Con paso cansado pero decidido, Raúl subió por el caminito que vertebraba el pequeño monte que ascendía. Desde arriba pudo admirar los extensos bosques de un profundo y oscuro verde que tapizaban los montes vecinos al suyo, y que parecían retenidos por las Montañas en el Norte, que a esa distancia asemejaban a la valla de un jardín recubierta por hielos y glaciares eternos.
Raúl aspiró una larga bocanada del aire que inundaba esos parajes. Emborrachado por su pureza y frescor, podría haber olvidado rápidamente la razón de su viaje hacia esos arcanos bosques, pero se obligó a tocar de pies a tierra si no quería que el embrujo de ese lugar lo atrapara para siempre.
Con un gesto que intentaba imitar la resignación, se apartó de ese balcón al mundo, encontrándose de frente con su guía, el cual se había quedado hasta el momento relegado a un segundo plano. No sabía cómo se llamaba ni su origen; sólo que sus vecinos le conocían como el “Hombre del Bosque”, por ser el único en aventurarse por el Bosque Profundo y conocerse sus recovecos, a la par de haberlos recorrido todos sin peligro. Se trataba de un hombre alto y corpulento, de carácter parco y de pocas palabras, pero de rostro sincero, se diría incluso que aniñado, que se había ofrecido a acompañarle en su aventura con la sola condición de que no se apartase mucho del camino que él le indicaría.
- ¿Qué le parece Hiperbórea? – le preguntó al rato el hombretón a Raúl, a la vez que acariciaba a su enorme y peludo perrazo, que jadeaba con fuerza.
Raúl miró a ese hombre que llevaba gruesas vestiduras, equipado con enormes botas militares y una gigantesca hacha que reposaba encima de su mochila, parecida a una joroba.
- Creí que nos encontrábamos en la frontera entre Finlandia, Noruega y Rusia – contestó él con indiferencia, mientras ajustaba su recién estrenado equipo de montañista, que delataba su origen urbano.
- Y así es, señor. Pero no me hará creer que no sabe dónde estamos realmente. Usted quiere encontrar la Arcadia, la capital de los hiperboreanos.
Un poco sorprendido por haber sido descubierto con tanta rapidez, Raúl mantuvo unos instantes de silencio, meditando una respuesta. Nunca hubiese pensado que de entre las contadas personas que habitaban esas salvajes tierras iba a ser el gigantón trota bosques el más perspicaz. La mayoría de la gente no conocían o querían ignorar el nombre de Hiperbórea.
- No hay ningún tesoro allí, en la Arcadia… Tan solo animales salvajes – murmuró el Hombre del Bosque, como intentando ayudarle en sus reflexiones.
Desarmado, Raúl juzgó que era el momento de evitar cripticismos. Había llegado demasiado lejos en su viaje como para inventarse jueguecitos detectivescos.
- Es verdad, buscaba Hiperbórea… La Arcadia no me importa si no me sirve de pista en mí búsqueda. Usted… usted ha recorrido estos páramos. Seguro que los ha visto. Lléveme hasta ellos.
- ¿“Ellos”?
- Los hiperboreanos. Puede que estén en la Arcadia o escuchándonos detrás de alguno de estos árboles; pero necesito verlos.
- ¿Por qué? ¿Qué prisa es ésa, jefe? – contestó con un súbito desdén el montaraz.
Viendo que no lo había calado con profundidad, Raúl intentó otra estratagema.
- ¿Cuánto dinero quiere? Solo diga una cifra…
Entonces el Hombre del Bosque estalló en una gran carcajada, limpia y sonora como la de un niño, que resonó con eco hasta las Montañas.
- No me alimento de dinero, jefe. Han venido muchos como usted antes. Tipos muy seguros de sí mismos que creían que ya no alentaba nada nuevo bajo el cielo y se aventuraron por estos bosques solo para desaparecer. No, jefe, no sólo por saber el nombre de los que busca, el peligro desaparece.
- Usted los ha visto… y los conoce – vislumbró Raúl al escuchar cada una de las últimas palabras de su guía.
El rostro del Hombre se ensombreció.
- Eso no tiene nada que ver.
Y sin decir nada más, dio la espalda a Raúl, seguido de su perro. Un viento ligero y helado se levantó entonces.
- ¡No puede irse así como así! – gritó, en un acto de desesperación, Raúl.
El Hombre se paró y volvió a girarse, apoyando sus manos en la hercúlea hacha.
- No sé, jefe, que es lo que quiere de los hiperboreanos, pero le digo que no vale la pena. Pronto anochecerá y más vale que estemos en un lugar habitado cuando eso suceda. Que sea verano no quiere decir que Don Frío no mantenga su reinado por las noches. Esto es el Gran Norte… mejor que volvamos.
Raúl no contestó nada.
- Muy bien, jefe. Yo me voy por donde hemos venido. Si me preguntan por usted, diré que se perdió – declaró al final con tono duro el silvano; y dicho aquello reinició la marcha seguido de su perro fiel, perdiéndose rápidamente por entre los oscuros troncos.
Incrédulo al principio, finalmente Raúl decidió emprender la marcha solo. Al cabo de media hora de deambular por los silenciosos bosques, se sorprendió de comprobar que no sentía remordimientos por haber abandonado a su guía, aunque la sensación de que había sido al revés era latente. ¡Al demonio! Tenía provisiones suficientes, un mapa y una linterna por si acaso. Como había dicho antes, estaba demasiado cerca de su objetivo como para echarse atrás.
