CAPÍTULO 1
“¡No! Airabeth, hija mía, jamás debes creer en la caída de Gondor. Nuestra ciudad siempre permanecerá firme ante el Enemigo. Todos debemos ayudar para que así sea”.
Estas promesas de esperanza recordaba Airabeth mientras, asomada a la ventana de su casa, lloraba desconsoladamente por la muerte de su padre, el mismo que había pronunciado estas orgullosas palabras. Quería creerlas, pero ¿cómo hacerlo si estaba contemplando la ruina de Minas Tirith, en Pelennor, delante de sus ojos?
“Todos debemos ayudar para que así sea”.
-¿Y por qué, oh padre mío, por qué entonces no me permitisteis partir con vos a la batalla? ¿Cómo puedo ayudar a mi pueblo sentada junto a la ventana mientras otros dan su vida por mí? –Airabeth se lamentaba sintiéndose inútil entre el valor de tantos hombres fuertes.
-Sé que Gondor caerá, pese a todo lo que dijeras en vida, padre. También me prometiste que la victoria sería nuestra. Que el Señor Oscuro sería derrotado y la paz volvería a Minas Tirith –dijo Airabeth. Un lágrima más cayó de su ojo y luego empezaron a caer más en torrente.
-¡Todo mentiras! Sólo palabras dulces y cariñosas para que no te siguiera. ¡La victoria ha sido de la Sombra antes incluso de que todo esto empezara! Es imposible vencer a Sauron y la paz nunca volverá a esta odiosa y decadente ciudad. ¡Todos moriremos! ¡Es nuestro destino! Y a pesar de todos mis deseos, mi nombre jamás aparecerá en las canciones sobre los grandes héroes. ¡Maldigo mil veces mi condición de mujer!
Pronto Airabeth se tranquilizó y su cólera volvió a ser agonía, aunque ahora silenciosa y sin lágrimas, porque a pesar de sus palabras, amaba Gondor y su tristeza era como la que una persona siente al perder aquello por lo que lo ha dado todo. ¿Por qué Rohan no llegaba? ¿Habían olvidad la antigua amistad?
-Si por lo menos volviera el Rey de Gondor –se dijo la joven-, pero eso es imposible y lo sé.
CAPÍTULO 2
Airabeth abrió el armario viejo de su padre. Allí había una espada, una armadura, un escudo y un yelmo que sus padres habían guardado en su nacimiento porque no había sido varón. Sin embargo, ahora que sus padres habían fallecido, aquellas armas le pertenecían por derecho y, a pesar de que su espíritu guerrero estaba atrapado en el cuerpo de una mujer, estaba dispuesta a darles el uso para el cual habían sido forjadas.
Así armada, salió de su casa, la cual nunca había abandonado salvo en ocasiones excepcionales. Llego a la batalla sin que nadie reparara en ella, ya que el yelmo ocultaba su condición femenina, y fue entonces cuando el miedo se apoderó de ella. Porque aunque había oído hablar del horror de los orcos y más o menos los conocía, aquellas sombras aladas, los Espectros del Anillo, eran totalmente extraños para ella, y la aterrorizaban.
Pero entonces, nació en ella un sentimiento de fuerza y lealtad a su país y dejando escapar un grito de guerra, corrió a lo más reñido de la batalla.
Durante largo rato luchó valientemente, pero el ánimo la abandonaba. Y entonces, justo cuando creía que iba a caer allí mismo, se oyó el sonido de un cuerno. Todos soltaron exclamaciones.
¡Rohan había llegado!
Tal fue la alegría de Airabeth que durante un momento olvidó que estaba en la guerra y gritó felizmente, a pesar de que nadie la oía en el fragor de la batalla:
-¡Aiya*, Rey Théoden! ¡Grata es para nosotros la hora de vuestra llegada!
Y mientras gritaba de alegría, no se dio cuenta de que, a sus espaldas, un orco se le acercaba a traición con un puñal negro, y éste aprovechó la ocasión para atacarla. Pero Airabeth sintió el peligro en su corazón y se dio la vuelta, y aunque era rápida de reflejos, no pudo evitar que la afilada hoja la hiriese en un hombro. Levantó su espada y la dejó caer sobre la cabeza del orco. La sangre negra brotó en abundancia y la repugnante criatura cayó muerta sobre el suelo.
* Aiya: salve