I
La noche era la más oscura en muchos años. En la lejanía, al otro lado de la bahía, brillaban inseguras las luces del alcázar del rey. El viajero que las miraba sabía que allí se celebraba un banquete, y que en la gran sala ardían fuegos en la chimenea y en braseros, dando calor, sabía que servirían vino con especias a los invitados, y corzo, y quizá incluso cola de dragón, como sabía también que le esperaba un sitio en la mesa del rey y que no llegaría a ocuparlo esa noche. Porque el lugar en que se encontraba era muy diferente del alcázar.
Dónde él se encontraba hacía frío, un frío húmedo y pegajoso, que calaba hasta los huesos, y desde luego no había un fuego para calentarse, ni vino o carne para cenar. Solo había un miserable pantano, un charco donde él estaba hundido hasta las rodillas y criaturas en las que era mejor no pensar, ya que no solo no se comían, sino que seguramente trataban ya de comérselo a él.
Desde que se alejó de la estatua medio hundida en el cieno creía oír tras él un silbido tenue y un chapoteo flojo y repugnante, y algo que no podía negar eran los lejanos aullidos de lobos que se escuchaban mas allá de las nieblas. Así pues, en estas circunstancias, teniendo en cuenta el cansancio, la oscuridad de la noche, los ruidos y los recuerdos que lo acosaban, no debemos reprochar al joven viajero que temblara de terror y de frío, pero mas de terror, al contemplar dos ojos pequeños y fijos, lívidos, que lo observaban sin pupilas desde la rama de un árbol deshojado.
Dio un paso atrás y agitó su antorcha entre él y aquello que le miraba, fuera lo que fuese. En cualquier caso no podía ser muy grande, aunque “pequeño”, en ese lugar y a esa hora, no tenía porqué significar “menos peligroso”. Sacó con mano temblorosa su cuchillo de monte, ya que la espada se la habían robado durante su largo viaje. Para su sorpresa, el propietario de los ojos no atacó, no se movió, parecía observar la antorcha, y el viajero se percató de pronto de que esos ojos no eran los únicos que había a la vista. Había más pares idénticos de ojos, que lo miraban desde las ramas, desde el suelo o desde las rocas de alrededor. Mirando a un par que pertenecía a una criatura apoyada en el suelo se hizo una idea de su altura exacta: no pasaba de cuatro palmos, es decir, apenas llegaba a su cintura.
Lo tranquilizó comprobar que eran realmente pequeños, aunque muchos, y también que parecían temer el fuego de su antorcha. Así pues, reemprendió la marcha hacia el embarcadero que había de llevarle hasta los muelles de la villa, pero encontró su camino cortado, las criaturas lo rodeaban por todos lados. Además se percató, desesperado, de que algunas comenzaban a acercarse lentamente, y una pareció dar un saltito. Miró el sendero, luego hacia atrás, de nuevo al sendero, y se decidió. Salió corriendo en dirección a los ojos que le tapaban la retirada, y al llegar a unos pasos agitó la antorcha en dirección a ellos. Sabía que ahora tenía a los demás a la espalda y que no podía perder un instante. Los que le cortaban el paso retrocedieron algo, el viajero saltó casi sobre ellos e intentó golpear con la antorcha a uno. Tuvo una fugaz visión de una extremidad, mezcla de pata de ave y brazo humano, descarnado y blanquecino, antes de que los ojos saltaran hacia atrás y se desvanecieran en la niebla. Entonces sí corrió con toda su alma, chapoteando en las charcas, agarrándose a las hierbas para doblar los recodos. Giró un momento el cuello, vio tras él decenas de ojos que saltaban más de dos metros a cada impulso. Volvió la cabeza hacia delante, se agachó para esquivar una rama, piso una roca cubierta de liquen y resbaló. Cayó en una charca pestilente, alzó desesperado la antorcha para que no se apagara. Tanteó el fondo intentando impulsarse hacia fuera, palpó huesos pulidos y suaves y aterrado sintió que sus dedos se hundían en las órbitas vacías de un cráneo humano. Consiguió salir, golpeó a una criatura en la testa con el fuego y escuchó un alarido ronco y agudo. Corrió desbocado por una cañada, implorando a los dioses una salvación. Los ojos acortaban distancias, un cuerpecillo pálido y huesudo le saltó encima. Lo apartó de un manotazo frenético, notó que apenas pesaba. Se enganchó en unas lianas, giró, cayó de rodillas y se incorporó apoyándose en una superficie extrañamente plana. Rozó con los dedos las runas grabadas en la piedra y de pronto comprendió. Una lápida, rota, profanada. Un pantano. Huesos pulidos en la charca. Frío, piel blanca, mezcla de ave y humano, pequeños, ligeros. Ojos sin pupilas. Miedo al fuego. Devoradores de cadáveres. Necrófagos. Ghules.