Agarrado por una especie de impaciencia, sacó un mapa de su mochila y clavó su mirada en el espacio en blanco que señalaba el lugar donde se encontraba, allí donde no llegaban las carreteras o las poblaciones. Se dirigía hacia el Norte, hacia las Montañas. Tardaría más de tres horas en llegar hasta ellas, y por entonces ya habría oscurecido. En todo caso, acamparía y por la mañana volvería a reemprender la búsqueda. Sí, era un plan sencillo.
Anduvo como una pequeña mota entre los abetos, que asemejaban las columnas de una interminable catedral de techo bajo y vivo, durante una hora hasta que el bosque fue cogiendo una tonalidad grisácea a medida que el Sol iba escondiéndose en el lejano horizonte. Avivó el paso para llegar a ninguna parte, aguijoneado por el miedo ancestral al manto de oscuridad que estaba a punto de caer. En algún momento alzó la vista y entre las ramas de los árboles consiguió vislumbrar la sombra amenazadora de las Montañas. Estaba cerca, muy cerca. Echando mano de la brújula se dirigió hacia el noroeste.
Olvidados la hora y los kilómetros avanzados también, se detuvo unos instantes. Empezaba a refrescar. No, en realidad no se había dado cuenta del frío reinante debido a su inquieta carrera contra el tiempo. Con un gesto de disgusto, se abrochó su anorak. El sonido de la cremallera al cerrarse le pareció resonar con desmesura. Realmente el bosque parecía estar muerto. Quiso apartar ese hecho de su cabeza reiniciando la marcha, pero de entre las inmóviles sombras del bosque surgió una sorpresa inesperada.
Allí, apoyada en un grueso árbol, reposaba una roca gris que Raúl confundió con una persona sentada en una de las raíces del abeto con silenciosa dignidad y temple. En realidad, como pudo fijarse cuando se acercó más, era la talla tosca y desgastada de un hombre sentado, pero con la cabeza de un animal, un lobo o un león quizás, que no debería medir más de un metro de alto.
La excitación fue presa rápida del cuerpo de Raúl. Casi a ciegas, sacó la linterna de la mochila y enfocó al impenetrable centinela de piedra. Era una roca de la madre-tierra, pero tratada por las manos del hombre. Y la mejor prueba eran los criptogramas grabados a los pies del hombre-animal: un conjunto de símbolos formados por cenefas. Runas, recordó Raúl que se llamaban, y la emoción se convirtió en orgullo. Había encontrado un vestigio de los hiperboreanos; pues sin duda, ellos habían sido los artífices del pétreo guardián de las raíces del árbol, de forma que él tenía razón e iba por el buen camino.
Sólo tuvo unas décimas de segundo para acordarse del Hombre del Bosque y de sus burlas. Quien ríe último ríe mejor, pensó, reconfortado, al considerar que todas las penurias y caminatas de esa aventura habían valido la pena. Sin tiempo que perder, fotografió la estatua. A la luz del flash de la cámara, los rasgos del rocoso rostro no parecieron tan toscos y si más amenazadores. Pero, cegado por tener la “presa” al alcance de sus dedos, el aventurero “amateur” se introdujo aún más en los bosques del crepúsculo.
Calculó que había caminado quinientos metros en zig-zag entre los árboles hasta que halló la luz. Delante suyo, se perfilaba una zona más abierta por donde penetraba la tenue luz del agonizante día.
Se trataba de un rectángulo abierto en medio del bosque, del tamaño aproximado de un campo de fútbol. Con incredulidad, se acercó a esa ventana al cielo gris, donde una suave brisa hacía bailar los helechos que la ocupaban. Internándose entre ellos, se colocó en el centro. ¿Aquello era la Arcadia, o lo que quedaba de ella? Entonces, ¿se trataba tan sólo de un descampado ocupado por malas hierbas? Evidentemente, no había prestado la suficiente atención a los alrededores.
Entrecerrando un poco los ojos, pudo darse cuenta que de hecho se encontraba en la calle mayor de la Arcadia, en su eje central. Bajo las copas de los árboles colindantes al campo abierto se percibían las sombras de edificios, o de lo que quedaba de ellos. Su primer impulso fue acercarse a ellos, pero se contuvo. Sabía que las historias que deambulaban sobre la Arcadia debían de ser sólo eso, historias. Pero aún así…
Hizo un amago de acercarse para dar un vistazo más de cerca, lo que acabó por confirmarle su certeza. Los edificios grises, ahora enverdecidos por los líquenes y la vegetación circundante, bajos y de pocas ventanas, más parecidos a búnkers o igloos de hormigón, eran los restos de la Arcadia; aunque antes, en un pasado que parecía ya remoto, no tuvo ese nombre ni ese futuro que ahora era presente. Pero todo aquello ya era otra historia. Si los rumores eran ciertos (y el hecho de haber encontrado la Arcadia ya confirmaba la mitad de ellos), los hiperboreanos no deberían estar lejos.
La negrura que habitaba en las ventanas de las casas le devolvió la mirada como si de ojos de una calavera se tratase, llamándole para que se acercase, para que descubriera… Ya que, al fin y al cabo, ¿no había venido para eso? De forma que, con paso decidido y firme, se dirigió a los edificios que tenía más cerca. Ahora sólo el crepitar de las hierbas bajo sus pies se oía en la inmensidad. Eso le produjo un sentimiento de desolación que no supo controlar y que aumentó a medida que se acercaba a las construcciones y descubría cuan grandes eran en realidad, llegando a ser algunos de hasta tres pisos. Rodeándolos, se hallaba un cercado espinoso, tan corroído y oxidado por el paso del tiempo, que sus retorcidos alambres se confundían entre los helechos y demás plantas del sotobosque, saltándola Raúl sin dificultad.
