Luz y Sombra
Nuestra amiga Lalaith nos envia un relato en el que se nos narra parte de la historia de Lalaith, en concreto, el momento en que Lalaith y Gandalf se dan el último adios



Igual que las diminutas gotas de rocío resbalan sobre las hojas de los árboles, igual que el discurrir de un arroyo acariciando el lecho pedregoso de su cauce...las lagrimas que brotaban de sus hermosos ojos dibujaban senderos plateados sobre sus mejillas.

Su mirada se perdía en el horizonte, atravesando, en su intento por huir de la realidad, las rojas nubes crepusculares que parecían levitar sobre aquel inmenso océano de hierba que se extendía ante ella.

Permanecía inmóvil, tanto que podría confundírsela con una estatua de piedra, tan fría y tan falta de vida, envuelta en aquella capa gris.

Su rostro, inexpresivo, imperturbable, recorrido por amargas lagrimas, no dejaba entrever el inmenso dolor que le causaba aquella despedida.

Gandalf se sentó a su lado, en aquel banco de piedra. Tomó su mano entre las suyas, y así permanecieron durante mucho tiempo, en silencio. Las palabras sobraban entre ellos, pues eran sus corazones los que hablaban. Siempre había sido así, una mirada, un simple contacto de sus manos había sido suficiente, y aquella noche, la última noche, no fue una excepción. Fueron muchas cosas las que se dijeron sin necesidad de usar la voz.

La luna llena se había abierto paso entre las estrellas, bañando con su tenue luz los rostros de ambos, que brillaban con destellos plateados a causa de las lágrimas que los cubrían. Entonces el mago soltó suavemente las manos de ella para acariciar con las suyas aquel rostro ajado por el dolor.

La miró a los ojos mientras retiraba las lágrimas de sus mejillas, y al hacerlo comprendió que todos sus esfuerzos, todas sus súplicas, serían en vano. Sin embargo, debía intentarlo, tal vez aun pudiera convencerla. Mientras pensaba en ello se dio cuenta de que tan solo estaba engañándose a si mismo, no había esperanza, y lo sabía. Nunca le había ocurrido algo así, mas no se rendía, no podía resignarse, con ella no, la quería demasiado para perderla sin luchar.. Y por fin habló.

-Lalaith –la voz le temblaba, aquellas eruditas frases que acostumbraba a emplear, los sabios consejos que su querida Elfa nunca desoyó, todas aquellas palabras es esfumaron al contacto de sus labios, y solo pudo articular un desesperado- por favor.

Ella sintió como su corazón se retorcía de dolor al escuchar la voz de Gandalf. Nunca antes le había visto así, toda su fortaleza y nobleza parecía haberse desvanecido, y su apariencia era la de un anciano agostado por el paso de años de sufrimiento. Pero no fue eso lo que mas la impactó, fue su mirada suplicante, su voz quebrada por la angustia y el silencio que sobrevino después.

Las manos de Lalaith acariciaron el rostro del mago, sin apartar su mirada de aquellos profundos ojos azules empañados por las lágrimas.

Esperó alguna reacción por parte de Gandalf, deseaba oír su firme voz, aunque fuera para reprenderla como tantas veces había hecho, pero no fue así.

Los ojos del mago, fijos en los suyos, seguían preguntándose por qué, como era posible que su querida Lalaith, la que había sido el mas alegre y vital ser que jamás conociese, hubiese optado por recorrer aquel sendero de espinos que la llevaría a la muerte.

Lalaith acerco su rostro al del mago hasta rozar con su nariz la de él, en un cariñoso gesto. Volvió a mirarle a los ojos, sin embargo, él ya no la miraba, su vista estaba fija en algún punto de aquel frío suelo de piedra, sumido en su dolor. Ella posó sus labios sobre la curtida frente de Gandalf, y le besó con una ternura que no puede ser descrita con palabras, una ternura que solo puede ser fruto del mas puro y sincero amor.

Fue ahora Lalaith quien tomo las manos de Gandalf, y con una voz sorprendentemente firme y decidida, como si pudiera leer los pensamientos del mago y quisiera darle una respuesta, dijo:
-El lazo mas fuerte de todos es el que me retiene aquí, Gandalf. No es mas grande el amor por ser correspondido y, en esta tierra  permaneceré junto al mío, aunque eso signifique mi final.