Se giró a tiempo. Con la antorcha sacudió a uno de los aplastados cráneos, con el cuchillo cortó un brazo de finas y estrechas garras. Agitó la tea en círculo, subió a la tumba para ganar algo de ventaja a los ghules. Pero excepto uno especialmente audaz, que retrocedió chillando y agitando la alargada testa, los demás se limitaron a rodear la lápida gritando y parloteando. A pesar de mantener la distancia, por momentos se exaltaban y se enfurecían, saltando a alrededor, aullaban y gañían de forma salvaje, brillando sus ojos con los reflejos de la antorcha que temían. Que aún temían.
Pues ciertamente los ghules son tan cobardes como se cuenta. Es por esto que se alimentan de carroña de todo tipo, y por eso también suelen congregarse en cementerios, campos de batalla y otros lugares donde haya abundancia de muertos. Es casi imposible encontrar a ghules solos o por parejas, excepto cuando montan guardia en torno a sus profundas madrigueras o exploran el terreno, y también cuando sirven de avanzadilla de caza o saquean cunas y nidos, ya que después de los muertos, los niños y los cachorros, cuanto más jóvenes mejor, son el alimento preferido de estas criaturas. En cualquier caso, un ghul que sea sorprendido en solitario huirá ante el menor incidente, y no presentará combate a menos que no tenga otra opción. Aun así, uno debe tener cuidado con un ghul, por solo que esté, ya que sus dientes son afilados y fuertes, y su veneno, aunque lento, es letal, y difícil encontrar antídotos. Los ghules son, pues, como ya se ha dicho, cobardes, pero hay algo que los lleva a vencer este miedo en ocasiones: el hambre. Mientras haya muertos que comer no atacarán a los vivos, y mientras haya pequeños no atacarán a los adultos. Sin embargo, cuando los acucia un fuerte apetito, son unos grandes cazadores, y pocas veces escapan sus presas, ya que tienen una gran coordinación. Y a pesar de todo lo que se cuenta, y de su forma de comportarse, los ghules no son en modo alguno estúpidos. No construyen ni tienen escritura, pero han desarrollado un lenguaje, aunque bastante simple y primitivo.
Detestan la luz en general, ya que cuenta con un oído y olfato muy sensibles, y su visión en la oscuridad es óptima, pero casi no soportan el sol. Les quema la piel, los ciega, y de alguna forma que no alcanzamos a comprender los debilita a una velocidad sorprendente. Es por esto que suelen vivir en cuevas profundas o madrigueras que ellos mismos excavan, y en ocasiones incluso ocupan las tumbas que previamente han vaciado de cadáveres. Nada sabemos de su reproducción, aunque hay quienes han dicho que ponen huevos, y que al romper el cascarón los dejan durante días en un cuerpo para que puedan crecer y fortalecerse, como a larvas de gusanos. De todas formas esto no es más a que una hipótesis, bastante improbable, ya que casi siempre los ghules andan necesitados de alimento, y si el hambre es demasiada no tiene reparos en comerse a sus propias crías o incluso a otros adultos. Aunque el cuerpo de un ghul famélico representa más bien poco alimento.