A pesar de haber encontrado una de las metas de su viaje, las dudas que le incitaron a iniciarlo no fueron respondidas, sino al contrario, se multiplicaron. ¿Qué hacer ahora ante esas ruinas? O mejor aún, ¿qué haría si encontraba en ellas a los hiperboreanos? Tenía claro el objetivo del conjunto, pero había dejado aparcados los detalles.
Con la pausa y la solemnidad de alguien que penetra en territorio desconocido y virgen, inició su inspección de los caminos que separaban los edificios (entrar en ellos era harina de otro costal). Allí halló los vestigios de una ferviente actividad humana, congelada desde hacía mucho tiempo, como atestiguaban el estado ruinoso en que encontró viejas botellas de vodka, trozos de sillas y mesas, y un sinfín de fragmentos amarillentos de libros y diarios, que parecían reposar su olvido en cojines de helechos y musgo.
Por su parte, los fríos barracones de cemento formaban una extraña comunidad de montículos bajo las copas de los abetos, los cuales parecían estirar sus ramas para proyectar su benévola sombra sobre ellos. Con un suspiro, el viajante dedujo que poco podría sacar de esa ciudad muerta. ¡Tantas expectativas que se había hecho al hallar al centinela de piedra de ese cadáver urbano, cubierto ahora por el bosque que intentó domesticar hacía ya tanto tiempo! Pero ni rastro de los hiperboreanos…
En fin, parecía que la búsqueda continuaría mañana, cuando la luz hubiese vuelto al mundo. Pesadamente, comenzó a buscar un lugar idóneo para su descanso, tanteando la idea de buscarlo quizá en el interior de alguno de aquellos búnkers.
El ruido de movimiento entre la vegetación borró de su mente todos esos pormenores. Reaccionando con torpeza, avanzó por entre los arbustos para clavar la mirada allí donde creía haber oído algo. Giró una esquina y observó la calle asfaltada de hierbas que tenía por delante; pero la oscuridad le impidió ver mucho. Ignorando el ruido, volvió la espalda a la calle. Sin embargo el ruido se repitió y con más fuerza. Empezando a sentir los nervios a flor de piel y con gestos bruscos, examinó otra vez la solitaria calle con el rayo luminoso y esclarecedor de su linterna.
Ésta le reveló unas formas que se escondían entre las hierbas altas, a unos cien metros de él, que le devolvieron unas miradas de fulgurantes ojos. Lobos. Eran una maldita manada de cuatro o cinco lobos que lo oteaban con curiosidad desde su posición. En un gesto instintivo, todos los músculos de su cuerpo se tensaron, preparados para una eventual carrera. Pero con total calma y en silencio, los lobos iniciaron una retirada pacífica, desapareciendo detrás del edificio que tenían más cerca. Un gran alivio sacudió todas las partes del cuerpo de Raúl, mientras un más bien nervioso e imperativo pensamiento dominaba su mente: encontrar enseguida un sitio alto y protegido donde pasar la noche, que preveía interminable.
Con dificultades, corrió hacia las afueras del poblado. No sabía muy bien el porqué, pero tenía la vana esperanza de que si llegaba a la negrura que ofrecía el bosque pasaría más desapercibido. Con igual celeridad se esfumaron todos esos pensamientos cuando un lobo apareció con suave rapidez por la esquina de la última casa del conjunto.
Le habían engañado para que creyese que se encontraba a salvo. Presa de un incontrolable pánico, sólo pudo reaccionar corriendo hacia los árboles, con los gruñidos de sus perseguidores acariciándole la nuca. Su ofuscación le hizo olvidar la camuflada red de alambres que rodeaban la colonia. Más enfadado que dolido por el violento tropiezo, solo esperó que las dentelladas de los lobos no fueran muy dolorosas y terminaran pronto.
Pero éstas nunca llegaron. Con los oídos taponados por el miedo, Raúl no pudo percibir los ladridos que frenaron a la manada. Al girarse, solo percibió sombras que se debatían bajo la luz gris del ocaso; y entre ellas sobresalió la sombra gigantesca que eclipsó a las demás con su imponente presencia. Raúl la reconoció al acto. Era el Hombre del Bosque.
Éste, blandiendo su hacha y con la ayuda de su perro, espantó a los lobos, que corrieron a esconderse. Sin dejarle recuperarse de la impresión y la sorpresa, el gigante lo agarró por un brazo y lo levantó con brusquedad.
- ¡Venga, muévase antes de que regresen!
Con un quejido, el de ciudad asintió a la vez que daba un primer paso vacilante, intentando seguir al guardabosques entre la negra vegetación.
Sin saber muy bien como, al cabo de un rato, un sorprendido y aún asustado Raúl se mantenía acurrucado en el suelo de un gran agujero que el Hombre del Bosque había descubierto entre las raíces de un árbol, lo suficientemente alto y ancho para que cupiesen los dos. Ahora, el agente forestal examinaba la pequeña entrada del agujero en busca de peligros. Al no verlos, taponó la entrada con barro y piedras. La oscuridad que quedó fue eliminada con rapidez cuando el Hombre encendió una linterna, que colocó en el centro de esa especie de cueva. Pudo entonces Raúl ver los brillantes y tristes ojos del perro del guardián del Bosque; las raíces que serpenteaban por el techo del agujero que se asemejaban a las arterias y venas de la tierra; y, finalmente, a su rescatador, que se sentó delante suyo, con expresión seria en el rostro.
