Partió con el ocaso
Nuestra amiga _Ithilien_ nos ha enviado un breve pero muy emotivo relato, que trata sobre la muerte de Finduilas de Dol Amroth, desde los puntos de vista de Denethor y sus hijos.

Ilustración de Elizabeth Wyeth



Apoyado en el muro del séptimo círculo, podía ver el ir y venir de los habitantes de la ciudad. Era un día como otro cualquiera para ellos: había trabajo que hacer,  un sustento que ganarse, una vida que vivir. Los gritos y las risas de los niños pronto envolverían las calles con su perenne jovialidad.

El senescal observaba las diversas situaciones que estaban teniendo lugar en aquel momento en los círculos inferiores, pero no les prestaba atención. Desde hacía semanas, y a pesar de todos los asuntos que le requerían, su mente estaba prendida de uno en concreto.

Sintió la proximidad del Mayoral de las Casas de Curación incluso antes de que sus pisadas se pudieran oír en el suelo de piedra blanca. Un escalofrío le recorrió la espalda pero,  enfrentándose a su temor con la seriedad y dignidad que le caracterizaban, se giró:

- Mayoral, ¿qué nuevas me traéis?
- Son por cierto malas nuevas, mi Señor.  El estado de la Señora ha empeorado, - bajó la mirada, claramente compungido y añadió  - su hora está próxima.

Denethor digirió la noticia con suma dificultad. Aunque se lo esperaba, no era lo mismo enfrentarse a la cruenta realidad que imaginarla, pensando en lo que podría ocurrir y deseando a la vez que no tuviese lugar. A pesar de que su interior era un torbellino de sentimientos, no dejó que éste saliera al exterior. Era el Senescal y debía mostrarse tan digno y sereno como le habría correspondido al Rey a quien sustituía.

- ¿Dónde están mis hijos?
- En sus aposentos, mi Señor. No hemos creído conveniente que visitaran a vuestra esposa por el momento.
- Éste - dijo Denethor - es el momento adecuado.
- Pero, mi Señor, ¡la Señora Finduilas acaba de dormirse!
- ¡Nada de peros, Mayoral! - bramó - ¿Acaso olvidáis quien está aquí al mando? - respiró profundamente para sosegarse y añadió - No pienso dejar que ella muera sin despedirse de los niños. No sería bueno para ellos y sé que a mi esposa le disgustaría si así ocurriese.

El Mayoral, obediente, hizo una reverencia.
 
- Quiero que estén listos para ver a su madre antes del ocaso. Haced entonces que sean conducidos a las Casas de Curación. Ahora, retiraos.

Tras hacer una nueva reverencia, el Mayoral se fue.

De nuevo solo, el Senescal dirigió su mirada a la plaza situada en el centro del círculo. En ella, el Árbol Blanco, que antaño había reflejado la gloria de Gondor, languidecía ahora seco, sin una ínfima señal de vida que pudiera alegrar los corazones de los habitantes de la ciudad. "Vivimos tiempos aciagos", pensó, y esta idea quedó confirmada cuando Denethor miró a las lejanas, pero aún demasiado cercanas, montañas que se extendían frente a la Ciudad Blanca, como haciendo burla de su belleza y pureza con toda la oscuridad que emanaban: Mordor... su sola presencia en el horizonte le hacía temblar de rabia al recordar que por temor al País de la Sombra, la mujer que amaba fue perdiendo su alegría y sus ganas de vivir, de modo similar a cómo hiciera el Árbol de Gondor tiempo atrás.

Pero no podía desdeñar su papel en la enfermedad de su esposa. Si le hubiera dedicado más atención, si hubieran paseado juntos cuando ella se lo pedía, si la hubiera tomado de la mano y le hubiese expresado su infinito amor, en vez de esconder sus sentimientos bajo la capa de seriedad en la que él se envolvía; tal vez  en ese caso...

Pero ya era demasiado tarde para lamentarse. Cuentan los dichos populares que uno nunca sabe lo que tiene hasta que lo pierde y, para su consternación,  Denethor estaba empezando a comprender la inevitable verdad de dichas palabras.

~*~

Silencio. Ésa sería una de las sensaciones que, años después, Faramir recordaría  con más claridad respecto a los días previos a la muerte de su madre. Las calles que recorrían los dos últimos círculos de la ciudad parecían haberse vaciado de repente, cuando siempre habían estado llenas de animación, con consejeros, capitanes y demás autoridades al servicio del Senescal yendo de un lado para otro. Parecía que hasta el viento se había olvidado de su dulce canción y que las aves se habían quedado mudas, y esto no le gustaba. Hacía aún más difícil y angustiosa la espera.

Sentado en sus aposentos, esperaba a que alguien viniera a buscarle a él y a su hermano para dirigirse a las Casas de Curación. Por un lado, ardía en deseos de ver a su madre, pero por el otro ... no sabía a qué habría de enfrentarse. Para su desagrado, los adultos que pululaban tristemente a su alrededor parecían haber acordado mantenerles alejados de toda información, tal vez para aliviarles la pena, aunque la verdad es que solo servía para que sus temores fueran aún mayores.