Decir que su aspecto es horrendo sería decir poco. Tienen unas piernas fuertes y descarnadas, con las que pueden saltar grandes distancias, o caminar con aquel extraño paso de garza. Cuentan con fuertes y cortas garras en los pies, que usan para cavar, mientras que las uñas de las manos son largas y estrechas. En la boca, entre los afilados dientes, poseen una lengua larga y pegajosa para sorber los tuetános del interior de los huesos. El pecho es increíblemente estrecho y vulnerable, y en general su forma física es enclenque, aunque pueden llegar a moverse con rapidez y agilidad que superan con creces las de un humano medio. Toda su piel tiene un color blancuzco y malsano, y es de textura desagradable, blanda y suelta, cómo si los músculos y la piel fueran cada uno por su lado. Su cuerpo es una confusión de formas perrunas, de ave y humanas, mezclando unos esperons (val.) como de gallo con aplastados cráneos caninos, y un torso y unos brazos de rasgos por completo humanos. En aquellos tiempos se los perseguía allá donde se los encontrara, ya que los mismos druidas se mostraban de acuerdo con que no ocupaban nicho ecológico alguno, y eran una especie completamente dañina. Y es posible que no se equivocaran.
En cuanto a la ciénaga, según los rumores de los lugareños, allí se encontraba una antigua necrópolis, grande y silenciosa, y había quienes se habían aventurado en el pantano hasta contemplar las tumbas resquebrajadas y sucias que aún estaban a la vista, por supuesto de día. Pero los pantanos reptaron sobre las viejas lápidas, cubrieron los suelos empedrados y las entradas de las criptas, y criaturas sin nombre y sin dueño vinieron a morar donde antaño cantaban los pájaros y pastaban los rebaños. Sólo algunas sepulturas y estatuas surgían a la luz entre charcas, hierbas del pantano y raíces retorcidas. La manada de ghules que allí vivía seguramente llegó a las cercanías tras la batalla de Buinn, cuando los muertos se amontonaron en las orillas del río, y los lobos, pájaros carroñeros y otros oportunistas se dieron un buen festín. Es casi seguro que los ghules descubrieran el viejo cementerio y allí se asentaran. Seguramente vieron que para su reducido número habría suficiente alimento una vez agotadas las tumbas. Y así era.
El grupo que en ese momento rodeaba al viajero no podía ser sino una pequeña parte de la colonia, que no tendría menos de cien individuos. Pero en torno al sepulcro profanado solo había una treintena de ghules, si bien este número era más que suficiente para dar cuenta de alguien que no conocía el arte de luchar contra los necrófagos, que ni siquiera tenía espada y cuya antorcha se apagaría como mucho en media hora. Esto prueba la inteligencia de estas criaturas pues con esperar cómodamente a que se consumiera la llama que temían era suficiente para disfrutar de la presa que habían acorralado. Y la presa se daba perfecta cuenta de esto.
El viajero miró a su alrededor buscando una salida, un lugar por donde escapar, pero era imposible: los ghules cortaban cualquier camino, rodeaban por completo la lápida vieja y cubierta de liquen. Se preguntó que ocurriría si saltaba entre ellos y los golpeaba con la antorcha y el cuchillo. ¿Huirían? ¿Mataría a alguno? ¿Serviría de algo intentarlo? La respuesta llegó por sí sola: no. Quizá retrocedieran unos pasos, quizá conseguiría incapacitar a alguno, pero a la larga sería derrotado. Además su antorcha se apagaría seguramente en la pelea. Comenzó a desesperarse, volvió a mirar en torno. Los ghules formaban una algarabía tremenda, y el viajero tuvo por un momento la esperanza de que alguien lo escuchara y viniera en su ayuda, pero al pensar en ello con lógica, se dio cuenta de que cualquiera que oyese aquel griterío infernal echaría a correr en la dirección contraria. Lamentó no tener consigo la espada, lamentó aun más haber dejado su vara en la posada, y puestos a lamentar también se quejo de estar rodeado en aquel lugar y en aquel momento por aquellas criaturas nauseabundas. Intentó serenarse y pensar en una solución, pero no veía ninguna forma de alejar a los necrófagos. Hasta que de pronto algo se le ocurrió. Se percató de que además de los seres que lo sitiaban y el cementerio, había también allí la vegetación característica de un pantano: algas, hierbas de la ciénaga, líquenes y dos tipos de árboles: robles y sauces. Y si él…