- De momento estaremos a salvo aquí. Esto es una madriguera suya… Una especie de lugar de refugio de los hiperboreanos. ¿No habrá pensado acaso que viven en la Arcadia, cual vecindario feliz? No, ellos viven bajo tierra, en lo que ellos llaman “nidos”… Pero ahora que le he contado yo algo y le he salvado la vida, me gustaría que usted también se dejase de secretos. ¿De qué conoce a los hiperboreanos?
Raúl, que aún sentía martillar su corazón con fuerza en el pecho, tragó saliva. La mirada severa del otro le hacía sentir como un alumno que tuviese que dar la lección delante el maestro.
- Verá… Soy periodista en una gran ciudad, en el Sur. Hará dos años empezaron a aparecer unas pintadas por la ciudad entera, que la policía identificó como runas. Al cabo de poco tiempo se empezó hablar de un misterioso grupúsculo del que decían algunos que era una nueva secta venida del Norte de Europa y otros los portadores de la Verdad. Fue entonces cuando también se empezó hablar del Padre Alce… y de su inminente venida. En un tiempo record, comenzaron a aparecer iluminados que se designaban seguidores del Gran Alce, cuya sombra parecía haberse extendido ya por toda la ciudad. Aún me parece oírlos, implorando que nos uniésemos al Rebaño que el Padre Alce iba a conducir hacia el auténtico camino recto del Hombre: el regreso a la Naturaleza y el abandono total de doscientos años de Revolución Industrial.
Pero al cabo de pocos meses desaparecieron misteriosamente. Ya nadie hablaba de ellos, e incluso los humoristas de la tele dejaron de hacer chistes sobre el divino Alce y sus devotos y sacrificados seguidores. Lo que nadie sabía era que el silencio del Padre Alce marcó el final de su recolecta de adeptos, acallándose el reclamo para la causa también. Tampoco nadie intentó averiguar por qué los jóvenes de la ciudad habían desaparecido de las escandalosas noches del sábado, como otra mucha gente. Yo quizá tampoco me habría percatado si mi hermano menor no hubiese sido uno de los “cachorros” abducidos por ellos. Parece mentira como las personas se abstraen de los problemas ajenos cuando no les atañen directamente… Pero yo no pude olvidar.
Con mucho esfuerzo, llegué a obtener la información por la cual muchos otros habrían matado. Descubrí dónde se los habían llevado los sectarios: a Hiperbórea, la mítica tierra boreal, donde se suponía que sus habitantes vivían mil años; pero donde también merodeaban terribles monstruos como las gorgonas. No tardé en descubrir que los así llamados “hiperboreanos” habían localizado dicha tierra aquí, donde viven como salvajes. Y con la intención de encontrar a mi hermano, vine. Hallar la Arcadia fue fortuito. En mis investigaciones sobre “ellos” fue inevitable que me topase con las leyendas urbanas que hablaban sobre la capital de Hiperbórea. Sé que en realidad se trata de un campo de trabajo o algo así, construido por los soviéticos en los años cincuenta y que, rápidamente, fue abandonado debido a “algo”. La verdad es que la gente de por aquí parecen querer ignorar todo esto. Incluso sabiendo que por esta zona habitan otros seres humanos…
Acabada su confesión, tanto él como el Hombre del Bosque quedaron en silencio, al cabo del cual el hombretón pareció querer decir algo, pero la duda parecía frenar sus palabras, ya fuese debido a una extraña timidez o al secretismo que parecía reinar en el comportamiento de la gente del Norte, como pensó Raúl.
- Veo que no tengo más remedio que contarle lo que sé yo por mi parte, en vista de que el asunto parece haberle “devorado” hasta el fondo… Todo lo que ha dicho sobre la Arcadia es medio verdad. La Arcadia empezó como una base más del vasto “imperio” soviético. Pero no, no era un campo de trabajo; más bien era un campo de pruebas, una especie de experimento a gran escala para intentar crear una sociedad ideal, un borrador de la civilización que tendría que venir. Pero algo salió mal… Durante un invierno especialmente duro, la base quedó aislada por la nieve y las tormentas. Al no recibir respuesta de ella durante los meses siguientes, las autoridades dedujeron que toda la población que se encontraba allí habría perecido, de forma que cancelaron el proyecto y ni siquiera se molestaron en enviar una comisión que investigara los hechos.
Pero en el verano que siguió a ese cruento invierno, de entre los restos de la ciudad congelada, resurgieron tres niños: dos chicos y una niña. Ellos eran lo único que quedaba de esa comuna utópica, a parte de los inertes restos de los edificios. Nadie sabe de dónde salieron o cómo se llamaban, sólo lo que son ahora.
Uno de los niños se fue a las Montañas, donde se convirtió en el Viejo Ermitaño que, según dicen, habita un palacio de hielo allí donde la nieve no se funde nunca. La niña, la más pequeña de los tres, se sumergió en las profundidades de la tierra, cuya entrada encontró en las cavernas que se abren a los pies de las Montañas. Es también la más misteriosa de los tres, y la única que casi nadie ha visto nunca, pues raras veces sale a la superficie. La llaman la Dama Ciega, por haber perdido sus ojos la sensibilidad a la luz en su reino subterráneo. Y por último, quedó el que más tarde se haría llamar el criado del Padre Alce, el jefe de los que tú llamas “hiperboreanos”. De los tres, quizá es el único que quiere dejarse ver. Sus acólitos hablan de él como si de un gran brujo o chamán se tratase, pues según cuentan, es capaz de transformarse en cualquier animal del Bosque, así como convertir a otras personas, que pasan a engrosar las filas de su guardia personal, los llamados “päällikkö” o “jefes”, los cuales recogen el emblema de algún animal, convirtiéndose en auténticos tótems vivientes.
