extraño pasaba en todo aquello, nunca esperó volver a oir nombrar al rey, y de pronto Anthios vino a su mente. Anthios era la capital del reino de mismo nombre. Montones de recuerdos se agolparon en su cabeza. Nunca había pasado por su cabeza volver a Anthios, pero aquella inesperada visita le había hecho pensar. Pronto se quedaría sin comida, tendría que ir a algún pueblo pronto de todos modos. Pero desconocía cual era el propósito del rey al convocarlo, y eso le daba miedo.

El rey Kaenor había influído en la vida de Linnod hasta el punto de controlarla. Infaustos recuerdos le traía a Linnod el nombre del rey, apartado hacía diez años al más oscuro lugar de su mente, donde no pudiese hacerle daño. Pero en unos minutos su dura pero apacible vida había tomado un sentido que Linnod no deseaba, no deseaba volver a Anthios y no deseaba ver a Kaenor. Pero no tenía opciones, era eso o esperar unas lluvias que nunca llegarían, para poder abastecerse y comerciar.

Decidió hacer lo que el jinete le dijo. Entró en la casa y cogió algunos víveres que tenía guardados. Se colgó a la espalda su pequeño macuto y cogió una daga en su vaina y se la puso en el cinto. Se puso una capa marrón desgastada por la edad y el uso. Se dirigió al establo y ensilló a Sariel. Sariel era su caballo más joven y fornido. Linnod miró a Habor fijamente. El viejo caballo le devolvió la mirada tristemente, como sabiendo lo que iba a ocurrir. Cuando hubo acabado con Sariel desató a Habor y lo sacó por la parte trasera del establo.

- No puedo llevarte conmigo, amigo. Y no sé cuando regresaré. Así que es mejor que vivas libre lo que te quede de vida- le dijo Linnod

- Sabes que me duele hacer esto, pero no tengo alternativas-

El caballo parecía entender lo que su amo le decía. Le miró con sus viejos ojos y cansinamente comenzó a alejarse entre los árboles, mirando atrás cada poco, esperando un arrepentimiento de Linnod. Pero éste no llegó, y Habor se alejó despacio hasta que se perdió en el bosque. Linnod se secó los ojos húmedos y volvió al establo. Se subió en Sariel y salió despacio. El jinete seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Linnod no pudo evitar volver la cabeza, como acababa de hacer Habor, para observar aquella casa que se quedaba vacía. Por un momento pensó en retroceder e ir a buscar a su caballo, hacer caso omiso del jinete y seguir con su vida. Pero no lo hizo. Aquellos segundos de duda, y su decisión posterior serían claves en el desarrollo de su vida a partir de entonces. El jinete comenzó la marcha. Linnod le siguió a un par de metros. A medida que se alejaban y los secos robles del borde del camino iban ocultando la cada vez más distante casa, se sentía más apesadumbrado. Sabía que comenzaba un viaje hacia un lugar que añoraba y a la vez temía, un viaje con un propósito incierto y pocas esperanzas de encontrarse con nada positivo. Lo que no sabía era que aquella vez fue la última que vio su hogar, la última que vio a Habor y aquellos los últimos pasos que daba en el valle de Taenir. Perdieron de vista la casa y comenzaron a ascender. Llegaron a la cima de la colina que delimitaba el valle. Descendieron con paso rápido y cogieron el camino principal que unía todos los pueblos con la capital. Tres jornadas de viaje les quedaban por delante hasta llegar a Anthios. El jinete giró la cabeza y miró a Linnod. Acto seguido hizo un gesto y apretó el paso. Linnod azuzó a Sariel y se colocó a pocos centímetros del jinete. El Sol comenzaba a declinar cuando cogieron una bifurcación más ancha, un camino que Linnod había echo a la inversa diez años atrás, un camino que llevaba directamente al trono del rey que había destrozado su vida.