Sobre la sepultura se extendían las ramas de un roble no muy alto, pero robusto, y sin una sola hoja; hacía tiempo que había muerto. Acercó la antorcha a sus ramas más pequeñas y entramadas. Si consiguiera prender fuego al árbol, los ghules no se atreverían a cercarse, y quizá podría aguantar hasta el amanecer. Podría usar ramas encendidas para ahuyentar a los seres, quizá encender otros árboles. Pero nada de eso ocurrió; la rama no prendió, seguramente la humedad era demasiada. La llama comenzaba a consumirse visiblemente, los gritos se hicieron mas agudos, y de pronto un ghul se destacó del grupo y saltó con precisión y rapidez hacia su cara. Recibió la antorcha de lleno en las mandíbulas llenas de dientes largos, agudos, como de pez. El viajero dio un paso atrás, y al momento vio que el grupo entero saltaba hacia él, saltos de más de tres metros con su corta estatura, sin apenas tomar impulso. Se debatió unos momentos, dos se le colgaron de la capa de viaje, uno le clavó los dientes en la bota y los sintió rozándole la piel sobre la calza de lana. Uno se le colgó del brazo clavando allí sus garras, se lo sacudió con un violento manotazo. Agitó la tea, la llama era cada vez menos intensa. El cuchillo destrozó una cabeza alargada y plana, cortó una pata blancuzca. Se encaramó como pudo al árbol, pero los ghules ya saltaban a las ramas, ya caían sobre él. Intentó frenéticamente prender de nuevo la madera, de nuevo fracasó.
El enjambre completo ya estaba en el árbol, solo la entramada de ramitas lo protegía un poco de ellos y aun así ya se le habían enganchado a las ropas, y desesperado saltó de allí, cayendo dolorosamente sobre la lápida, partiendo la piedra ya quebrada en nuevos pedazos y cayendo de nuevo sobre un montón de costillas y otros huesos, un esqueleto entero que tableteó cuando el viajero y cuatro o cinco ghules se revolcaron luchando a muerte entre la tierra húmeda y los trozos de roca desprendidos de la losa. El cuchillo chascaba sin piedad, la antorcha chisporroteaba en el suelo, más seres entraban por el gran agujero, y también sin piedad se arrojaban sobre la desafortunada presa, sintió más arañazos de las agudas garras, rodó sobre sí mismo, sobre la antorcha mortecina, vio los ojos brillantes que por todos lados saltaban y luego ya no vio nada más, por que la antorcha se consumió y la más completa negrura reinó en el interior de aquella tumba profanada. Y aquí perdió él su última oportunidad, por que la mayor diferencia entre ghules y humanos es que los primeros ven en la oscuridad a la perfección, y los segundos absolutamente nada.
Mas arañazos, y luego un dolor le ardió en el hombro, y supo que le habían mordido. Se revolvió, pataleó, destripó con el cuchillo, pero todo fue en vano, y a cuatro metros bajo tierra, en un nauseabundo y olvidado sepulcro, entre los huesos del difunto y su propia sangre y el líquido negruzco que corría por las venas de los ghules, una veintena de criaturas se arrojó sobre él, mordiendo, arañando, sofocándolo los repulsivos y helados cuerpos huesudos. Debido al cansancio, a la pérdida de sangre y a la consciencia de que le habían arrancado dos dedos de la mano izquierda, el viajero comenzó a desvanecerse, sin dejar de agitarse y de golpear a ciegas (de otra forma no podía) con el cuchillo. Pero antes de caer por completo oyó apagados unos cánticos y vio como una luz blanca azulada entraba a raudales en la sepultura. Todo tembló, los ghules se separaron de él y gritaron y parlotearon asustados. Antes de perder el sentido, el viajero sintió un nuevo temblor y unos cascotes que le caían encima, y luego no sintió nada más.