Raúl escuchó toda aquella explicación en silencio, pero siempre a un paso de querer interrumpirla, pues le resultaba demasiado críptica e irreal. Todo aquello eran cuentos de hadas que, aún a sabiendas de que lo eran, no resultaban menos fascinantes por serlo, y más cuando quien las contaba lo hacia de forma tan convencida, como era el caso del Hombre del Bosque.
Y a pesar de que la inquietud aún le rondaba por todo el cuerpo, Raúl pudo apaciguar sus preguntas y temores, pues la fatiga pudo con él.
- Le veo cansado… Más vale que descanse… Mañana puede ser un día movido… “Ellos” ya saben que estamos aquí, en su territorio… - oyó que le decía el Hombre del Bosque, antes de que sus párpados se cerrasen definitivamente.
Pero incluso dormido, Raúl no pudo dejar de sentirse inquieto y molesto. Molesto por no haberle podido decir a su compañero lo que pensaba de sus historias de hombres-animales o de animales-hombres, y de esa guarida de topos que había escogido como refugio nocturno.
Pero los sueños acudieron veloces a entretenerle la mente. Esa noche, Raúl soñó con viejos y enormes bosques como los que tenía encima de su cabeza, y que se extendían hasta donde el ojo podía alcanzar al horizonte, vigilados desde las alturas por la plateada mirada de la luna llena, que acentuaba su silenciosa majestuosidad. Entonces, con repentina fuerza, se alzó un clamor por toda aquella jungla. Eran los aullidos de lo que parecía ser una horda infinita e invisible de lobos, que rastreaban las inmensas extensiones buscando algo o a alguien, y en sus aullidos de furia se percibía su frustración de no hallarlo.
Pero en las brumas del alba, todas las visiones noctámbulas son silenciadas tras el duro esfuerzo del despertar. Así le sucedió a Raúl, al cual los párpados parecían pesarle como si fueran de acero. Había pasado una mala noche, quizá prolongación del mal día que había vivido, pero el venidero no prometía tener mucho mejor aspecto.
Por lo que pudo ver al abrir sus aún legañosos ojos, la luz que penetraba por las grietas de la tierra era mortecina y vacilante. Más despiertos y luminosos eran los ojos del silvestre y su amigo de cuatro patas, cuyos ánimos ponían de manifiesto que ellos se habían levantado hacía ya mucho rato.
- ¡Venga, buen hombre, a levantarse! Es hora de que nos vayamos de aquí – le anunció su dicharachero guía, mientras le sacudía alegremente.
- Pero… ¿y mi hermano?... Me ha costado mucho llegar hasta aquí para sólo…
- ¿Pero acaso no me escuchó anoche? ¿O quizá no tuvo suficiente con su encontronazo con esos lobos? Sé que puede parecer duro, inhumano y todo lo que quiera pensar, pero ahora su hermano, si se ha unido a ellos, estará mucho mejor que nosotros; así que más vale que si quiere “rescatarlo” la próxima vez venga más preparado.
Raúl no supo qué contestar. Un desasosiego fue ocupando su cuerpo lentamente, como un charco de aceite. Por su parte, el Hombre del Bosque abrió la entrada del escondrijo y salió al exterior, seguido de su perro y Raúl.
La Nada. Ese fue el primer pensamiento de Raúl al dar un vistazo a su alrededor. Una densa niebla blanca se había instalado en esa fría mañana. Más allá de los tres metros sólo se extendía una difuminada pared blanca, en la cual se percibían con levedad las sombras de los árboles.
- Bueno, esta niebla les despistará tanto a ellos como a nosotros. ¡Andando! – anunció el Hombre del Bosque, pero Raúl no movió ni un solo músculo.
- Y ahora ¿se puede saber qué le pasa? – gruñó el trota-montes al percatarse de ese hecho.
- Lo he estado pensando y… he llegado a una conclusión. Fuiste una vez parte de los hiperboreanos, ¿verdad? Eso lo explicaría todo, como porqué pareces saber tanto sobre ellos y te mueves por esta zona como por el patio de tu casa.
El Hombre enmudeció de golpe, pasando la sombra de la estupefacción por su rostro, pero de súbito estalló en una gran carcajada.
- ¡De todas las tonterías que ha hecho y dicho esta supera a todas las demás! No me obligue a hacer como ayer y dejarle otra vez solo. Si quiere sobrevivir, ¡sígame!
Y contra su voluntad, Raúl inició la marcha junto al Hombre del Bosque, aún inmerso en un mar de dudas. Estas no se silenciaron como lo hicieron sus pasos en el acolchado suelo del bosque de secas hojas de abeto.
Durante ese vagabundeo, del cual el Hombre del Bosque parecía saber el final con toda exactitud, su mente empezó a elucubrar una idea, que fue cogiendo fuerza en medio del silencio que reinaba en la caminata.
- Pronto llegaremos al río. Una vez que lo hayamos cruzado, el terreno será más llano – le comunicó el guía, rompiendo por unos instantes la atención de Raúl en sus turbios pensamientos.
La avenida de agua que tenían que atravesar era de anchura desconocida, pues la blanca niebla también cubría su superficie, dando la impresión de que el agua hervía y dejaba escapar una densa nube de vapor. Pero por el sonido sordo y constante que podían escuchar estaba claro que se trataba de un río de gran caudal y profundidad, el cual caía por un desnivel unos metros más abajo y, cuyas cataratas, los dos viajeros no podían ver, pero si sentir el rugido de su ímpetu.