Tal vez parezca extraño, pero al mismo tiempo que una diminuta lágrima escapaba furtivamente, el gesto de una sonrisa apareció en el rostro de Gandalf. Que las palabras de Lalaith le habían causado un incurable dolor era un hecho innegable, pero también le proporcionaron una alegría y satisfacción difíciles de explicar. Aquellas sinceras palabras que salieron de sus labios habían nacido en su corazón, y tan solo podía existir un corazón capaz de albergar semejante amor. Tan solo un espíritu bendecido con la más absoluta pureza podría renunciar al don más precioso, a la propia vida, por un amor imposible; a enfrentarse a una vida de sufrimiento por estar cerca del ser amado. Gandalf  supo siempre que ella era especial, diferente a todos cuantos había conocido en su larga existencia. Desde que la conoció, siendo tan solo una niña, albergó la sospecha, o tal vez la mera ilusión, de que ella era aquel ser bendecido, tocado por la gracia de Eru, que, llegado el momento, demostrara que el mas preciado de los dones no es la vida, sino aquel que te lleva a perderla, aquel que no deja otro camino que una senda de espinos hacia el mortal destino. Y ahora, al término de toda una vida, en aquel momento, el último que habrían de compartir, las palabras de la Elfa lo confirmaron.

¿Qué podía él objetar a la decisión de Lalaith? Él, que siempre fue el maestro, que ahora era aprendiz de aquella dama, tan joven y poseedora de una sabiduría de la que no era consciente. No había nada que pudiera decir, pues aunque aquella decisión le rompía el corazón, a la vez le llenaba de orgullo y le inspiraba una profunda admiración. Solo podía mirarla, admirarla.

Levantó sus manos, aún unidas a las de ella, y las colocó sobre su pecho, sobre su emocionado corazón. Permaneció largo rato en silencio, mirándola con tal devoción que Lalaith, ruborizada, desvió su mirada. Sus ojos, antes firmes, ahora temblorosos, se posaron sobre aquellas manos entrelazadas. Suspiró profundamente y las palabras fluyeron.
-Esté donde esté, sea cual sea el destino que me aguarda, tu estarás conmigo Gandalf. Cada paso que avance por este camino que he elegido lo daré tomada de tu mano –alzó la  vista y pudo ver las temblorosas pupilas del mago, que se mordía el labio inferior tratando de contener el llanto- Mientras quede una brizna de vida en mi –prosiguió Lalaith con increíble dulzura- tus ojos serán los míos, mis palabras, las tuyas. Seguirás aquí. Seguiremos juntos.

Apenas hubo pronunciado esta última frase, sus ojos se empañaron y un torrente de brillantes perlas recorrieron sus mejillas. No podía engañarse a si misma. Aunque le llevara para siempre en su corazón nunca volverían a encontrarse. Y nunca es mucho tiempo.

Gandalf soltó las manos de Lalaith y, rodeando con las suyas su rostro, lo atrajo hacia si hasta, como ella hiciera, rozar su nariz con la suya. Después la miró a los ojos, largamente, con absoluta atención, como tratando de transmitirle todos sus pensamientos. Aquella mirada decía tantas cosas, cosas tan bellas e intensas, que hubiera atravesado el mas sólido muro de piedra con tal de llegar a su destino.

Finalmente, con expresión cansada, Gandalf bajó la vista y cerró los ojos.
Lalaith esbozó una breve sonrisa que delataba ternura y complicidad; y acercando los labios a su oído le dijo en un suave susurro:
-Lo se.

En ese momento, como arrastrados por una fuerza sobrenatural, ambos se abrazaron, se abrazaron con fuerza, y lloraron.

El sol comenzaba a despuntar sobre las cumbres, cubiertas ya por algo de nieve, y un suave viento otoñal arrastraba las hojas secas que se iban desprendiendo de los árboles, dispuestas a emprender su viaje, como cada año.

Ellos seguían allí, sentados en aquel banco de piedra, abrazados. El viento envolvía y mezclaba sus cabellos, mientras los rayos del sol naciente, únicos testigos de aquel adiós, iluminaban aquel momento sombrío, igual que los plateados cabellos de Gandalf relucían entre la negra melena de Lalaith. Luz y sombra, al igual que sus destinos.