Junto a una soleada pared
¿Sobre qué pudieron hablar Frodo y Faramir en una soleada tarde apoyados contra una pared? Nuestra amiga Yavanna nos lo cuenta en este relato breve.
Ninguno de los dos habíamos olvidado aquellas palabras.
Yo le había despedido en Henneth Annûn dudando que el destino nos deparase otro encuentro bajo el Sol, y dije:
-Si acaso alguna vez, contra toda esperanza, regresas a las tierras de los vivos y volvemos a relatar nuestras historias, sentados junto a una soleada pared y riéndonos de las viejas penas, me hablarás de todo ello...
La historia del escurridizo Sméagol, de cómo se había apoderado del Anillo y de cómo lo había perdido finalmente a manos de Bilbo Bolsón...eso era, ni más ni menos, lo que no había confiado en llegar a oír de labios de Frodo.
Y, sin embargo, allí estábamos. La luz del verano iluminaba mi ciudad, que resplandecía como una joya blanca, olvidando ya la sangre, el fuego y el sombrío hálito del Enemigo.
Había guiado al Portador del Anillo a los jardines que se extienden sobre el parapeto del quinto nivel, y nos habíamos sentado apaciblemente en el suelo, apoyados en la pared que recibía los cálidos rayos del Sol de la tarde.
-Y bien, señor Faramir, ¿de verdad quieres arriesgarte a que un hobbit te cuente una historia? Porque a veces empezamos y no sabemos cuando parar...-dijo Frodo, sonriendo.
-No creo que puedas ser peor que Mithrandir, y en mi juventud soporté muchas veladas escuchando sus peroratas y tosiendo con el humo de su pipa- respondí con una carcajada.
-Tabaco de Valle Largo...-suspiró Frodo-¡cuánto echo de menos poder fumar una buena pipa! Pero después de los vapores de Sammath Naur, ni Sam ni yo podemos hacerlo sin ahogarnos.
Frodo había hecho ese comentario en tono casual, pero no pude por menos de considerar los estragos que la terrible travesía de Mordor, atormentado con el Anillo,
habían hecho en él. Aún se le veía demasiado delgado y pálido, y se agotaba fácilmente. Pero su hermoso semblante intemporal se había liberado de la angustia que mostraba cuando le conocí.
Durante aquel largo atardecer Frodo desgranó con consumada habilidad de narrador la historia de su fatídica herencia, y otras historias más felices de la Comarca que tanto amaba, y yo le hablé de Boromir y de nuestro padre, cuyas muertes aún me atormentaban, y lloramos y reímos, y nos regocijamos de haber regresado de las Sombras, aunque no incólumes.
Y, cuando, algún tiempo después, supe que el Portador del Anillo había tenido que partir hacia el Oeste, atesoré aún más el recuerdo de esas horas pasadas junto a una soleada pared, en la Ciudad Blanca.
Yo le había despedido en Henneth Annûn dudando que el destino nos deparase otro encuentro bajo el Sol, y dije:
-Si acaso alguna vez, contra toda esperanza, regresas a las tierras de los vivos y volvemos a relatar nuestras historias, sentados junto a una soleada pared y riéndonos de las viejas penas, me hablarás de todo ello...
La historia del escurridizo Sméagol, de cómo se había apoderado del Anillo y de cómo lo había perdido finalmente a manos de Bilbo Bolsón...eso era, ni más ni menos, lo que no había confiado en llegar a oír de labios de Frodo.
Y, sin embargo, allí estábamos. La luz del verano iluminaba mi ciudad, que resplandecía como una joya blanca, olvidando ya la sangre, el fuego y el sombrío hálito del Enemigo.
Había guiado al Portador del Anillo a los jardines que se extienden sobre el parapeto del quinto nivel, y nos habíamos sentado apaciblemente en el suelo, apoyados en la pared que recibía los cálidos rayos del Sol de la tarde.
-Y bien, señor Faramir, ¿de verdad quieres arriesgarte a que un hobbit te cuente una historia? Porque a veces empezamos y no sabemos cuando parar...-dijo Frodo, sonriendo.
-No creo que puedas ser peor que Mithrandir, y en mi juventud soporté muchas veladas escuchando sus peroratas y tosiendo con el humo de su pipa- respondí con una carcajada.
-Tabaco de Valle Largo...-suspiró Frodo-¡cuánto echo de menos poder fumar una buena pipa! Pero después de los vapores de Sammath Naur, ni Sam ni yo podemos hacerlo sin ahogarnos.
Frodo había hecho ese comentario en tono casual, pero no pude por menos de considerar los estragos que la terrible travesía de Mordor, atormentado con el Anillo,
habían hecho en él. Aún se le veía demasiado delgado y pálido, y se agotaba fácilmente. Pero su hermoso semblante intemporal se había liberado de la angustia que mostraba cuando le conocí.
Durante aquel largo atardecer Frodo desgranó con consumada habilidad de narrador la historia de su fatídica herencia, y otras historias más felices de la Comarca que tanto amaba, y yo le hablé de Boromir y de nuestro padre, cuyas muertes aún me atormentaban, y lloramos y reímos, y nos regocijamos de haber regresado de las Sombras, aunque no incólumes.
Y, cuando, algún tiempo después, supe que el Portador del Anillo había tenido que partir hacia el Oeste, atesoré aún más el recuerdo de esas horas pasadas junto a una soleada pared, en la Ciudad Blanca.