Miró a Boromir que, con el semblante triste, parecía entretenerse siguiendo con la mirada los pájaros que volaban libremente al compás del viento. En aquellos momentos Faramir se habría cambiado gustosamente por cualquiera de ellos, para así no tener que vivir momentos tan difíciles.

- ¿Boromir?
- ¿Si, hermano?
- ¿Cómo crees que estará madre?
- Creo que madre se muere- contestó. Para tratarse de un niño de ocho años, Boromir era muy directo.

Esa era la idea que al pequeño Faramir le había rondado la cabeza todos estos días. Habría querido echarse a llorar, gritar y romper todos las cosas que le rodeaban, pero sabía que eso no serviría para nada: si su madre moría, nada de lo que hiciera podría devolvérsela. Sólo podría actuar del modo en que lo haría el hijo de un Senescal, tal y como le habían enseñado desde que aprendió a leer y escribir. Su padre así lo esperaría.

Unos golpes en la puerta le devolvieron a la realidad. Boromir, a quien el ruido había pillado por sorpresa hasta el punto de hacerle pegar un pequeño salto, se giró inmediatamente para poder ver quién acudía en su busca. Era el Mayoral de las Casas de Curación.

Sin intercambiar palabra alguna con ellos, les condujo a través de las blancas callejuelas con paso firme. Los niños le siguieron sin titubear, aunque sentían que cada paso les llevaba a un destino del que no querían ser partícipes. Recordaron todas aquellas veces en que habían hecho el mismo recorrido acompañados por su adorada madre con objeto de pasar la tarde en los hermosos jardines que rodeaban las Casas de Curación. Hoy, sin embargo, ese espacio verde que antaño había representado para ellos el lugar más hermoso de la Ciudad Blanca, les parecía lóbrego.

En las puertas del edificio esperaba su padre, que les recibió con el mismo gesto adusto que siempre presentaba, y que se había intensificado durante las últimas semanas.
 
- Hijos míos- dijo con gravedad -ha llegado el momento de que veáis a vuestra madre. Con gran pesar he de deciros que su estado ha empeorado en los últimos momentos: los curadores aseguran que no sobrevivirá a esta noche. Ésta será, por tanto, vuestra última  oportunidad para darle vuestro adiós. Aprovechad bien vuestros instantes con ella.

Las lágrimas anegaron los ojos de los dos hermanos. Demasiado tiempo las habían contenido y ahora no tenían fuerza suficiente para evitar que corrieran por sus mejillas. Denethor, en un acto de cariño que no se volvería a repetir en su vida, se agachó hasta ponerse a la altura de Faramir, el más pequeño, y apoyó sus firmes manos en los hombros de ambos diciendo:

- ¡Vamos! Es en estos instantes de dolor cuando debéis ser más valientes. No hagáis que el último recuerdo que vuestra madre se lleve de vosotros sean las lágrimas.

Estas palabras tuvieron el don de sosegar a los pequeños e inmediatamente fueron conducidos al interior del edificio. Denethor no hizo ademán de moverse con ellos, y Boromir, girándose, preguntó:

- Padre, ¿tú no vienes con nosotros?
- No - contestó él - yo iré después.

~*~

          
El recorrido por los pasillos les había parecido eterno y ahora, plantados delante de la puerta que conducía a los aposentos de Finduilas, los hermanos contenían la respiración, nerviosos y asustados. Finalmente, en un instante de denodada valentía, Faramir dijo:

- Vamos.

Y entonces Boromir abrió la puerta.

La habitación estaba sumida en la penumbra y los niños esperaron a que sus ojos se acostumbraran a ésta antes de dirigirse a la cama de la yaciente. Una vez situados al lado de ésta, comprobaron con una mezcla de horror y pesar la palidez que había tomado posesión del rostro de Finduilas, antes terso y vivaz. Dos manchas oscuras se podían percibir bajo sus párpados cerrados.

Aún aterrados por el estado físico de su madre, y quizás a consecuencia de ello, Boromir tomó su mano, mientras que Faramir apoyaba su cabeza en su pecho. Este contacto hizo que Finduilas se despertara.

- Mis niños, mis queridos niños...
- Madre - dijeron ambos al unísono.

Intentaron sonreír, pero la boca parecía habérseles congelado en la cara. Se notaba que no sabían que hacer ni qué decir, pero ella lo comprendía. Un solo movimiento de su cabeza, aún grácil a pesar de su estado, demostraba que sabía por lo que estaban pasando aquellas dos criaturas, al tiempo que les decía que no se preocuparan.

- Siento que tengáis que verme así, mis niños. Pero lamentablemente, éste es mi final y los Valar han querido que sea de esta forma.

- Madre, ¡no! No dejaré que te mueras, ¡los Valar son injustos si esto es lo que han decidido para ti! - era Boromir quien pronunciaba tan vehementes palabras.