Sin mediar palabra, el morador de los bosques le condujo hasta un puente natural que formaban unas oscuras rocas que, como un pequeño archipiélago de islas al borde del precipicio de las cataratas, conducían hasta la otra orilla, invisible para ellos.
- Bien, jefe, el asunto es ahora cruzar el río por estas rocas. No tiene mucha complicación si calcula bien los saltos y no tiene la mala pata de resbalarse en alguna roca mojada.
Raúl asintió y esperó que el otro, junto a su perro, iniciara la marcha. Estos saltaron las primeras rocas sin dificultades, llegando al centro del trayecto sin más problemas. Desde la orilla, Raúl los podía percibir como fugaces sombras en medio de la niebla. En su posición, el Hombre del Bosque no tardó en darse cuenta de que el niño de papá no les seguía. Decidió entonces dejar pasar unos segundos de silencio, rotos solamente por el mugir del agua en movimiento, en los cuales esperó que Raúl recapacitara y continuase el camino que habían acordado que no dejaría.
- ¡Muy bien, usted ha ganado! ¡No habrá segundo rescate! No , no esta vez… - aulló el silvestre.
Por un momento, Raúl estuvo tentado de huir corriendo para volver a reiniciar su búsqueda, pero aún le quedaban un par de cosas por aclarar:
- ¡Lo siento!… Pero no has podido engañarme. ¡Estoy seguro de que eres “él”, el tercer niño, el cabecilla de los hiperboreanos! Has intentado confundirme con todas esas leyendas y cuentos en torno a ti. También has intentado por todos los medios alejarme de aquí y de mi hermano… Y ahora sólo me quedan dos caminos: ¡Pedirte amablemente que me devuelvas a mi hermano o levantar hasta la última piedra del bosque hasta encontrarle!
- ¡¿Pero es imbécil o qué?! – estalló el Hombre del Bosque - ¡Si supiera más de mi descubriría que fui huérfano, sí; que fui hallado en las profundidades del bosque, también; pero fui criado por los padres que me encontraron, en el pueblo de Inari!
El de la orilla no supo qué contestar a eso, dudando un minuto solo para reafirmarse.
- ¡Mentiras! ¡Seguro que son mentiras!
- ¡¿Qu…?! – exclamó iracundo el Hombre del Bosque, pero no pudo terminar la frase. Tanto él como Raúl no se habían fijado en los ladridos del perro, hasta que fue demasiado tarde.
De entre las brumas que flotaban encima del río surgió una gigantesca sombra que oscureció de golpe la palidez de la niebla. Antes de que Raúl pudiera identificar de qué se trataba, el Hombre del Bosque tuvo que hacer frente cara a cara a la mirada profunda que le clavó el oso que se escondía, casi con timidez, entre las cortinas de niebla.
En su vida de peregrinaje continuo por los bosques de Escandinavia y Finlandia el forestal nunca había visto ejemplar similar. Por su masa corporal, que lo asemejaba a una montaña de carne viviente, debía ser un macho; pero algo no cuadraba. Ese oso medía por lo menos cinco metros de altura, más de lo permitido para los demás osos que el Hombre del Bosque había conocido.
Con gestos lentos apaciguó con la mano al perro, que tenía enganchado al lado, para que dejase de ladrar, y con otros más cautelosos, condujo la otra hacia el mango del hacha que reposaba en sus hombros. Todo eso hizo bajo la atenta mirada del plantígrado. Quizá se tratase de un solitario pescador que había bajado al río a capturar salmones y al cual la discusión de besugos entre el pipiolo de ciudad y él mismo había atraído. En todo caso, lo suyo era no hacer gestos bruscos que alarmasen al animal.
Aún con todas esas precauciones, seguía presintiendo que algo iba mal. Lo veía en la mirada vacía con que el oso le observaba. Ahora no era ni curiosidad ni miedo lo que podía verse en el fondo de sus oscuros ojos.
- ¡¿Va todo bien?! – gritó Raúl, al no ver bien qué sucedía en el centro del torrente.
Fue entonces cuando el Hombre del Bosque se dio cuenta de lo que tenía realmente delante. Antes de que el oso se abalanzara sin previo aviso sobre él pudo murmurar una última palabra:
- … “Päällikkö”…
Con horror, pudo ver Raúl como la sombra de la niebla y el Hombre del Bosque se fundían en un abrazo mortal y levantaban una pequeña marea al caer con un gran estrépito los dos al agua. Luego, la espuma de las cataratas se los tragó, enmudeciendo los gruñidos y gritos de ese corto combate.
Sin saber qué hacer, abatido por la sorpresa y espantado por lo equivocadas que estaban sus suposiciones, el ahora solitario muchacho permaneció paralizado, con la vista perdida allí donde antes habían estado los otros. Nublada su mente, empezó a caminar alejándose del río, guiado por el miedo y la desorientación, mientras la niebla engullía los pasos que dejaba atrás y le marcaba el camino a seguir, el cual no parecía tener fin. Avanzara por donde avanzara, sólo podía ver los árboles envueltos en la niebla fantasmal. Las miradas inquisitivas que le pareció sentir que venían de las ramas de las columnas del bosque le hicieron avivar el paso. Imaginó entonces que sus resoplidos acallaban los pasos de algún perseguidor, que se escudaría en el silencio y el vacío que dejaban las brumas entre árbol y árbol. La desesperación le hizo ver que por más que corriera no podría deshacerse de esa angustia y, mucho menos, encontrar la salida a esa jungla; y por no atender al camino que pisaba, por segunda vez en aquella aventura, Raúl tropezó. Fue una gruesa raíz ahora la causante de la caída, cuyo golpe seco pareció aturdir más la torturada mente del perdido. Después de dejar pasar algunos minutos que le parecieron una eternidad, pudo al fin levantarse, y al hacerlo también consiguió vislumbrar las huellas marcadas en el húmedo suelo y semiescondidas entre la hojarasca, al lado del tronco del árbol que lo había hecho caer. Con renovadas esperanzas y curiosidad, pudo comprobar que se trataban de al menos dos personas.