- Hijo, no es decisión de los mortales, ni siquiera de los seres inmortales, cuestionar las decisiones de los Valar. Algún día te darás cuenta de que ninguno podemos escapar a nuestro destino y por ello debemos enfrentarnos a él con orgullo y sin miedo.

Decía esto a la vez que hundía sus dedos mortecinos en los oscuros cabellos de su hijo mayor. Con la otra mano, acariciaba a Faramir, que la miraba con ojos de comprensión, aunque no por ello menos tristes. Sonrió.

- Faramir...
- Te echaré mucho de menos, madre. Los dos lo haremos.
- Lo sé, queridos. Pero escuchadme ahora, no queda mucho tiempo y hay algo que quiero deciros. Corren tiempos oscuros, hijos míos, pero el corazón me dice que los años venideros serán aún peores. Tendréis que pelear por vuestra libertad y por la de vuestro pueblo. Y vuestro padre... ¡ay! temo que su carga será demasiado pesada.

En este punto, Finduilas tuvo que dejar de hablar para recuperar el aliento. Estaba muy cansada y la siguiente vez que habló, lo tuvo que hacer en voz baja, casi en susurros.

- Debéis prometerme ahora que haréis todo cuanto esté en vuestras manos para ayudarle, que siempre le seréis fieles y que jamás os separaréis de su lado.

- Así lo haremos, madre- dijo Boromir, al tiempo que el pequeño Faramir asentía.

- Y lo más importante - continuó ella - no olvidéis que él os ama con todo su corazón, a pesar de que no lo demuestre. No lo olvidéis jamás.

- Sí, madre.
- Ahora debéis iros. He de descansar antes de dar el último adiós a vuestro padre.
- Madre, ¡mamá! - al tiempo que pronunciaban estas palabras, la abrazaron, teniendo cuidado de no hacerle daño.
- Lo sé, lo sé... os quiero con todo mi alma, mis pequeños. Tampoco olvidéis eso. Vosotros sois lo mejor que he tenido en mi vida.

Las lágrimas corrían a raudales por las mejillas de los niños y esta vez no habría palabras de consuelo que pudieran detenerlas. Aunque se aferraban a la idea de quedarse para siempre con ella, sabían que debían irse. Y eso hicieron. Cogidos de la mano se encaminaron hacia la salida.

- ¡Faramir!

El pequeño corrió hacia la moribunda como una exhalación, a tiempo de oírle decir:

- Vuestro padre os quiere a los dos por igual. Pase lo que pase, nunca creas lo contrario.

Y con una caricia en la mejilla de su hijo menor, cayó presa de un repentino desvanecimiento. Faramir no sabía hasta que punto esas últimas palabras de su madre le reconfortarían en los años venideros.

Tras ese breve inciso, los niños abandonaron los aposentos. Ésa sería la última vez en que los hijos del vigésimo sexto Senescal de Gondor verían a su madre con vida.

~*~

Unos instantes después, Finduilas recobró el conocimiento. Ya hacía largo rato que sus hijos se habían marchado, pero a pesar de ello, no estaba sola. Una figura ataviada con ropas oscuras estaba sentada en el borde de la cama la miraba con una infinita tristeza reflejada en los ojos.

Con un gran esfuerzo por su parte, Finduilas levantó la mano para tocar el rostro de su esposo.

- Largo tiempo has llevado esta máscara de seriedad. ¿No será este el momento en que te la quites?
- Creo que ese momento ya no llegará jamás. No si tú no estás aquí para presenciarlo.
- Yo no estaré, pero sí nuestros hijos.

Denethor reprimió la frase que cruzó su mente. "No será lo mismo". Pero dijo:

- Lamento profundamente que todo tenga que acabar de esta manera.
- Yo también lo lamento... pero éste no es el fin de todas las cosas. La vida continúa, Denethor, y debes vivirla.

De nuevo el silencio, interrumpido solamente por unos toses y breves convulsiones que atacaron el frágil cuerpo de la esposa del Senescal.

Afuera, el día tocaba a su fin y la oscuridad iba adueñándose de la habitación.

- ¿Hay algo que pueda hacer,  Finduilas, algo que desees en estos momentos?
- Sí....
- ¿Qué? ¡Dímelo! ¿Qué puedo hacer?

Y colocando su fría mano sobre la del Senescal dijo:
- Dímelo, dímelo por primera y última vez.
- Yo... te amo, Finduilas, te amo con todo mi corazón y cada día que pasa me maldigo a mi mismo por no habértelo dicho nunca antes. Realmente no se porqué...

La miró mientras pronunciaba estas palabras y, para su asombro, vio que una sonrisa se había formado en la cara de aquella bella mujer y tal era la fuerza de este gesto, que su rostro pareció rejuvenecer y recobrar la salud. Y justo en ese instante, su mano dejó de hacer presión en la de Denethor.

En el exterior, el ocaso se adueñó del cielo y bañó la tierra con su aterciopelada oscuridad. Y ella partió. Partió con el ocaso para no regresar jamás.

Denethor, apoyada su cabeza sobre el regazo de Finduilas, lloró amargamente como nunca más lo volvería a hacer.

FIN