El rastro que siguió serpenteaba con determinación por una senda medio escondida entre los helechos y que le costó seguir a pesar de su cansancio y abatimiento. Para su sorpresa, al cabo de unos kilómetros, uno de los rastros despareció para dar paso a otro nuevo, en el cual se percibían las huellas de un animal. ¿Podrían ser las huellas del Hombre del Bosque y su perro? Raúl desechó esa posibilidad rápidamente. Por más que le doliese, era casi seguro que el guarda forestal y su canino acompañante habían muerto en las cataratas del río. A quién, entonces, podrían pertenecer las huellas que aparecían al principio?.
Pero sin más alternativas que seguir esas huellas, apartó esos pensamientos y las siguió. Al rastro inicial empezaron a sumársele nuevas huellas, mezclándose las humanas con otras de claros rasgos animales, de forma que parecía que una compañía de hombres había pasado por allí, codo con codo con una manada entera de alimañas, hacía poco rato, a juzgar por lo frescas que estaban las huellas.
Espoleado por esos hallazgos y apagadas las voces que en su mente le alertaban del peligro latente sobre lo que podía esconderse al final del camino, sus vacilantes pasos le llevaron hacia una zona más llana del bosque, donde los espacios entre los árboles eran mayores y la niebla había empezado a levantarse, convertida en jirones de lo que parecía ser una gigantesca y fantasmal telaraña blanca.
Al fin y al cabo, quizá su búsqueda no tendría un resultado infructuoso, se consoló Raúl, cuyas zancadas habían cogido fuerza en el terreno plano por el que avanzaba, al igual que las centenares de huellas que se pisaban unas a otras en esa carrera ya pasada.
Y esa meta llegó finalmente. Allí, delante suyo, atenuada por las borlas de niebla, se levantaba una cabaña de negra madera. Con pasos lentos y calculados se acercó a ella, y esperó, no sabiendo muy bien el qué, pero esperar se le antojó lo mejor para evitar sorpresas desagradables, a pesar de la pequeña alegría que había sentido al ver esa señal de civilización perdida en la nada. Pero nada sucedió. Por su aspecto quejumbroso y desgastado, estaba claro que aquella caseta hacia años que veía pasar el tiempo en soledad y abandono. Un poco decepcionado por intuir esa verdad, Raúl se acercó más sólo para comprobar como las pisadas rodeaban la casa y seguían más allá de ella. Eso le confundió momentáneamente. ¿Por qué la gente no se había quedado en un lugar donde vivía la gente? Juzgando esa pregunta estúpida, concluyó que lo mejor era ver si había algo de provecho dentro la casucha y seguir las huellas que, muy a su pesar, le llevaban claramente más al interior del bosque.
Al estar a pocos metros de ella, tuvo la tentación de gritar para al menos intentar matar su última esperanza de que la casa estuviese habitada. Pero el único ruido que escuchó fue el que vino del árbol más cercano. Al levantar la vista sintió una punzada de alarma: un animal de considerable tamaño estaba encaramado en una de las ramas más bajas. En esa bola peluda que parecía ignorar plácidamente a Raúl, este identificó a un glotón, una bestia emparentada con la comadreja pero mucho más grande y de, como indicaba su nombre, apetito muy superior. Con su hocico largo y su tupido pelaje negro, un ejemplar podría haber pasado por alguna raza de perro rara en alguna gran ciudad, pensó Raúl, quedándose embobado por unos minutos contemplándolo. Por su parte, el glotón contempló también al recién llegado con pequeños e indiferentes ojos, desde su privilegiada posición.
Considerando que el animal no representaba ningún peligro, a pesar de las historias de los granjeros que aseguraban que los glotones eran capaces de atacar al ganado y presas mayores que ellos, reemprender la marcha le pareció a Raúl la única salida. Pero al echar un último vistazo al glotón se le heló la sangre. Hubiese asegurado que le había sonreído. No podía ser, se repetía incesantemente Raúl, culpando al cansancio y al hambre de ese tipo de visiones. Por si acaso, se alejó con rapidez de la casa, para evitar enfrentarse cara a cara con la verdad.
Ya no le importaba que sus bufidos a causa del nerviosismo pudieran ponerle al descubierto; tan sólo quería alejarse de la cabaña, que no tardó en ser engullida por la omnipresente niebla y olvidada por Raúl, al igual que el tiempo que llevaba siguiendo la senda de las huellas. En verdad, poco le importaba ya el tiempo o cualquier otra cosa.
Tuvo que ser otra figura aparecida en la niebla la que le despertó de golpe. Esta vez era una forma humana sentada al pie de un árbol del camino. Pensando que se trataba de otro centinela de piedra, Raúl apresuró el paso, ignorándola.
- ¿Es que ya no saludas ni a tu propio hermano, Raúl? – dijo la estatua cuando pasó por su lado.
Sobresaltado, Raúl quedó paralizado y con la boca abierta de palmo a palmo, sin poder ni saber qué decir.
- Ja, ja, ja… Deberías verte ahora, hermano – rió con una limpia risa la figura sentada.
- Oscar… - contestó Raúl, con un hilo de voz.
- El mismo, hermano. ¡Cuánto tiempo! – exclamó con júbilo Oscar, levantándose de la roca donde había permanecido sentado y acercándose a su hermano.
Este le reconoció también como su hermano menor al que había ido a buscar hasta aquellos confines del mundo. Para su alivio, comprobó que a primera vista parecía estar bien, pues lo único descuidado en su aspecto era una negra barba de varios días; en cuanto al vestido, a pesar de ir tan solo con prendas de cuero y piel, estaba seguro que iba mejor equipado para esa región que él mismo.
- Oscar… - volvió a repetir como un estúpido - … Te he estado buscando, y…
- … Y al fin me has encontrado; aunque hubiese preferido que no hubiera sido así. En fin…, pero ya que estás aquí es mejor que lo celebremos. Además, nos están esperando.
- ¿Quién? – preguntó con la misma inocencia que un niño pequeño Raúl, que se sentía muy aturdido. Hallar a su hermano de esa forma tan casual aún le procuraba estupor.
Amistosamente, Oscar puso una mano en el hombro de su hermano, y empezaron a caminar, siguiendo la senda de las huellas.
- Ya lo verás cuando lleguemos al lugar.
- ¿A los hiperboreanos? – dijo pensando en voz alta Raúl, al caer en la cuenta y sin ocultar cierta aspereza en su tono de voz. Además, el recuerdo de la muerte del Hombre del Bosque aún coleaba en su mente.
- Si les quieres llamar así… Hace tiempo que se perdió ese nombre.
- Me da igual como se llamen ahora. Son unos sectarios que solo adoran a un viejo y sus chifladuras.
- No, hermano. Nosotros no adoramos al criado del Padre Alce… Sólo los que realmente quieren dominar necesitan de adeptos que les digan que los adoran. El Gran Anciano no los necesita.
- Oscar… ¿Por qué no has preguntado por mamá y papá? ¿Acaso los has olvidado?
- ¡Oh, vamos, Raúl! ¡Tranquilízate! Claro que me acuerdo de ellos, y ya presupongo que están bien, no hace falta que hagas el papel de “hermano mayor”…!
- ¿Qué quieres decir? – contestó con sequedad Raúl.
- Nada, Raúl, nada… Pero mira, ya llegamos.
Y Oscar le señaló una explanada que se extendía delante de ellos, donde los árboles habían desaparecido. No tardó en darse cuenta de que era un lago.
Más confundido a cada paso, Raúl acompañó a Oscar por el ancho pendiente que conducía a la orilla del lago, cuyos límites se perdían en la niebla.
- ¿Dónde estamos? – preguntó al rato.
- En las fronteras de Hiperbórea.
- ¿Cómo? ¿Eso quiere decir que nos vamos? ¿Que volverás conmigo?
- Mucho me temo que no, Raúl. Si te he llevado aquí es porqué en estos límites es donde, por contradictorio que pueda parecer, las fuerzas del Padre Alce son mayores.
Raúl volvió a enmudecer. Intuía que ese era el definitivo final del viaje y que ya no habría vuelta atrás. Intento lamentarse por no haber seguido al Hombre del Bosque en la travesía del río, pero no lo consiguió. ¿De qué serviría ahora?
Los hermanos no tardaron en llegar al borde del agua, donde las huellas se repartían por toda la orilla. Raúl clavó su mirada en el tembloroso reflejo de su hermano y él en las que percibía profundas y frías aguas del lago. Más allá de ellas se extendían las nieblas que pastaban en la superficie del lago como enormes bancos de nubes bajadas del cielo. Entre ellas se erguían las figuras de otras personas que, como ellos, parecían estar esperando algo en la orilla del lago. La calma que lo dominaba todo hacía que esas figuras en silencio pareciesen mucho más lejanas de lo que eran. Estaba claro que algo iba a suceder pronto, muy pronto…
Nervioso por ser el único en ignorar qué pasaría, el periodista empezó a sudar.
- Tranquilo, hermano. Pronto acabará… - le susurró Oscar al oído – Es la hora de un bautismo.
Raúl quiso preguntarle sobre esas misteriosas palabras, pero algo que empezaba a perfilarse en la lejanía del centro del lago le llamó la atención. Sin verlos, también pudo notar que todos los demás tenían los ojos clavados allí.
Cuando la niebla se levantó un poco vio que se trataba de un grueso y negro tronco de árbol, que se alzaba en el agua, al lado de un recodo del lago, desprovisto de ramas y hojas. Entornó un poco más la vista sólo para comprobar que volvía a equivocarse.
No se trataba de un árbol como vio al levantar más su mirada. Era una descomunal pata.
Con creciente terror, resiguió Raúl los contornos de aquel gigantesco animal, cuya testa se levantaba a cincuenta metros por encima del suelo y de los bancos de niebla, perfilándose su titánica cornamenta a contraluz del naciente Sol que difuminaba la visión de aquél al que Raúl había negado la existencia.
Con un pie y luego con otro, avanzó hacia el agua, dejando que las suelas de sus zapatos se humedecieran con sus tranquilas aguas, que no parecían perturbarse por la fantasmal aparición. Abrió repetidas veces la boca para no decir nada, y con torpeza se dejó caer en el agua, sumergiéndose poco a poco bajo la vista del Padre Alce.